VI Domingo tiempo ordinario
por Al partir el pan
Eclesiástico 15, 16-21; 1 Corintios 2, 6-10; Mateo 5, 17-37
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud»
«Tengo delante la vida y la muerte. El agua y el fuego. El suelo y las estrellas. Lo elijo a Él. Lo escojo de nuevo. Aquí. Ahora. En su roca. En mi roca. Con sus palabras. Escojo vivir según su vida»
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud»
«Tengo delante la vida y la muerte. El agua y el fuego. El suelo y las estrellas. Lo elijo a Él. Lo escojo de nuevo. Aquí. Ahora. En su roca. En mi roca. Con sus palabras. Escojo vivir según su vida»
No sé por qué me gustan tanto las piedras sagradas. «Hic» significa aquí. Aquí nació, murió, vivió, amó Jesús en la tierra. En Tierra Santa los lugares están llenos de vida. De alma. Son sagrados. Son piedras y grutas sagradas. Son historia santa. La vida se conjuga en presente. En un momento. En un lugar. Todo sucede así. Siempre hay un «hic» y un «nunc». Un aquí y un ahora. Una palabra. Un abrazo. Una pisada. Una mano que salva. Que toca y cura. Un hoy. Un presente. Y al volver al lugar de entonces es como si pudiera oír de nuevo las mismas palabras. Como si percibiera una melodía sostenida en el aire, retenida en el tiempo. En un presente eterno que nunca muere. Pienso que mis actos llevan grabados la eternidad en su alma. Los realizó ahora. Los pronunció en alto ahora. En un lugar. Aquí. Y quedan grabados para siempre en mi alma. En la tierra. En la roca. No acabo de tomar todo el peso que tienen mis actos, mis pasos. Como el peso de ese aquí donde María dijo sí. O ese aquí donde murió Jesús en el Gólgota. O ese aquí donde nació Juan el Bautista. Y yo toco las piedras santas y las guardo en el alma. Y escucho muy dentro la fe de tantos que antes que yo repitieron mis gestos. Pronunciaron en un canto las mismas palabras. Y todo cobra vida de nuevo. Se repite. Se realiza. Me conmueve el poder de mi voz. De mis manos. Quiero cuidar más mis propios lugares. Tomar más en cuenta las palabras que pronuncio. Todo forma parte de mi vida sagrada. Sin mi aquí y sin mi ahora no sería yo quien soy. Repito mis gestos como el primer día. Pronuncio mis palabras sin olvidar ninguna. No surjo de la nada cada mañana. Soy historia grabada en roca. «Hic et nunc». Aquí y ahora. No lo olvido. Es mi historia santa. Me gusta horadar la roca con mis manos, con mis pisadas. Dejar prendida en la roca mi voz sagrada. Hago historia cada día. No se olvidan mis pasos. No los olvido. Por eso quiero aprender a cuidar mi presente. Mi fidelidad creadora. No repito gestos vacíos. Están llenos de vida. Tienen una carga valiosa. Quiero vivir más hondo. Más dentro de mi vida. Desde mis raíces. Tengo la fe de un niño. No desconfío. Me abrazo a la roca. Allí me hundo. Jesús me recuerda que mi vida es sagrada. Pronuncio mi sí. Repito el gesto de mi entrega. Y va calando hondo en mi alma todo el amor de Dios en un instante. Hoy me habla Dios de mi libertad para elegir: «Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida». Y me invita a optar entre la vida o la muerte. Entre el fuego y el agua. Elijo. Escojo. La libertad siempre toca cuerdas de mi alma. Son deseos muy hondos. Creo que está inscrita profundamente en mí. Dios me regaló esa libertad que me hace feliz. Aunque a veces me juegue malas pasadas. Me hace tener la vida en mis manos y no dejar que la vida me viva. Yo hago. Aquí y ahora. Yo escojo una forma de vivir. A veces sólo puedo escoger la forma de mirar cuando las circunstancias me vienen impuestas. Pero la elección de cómo lo vivo es mía. Eso no me lo quita nadie. No me lo impone nadie. Mi mundo interior es mío. En ese mundo Dios deja su huella. En mi roca. Jesús me pide que escoja la vida. Yo escojo amar, no sólo cumplir. Elijo dejarme el alma en los caminos, no protegerme y guardarme. Elijo el mar, y dejo la orilla. Escojo vivir con Jesús, a su lado, ya no estoy solo. Y escojo dejar mis redes y confiar en Él. Elijo mirar las estrellas y no quedarme triste mirando el suelo. Quiero vivir, no sobrevivir. Un día leí que para navegar no hace falta hombres que sepan construir naves, sino hombres que sueñen con el mar. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Cuál es la elección que tengo ante mis ojos? De mí depende dejar grabada mi vida en la roca. Puedo elegir un camino u otro. Puedo mirar de una forma o de otra. Escojo llevar la cruz que me toca con alegría, con esperanza. Soy libre. ¿Qué escojo hoy? Merece la pena vivir a fondo mi vida. Amar con todo lo que implica de miedo, de riesgo, de temblor. Con gratuidad, sin escatimar, sin guardarme. Así también es el amor de Dios. Un amor gratuito que se me da a cambio de nada. Un amor incondicional. Tengo delante la vida y la muerte. El agua y el fuego. El suelo y las estrellas. Lo elijo a Él, a Cristo, libremente. Lo escojo de nuevo. Aquí y ahora. En su roca. En mi roca. Con las mismas palabras. Pase lo que pase. Escojo vivir según su vida. Escojo la luz y la vida.
