Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Homilía episcopal en el entierro

por Semblanzas sacerdotales

(J. Leonardo Lemos, obispo de Ourense).- Mis queridos Hermanos sacerdotes. Miembros de los Institutos de la Vida Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica.  Hermanas y hermanos míos en el Señor ¡Queridos amigos todos!

Ef 1,3-5
Lc 12,35-40

Saludo con especial afecto a los familiares del Padre Arturo y les trasmito en mi nombre, y en el de todos los sacerdotes tanto presentes como ausentes, nuestro profundo pesar, un sentimiento que compartimos y nos afecta igualmente a todos nosotros porque también él, como sacerdote, pertenecía, y desde el misterio de la fe sigue perteneciendo a esta gran familia que es el Presbiterio Diocesano de la Iglesia en Ourense, a la que le duele su muerte que acogemos con un profundo sentido de esperanza.

También quisiera expresaros mi dolor y preocupación a los fieles de las parroquias de Arnuide, Lamamá, Maus, Seiró, Vilar de Barrio, Prado, Borrán y Rebordechao, que atendía pastoralmente nuestro hermano, así como a todo este Arciprestazgo de Os Milagres. Rezad por su eterno descanso. Pedid y suplicar que el Señor nos conceda vocaciones para el ministerio sacerdotal y orad también por mí y por mis hermanos sacerdotes para que el Señor nos ayude en el ejercicio del ministerio pastoral que la Iglesia nos ha encomendado para buscar vuestro bien espiritual y eterno.

A pesar del dolor quisiera que mis palabras nos sirvan para revitalizar nuestra fe en la vida eterna y sean un motivo de esperanza. Conociendo como conocíamos al P. Arturo, estoy por asegurar que ese sería su deseo; por eso, con las palabras de la Escritura que acabamos de proclamar, decimos:

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo...para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor (Ef 1, 3-6)

Todos estamos en las manos providentes del Señor y bien es cierto que no sabemos ni el día ni la hora de nuestro tránsito a la eternidad; eso sí, tenemos la certeza de que sucederá aunque no sepamos ni el lugar ni el tiempo. ¡Estamos en las manos del Señor! ¡somos del Señor! Así cantamos tantas veces cuando nos reunimos por un motivo similar a este: ¡en la vida y en la muerte somos del Señor! que estas palabras del canto se conviertan en una realidad viva para nuestro hermano sacerdote, del que todavía podíamos esperar tanta ayuda para nuestro trabajo pastoral, y que ha sido llamado por el Padre misericordioso.

Aunque no alcanzamos a descubrir la profundidad de los designios de Dios, como peregrinos en la noche oscura de la fe, aceptamos sus designios sobre nuestra historia personal y comunitaria ¡Dios sabe más! ¡Él tiene sus proyectos, que son siempre de amor y de paz, aunque nos cueste trabajo comprenderlos! Por eso, aunque sentimos dolor por la muerte del P. Arturo, decimos con esperanza ¡bendito sea Dios!

Hermanos míos: nuestra vida es una continua e inesperada sorpresa, por eso debemos estar preparados en cada momento para la llegada del Señor. Así nos lo recuerda el Evangelio de san Lucas que acabamos de proclamar: "Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre" (Lc 12,35-40). Nos movemos en esta dimensión espacio-temporal, vivimos sujetos a la sucesión de los tiempos y las horas, y siendo conscientes de esta realidad, tan propia de nuestra limitación, como debemos llevar a cabo esa historia divina que ha sido trazada por la Providencia, desde la eternidad, sobre la vida de nuestro hermano Arturo y sobre cada uno de nosotros.

Acabamos de escuchar cómo nuestro Dios nos ha elegido en Cristo, antes de crear el mundo...para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor. Así nos lo recordaba hace unos momentos el Apóstol. Esto lo podemos contemplar en la vida del P. Arturo, desde muy joven sintió la llamada del Señor en estas tierras, regadas por la devoción y el cariño a la Madre de Los Milagros, y fue aquí en donde descubrió que el Buen Dios le quería sacerdote y misionero, entrando en la Congregación de la Misión - los Padres Paúles -; esta tierra bendita ha dado muchos hijos e hijas tanto a la vida religiosa como a las sociedades de Vida apostólica, buen ejemplo de ello son los muchos padres Páules nacidos en estas tierras, así como las Hijas de la Caridad.

Hermanos míos, el Apóstol Pablo subraya ¡Santos e irreprochables! ¡He ahí la clave de toda nuestra existencia de creyentes! Santidad personal. Ante los restos mortales de nuestro hermano sacerdote, estas palabras adquieren un fuerte realismo que nos invita a todos a la conversión personal; es decir, a contemplar nuestro estilo de caminar desde la perspectiva de la eternidad que está más cerca de nosotros de lo que pensamos, ya seamos mayores, ancianos o jóvenes.

