IV Domingo de Adviento
por Al partir el pan
Isaías 7, 10-14; Romanos 1, 1-7; Mateo 1, 18-24
«Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer»
«Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento»
«Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer»
«Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento»
Creo que a veces mi tristeza puede alegrar el corazón del que está triste. Parece paradójico, pero no lo es. Mi corazón triste se vuelve más empático con su tristeza y sabe acoger mejor al que sufre. Cuando sufro me hago más capaz de ponerme en el lugar del otro. Comprendo sus sentimientos, su impotencia, su dolor. Me hago más pequeño con mi tristeza y me quedo a la altura del que sufre. No me distancio, me acerco. Y sé escuchar con una mirada humilde, sin dar consejos, simplemente quedándome al lado del triste, en silencio. Siento que a veces la alegría excesiva del alegre no me alegra. Me incomoda su posición elevada desde su bienestar. Como si a él todo le fuera bien en esta vida. Mi tristeza, cuando estoy triste, acerca, no aleja a los demás. A lo mejor tengo que evitar dar consejos cuando estoy alegre. Y no decir frases típicas que no animan ni consuelan. Decía el Papa Francisco: «Oremos al Señor para que nos dé estas tres gracias: la gracia de reconocer la desolación espiritual, la gracia de rezar cuando nosotros nos encontremos sometidos a este estado de desolación espiritual, y también la gracia de saber acompañar a las personas que sufren momentos feos de tristeza y de desolación espiritual». Cuando sufra tristeza o desolación espiritual, no me quedaré encerrado, ni turbado por mi dolor. Saldré de mí para dar alegría, aunque yo mismo no la tenga. Y acompañaré a aquellos que sufren, aun cuando yo también sufra. Y cuando esté muy alegre no desplegaré todas mis efusividades. Porque a lo mejor no alegro al triste. Pero sí caminaré a su lado con mi alegría silenciosa. Sonreiré y daré luz en medio de la niebla. Sé que es el sentido de mi vida, caminar con mi tristeza y mi alegría, sin guardarme nada, buscando la felicidad de los que me rodean. Aunque esté triste. Aunque esté alegre. Sé que los dos estados de ánimo forman parte de mi equipaje del alma. Llegan y pasan. En los dos momentos me encuentro con Dios. En los dos momentos Dios se encuentra conmigo. Oculto en lágrimas a veces. Silencioso en mis risas otras veces. Son estados de ánimo pasajeros que marcan mi camino. Determinan mis gestos. De uno al otro paso con rapidez a veces, lentamente otras veces. Vivo también momentos más neutros, tal vez tranquilos, ni tristes, ni alegres. Ni frío, ni calor. Pero no me asusto ante las emociones que corren por mi alma. Son parte de mí y las acojo como un tesoro que llevo guardado. Tengo pasiones que me hacen vivir. No quiero reprimir lo que surge en mi alma. Quiero amar con hondura, vincularme, entregarme. Es parte de mi vida. Sufrir dejando mi alma hecha jirones. Pero sé también que quiero aprender a amar con un amor que sea maduro. Sin atarme, sin ser esclavo. Sin esperar lo que no hay. Sin pretender lo que no existe. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «No esperes que los demás llenen tu vida. Hacerlo sólo es el inicio del camino de la frustración y el desencanto. Has de hacerlo tú y del mismo modo podrás ser una fuente de amor y de inspiración para los demás. Cultiva tu paz interior y tu felicidad. Nadie puede dar lo que no tiene y ninguna relación te dará lo que no eres capaz de darte a ti mismo». Lo tengo claro, si no sé amarme a mí mismo, difícilmente voy a amar a los demás. Si no tengo mis afectos algo ordenados, será imposible saber hacia dónde caminar. Quiero mirar en mi alma, en lo más profundo. Quiero saber lo que pasa por dentro. Comprender mis emociones. Entender de dónde vienen. Saber decidir en medio de mis tristezas y alegrías. No dejarme gobernar por mis estados de ánimo. Repartir sonrisas lleno de dolor. Mostrarme sereno lleno de alegría. Y saber muy bien que nadie me va a hacer completamente feliz. Ni va a colmar todas mis ansias de infinito. Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento. Se abaja para estar a la altura de mis ojos turbados, de mis ánimos cambiantes. Quiero vivir con serenidad la vida por la que camino. Sabiendo que puedo dar mucho más de lo que doy si salgo de mí. Si dejo mi comodidad y ese vano empeño mío de buscarme a mí mismo continuamente. Me descentro una vez más, para no estar anclado en mi centro. Y pongo ahí a este niño que nace. Ese Dios hecho carne. Ese Dios-conmigo que viene a cuidarme. Para que sea Él el que me dé paz cuando esté turbado y guíe mis pasos cuando no me entienda a mí mismo. Y logre sacar siempre luz de mí en mis noches de invierno.