Necesito más valor para dejar tantas cosas que me hacen cobarde. Me gustaría ser más niño. Me conmueve tocar la piedra en la que nació Jesús niño. Dios hecho carne. En lo secreto. Oculto a la vista de los sabios. Oculto a mis ojos. Muchas veces no lo veo y desconfío, no creo en la victoria. Me dan miedo la vida y los problemas. No veo sus pasos junto a los míos. Su carne sosteniendo la mía. Escondido yo en su carne. Él en mi carne. Quisiera ir más allá de mi fragilidad y tocar a Jesús. Romper los muros que no me dejan crecer. Pienso en Jesús pobre. Me da miedo ser pobre y endeble. Me asusta la pobreza y la vulnerabilidad. Acaricio su mano débil. Acaricia Él mis manos débiles. Me sobrepasa su amor que viene sobre mí. Ya no estoy solo. Tan pequeño cabe entre mis manos. Surge del pan cuando consagro. Y sostengo su vida que a la vez me sostiene. Me veo tan frágil. Veo la verdad más honda de Jesús en ese misterio guardado. Pronuncio en silencio mi sí. De nuevo digo sí. Me duele mi carne enferma. Mi soledad herida. Mi sangre perdida. Tengo miedo a la vida. Me abruma la incertidumbre del camino. En sus manos de Niño Dios confío. Puedo sostenerlo callado. Puedo amarlo más, mucho más. Aunque esté yo roto. Puedo. Puedo darlo todo. Y creer en lo imposible. En la película «The Little boy» un padre la dice a su hijo desde muy niño: «¿Crees que puedes hacer eso? ¿Crees que podemos hacer esto?». Y juntos van haciendo grandes cosas. Así quiero levantarme yo cada mañana. Y oír de Jesús esa pregunta. Puedo. Sí, contigo puedo. Una persona rezaba: «Quiero volver a ser niña, Jesús. Volver a creer. Ser inocente y pura. Alegre. Sin cargas de rencores. Sin creer que me lo sé todo o que la vida me debe algo. Quiero jugar y reírme de las cosas pequeñas. Como cuando era más niña y me lo creía todo. Me he acostumbrado a ser adulta. Calculo mis pasos. Exijo lo que no recibo. Pido lo que no tengo. No me quedo contenta con nada. Siempre espero más. Necesito agacharme para entrar por esa puerta pequeña de Belén. Más niña. Más pobre. Sin exigir tanto a la vida. Sorprendiéndome. Asombrándome. Sin tanto miedo a las consecuencias de todo». Me hago eco de las palabras de esta oración. A mí también me gustaría ser más pequeño. Para caber mejor en la herida de su costado abierto. Me sobran tantas cosas. Me quedo callado ante la noche. Es mejor dar la vida que guardarla. Mejor arriesgar que conformarme. Claro que puedo hacerlo. Claro que puedo si Jesús va conmigo. Me hago más niño. Menos prudente. No llevo cuenta de los riesgos. Me arrodillo ante la carne herida de Jesús. Me agacho lo suficiente como para entrar por esa puerta pequeña que me abre a su corazón de Padre. Adoro el misterio de Dios hecho carne. El mayor misterio que nunca ha existido. Vengo a adorar. Quiero aprender a ser más niño. Quiero confiar más. Me duele el alma. Mi alma adulta. Quiero volver a nacer. Parece fácil pero no lo es. Hacerme niño de nuevo. Dejar mis ropas adultas. Dejarlas a la puerta de mi alma. Para dejar de ser rígido. Me pesan mi coraza y mis seguros. Me duele romper mi armadura. Para abrir más mi alma. Quiero la inocencia perdida. Esa que antes tuve y ahora me falta. Quiero ser más ingenuo. Decía el P. Kentenich: «Para nosotros la mayor alabanza que se nos pueda hacer será decir que en nosotros hay algo de la ingenuidad de un niño»[1]. El mundo no valora la ingenuidad ni la inocencia. Creo que sólo si vivo de esa ingenuidad. Sólo si soy niño ante Dios, podré vivir con paz en medio de la oscuridad de la vida. Necesito volver a nacer para recuperar la inocencia que la vida ha herido en lo más hondo. Me duele el alma. Quiero llegar más alto. Tocar cielos más altos. Quiero creer que puedo, que es posible. Porque Jesús va conmigo y me sostiene. Su mano levanta mis manos. Y sus pies dan fuerza a mis pasos. Me sostienen. Me levantan. Hacen que mi vida merezca siempre la pena. Sueño más hondo. Sueño con lo más grande.
Me conmueven la paz y el silencio del huerto de los olivos. Cuando Jesús calla. Arrodillado en el huerto. Allí donde se sentía en casa. Su lugar de descanso. Mientras reza, sus apóstoles duermen. Jesús llora y suda gotas de sangre mirando su cruz. El dolor en el alma. La traición de Judas, su amigo, su hijo. Y el sueño de los discípulos que han ido al huerto de los olivos a rezar a su lado. Me impresiona su sueño. Me conmueve la traición. Un solo beso en silencio. Una hora sin lograr velar. Negar. Dormir. Traicionar. Es fuerte. Me asusta mi fragilidad. Una persona rezaba: «Te amo, Jesús, aunque no vea, aunque no sepa, aunque no sea digna. Sólo Tú conoces mi corazón. Hazlo tuyo, rompe los muros. Te digo que sí en la noche. Con mi renuncia, con mis manos pobres, con mi historia, mi vocación. Con el miedo de ir al mínimo, a ser mediocre, a sentirme satisfecha. Ayúdame a saber consolar, a no hacerme dura, a no analizar el dolor de los otros, sólo abrazar, que nunca me canse. A veces lo hago. Que no deje nunca de maravillarme de tu amor. Que no deje nunca de maravillarme de que me quieras como soy. De mi misterio de un camino abierto, sin hacer, que te pertenece». Me duelen mis negaciones. Mis traiciones ocultas y silenciosas. Quiero hacerlo todo bien y detesto el fracaso y la traición. Pero no logro vencer siempre. Fallo y me quedo dormido. Como los discípulos a una distancia de tiro de piedra. Mientras Jesús lucha entre la vida y la muerte. Y yo traiciono su confianza. No estoy a la altura y no hago lo que Él quiere que yo haga. O lo que creo que espera de mí. No logro juzgarme a mí mismo. No logro ver si está bien o mal mi vida. Si le estoy siguiendo a Él o sólo busco mi comodidad. Y soy sacerdote. Pero no siempre le busco. Me duermo sin aguantar a su lado. No es tan sencillo permanecer en vela. Lo sé. El mundo tienta. Me asustan la cruz y el sufrimiento. Temo el descrédito y el fracaso. Me duele el olvido. Un solo error que eche por tierra la propia entrega. Como Jesús esa noche en el huerto. Toda su vida juzgada en un beso. Su paso por la tierra, su carne sosteniendo la carne débil de tantos. Me da miedo ser mal entendido. Mal juzgado. Sólo Jesús sabe lo que hay en mi corazón. Ni yo mismo. A veces me juzgo con dureza. Por no dar la talla. Por no ser fiel y no estar a la altura. Y veo tan lejos la santidad que anhelo. Miro su rostro. Miro su vida. Y le pido a Dios la fuerza para luchar. Para no tirar nunca la toalla en mi vida, pase lo que pase. Le pido paz a Dios en medio de las tormentas del camino. Es un milagro vivir con paz cuando las circunstancias de la vida me turban. No me siento tan fuerte. Por eso no quiero juzgar al débil. No quiero hacerlo. Yo mismo soy débil. Por eso quiero aprender a tomar la cruz, mi cruz, cada mañana. Sé lo que me cuesta. No me es fácil decir que sí a Dios simplemente. Sin poner excusas. Sin justificarme. Sólo Dios me juzga. Eso me tranquiliza. Más allá de la mirada de los hombres donde veo condenas. Más allá de mis miedos que me paralizan. Me falta fe para creer más allá de mis flaquezas. Fe en las estrellas que me elevan en lo alto. Me falta creer más en todo lo que puede hacer Dios conmigo, a mi lado. Como ha hecho con los santos. Hombres de barro con los que Dios construye. Me impresionan las palabras del P. Ángel Strada hablando del proceso de beatificación del P. Kentenich: «En la persona de cada ser humano hay misterios: ¿por qué actuó de esta forma y no de otra? ¿No hubiera sido más prudente hacer esto o aquello? Y cada vez más me decía: se trata de la santidad de una persona, no de un ángel. Y ser una persona implica error, problemas, conflictos, fracaso, derrotas. Todo esto pertenece a la vida humana. No existe la santidad sin límites. debemos renunciar a una imagen de nuestro fundador donde todo es perfecto, donde hubo santidad desde un comienzo. Este Kentenich no existió». No hubo un Padre Kentenich perfecto. No fue un ángel. Fue hombre con defectos y virtudes. Con logros y fracasos. Con decisiones acertadas y caminos en los que cometió errores. Y se dejó hacer por María que pulió su alma. Pienso en mi propia vida. Tampoco soy un ángel. En mi vida hay aciertos y caídas. Logros y torpezas. Mi debilidad se besa con mi fortaleza. A veces no sé manejar bien mis errores. No los asumo. No los enfrento. Los oculto. El otro día leía: «Culpa es el resultado de haber cometido un error personal, esa es nuestra responsabilidad. Cometimos un error y ese error debe reconocerse y con ello pedir las disculpas o el perdón por el daño ocasionado a otro, pudiendo también complementarse con una reparación»[2]. Quiero aprender a mirar a la cara mis errores, mis traiciones, cuando me quedé dormido en la vida eludiendo mi responsabilidad. Como esos discípulos la noche de Getsemaní. Dormido ante el dolor de tantos. Evitando el compromiso. Evitando el sacrificio. Sin aceptar ese error en mis decisiones cuando pensaba que hacía lo que Dios quería. ¿Qué hago con mi culpa? ¿Qué hago con mis errores? ¿Los oculto incapaz de mirar la cicatriz que me han dejado? Me gustaría mirar a la cara mis decisiones, aunque no sean correctas. Aceptarlas, pedir perdón, perdonar, reparar. Es la única forma de crecer y madurar. Cargar con la cruz, con mi cruz. Con mi debilidad. Y seguir a Jesús por los caminos. Con lo que soy. No con lo que me gustaría ser. Con lo poco que tengo, no con lo que anhelo. Asumiendo que no soy un ángel. Soy un hombre hecho de barro y luz de Dios. Hecho de debilidades y grandezas. Eso me alegra. Quiero perdonarme en mis errores. Y aceptar que los demás me traten de acuerdo a ellos. Decía Tim Guenard: «Yo digo a mis hijos que cuando hago el bien deben estar agradecidos, pero cuando no hago bien, tienen autorización para decírmelo, porque yo cometo errores». Quiero reconocer mi fragilidad ante Dios, ante los hombres. Y estar dispuesto a que los demás vean mis cicatrices. Mis debilidades. Mis errores, sin esconderlos. Dejarme ayudar. Que me digan lo que hago mal sin molestarme por ello. Tengo mucho que aprender. Quiero ver la vida como es. En lo pequeño y en lo grande. Asumir mis cruces y caídas. Perdonarme por ellas. Dejarme acompañar en mi vulnerabilidad. Dios construye desde mi beso traidor. Desde mi negación poco antes de que cante un gallo. Con mi sueño que me hace eludir responsabilidades. No soy un ángel. Soy de barro.