San Juan Pablo II nos decía que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad; de tal modo que para este santo papa estaba claro que la santidad constituía una urgencia pastoral. En este mismo sentido, a menudo nos lo recuerda el papa Francisco, con la fuerza que le caracteriza, que el camino de la santidad, tanto de los sacerdotes, de los religiosos/as, como de la gran multitud de los seglares que llenáis este templo es la "fidelidad a la memoria, fidelidad a la propia vocación. Fidelidad al celo apostólico. Fidelidad significa seguir el camino de la santidad. Fidelidad también significa ofrecerse al obispo" - decía Francisco - para ir a aquellos lugares en donde se nos necesita para ser testigos y misioneros.

Hermanas y hermanos míos: ¡Cuánta admiración sentimos por los sacerdotes, en especial por aquellos que viven su ministerio al servicio de las pequeñas comunidades del mundo rural! Muchas veces no se les comprende ni valora lo suficiente mientras desempeñan sus trabajos pastorales pero, ¡cuánto se les echa en falta después de su muerte! Una muerte que en la mayor parte de las veces los convierte en irreemplazables. Incluso, humanamente hablando, los sacerdotes que atienden las parroquias rurales de nuestra querida Galicia se convierten en auténticos agentes de solidaridad y socialización, así como promotores de asistencia social.

Son aquellos que están a pie de calle preocupándose de los ancianos y de los enfermos en su medio natural que son sus hogares, muchas veces dispersos por estas hermosas tierras y que en bastantes ocasiones están tan desamparados. Cuánto no trabajan y se esfuerzan nuestros sacerdotes por el mundo rural que tantas veces está tan abandonado y desprotegido.

¡Cuánto no se movió el P. Arturo por elevar el nivel humano y cristiano de las comunidades que el administraba pastoralmente!

¡Hermanos y amigos míos! La liturgia de la Iglesia nos pide que en estos momentos no hagamos elogios de aquel que nos ha dejado, pero quisiera manifestaros algo que vino a mi recuerdo desde el preciso momento en el que la noticia de su muerte golpeó mi corazón. ¡Cuántas veces hemos hablado, el P. Arturo y yo, del proyecto pastoral adecuado para nuestras parroquias, lo hacíamos paseando por los jardines del santuario de la Virgen de los Milagros!, ¡y también en Ourense!, ¡Cuántas ideas y sugerencias que brotaban de su corazón preocupado de pastor me hacía llegar para lograr una correcta y adecuada distribución de las parroquias y de los sacerdotes!

Así no vamos bien Sr. Obispo, me decía, así no vamos bien. Me decía cómo teníamos que redistribuir a los sacerdotes de tal modo que no tuviesen que andar corriendo de una iglesia para otra, celebrando misas rápidas y atropelladas con la finalidad de satisfacer las necesidades del pueblo y generando un desgaste espiritual en nuestros curas!.

Él me manifestaba, con su fuerza de ánimo tan característico, que así no podíamos seguir, que de este modo no estábamos atendiendo bien a los fieles, y que con tantas misas no podíamos llevar a cabo un trabajo de evangelización tal como nos lo está pidiendo el papa Francisco. Con sólo celebrar misas no se puede llevar a cabo la evangelización de nuestras gentes, toda vez que los sacerdotes somos menos y mayores! ¡Todos le conocíamos bien!.

Estábamos trabajando para lograr una remodelación de las parroquias de esta zona. Se desvivía por el bienestar de la gente, tanto material como espiritual. Es verdad, lo hacía a su manera, y vivía su vocación sacerdotal con gozo, aunque en medio de contrariedades. Los hermanos sacerdotes sabían que en él podían encontrar siempre ayuda y su preocupación por sus compañeros era grande, siempre acompañadas por las peculiaridades propias de su estilo.

En los últimos meses estaba viviendo un proceso de discernimiento espiritual en cuanto al estilo de su servicio sacerdotal. Lo hacía con sosiego y generosidad. A veces, debido a su espíritu ardiente e inquieto, en el que parecía palpitar el espíritu aprendido de San Vicente de Paúl que le abrasaba lograra el bien de las almas, también él quería ir a prisa; había que pedirle calma y tranquilidad; le recordaba que era necesario que se cuidase más, que se preocupase un poco por él mismo y que se esforzara por ir al ritmo de Dios, que es el único que puede marcar nuestro tiempo y nuestro caminar aquí en la tierra.