El Adviento es un camino hacia dentro, no hacia fuera. Un camino lento y sin prisas. Un camino que se improvisa y se sigue siempre fielmente. Un camino de sorpresas y días parecidos. Un camino hondo y profundo. Un camino de fidelidad y creatividad. Un camino de subidas y bajadas. Un camino de lágrimas y sonrisas. Un camino de esperas, de silencios, de búsquedas, de encuentros. El camino del Adviento es el de la vida misma. Siempre estoy en Adviento. Siempre espero más de lo que poseo y anhelo más de lo que toco. Como ese niño enamorado de la luna que sueña siempre con poder abrazarla. Me gusta este camino en el que me detengo. Camino despacio, no dejo de andar. Quiero dejar de hacer esas cosas que me sacan de mí mismo. Porque a veces, casi sin quererlo, mis días previos a Navidad se me llenan de ruidos y de citas, de encuentros y de cenas, y el alma camina con prisas de un lado para otro. Inquieta, como buscando fuera lo que dentro no encuentra. Por eso corro a veces hacia fuera. En lugar de mirar más hondo en mi interior. Corro queriendo llenarme. De cosas, de amores, de vida. Y no miro dentro. Quiero en Adviento seguir mi camino. Pero sin prisas. Calmar el ansia. Calmar los gritos. Ahogar las voces que me confunden. Hacer un silencio sagrado dentro del alma. Me tocan las palabras de una persona que rezaba: «Quiero llegar más alto. No me conformo con una vida mediocre, vulgar, triste, sedentaria. No quiero verme sin dibujar en el papel ese sueño que nadie ha soñado. Déjame abrazar lo imposible que brota de mi alma. Gracias, Jesús, por quererme. Gracias por caminar a mi lado. Gracias por dar sentido a mi vida cuando a veces yo no lo encuentro. Te abrazo en silencio cada mañana. Quiero medir con calma la tierra entre mis manos. Quiero sentir tus huellas junto a las mías. En el camino de mi vida. Allí donde estoy escondido. Quiero sembrar estrellas infinitas en un camino de vida. Alegrar a los que sufren. Sostener a los que caen. Levantarme con ellos y salir corriendo. No tengo el alma cansada. Estoy atenta y dispuesta». Quiero vivir siempre en camino. Pero no disperso. Siempre hacia fuera. Pero desde dentro. Siempre atento a la vida. Sin descuidar mi alma. Con palabras de consuelo. Nacidas de mis silencios. Sin que me perturbe la vida más allá de la piel de mi alma. Contenido en mí mismo para no caer desparramado en un sinfín de luces y de cantos. Quiero en este camino de mi Adviento calmar mis prisas. Detener mis pasos. Apaciguar mis ansias. Apagar mis ruidos. Quiero en un intento audaz por ser yo mismo seguir un ritmo nuevo, el que Dios tiene. El que marca mi alma llena de Adviento, de espera, de anhelo. Quiero escribir a los que quiero. Regalar a los que amo. Pero no cualquier cosa. Algo de