Me gusta más el Jesús del lago que aquel que dice muchas palabras. Una vida tiene muchos más gestos que palabras. Y si tengo que elegir, elijo los gestos. Me detengo junto a su lago. Junto a las aguas que ve Jesús desde la montaña. Esas aguas por las que navegó tantas veces. Bañan las olas las piedras de la playa. No rompen con violencia. Sólo acarician sin hacer ruido. Se vuelven lisas las piedras de la orilla. Más blancas, más puras. Como quiero que se vuelva mi alma al romper las olas contra ella. Con un ruido suave. Lentamente. Pienso en los pasos tranquilos de Jesús sobre las aguas. Oigo su voz calmando el mar en la tormenta. En ese mar de Galilea. Su voz profunda como el sonido de las aguas. Su mano firme sosteniendo el remo, el timón, la vela. Su mano acariciando el agua al compás de los remos. Navegando mar adentro. Conteniendo el aliento. Esperando una pesca milagrosa en medio del silencio de un día que amanece lentamente. Sobre el mar en calma. La vida se juega en decisiones simples. Posibles. En márgenes cotidianos. Es extraordinario lo ordinario. Oigo una voz sobre las aguas. Mi vida puede cambiar al ver un simple gesto. O al escuchar una palabra importante. Jesús no sabe de pesca. Pero si conoce mi alma. Y mi sed. Y mi llanto. Y me abraza sobre las aguas sin necesidad de muchas palabras. Como abrazó un día a Juan, a Andrés, a Pedro. Me abraza a mí mismo esta tarde de invierno. Las olas muertas a mis pies. No han hecho casi ruido. Muertas en una humedad que se me escapa. Un simple gesto del mar. Un simple gesto de Jesús mirándome con misericordia. Como a esos hombres en la orilla. Yo también como ellos quiero dejar mis redes viejas en esta orilla tranquila. Me pesan tanto mis viejas redes. Necesito otras redes más nuevas. Quizás también otra barca. Me gusta la calma de las olas. Me gusta ver a Jesús navegando hondo y haciéndose pequeño al remar con fuerzas. Mecido por las aguas. Por mis aguas. En este mismo mar que me calma por dentro. Quiero dejarlo todo y seguir su voz sobre las aguas. Su pasión, su fuerza, sus brazos firmes, sus piernas rápidas. Son gestos. Son palabras. Como la primera vez que vino a mi vida. Como tantas veces cuando ha vuelto y se ha quedado. Con sus ojos que miraron este mismo mar tantas veces. El mismo mar de mi alma. Jesús oyó las mismas olas. Pescó los mismos peces vivos bajo el agua. Me gustan sus gestos tranquilos. Era un hombre lleno de paz, y de luz, y de misterio. Un hombre apasionado por la vida, inquieto. Había tanto que hacer en este mundo. Buscaba la paz y el silencio de este mar tranquilo. Sin voces extrañas. ¡Cuánto silencio! Pero no podía permanecer escondido. Era tanta el hambre. Yo también lo veo. Y me duele. Como a Jesús tantas veces. Es necesario salir a predicar. Quiero romper las barreras y salir a curar enfermos. A expulsar demonios. A abrazar heridos. Hay tanta muerte. Tanta soledad. Me voy a otra orilla. A su orilla. A descansar con Él en su playa. En su silencio. Y la gente lo busca. Saben que son sus gestos los que devuelven la vida. Me conmueve la fuerza de sus manos. Yo soy pobre ante Él. Me quedo mirando callado su mar con las manos vacías. Su barca tan cerca de mi orilla. Yo tan lejos en mi propia barca. Tengo tantos miedos cerca de esta orilla. Escucho su voz y algo se conmueve muy dentro del pozo de mi alma. Mar adentro. Nítida su voz sobre las aguas. Vence el miedo esa voz llena de verdades. Quiero ir con Él hasta donde Él vaya. Sé que hay un hueco en su barca, eso seguro. Navega hondo. Cojo sus redes con mis torpes manos. Dejé ya mis viejas redes en la orilla. Jesús permanece callado en mi barca. En mi orilla. Su silencio me da tanta paz. Me acompaña mientras navego en sus manos. Con el suave balanceo de las olas. Me calmo por dentro. Y me inquieto. Hay tanto que hacer delante de mis ojos. Los peces nadan en lo hondo y yo los veo. Escucho en silencio. No tengo miedo a la vida que florece en mis manos. En su orilla el mar llega despacio y se retira lentamente. Sin hacer ruido. Se calma todo al llegar. Como mi vida. Me gustan más los gestos de Jesús que sus palabras, eso lo tengo claro. La pasión de su mirada. La fuerza de sus manos. La intensidad de sus pasos. La presión de su abrazo. La paz de su descanso. Cuando reza en silencio se eleva la sutil presencia de Dios que todo lo transforma. Ojalá pudiera navegar siempre sin miedo por sus mares, en su barca. Venciendo el miedo que me impide dejar tantas cosas. El miedo que no me deja romper todos mis límites. Las olas suavizan mis torpezas, como las piedras lisas. Me llama Jesús con su voz suave. Se acerca hasta mi orilla. Pronuncia mi nombre. Y yo lo espero. Este mar se mete dentro del alma. Muy dentro. Una música que añoro toda mi vida. La voz de sus silencios. Vuelvo hasta su mar para que me hable en sus olas. Para que me grite en su viento. Es la certeza que decide mi vida. Él va conmigo. Yo voy con Él. En su barca. No se apaga el miedo, lo sé, pero se calma. Y sigo sus pasos sobre las olas. Sus pies en mis pies. Amo sus gestos. Me dejo abrazar por Él. Sostener sobre las aguas. Pierdo el miedo.