Permitidme que os diga que en las últimas conversaciones parecía intuir que le quedaba muy poco tiempo de vida y que le faltaban horas para llevar a cabo sus proyectos; este sentimiento se hizo más vivo después de su última intervención quirúrgica. El mismo me recordaba aquel pasaje del Evangelio de san Mateo: "de que nos sirve ganar el mundo entero si perdemos el alma" (cf. Mt 16,26).

Y me hablaba de hacer una fundación de misas por su alma, o de constituir una beca en favor de las vocaciones; yo le decía, no pienses eso, eres todavía muy joven y tienes que dar mucha gloria a Dios. Pero, lamentablemente, sus intuiciones eran ciertas.

Ante la certeza del morir, todos los actos de nuestra vida, incluso los más íntimos, tienen un significado que nos trasciende. De ahí que los santos entendían su vida personal, durante la peregrinación en la fe por este mundo, como un entrenamiento para bien morir.

En estos momentos, ante el misterio de la Cruz del Redentor que se hace patente al contemplar los restos mortales de nuestro hermano Arturo, le decimos al Señor que estamos aquí, no sólo para rezar por nuestro hermano, sino que con ocasión de su muerte, queremos aprender a hacer la voluntad de Dios, quizás sería mejor decir ¡aquí estoy para hacer tu voluntad!

¡Mejor!, todos los que estamos aquí en esta celebración, si tenemos fe, queremos vivir la voluntad de Dios como servidores fieles, como nos han enseñado tantos de nuestros sacerdotes que nos han precedido en el signo de la fe. Aprovechemos la oportunidad que nos da este encuentro de esperanza para descubrir, a la luz de la muerte de uno de nuestros hermanos - todavía joven - en este Presbiterio Diocesano, que el tiempo es breve cuando nos disponemos a amar y a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida.

En muy pocas líneas podemos sintetizar la vida de uno de nuestros sacerdotes; sin embargo, si nos dejamos iluminar por la verdad, ¡ cuántas cosas somos capaces de descubrir y de valorar en la existencia del P. Arturo: ¿quién, de los que está aquí presente, puede computar las horas de servicio a los demás a través del ejercicio callado del ministerio sacerdotal? ¿Quién puede calcular y valorar las horas en la administración de los sacramentos y de las demás cosas santas?

Las horas que ha dedicado a lo largo de su existencia a la lectura y la oración de la Liturgia de las Horas en nombre de la Iglesia, es decir, en nombre de todos los que estamos aquí, conocidos y desconocidos...La existencia fiel, entregada, silenciosa y, en algunas ocasiones hasta heroica, de la mayor parte de nuestros sacerdotes es un misterio ignorado y, muchas veces, poco valorado. Lo entenderemos cuando también nosotros lleguemos a la eternidad y allí podamos contemplar la realidad tal cual es.

Hermanos míos, cuando uno de nuestros sacerdotes pasa a la eternidad, nuestro corazón siente algo en lo más íntimo de su propio ser. Vuela hacia nuestro Seminario diocesano. Por eso, esta oración por nuestro hermano sacerdote se torna también en una súplica al Buen Dios para que nos conceda buenas y santas vocaciones al ministerio sacerdotal, y por la perseverancia de los que estamos ejerciendo el ministerio en la Iglesia.

Somos afortunados, hermanas y hermanos míos. La fe nos indica cuál es el Camino: Jesucristo. Y también nos dice cuál es la meta: cielos nuevos y tierra nueva. Vistos y contemplados desde esa gran eterna novedad, en una dimensión desconcertante y misteriosa, pero real, mientras vivimos en esta esperanza, luchemos por ser fieles, cada uno a su propia vocación.

Vivamos la exigencia de nuestros compromisos cristianos como creyentes siendo conscientes de la ternura de nuestro Padre rico en misericordia. Amemos y queramos, cada uno de nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, a ésta que es Madre y Maestra, la Madre Iglesia, que hoy nos acoge a cada uno de nosotros, en este momento de oración por un hermano nuestro sacerdote en su tránsito a la eternidad. Y que ella, la Madre Iglesia, nos acoja a cada uno de los que estamos aquí, de tal manera que nos ayude a descubrir cuál es el querer de Dios sobre nosotros.

A lo largo de su vida, cuántas veces los labios del Padre Arturo han pronunciado el nombre de Santa María. Es necesario, pues, que volvamos la mirada de nuestro corazón a la Virgen María, Señora de los Milagros, a la que le tenía una singular devoción, y que le digamos al Dios de la misericordia: Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)

Dentro de unos momentos vamos a enterrar su cuerpo. Y lo enterramos como un símbolo, de tal manera que así como la semilla tiene que pudrirse en el surco de la tierra para que dé fruto, que nuestro hermano sacerdote también dé fruto, un fruto de vida eterna.
Que así sea.

 

 

 

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