mí mismo, de muy dentro. Sin querer quedar bien con los que esperan. Dándome a mí cuando me entrego. Sin prisas. Con la calma de un Niño que nace lentamente, siempre de nuevo, carne entre mis dedos. Quiero recorrer mi camino de Adviento a mi manera. Con mis formas. Con el lema que enciende mi alma. Con las palabras del Ángel que otra vez me recuerdan: «¡Alégrate, el Señor está contigo!». Para que no me turbe al no tocar mis sueños. Y cuando fracase no crea que nada irá bien de nuevo. Porque el Adviento es comienzo. Y quiero comenzar de nuevo. Con la alegría del inicio. Con la calma del que nace. Sin exigirle a la vida más de lo que me entrega. Dejando de lado amarguras antiguas. Junto con la impaciencia que me inquieta y me turba. Quiero vivir hoy mi Adviento. Hoy. Cada mañana. Quiero vivir más libremente de las cosas que me atan. Me lo recuerda el Papa Francisco: «El adviento es una invitación a la sobriedad, a no ser dominado por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas». Quiero ser más sobrio y más austero en mi camino. Dejar de lado lo que me pesa. No preguntarme en cada hora lo que deseo. Vaciar mis armarios llenos. Descongestionar mi vida llena. Hacer hueco para Dios allí donde no me cabe nada en la agenda. Abrir espacios hondos en mi alma abrumada, para que pueda surgir una vida nueva. Dejar en barbecho la tierra en la hondonada de mi corazón. Para que nazca algo nuevo. Que no me domine la vida, ni el tiempo que se escapa, ni las prisas por llegar antes a ningún sitio. Con el corazón abierto a lo que surja en el camino. Me siento poco libre tantas veces. Tal vez más atado de lo que deseo. Quiero vivir la misericordia de ese Niño Dios que me recuerda que sólo el perdón me sana por dentro y me libera el alma. Para vivir sin ataduras. El perdón que recibo. El perdón que yo entrego. Una persona se pregunta: «¿Se puede perdonar para realmente así curar las heridas sin que haya habido el menor atisbo de disculpa o reconocimiento del daño causado?». No lo sé. Me parece difícil. Es un don. Por eso lo suplico. Mi Adviento es tiempo de pausas. De tiempos muertos. Para que surja la vida. Para que brote el perdón. El reencuentro. Un desierto florido en mi corazón herido. Es tiempo de misericordia, cuando me siento atado por ese rencor opaco que amarga mi ánimo. El perdón que suplico que crezca entre mis dedos. ¿Se puede perdonar cuando me han hecho daño? Ese perdón que limpia mi vida por dentro. Me detengo de nuevo en medio de mi Adviento. Quiero mirar muy hondo. Quiero un perdón que salve mi vida de la ira. De ataduras que quitan luz a mis entrañas. Son días de paz en mi espera. Aguardo con anhelo la llegada de Jesús. Su llegada en mi carne. Con la alegría que produce el encuentro.