Jesús me habla hoy desde la montaña, cerca de Cafarnaúm. Desde el monte se ve todo mejor. Fluyen las palabras. Todos escuchan. Tienen sed. Lo siguen, han visto sus obras. Hay mucha gente y Él sube al monte para poder verlos y hablarles mejor. Querrán también comida. Querrán ver milagros. Hoy escuchan. Quieren ser felices. Sufren. Lo miran. Lo buscan. Van por tierra hasta la siguiente orilla. Allí llega su barca. Brotan con fuerza sus palabras. El eco del monte repite sus anhelos. Quiero ojos limpios para entender. Para no juzgar. Un alma limpia. Llena de Dios. Siempre me ha gustado más lo que Jesús hace que sus palabas. La fuerza de sus gestos, su mirada. Sus pasos. Sé que sus palabras refuerzan lo que hace. No son palabras huecas. Me gustaría parecerme a Él. Sus palabras explican su vida y son respuesta a preguntas mudas de tanta gente sentada que lo escucha en esa montaña. Responde a esa pregunta que yo mismo guardo. ¿La ley? ¿Basta con cumplirlo todo? «Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley». Cumplir o no ser capaz de cumplir. Exigir a otros que cumplan sin saber lo que viven en su corazón. La norma. ¿Es siempre la medida de la vida? Hoy Jesús me dice cosas sencillas. Seré grande si sigo su voz: «Quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos». Pero a veces lleno mi vida de mandamientos y exigencias. Cargo pesados fardos sobre mi espalda. Quiero cumplirlo todo y me frustro al no lograrlo. Hoy escucho a Jesús que me pide que viva la vida de forma más sencilla: «A vosotros os basta decir ‘sí’ o ‘no’». Pero a veces no entiendo lo que Jesús me pide. Y no comprendo que quiere que todo llegue a plenitud cuando dé mi sí: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». No quiero quedarme con la justicia de fariseos y escribas. Donde la perfección consiste en cumplirlo todo. No quiero vivir sólo cumpliendo. Esa actitud me habla de un Dios que sólo está contento conmigo cuando cumplo. Jesús me quiere cuando no soy perfecto. Cuando no le enseño cada noche mi lista de deberes. No le importan tanto mis tachones, mis errores, le importa mi amor. Le basta con que yo quiera volver a empezar y le dé mi sí. Quiere que pida ayuda. Le basta con que me sepa pequeño y frágil, consciente de que puedo caer en cualquier momento. Él es mi roca, no la ley. Él es mi camino, no el cumplir. Jesús me dice que la medida es el amor y no la norma. Jesús rompe mis esquemas. Él mismo a veces se salta alguna norma por amor. Hoy Jesús, ante la gente que lo escucha, no habla de cumplir, sino de ir más allá. La vida es más que el mínimo. Me invita a ser magnánimo. No quiere que haga sólo lo correcto, lo adecuado, lo justo. No quiere que simplemente cumpla con mi deber, logrando el mínimo. Me lo pide todo. El mínimo no llena el corazón. En el mínimo soy un autómata que repite gestos sin alma. Lo que sucede en el alma sólo lo ve Dios y allí es donde se juega mi vida. Creo en esa vida en la que la abundancia y la alegría no pasan nunca. Aunque haya dudas. El cumplir y quedarme sólo ahí, me quita creatividad y libertad. Si sólo busco cumplir, le pongo freno a mi crecimiento interior. Mi inquietud hace que mi alma no se conforme con hacer sólo lo que me piden. La clave, como siempre, está en la forma de mirar la vida. La medida es el amor sin medida. Jesús me dice que tengo que sentir y pensar como lo hace Dios. Que vale de poco cumplir por fuera la norma y ser correcto ante la ley, si tengo el corazón frío. Quiero sentir como Él, quiero pensar como Él, quiero caminar como Él. Dejándome el corazón, sin preocuparme sólo de pecar o no pecar, de respetar los límites, de proteger mi fama. No quiero guardarme para mí, quiero amar más. Jesús apela a la generosidad de mi alma. Quiere que profundice en mi mundo interior tan desconocido. Me pide que me deje modelar por Él para tener su delicadeza de sentimientos. Que mi vida exterior y mi vida interior sean una. La vida es más que la orilla del mar, hay un mar adentro. La vida es más que la superficie, donde camino día a día, hay mucha más hondura. No quiero vivir sólo cumpliendo sin salirme de la norma. La vida es más de lo que veo delante de mí. Vivir con un alma generosa es la única manera de vivir de verdad. Es lo único que me hace libre. Así vivió Jesús.
Jesús no quiere que me conforme con la ley. Quiere que la cumpla, pero viviendo desde dentro el grado de amor máximo. Quiere que no cometa adulterio, pero más allá, que ame en mi corazón con pasión a mi cónyuge. Que le dedique mi vida. Cuidándolo, protegiéndolo. La promesa el día de la boda no fue: «No cometeré adulterio, no te traicionaré». Fue en positivo: «Te amaré y te respetaré todos los días de mi vida». La vida con Jesús no es un conjunto de límites. Es un mar hondo, sin orillas. Jesús me habla del sí. Del más. De lo más profundo, de lo más alto. Quiero dejarme tocar por Dios en mi dolor, en mi miedo, en mi temblor. Él me puede consolar, sostener, enamorar, hacerme feliz en los umbrales de su casa. No me conformo con vivir de un modo correcto, cumpliendo normas. En la película «El silencio» de Martin Scorsese, el personaje que traiciona contantemente su fe, Kichijiro, vuelve siempre al sacerdote a pedir misericordia. Salta la norma y busca la misericordia. El corazón del que lo observa se indigna. Siempre cae. Siempre vuelve. ¿Puedo perdonar setenta veces siete? El sacerdote caído reacciona ante su última petición de confesión: «No existen fuertes y débiles. ¿Quién puede asegurar que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? Si no quedan padres en este país que puedan oír tu confesión, tendré que hacerlo yo. Vete en paz»[3]. Han traspasado los dos esa línea. El japonés se lamenta de que en otra situación más favorable para los cristianos, tal vez él hubiera sido un buen cristiano cumplidor. Me impresionó su mirada. Dios no es así, pero nosotros sí. No sabemos si en otra situación, en un momento de dolor, seremos realmente fieles a todo. No sabemos cuánta es nuestra debilidad. Jesús sí la conoce y cree en mí. Me dice hoy: «Cava más hondo, navega más adentro, vuela más alto. Eres libre de desplegar las velas de tu alma y llegar al horizonte conmigo. Y si te equivocas, te vendré a buscar». Para Jesús siempre hay una nueva oportunidad. Estoy solo delante de Él. La vida se juega en lo delicado del corazón, del pensamiento, de la actitud del alma. Allí en lo más profundo de mi alma es donde soy libre y nadie más me mira. Solos Dios y yo. Cumplir es importante, necesario. Son pautas que marca la Iglesia, pero son sólo mínimos. Y la vida se juega en un sí hacia