Carta a un amigo perdido
Muy querido amigo:
Iré al grano sin preámbulos.
Tengo delante tres cosas que me ayudarán a juntar unas letras: tu foto, el Crucifijo y un libro de San Isaac de Nínive que se titula “El don de la humildad.”
Dice San Isaac: “Aquel que acusa a su hermano –leámoslo casi literalmente, somos tú y yo- por sus males, encontrará a Dios como acusador. Aquel que endereza a su hermano en el secreto de una habitación –o de una carta- cura su mal; pero aquel que lo acusa ante la asamblea, agranda sus heridas. Aquel que cura a su hermano en privado, revela la fuerza de su amor; pero aquel que lo expone al ojo de sus compañeros, hace conocer la fuerza de su propia envidia. Cuando quieras corregir a tu hermano para conducirlo a las cosas bellas, antes de nada conforta su cuerpo y hónralo con una palabra llena de amor.
No hay nada que haga modesto a un hombre y que le persuada para convertirse de las cosas malas a las buenas como el bien corporal y el respeto que su hermano –yo, en este caso- le muestra.
Un segundo medio de persuasión es el esfuerzo que un hombre realiza para convertirse él mismo en un espectáculo laudable. Aquel que ha conseguido poseerse a si mismo a través de la plegaria y de la vigilancia podrá atraer fácilmente a su hermano –tú, en este caso- a la vida, incluso sin fatigarse con muchas palabras o sin utilizar amonestaciones explícitas.”
Y continúa San Isaac:
“No amonestes a ninguno, no reprendas a ninguno, ni siquiera a aquellos cuya conducta es muy mala. Extiende tu manto sobre el que cae y cúbrelo. Si no puedes tomar sobre ti mismo sus pecados y recibir en su puesto el castigo por ellos, soporta al menos que te tomen como desvergonzado para no avergonzarle a él.
Si de hecho tienes piedad y quieres convertirlo a la verdad, padecerás sufrimientos por su causa. Con lágrimas y con amor le dirás una o dos palabras, sin encenderte en ira contra él, alejando de ti cualquier enemistad”.
Llegados a este punto, voy a hacer caso a San Isaac.
Con lágrimas y con amor, muy querido X, te digo que vives en el abismo, que este simulacro de vida afecta a tu familia y a tu trabajo. Y te afecta a ti porque estás dilapidando los preciosos dones –tu cuerpo y tu inteligencia- que Dios te ha dado.
Con lágrimas y con amor, amigo del alma, te digo que tus padres y tus hermanos, y tu mujer y tus hijos, y algunos de tus amigos, sufren en silencio y rezan y piden a Dios cada día para te apartes de la mentira y del daño.
Porque, aunque no lo hayan leído –las cosas de Dios viven naturalmente en el alma de cada uno-, siguen los divinos consejos de San Isaac: “A aquel que tiene necesidad de una oración afectuosa y de palabras dulces, no le ofrezcas, en lugar de esto, una amonestación, para no hacer que se pierda; porque a tus manos se pedirá cuenta de su alma. No alegres tu rostro ante aquel que es disoluto en su conducta. Si quiere ponerse de nuevo en pie, ofrécele tu mano, y hasta la muerte preocúpate de que cuente siempre con tu apoyo. Pero si tú estás todavía enfermo, no dispones de la medicina.”
Yo también estoy enfermo. Por eso tiemblo cuando te escribo. No dispongo del remedio.
Si Dios me da la gracia de ser perseverante en el martirio a fuego lento, me pondré en tu lugar, y, cuando muera, con amor y con lágrimas en los ojos, le diré al buen Dios: quiero que mi amigo del alma esté con todos nosotros porque quiero abrazarle eternamente –esto es el Cielo- y me he puesto en su lugar en la tierra y me he sacrificado por él y concededme, Dios mío, padre mío, ángeles y todos los santos, que el desdeñable espantajo de mi entrega no sea estéril.
Esto es lo que tenía que decirte, amigo mío.
Yo sé que lo tomarás con amor.
Si no es así, y en algo me he equivocado, te pido perdón con todo el dolor de mi alma.
Y, para terminar, me apunto unas frases de San Isaac que son una advertencia que se me dirige: “Cuida de que no te domine la pasión de aquellos que enferman a causa del deseo de corregir a los demás, y que quieren ser por sí mismos los censores y correctores de todas las debilidades de los hombres. Esta es una despiadada pasión. Te aseguro –Paco- que sería mejor para ti que te abismaras en la lujuria antes que caer en esta enfermedad.”
Y a ti, amigo, te dedico este pequeño poema de un autor que desconozco, y que me hizo saltar las lágrimas cuando lo leí por primera vez:
“Cada mañana sales al balcón
y oteas el horizonte
por ver si vuelvo.
Cada mañana bajas saltando las escaleras
y echas a correr por el campo
cuando me adivinas a lo lejos.
Cada mañana me cortas la palabra
y te abalanzas sobre mi;
me rodeas con un abrazo redondo
el cuerpo entero.
Cada mañana contratas la banda de músicos
y organizas una fiesta para mi
por el ancho mundo.
Cada mañana me dices al oído
Con voz de primavera:
Hoy puedes empezar de cero.”
Ya está, compañero.
