Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Apego a este mundo

por Juan del Carmelo

En la glosa anterior tratamos sobre el apego a los bienes materiales y dijimos que más adelante trataríamos el tema de los apegos a este mundo.

 

Es difícil encontrar un alma en plena madurez corporal que carezca de apegos mundanos. Sin embargo la madurez de la vida espiritual, hace que el alma se vaya desapegando poco a poco a las cosas de este mundo. Una vez que el alma humana se ha entregado a Cristo y ve su luz, camina ya a plena luz divina por este mundo y cuando se camina a plena luz divina, no se detectan las oscuridades ni las tinieblas que son las cosas de este mundo. Esta alma entregada a Cristo no puede detectar las tinieblas de este mundo, la luz divina se lo impide y ya no le llaman la atención ni le interesan las cosas de este mundo, sus apegos a las cosas del mundo desaparecen. Cristo es la Luz, las cosas de este mundo son las tinieblas.

 

Cuando nacemos y llegamos a este mundo, el es lo primero que vemos y conocemos, antes no hemos visto nada, porque Dios, fue de la nada de donde nos sacó. Además nacemos lastrados con la fuerza de la concupiscencia. En estas condiciones, empezamos a pensar que lo único que conocemos, aunque sea malo, es lo mejor, y que no hay nada más. Nuestros ojos corporales, miran en todas direcciones y no ven nada más. Sí, es cierto que hay algunos, no a todos, a los que les hablan de la existencia de otro mundo de felicidad, y que si se ha sido bueno, se irá a él, pero para alcanzar ese mundo ha de pasarse por un trago terrible, que atenta contra nuestro instinto de supervivencia, y que se llama muerte. Claro que, aunque no se crea en la existencia de otro mundo, se crea o no se crea, del trago de la muerte nadie se libra. En estas condiciones, ¿cómo es posible no tener un apego a este mundo?

 

Se diría que nacemos con el apego al mundo. Es lo único que palpamos, lo único que nos entra por los ojos corporales, y con sus tristezas e inconvenientes, ¡que caray!, también tiene cosas buenas, y además es lo único que creemos tener. Por algo dice el refrán: “más vale pájaro en mano que ciento volando”. De forma que el principio más extendido y aceptado dice: “comamos y vivamos que son tres días”. Miles de voces le gritan a uno, que no vale la pena seguir: Quédate aquí. ¿Para qué continuar? ¿Sabes en realidad hacia donde caminas? ¿Quién te dice que hay algo más allá de esta tierra? ¿Quién te lo asegura? ¿Y si todo fuera un espejismo? descansa. Olvida tus sueños imposibles. Vive tu vida. Desgraciadamente esta es la filosofía de vida, de millones de seres, que no ven más allá de sus narices, en unos casos porque no han tenido la suerte que nosotros hemos tenido, en otros, aun habiendo tenido la suerte de que le hablasen de Dios, su hedonismo o su soberbia le han obligado a despreciar las palabras del Verbo divino.

 

Pero este menosprecio tiene un gran enemigo, que se llama muerte, La muerte es quien pone fin al apego del hombre a este mundo. La muerte propiamente dicha es el desasimiento total, absoluto, definitivo y último de todos los apegos, a los que estaba unida la persona humana. Día a día, cada día que pasa sufrimos desasimientos la mayor parte de ellos, no los queremos sufrir, pero los soportamos; son las pérdidas de amigos, familiares, seres queridos, o desasimientos materiales, roturas, perdidas de objetos pequeños desprendimientos de bienes, etc.. Al final, todas nuestras muertes de cada día se consuman y recapitulan en nuestra muerte personal. De aquí que para el que vive en fe, la muerte llega a ser el único camino realmente capaz de desasirle definitivamente de todo lo que no sea Dios.

 

El apego a este mundo está tan íntimamente relacionado con la muerte, que si observamos veremos que los niños pequeños carecen del apego a este mundo, este apego aumenta con el transcurso de los años si es que la persona de que se trate, no se ha preocupado de desarrollar su vida interior. Al llegar a la tercera edad, se puede ver que hay personas tremendamente apegadas, mientras que también las hay tremendamente desapegadas. Es la diferencia entre haber vivido siempre en el amor al Señor, o por el contrario no haberlo cultivado.

 

El mundo en su sentido material, de por si, como todo lo creado por Dios, no es malo, al revés es maravilloso, como lo es todo lo que Él, ha creado y no hay nada de malo en que lo contemplemos y lo amemos, pero siempre en función del supremo amor a Dios, que ha de ser el norte y guía  de nuestra conducta. En sentido inmaterial, el mundo es un entramado de relaciones humanas que en general no se centran en el amor a Dios. Somos los hombres los que con nuestros pecados lo hemos ensuciado todo. Nuestra vida se desenvuelve dentro de este conjunto de situaciones humanas, que al estar la mayoría de ellas estructuradas al margen de Dios, si nos sumamos a ellas nos infeccionamos. Es a esto de lo que tenemos que tener cuidado, en no apegarnos. Escribe San Juan en una de sus epístolas: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque lo que hay en el mundo (las pasiones del hombre terreno, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero), eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. (1Jn 2,15-17).  Pero es difícil no apegarse. El obispo Fulton Sheen dice: “Vivir en medio de la infección del mundo y al mismo tiempo estar inmunizado contra él es algo imposible sin la gracia”. Eh, aquí nuestra lucha, la de vivir en el mundo sin contaminarnos si es que queremos ser fieles al amor de Dios.

 

Hay que tener presente que una cosa es amar al mundo, y otra apegarse desordenadamente a él, de igual forma que también una cosa es amar a nuestros hermanos y otras apegarnos desordenadamente a ellos o a ellas. También Fulton Sheen con respecto a este tema, opina diciendo: “El universo es un gran sacramento... Todo es y debe de ser un escalón hacia Dios. Las flores los pájaros, los animales, los hombres, las mujeres, los hombres, la belleza, el amor, la verdad; todos estos bienes terrenales no son un fin en sí mismos, sino solo los medios para un fin... El ser humano, por lo tanto, realiza su salvación a través de la sacramentalización de todo el universo; pecamos al renunciar a sacramentizarlo o, en otras palabras, usando de las criaturas con fines egoístas, más que como medios hacia Dios... Sacramentalizar el universo ennoblece al universo, porque le confiere a uno, una especie de transparencia que le permite la visión de lo espiritual más allá de lo material”.

 

Debemos amar todo lo creado por Dios, y utilizar su belleza para pensar que esta, siendo maravillosa, no es nada en comparación con la belleza de la luz del rostro de Dios, que algún día podremos contemplar. Pero al mismo tiempo en sentido inmaterial, no debemos de involucrarnos, en ese entramado de relaciones humanas, que directa o indirectamente nos apartan del amor al Señor.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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