delante. En un sí más grande. En arriesgar, en dar hasta no poder más. En máximos. Dice R. Tagore «No puedes atravesar el mar simplemente mirando el agua». Jesús hoy me habla de ideales. De mares hondos. Los ideales tiran de mí hacia lo alto. Me dan alas. Es lo que Dios soñó para mí. Y si caigo vuelvo a empezar. Me fío de Él. ¿Qué es lo que siento en mi corazón? ¿Pienso como piensa Jesús? Hoy Jesús no deja que me fije sólo en los grandes pecados. El homicidio. El adulterio. Jesús me pide una mirada más sutil. Un corazón más grande. No llamar imbécil al hermano, no guardar rencor. Me emociona la confianza de Jesús en mí. Confía en que soy capaz de amar desde dentro. Me invita a que mi vida esté más equilibrada. Una vida en la que mi amor a Dios sea expresión del amor a los hombres. El otro día leía: «Todo lo que vivenciamos en las relaciones humanas sucede al mismo tiempo con Dios. Si queremos saber cómo nos relacionamos con Jesucristo, lo podemos deducir fácilmente a partir de nuestras relaciones humanas. Cada uno trata a Dios como trata a sus semejantes»[4]. La forma como me relaciono con Dios, suele coincidir con la forma como lo hago con los hombres. Miro a Dios igual que miro a los hombres. Lo tengo claro. Por eso Jesús me anima a dejar la ofrenda en el altar si tengo algo contra mi hermano. Primero tengo que ir hacia él y después volver a entregar mi ofrenda. Jesús quiere que mi mundo interior y de oración esté en consonancia con mis prácticas religiosas, con mi vida externa, con mis gestos. No basta con no matar para quedarme tranquilo y sentirme satisfecho. Mi forma de rezar tiene que estar en consonancia con mi forma de amar a los demás. Dios está primero en el corazón del otro, y ahí tengo que hacer mi ofrenda de paz y de amor. ¡Cuántas veces me quejo de los otros al rezar! Busco a Dios porque no sé amar bien a los hombres. Me aíslo. Busco una soledad que es un refugio, un escape. No quiero creerme mejor por estar dentro de la iglesia, amparado. Me gusta mirar a Jesús. En Él es todo uno y por eso tiene autoridad moral ante todos. Ama, reza, camina, cura, vive del mismo modo. Con el corazón, con compasión, obedeciendo al Padre, con libertad. Ama más allá de lo esperable, de lo lógico, del mínimo. Quiero caminar así por la vida. Me gustaría pedirle a Jesús que me ayude a tener sus mismos sentimientos. A sentir como Él. Toco las piedras que Él pisó. El agua que navegó. Quiero vivir su compasión y su ternura. Quiero su delicadeza y respeto profundo a la vida del otro. Quiero vivir mi amor a Dios y a los demás del mismo modo. Es la armonía que sueño, que anhelo. Una armonía posible en el corazón de Jesús.
Necesito más valor para dejar tantas cosas que me hacen cobarde. Me gustaría ser más niño. Me conmueve tocar la piedra en la que nació Jesús niño. Dios hecho carne. En lo secreto. Oculto a la vista de los sabios. Oculto a mis ojos. Muchas veces no lo veo y desconfío, no creo en la victoria. Me dan miedo la vida y los problemas. No veo sus pasos junto a los míos. Su carne sosteniendo la mía. Escondido yo en su carne. Él en mi carne. Quisiera ir más allá de mi fragilidad y tocar a Jesús. Romper los muros que no me dejan crecer. Pienso en Jesús pobre. Me da miedo ser pobre y endeble. Me asusta la pobreza y la vulnerabilidad. Acaricio su mano débil. Acaricia Él mis manos débiles. Me sobrepasa su amor que viene sobre mí. Ya no estoy solo. Tan pequeño cabe entre mis manos. Surge del pan cuando consagro. Y sostengo su vida que a la vez me sostiene. Me veo tan frágil. Veo la verdad más honda de Jesús en ese misterio guardado. Pronuncio en silencio mi sí. De nuevo digo sí. Me duele mi carne enferma. Mi soledad herida. Mi sangre perdida. Tengo miedo a la vida. Me abruma la incertidumbre del camino. En sus manos de Niño Dios confío. Puedo sostenerlo callado. Puedo amarlo más, mucho más. Aunque esté yo roto. Puedo. Puedo darlo todo. Y creer en lo imposible. En la película «The Little boy» un padre la dice a su hijo desde muy niño: «¿Crees que puedes hacer eso? ¿Crees que podemos hacer esto?». Y juntos van haciendo grandes cosas. Así quiero levantarme yo cada mañana. Y oír de Jesús esa pregunta. Puedo. Sí, contigo puedo. Una persona rezaba: «Quiero volver a ser niña, Jesús. Volver a creer. Ser inocente y pura. Alegre. Sin cargas de rencores. Sin creer que me lo sé todo o que la vida me debe algo. Quiero jugar y reírme de las cosas pequeñas. Como cuando era más niña y me lo creía todo. Me he acostumbrado a ser adulta. Calculo mis pasos. Exijo lo que no recibo. Pido lo que no tengo. No me quedo contenta con nada. Siempre espero más. Necesito agacharme para entrar por esa puerta pequeña de Belén. Más niña. Más pobre. Sin exigir tanto a la vida. Sorprendiéndome. Asombrándome. Sin tanto miedo a las consecuencias de todo». Me hago eco de las palabras de esta oración. A mí también me gustaría ser más pequeño. Para caber mejor en la herida de su costado abierto. Me sobran tantas cosas. Me quedo callado ante la noche. Es mejor dar la vida que guardarla. Mejor arriesgar que conformarme. Claro que puedo hacerlo. Claro que puedo si Jesús va conmigo. Me hago más niño. Menos prudente. No llevo cuenta de los riesgos. Me arrodillo ante la carne herida de Jesús. Me agacho lo suficiente como para entrar por esa puerta pequeña que me abre a su corazón de Padre. Adoro el misterio de Dios hecho carne. El mayor misterio que nunca ha existido. Vengo a adorar. Quiero aprender a ser más niño. Quiero confiar más. Me duele el alma. Mi alma adulta. Quiero volver a nacer. Parece fácil pero no lo es. Hacerme niño de nuevo. Dejar mis ropas adultas. Dejarlas a la puerta de mi alma. Para dejar de ser rígido. Me pesan mi coraza y mis seguros. Me duele romper mi armadura. Para abrir más mi alma. Quiero la inocencia perdida. Esa que antes tuve y ahora me falta. Quiero ser más ingenuo. Decía el P. Kentenich: «Para nosotros la mayor alabanza que se nos pueda hacer será decir que en nosotros hay algo de la ingenuidad de un niño»[1]. El mundo no valora la ingenuidad ni la inocencia. Creo que sólo si vivo de esa ingenuidad. Sólo si soy niño ante Dios, podré vivir con paz en medio de la oscuridad de la vida. Necesito volver a nacer para recuperar la inocencia que la vida ha herido en lo más hondo. Me duele el alma. Quiero llegar más alto. Tocar cielos más altos. Quiero creer que puedo, que es posible. Porque Jesús va conmigo y me sostiene. Su mano levanta mis manos. Y sus pies dan fuerza a mis pasos. Me sostienen. Me levantan. Hacen que mi vida merezca siempre la pena. Sueño más hondo. Sueño con lo más grande.