Un abrazo. Un fuerte abrazo.
Iré al grano sin preámbulos.
Tengo delante tres cosas que me ayudarán a juntar unas letras: tu foto, el Crucifijo y un libro de San Isaac de Nínive que se titula “El don de la humildad.”
Dice San Isaac: “Aquel que acusa a su hermano –leámoslo casi literalmente, somos tú y yo- por sus males, encontrará a Dios como acusador. Aquel que endereza a su hermano en el secreto de una habitación –o de una carta- cura su mal; pero aquel que lo acusa ante la asamblea, agranda sus heridas. Aquel que cura a su hermano en privado, revela la fuerza de su amor; pero aquel que lo expone al ojo de sus compañeros, hace conocer la fuerza de su propia envidia. Cuando quieras corregir a tu hermano para conducirlo a las cosas bellas, antes de nada conforta su cuerpo y hónralo con una palabra llena de amor.
No hay nada que haga modesto a un hombre y que le persuada para convertirse de las cosas malas a las buenas como el bien corporal y el respeto que su hermano –yo, en este caso- le muestra.
Un segundo medio de persuasión es el esfuerzo que un hombre realiza para convertirse él mismo en un espectáculo laudable. Aquel que ha conseguido poseerse a si mismo a través de la plegaria y de la vigilancia podrá atraer fácilmente a su hermano –tú, en este caso- a la vida, incluso sin fatigarse con muchas palabras o sin utilizar amonestaciones explícitas.”
Y continúa San Isaac:
“No amonestes a ninguno, no reprendas a ninguno, ni siquiera a aquellos cuya conducta es muy mala. Extiende tu manto sobre el que cae y cúbrelo. Si no puedes tomar sobre ti mismo sus pecados y recibir en su puesto el castigo por ellos, soporta al menos que te tomen como desvergonzado para no avergonzarle a él.
Si de hecho tienes piedad y quieres convertirlo a la verdad, padecerás sufrimientos por su causa. Con lágrimas y con amor le dirás una o dos palabras, sin encenderte en ira contra él, alejando de ti cualquier enemistad”.
Llegados a este punto, voy a hacer caso a San Isaac.
Con lágrimas y con amor, muy querido X, te digo que vives en el abismo, que este simulacro de vida afecta a tu familia y a tu trabajo. Y te afecta a ti porque estás dilapidando los preciosos dones –tu cuerpo y tu inteligencia- que Dios te ha dado.
Con lágrimas y con amor, amigo del alma, te digo que tus padres y tus hermanos, y tu mujer y tus hijos, y algunos de tus amigos, sufren en silencio y rezan y piden a Dios cada día para te apartes de la mentira y del daño.
Porque, aunque no lo hayan leído –las cosas de Dios viven naturalmente en el alma de cada uno-, siguen los divinos consejos de San Isaac: “A aquel que tiene necesidad de una oración afectuosa y de palabras dulces, no le ofrezcas, en lugar de esto, una amonestación, para no hacer que se pierda; porque a tus manos se pedirá cuenta de su alma. No alegres tu rostro ante aquel que es disoluto en su conducta. Si quiere ponerse de nuevo en pie, ofrécele tu mano, y hasta la muerte preocúpate de que cuente siempre con tu apoyo. Pero si tú estás todavía enfermo, no dispones de la medicina.”
Yo también estoy enfermo. Por eso tiemblo cuando te escribo. No dispongo del remedio.
Si Dios me da la gracia de ser perseverante en el martirio a fuego lento, me pondré en tu lugar, y, cuando muera, con amor y con lágrimas en los ojos, le diré al buen Dios: quiero que mi amigo del alma esté con todos nosotros porque quiero abrazarle eternamente –esto es el Cielo- y me he puesto en su lugar en la tierra y me he sacrificado por él y concededme, Dios mío, padre mío, ángeles y todos los santos, que el desdeñable espantajo de mi entrega no sea estéril.
Esto es lo que tenía que decirte, amigo mío.
Yo sé que lo tomarás con amor.
Si no es así, y en algo me he equivocado, te pido perdón con todo el dolor de mi alma.
Y, para terminar, me apunto unas frases de San Isaac que son una advertencia que se me dirige: “Cuida de que no te domine la pasión de aquellos que enferman a causa del deseo de corregir a los demás, y que quieren ser por sí mismos los censores y correctores de todas las debilidades de los hombres. Esta es una despiadada pasión. Te aseguro –Paco- que sería mejor para ti que te abismaras en la lujuria antes que caer en esta enfermedad.”
Y a ti, amigo, te dedico este pequeño poema de un autor que desconozco, y que me hizo saltar las lágrimas cuando lo leí por primera vez:
“Cada mañana sales al balcón
y oteas el horizonte
por ver si vuelvo.
Cada mañana bajas saltando las escaleras
y echas a correr por el campo
cuando me adivinas a lo lejos.
Cada mañana me cortas la palabra
y te abalanzas sobre mi;
me rodeas con un abrazo redondo
el cuerpo entero.
Cada mañana contratas la banda de músicos
y organizas una fiesta para mi
por el ancho mundo.
Cada mañana me dices al oído
Con voz de primavera:
Hoy puedes empezar de cero.”
Ya está, compañero.
Un abrazo. Un fuerte abrazo.
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