Me conmueven la paz y el silencio del huerto de los olivos. Cuando Jesús calla. Arrodillado en el huerto. Allí donde se sentía en casa. Su lugar de descanso. Mientras reza, sus apóstoles duermen. Jesús llora y suda gotas de sangre mirando su cruz. El dolor en el alma. La traición de Judas, su amigo, su hijo. Y el sueño de los discípulos que han ido al huerto de los olivos a rezar a su lado. Me impresiona su sueño. Me conmueve la traición. Un solo beso en silencio. Una hora sin lograr velar. Negar. Dormir. Traicionar. Es fuerte. Me asusta mi fragilidad. Una persona rezaba: «Te amo, Jesús, aunque no vea, aunque no sepa, aunque no sea digna. Sólo Tú conoces mi corazón. Hazlo tuyo, rompe los muros. Te digo que sí en la noche. Con mi renuncia, con mis manos pobres, con mi historia, mi vocación. Con el miedo de ir al mínimo, a ser mediocre, a sentirme satisfecha. Ayúdame a saber consolar, a no hacerme dura, a no analizar el dolor de los otros, sólo abrazar, que nunca me canse. A veces lo hago. Que no deje nunca de maravillarme de tu amor. Que no deje nunca de maravillarme de que me quieras como soy. De mi misterio de un camino abierto, sin hacer, que te pertenece». Me duelen mis negaciones. Mis traiciones ocultas y silenciosas. Quiero hacerlo todo bien y detesto el fracaso y la traición. Pero no logro vencer siempre. Fallo y me quedo dormido. Como los discípulos a una distancia de tiro de piedra. Mientras Jesús lucha entre la vida y la muerte. Y yo traiciono su confianza. No estoy a la altura y no hago lo que Él quiere que yo haga. O lo que creo que espera de mí. No logro juzgarme a mí mismo. No logro ver si está bien o mal mi vida. Si le estoy siguiendo a Él o sólo busco mi comodidad. Y soy sacerdote. Pero no siempre le busco. Me duermo sin aguantar a su lado. No es tan sencillo permanecer en vela. Lo sé. El mundo tienta. Me asustan la cruz y el sufrimiento. Temo el descrédito y el fracaso. Me duele el olvido. Un solo error que eche por tierra la propia entrega. Como Jesús esa noche en el huerto. Toda su vida juzgada en un beso. Su paso por la tierra, su carne sosteniendo la carne débil de tantos. Me da miedo ser mal entendido. Mal juzgado. Sólo Jesús sabe lo que hay en mi corazón. Ni yo mismo. A veces me juzgo con dureza. Por no dar la talla. Por no ser fiel y no estar a la altura. Y veo tan lejos la santidad que anhelo. Miro su rostro. Miro su vida. Y le pido a Dios la fuerza para luchar. Para no tirar nunca la toalla en mi vida, pase lo que pase. Le pido paz a Dios en medio de las tormentas del camino. Es un milagro vivir con paz cuando las circunstancias de la vida me turban. No me siento tan fuerte. Por eso no quiero juzgar al débil. No quiero hacerlo. Yo mismo soy débil. Por eso quiero aprender a tomar la cruz, mi cruz, cada mañana. Sé lo que me cuesta. No me es fácil decir que sí a Dios simplemente. Sin poner excusas. Sin justificarme. Sólo Dios me juzga. Eso me tranquiliza. Más allá de la mirada de los hombres donde veo condenas. Más allá de mis miedos que me paralizan. Me falta fe para creer más allá de mis flaquezas. Fe en las estrellas que me elevan en lo alto. Me falta creer más en todo lo que puede hacer Dios conmigo, a mi lado. Como ha hecho con los santos. Hombres de barro con los que Dios construye. Me impresionan las palabras del P. Ángel Strada hablando del proceso de beatificación del P. Kentenich: «En la persona de cada ser humano hay misterios: ¿por qué actuó de esta forma y no de otra? ¿No hubiera sido más prudente hacer esto o aquello? Y cada vez más me decía: se trata de la santidad de una persona, no de un ángel. Y ser una persona implica error, problemas, conflictos, fracaso, derrotas. Todo esto pertenece a la vida humana. No existe la santidad sin límites. debemos renunciar a una imagen de nuestro fundador donde todo es perfecto, donde hubo santidad desde un comienzo. Este Kentenich no existió». No hubo un Padre Kentenich perfecto. No fue un ángel. Fue hombre con defectos y virtudes. Con logros y fracasos. Con decisiones acertadas y caminos en los que cometió errores. Y se dejó hacer por María que pulió su alma. Pienso en mi propia vida. Tampoco soy un ángel. En mi vida hay aciertos y caídas. Logros y torpezas. Mi debilidad se besa con mi fortaleza. A veces no sé manejar bien mis errores. No los asumo. No los enfrento. Los oculto. El otro día leía: «Culpa es el resultado de haber cometido un error personal, esa es nuestra responsabilidad. Cometimos un error y ese error debe reconocerse y con ello pedir las disculpas o el perdón por el daño ocasionado a otro, pudiendo también complementarse con una reparación»[2]. Quiero aprender a mirar a la cara mis errores, mis traiciones, cuando me quedé dormido en la vida eludiendo mi responsabilidad. Como esos discípulos la noche de Getsemaní. Dormido ante el dolor de tantos. Evitando el compromiso. Evitando el sacrificio. Sin aceptar ese error en mis decisiones cuando pensaba que hacía lo que Dios quería. ¿Qué hago con mi culpa? ¿Qué hago con mis errores? ¿Los oculto incapaz de mirar la cicatriz que me han dejado? Me gustaría mirar a la cara mis decisiones, aunque no sean correctas. Aceptarlas, pedir perdón, perdonar, reparar. Es la única forma de crecer y madurar. Cargar con la cruz, con mi cruz. Con mi debilidad. Y seguir a Jesús por los caminos. Con lo que soy. No con lo que me gustaría ser. Con lo poco que tengo, no con lo que anhelo. Asumiendo que no soy un ángel. Soy un hombre hecho de barro y luz de Dios. Hecho de debilidades y grandezas. Eso me alegra. Quiero perdonarme en mis errores. Y aceptar que los demás me traten de acuerdo a ellos. Decía Tim Guenard: «Yo digo a mis hijos que cuando hago el bien deben estar agradecidos, pero cuando no hago bien, tienen autorización para decírmelo, porque yo cometo errores». Quiero reconocer mi fragilidad ante Dios, ante los hombres. Y estar dispuesto a que los demás vean mis cicatrices. Mis debilidades. Mis errores, sin esconderlos. Dejarme ayudar. Que me digan lo que hago mal sin molestarme por ello. Tengo mucho que aprender. Quiero ver la vida como es. En lo pequeño y en lo grande. Asumir mis cruces y caídas. Perdonarme por ellas. Dejarme acompañar en mi vulnerabilidad. Dios construye desde mi beso traidor. Desde mi negación poco antes de que cante un gallo. Con mi sueño que me hace eludir responsabilidades. No soy un ángel. Soy de barro.
Me gusta más el Jesús del lago que aquel que dice muchas palabras. Una vida tiene muchos más gestos que palabras. Y si tengo que elegir, elijo los gestos. Me detengo junto a su lago. Junto a las aguas que ve Jesús desde la montaña. Esas aguas por las que navegó tantas veces. Bañan las olas las piedras de la playa. No rompen con violencia. Sólo acarician sin hacer ruido. Se vuelven lisas las piedras de la orilla. Más blancas, más puras. Como quiero que se vuelva mi alma al romper las olas contra ella. Con un ruido suave. Lentamente. Pienso en los pasos tranquilos de Jesús sobre las aguas. Oigo su voz calmando el mar en la tormenta. En ese mar de Galilea. Su voz profunda como el sonido de las aguas. Su mano firme sosteniendo el remo, el timón, la vela. Su mano acariciando el agua al compás de los remos. Navegando mar adentro. Conteniendo el aliento. Esperando una pesca milagrosa en medio del silencio de un día que amanece lentamente. Sobre el mar en calma. La vida se juega en decisiones simples. Posibles. En márgenes cotidianos. Es extraordinario lo ordinario. Oigo una voz sobre las aguas. Mi vida puede cambiar al ver un simple gesto. O al escuchar una palabra importante. Jesús no sabe de pesca. Pero si conoce mi alma. Y mi sed. Y mi llanto. Y me abraza sobre las aguas sin necesidad de muchas palabras. Como abrazó un día a Juan, a Andrés, a Pedro. Me abraza a mí mismo esta tarde de invierno. Las olas muertas a mis pies. No han hecho casi ruido. Muertas en una humedad que se me escapa. Un simple gesto del mar. Un simple gesto de Jesús mirándome con misericordia. Como a esos hombres en la orilla. Yo también como ellos quiero dejar mis redes viejas en esta orilla tranquila. Me pesan tanto mis viejas redes. Necesito otras redes más nuevas. Quizás también otra barca. Me gusta la calma de las olas. Me gusta ver a Jesús navegando hondo y haciéndose pequeño al remar con fuerzas. Mecido por las aguas. Por mis aguas. En este mismo mar que me calma por dentro. Quiero dejarlo todo y seguir su voz sobre las aguas. Su pasión, su fuerza, sus brazos firmes, sus piernas rápidas. Son gestos. Son palabras. Como la primera vez que vino a mi vida. Como tantas veces cuando ha vuelto y se ha quedado. Con sus ojos que miraron este mismo mar tantas veces. El mismo mar de mi alma. Jesús oyó las mismas olas. Pescó los mismos peces vivos bajo el agua. Me gustan sus gestos tranquilos. Era un hombre lleno de paz, y de luz, y de misterio. Un hombre apasionado por la vida, inquieto. Había tanto que hacer en este mundo. Buscaba la paz y el silencio de este mar tranquilo. Sin voces extrañas. ¡Cuánto silencio! Pero no podía permanecer escondido. Era tanta el hambre. Yo también lo veo. Y me duele. Como a Jesús tantas veces. Es necesario salir a predicar. Quiero romper las barreras y salir a curar enfermos. A expulsar demonios. A abrazar heridos. Hay tanta muerte. Tanta soledad. Me voy a otra orilla. A su orilla. A descansar con Él en su playa. En su silencio. Y la gente lo busca. Saben que son sus gestos los que devuelven la vida. Me conmueve la fuerza de sus manos. Yo soy pobre ante Él. Me quedo mirando callado su mar con las manos vacías. Su barca tan cerca de mi orilla. Yo tan lejos en mi propia barca. Tengo tantos miedos cerca de esta orilla. Escucho su voz y algo se conmueve muy dentro del pozo de mi alma. Mar adentro. Nítida su voz sobre las aguas. Vence el miedo esa voz llena de verdades. Quiero ir con Él hasta donde Él vaya. Sé que hay un hueco en su barca, eso seguro. Navega hondo. Cojo sus redes con mis torpes manos. Dejé ya mis viejas redes en la orilla. Jesús permanece callado en mi barca. En mi orilla. Su silencio me da tanta paz. Me acompaña mientras navego en sus manos. Con el suave balanceo de las olas. Me calmo por dentro. Y me inquieto. Hay tanto que hacer delante de mis ojos. Los peces nadan en lo hondo y yo los veo. Escucho en silencio. No tengo miedo a la vida que florece en mis manos. En su orilla el mar llega despacio y se retira lentamente. Sin hacer ruido. Se calma todo al llegar. Como mi vida. Me gustan más los gestos de Jesús que sus palabras, eso lo tengo claro. La pasión de su mirada. La fuerza de sus manos. La intensidad de sus pasos. La presión de su abrazo. La paz de su descanso. Cuando reza en silencio se eleva la sutil presencia de Dios que todo lo transforma. Ojalá pudiera navegar siempre sin miedo por sus mares, en su barca. Venciendo el miedo que me impide dejar tantas cosas. El miedo que no me deja romper todos mis límites. Las olas suavizan mis torpezas, como las piedras lisas. Me llama Jesús con su voz suave. Se acerca hasta mi orilla. Pronuncia mi nombre. Y yo lo espero. Este mar se mete dentro del alma. Muy dentro. Una música que añoro toda mi vida. La voz de sus silencios. Vuelvo hasta su mar para que me hable en sus olas. Para que me grite en su viento. Es la certeza que decide mi vida. Él va conmigo. Yo voy con Él. En su barca. No se apaga el miedo, lo sé, pero se calma. Y sigo sus pasos sobre las olas. Sus pies en mis pies. Amo sus gestos. Me dejo abrazar por Él. Sostener sobre las aguas. Pierdo el miedo.
Jesús me habla hoy desde la montaña, cerca de Cafarnaúm. Desde el monte se ve todo mejor. Fluyen las palabras. Todos escuchan. Tienen sed. Lo siguen, han visto sus obras. Hay mucha gente y Él sube al monte para poder verlos y hablarles mejor. Querrán también comida. Querrán ver milagros. Hoy escuchan. Quieren ser felices. Sufren. Lo miran. Lo buscan. Van por tierra hasta la siguiente orilla. Allí llega su barca. Brotan con fuerza sus palabras. El eco del monte repite sus anhelos. Quiero ojos limpios para entender. Para no juzgar. Un alma limpia. Llena de Dios. Siempre me ha gustado más lo que Jesús hace que sus palabas. La fuerza de sus gestos, su mirada. Sus pasos. Sé que sus palabras refuerzan lo que hace. No son palabras huecas. Me gustaría parecerme a Él. Sus palabras explican su vida y son respuesta a preguntas mudas de tanta gente sentada que lo escucha en esa montaña. Responde a esa pregunta que yo mismo guardo. ¿La ley? ¿Basta con cumplirlo todo? «Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley». Cumplir o no ser capaz de cumplir. Exigir a otros que cumplan sin saber lo que viven en su corazón. La norma. ¿Es siempre la medida de la vida? Hoy Jesús me dice cosas sencillas. Seré grande si sigo su voz: «Quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos». Pero a veces lleno mi vida de mandamientos y exigencias. Cargo pesados fardos sobre mi espalda. Quiero cumplirlo todo y me frustro al no lograrlo. Hoy escucho a Jesús que me pide que viva la vida de forma más sencilla: «A vosotros os basta decir ‘sí’ o ‘no’». Pero a veces no entiendo lo que Jesús me pide. Y no comprendo que quiere que todo llegue a plenitud cuando dé mi sí: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». No quiero quedarme con la justicia de fariseos y escribas. Donde la perfección consiste en cumplirlo todo. No quiero vivir sólo cumpliendo. Esa actitud me habla de un Dios que sólo está contento conmigo cuando cumplo. Jesús me quiere cuando no soy perfecto. Cuando no le enseño cada noche mi lista de deberes. No le importan tanto mis tachones, mis errores, le importa mi amor. Le basta con que yo quiera volver a empezar y le dé mi sí. Quiere que pida ayuda. Le basta con que me sepa pequeño y frágil, consciente de que puedo caer en cualquier momento. Él es mi roca, no la ley. Él es mi camino, no el cumplir. Jesús me dice que la medida es el amor y no la norma. Jesús rompe mis esquemas. Él mismo a veces se salta alguna norma por amor. Hoy Jesús, ante la gente que lo escucha, no habla de cumplir, sino de ir más allá. La vida es más que el mínimo. Me invita a ser magnánimo. No quiere que haga sólo lo correcto, lo adecuado, lo justo. No quiere que simplemente cumpla con mi deber, logrando el mínimo. Me lo pide todo. El mínimo no llena el corazón. En el mínimo soy un autómata que repite gestos sin alma. Lo que sucede en el alma sólo lo ve Dios y allí es donde se juega mi vida. Creo en esa vida en la que la abundancia y la alegría no pasan nunca. Aunque haya dudas. El cumplir y quedarme sólo ahí, me quita creatividad y libertad. Si sólo busco cumplir, le pongo freno a mi crecimiento interior. Mi inquietud hace que mi alma no se conforme con hacer sólo lo que me piden. La clave, como siempre, está en la forma de mirar la vida. La medida es el amor sin medida. Jesús me dice que tengo que sentir y pensar como lo hace Dios. Que vale de poco cumplir por fuera la norma y ser correcto ante la ley, si tengo el corazón frío. Quiero sentir como Él, quiero pensar como Él, quiero caminar como Él. Dejándome el corazón, sin preocuparme sólo de pecar o no pecar, de respetar los límites, de proteger mi fama. No quiero guardarme para mí, quiero amar más. Jesús apela a la generosidad de mi alma. Quiere que profundice en mi mundo interior tan desconocido. Me pide que me deje modelar por Él para tener su delicadeza de sentimientos. Que mi vida exterior y mi vida interior sean una. La vida es más que la orilla del mar, hay un mar adentro. La vida es más que la superficie, donde camino día a día, hay mucha más hondura. No quiero vivir sólo cumpliendo sin salirme de la norma. La vida es más de lo que veo delante de mí. Vivir con un alma generosa es la única manera de vivir de verdad. Es lo único que me hace libre. Así vivió Jesús.
Jesús no quiere que me conforme con la ley. Quiere que la cumpla, pero viviendo desde dentro el grado de amor máximo. Quiere que no cometa adulterio, pero más allá, que ame en mi corazón con pasión a mi cónyuge. Que le dedique mi vida. Cuidándolo, protegiéndolo. La promesa el día de la boda no fue: «No cometeré adulterio, no te traicionaré». Fue en positivo: «Te amaré y te respetaré todos los días de mi vida». La vida con Jesús no es un conjunto de límites. Es un mar hondo, sin orillas. Jesús me habla del sí. Del más. De lo más profundo, de lo más alto. Quiero dejarme tocar por Dios en mi dolor, en mi miedo, en mi temblor. Él me puede consolar, sostener, enamorar, hacerme feliz en los umbrales de su casa. No me conformo con vivir de un modo correcto, cumpliendo normas. En la película «El silencio» de Martin Scorsese, el personaje que traiciona contantemente su fe, Kichijiro, vuelve siempre al sacerdote a pedir misericordia. Salta la norma y busca la misericordia. El corazón del que lo observa se indigna. Siempre cae. Siempre vuelve. ¿Puedo perdonar setenta veces siete? El sacerdote caído reacciona ante su última petición de confesión: «No existen fuertes y débiles. ¿Quién puede asegurar que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? Si no quedan padres en este país que puedan oír tu confesión, tendré que hacerlo yo. Vete en paz»[3]. Han traspasado los dos esa línea. El japonés se lamenta de que en otra situación más favorable para los cristianos, tal vez él hubiera sido un buen cristiano cumplidor. Me impresionó su mirada. Dios no es así, pero nosotros sí. No sabemos si en otra situación, en un momento de dolor, seremos realmente fieles a todo. No sabemos cuánta es nuestra debilidad. Jesús sí la conoce y cree en mí. Me dice hoy: «Cava más hondo, navega más adentro, vuela más alto. Eres libre de desplegar las velas de tu alma y llegar al horizonte conmigo. Y si te equivocas, te vendré a buscar». Para Jesús siempre hay una nueva oportunidad. Estoy solo delante de Él. La vida se juega en lo delicado del corazón, del pensamiento, de la actitud del alma. Allí en lo más profundo de mi alma es donde soy libre y nadie más me mira. Solos Dios y yo. Cumplir es importante, necesario. Son pautas que marca la Iglesia, pero son sólo mínimos. Y la vida se juega en un sí hacia delante. En un sí más grande. En arriesgar, en dar hasta no poder más. En máximos. Dice R. Tagore «No puedes atravesar el mar simplemente mirando el agua». Jesús hoy me habla de ideales. De mares hondos. Los ideales tiran de mí hacia lo alto. Me dan alas. Es lo que Dios soñó para mí. Y si caigo vuelvo a empezar. Me fío de Él. ¿Qué es lo que siento en mi corazón? ¿Pienso como piensa Jesús? Hoy Jesús no deja que me fije sólo en los grandes pecados. El homicidio. El adulterio. Jesús me pide una mirada más sutil. Un corazón más grande. No llamar imbécil al hermano, no guardar rencor. Me emociona la confianza de Jesús en mí. Confía en que soy capaz de amar desde dentro. Me invita a que mi vida esté más equilibrada. Una vida en la que mi amor a Dios sea expresión del amor a los hombres. El otro día leía: «Todo lo que vivenciamos en las relaciones humanas sucede al mismo tiempo con Dios. Si queremos saber cómo nos relacionamos con Jesucristo, lo podemos deducir fácilmente a partir de nuestras relaciones humanas. Cada uno trata a Dios como trata a sus semejantes»[4]. La forma como me relaciono con Dios, suele coincidir con la forma como lo hago con los hombres. Miro a Dios igual que miro a los hombres. Lo tengo claro. Por eso Jesús me anima a dejar la ofrenda en el altar si tengo algo contra mi hermano. Primero tengo que ir hacia él y después volver a entregar mi ofrenda. Jesús quiere que mi mundo interior y de oración esté en consonancia con mis prácticas religiosas, con mi vida externa, con mis gestos. No basta con no matar para quedarme tranquilo y sentirme satisfecho. Mi forma de rezar tiene que estar en consonancia con mi forma de amar a los demás. Dios está primero en el corazón del otro, y ahí tengo que hacer mi ofrenda de paz y de amor. ¡Cuántas veces me quejo de los otros al rezar! Busco a Dios porque no sé amar bien a los hombres. Me aíslo. Busco una soledad que es un refugio, un escape. No quiero creerme mejor por estar dentro de la iglesia, amparado. Me gusta mirar a Jesús. En Él es todo uno y por eso tiene autoridad moral ante todos. Ama, reza, camina, cura, vive del mismo modo. Con el corazón, con compasión, obedeciendo al Padre, con libertad. Ama más allá de lo esperable, de lo lógico, del mínimo. Quiero caminar así por la vida. Me gustaría pedirle a Jesús que me ayude a tener sus mismos sentimientos. A sentir como Él. Toco las piedras que Él pisó. El agua que navegó. Quiero vivir su compasión y su ternura. Quiero su delicadeza y respeto profundo a la vida del otro. Quiero vivir mi amor a Dios y a los demás del mismo modo. Es la armonía que sueño, que anhelo. Una armonía posible en el corazón de Jesús.
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