Miro a María este domingo. Miro su sí al querer de Dios: «María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo». María se arrodilla y recibe el Espíritu Santo en su vientre. Ella, la niña de Dios, la Inmaculada, la llena de gracia. Vacía de deseos propios. Enamorada de Dios. Se llena del Espíritu. Se vacía de sus planes. Decía el P. Kentenich: «Quien recibe el Espíritu Santo, no sólo será comparable con un árbol junto a la acequia sino que tendrá manantiales dentro de sí, en su interior fluirá un manantial de agua viva»[1]. María no va a sufrir la sequía. Va a poder beber de la fuente de vida que surge del corazón de Dios. Lleva a Jesús en su seno. Su vida se hace una con la vida de su Hijo. Para siempre unidos. Me gusta contemplar a María. Arrebatada por un amor infinito. Me gusta mirarla a Ella, arrodillada ante el ángel, conmovida. Feliz la que ha creído. La miro y pienso en ese sí no evidente. Podía haber sido más fuerte el miedo. El miedo a fracasar, a perder, a no lograr esa misión imposible. María creyó, dijo que sí, se llenó del Espíritu. No volvió a tener sed. Me gusta pensar en María tan pequeña arrodillada ante el Ángel. No teme porque Dios le pide que no tema. Ella confía. Se fía de un amor que la abraza. Y se pone en camino a servir llena de Dios en su vientre. Desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo a la superficie de un mar revuelto. Pero siempre anclada por dentro. Para no perder el centro. Para no pretender ser Ella el centro. Me emociona ver su paso presuroso a Ein-karem. Su paso dispuesto hacia Belén. No duda. Su vida se hace camino. Deja de temer porque Dios va con Ella todos los días. Ese Dios-con-nosotros ha venido en su carne virgen. Ya no estará nunca sola. Siempre Jesús con Ella. Siempre de la mano de José, ese hombre, ese padre, que Dios pone en su camino. Para que no vaya sola. Para que sea familia. María se pone en camino. Un camino incierto. Pero no duda. Está donde Dios la quiere. Decía Victoria Braqueháis misionera en África: «Creo que siempre estamos donde Dios nos pone y estamos por algo. Cada encuentro tiene un sentido profundo. Hay algo que yo no sé pero que Dios sí sabe. Aunque tampoco me preocupa no saberlo todo. Eres lo que eres y ya está. No eres lo que tienes». El sí primero de María le da sentido a tantos síes que pronunciará en su camino de vida. El sí a su vida como fue. Es el mismo sí que yo pronuncio cada día. El sí primero de mi vocación. El sí que renuevo cada mañana de camino. El sí aunque no lo sepa todo y no lo controle todo. A veces hago planes. Pienso, programo, hago mi agenda. Como si la vida fuera mía por entero. Toda mía. Y me olvido de que mi sí es la pieza clave de un misterioso camino. Y yo sólo tengo que confiar y seguir adelante. Un sí tembloroso pronunciado en mi alma. Un sí a mi camino de incertidumbres en el que no todo está asegurado. Un sí que camina sin miedo. Recuerdo a S. Juan Diego de rodillas ante la virgen de Guadalupe. Tiene miedo. Quiere socorrer a su tío enfermo. Y se encuentra con María: «Pon esto en tu corazón, mi pequeño hijo: no temas. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No te encuentras bajo mi sombra, a mi cobijo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás tú en el pliegue de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Necesitas algo más?». Seguro en la palma de su mano. Seguro en el cruce de sus brazos. Esa imagen me conmueve. Con la certeza de saber que María era su Madre. Así quiero caminar yo en mi vida. Mi sí en el sí que María pronuncia sobre mi vida. Su sí verdadero para que yo sepa decir que sí sin miedo. Sí sin miedo a mi familia. Sí a mi vocación. Sí a mi forma de ser. Sí a mis fracasos y debilidades. Sí a mi pecado que me turba. Sí a mi pobreza. Sí a mis dudas. Sí a mis miedos. Ese sí lo repito en mi corazón en el Adviento. Sí de nuevo porque Ella me ama, me cuida, me sostiene. Escribía Pablo D´Ors: «Todo empieza cuando dices: de acuerdo, voy a saltar. Todo empieza cuando dices: quizá me estrelle, pero confío en volar. Basta decir: sí. ¡Sí, sí, sí, Dios mío. Contigo al fin del mundo!». Y entonces el miedo se hace más liviano, y salto. Pero con miedo, porque no desaparece del todo. No tengo vocación de vivir sin miedo. Más bien creo que el miedo se me ha pegado a la piel y lo llevo dentro. Temo el futuro y confío al mismo tiempo. Es esa sabia unión que Dios me propone en los brazos de María. Es una gracia. Un don imposible. Temer y confiar al mismo tiempo. Y la confianza logra que el temor sea llevadero. Y descanso en Ella. Y me calmo por dentro.
S. José es el protagonista de este cuarto domingo: «José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». Es su noche oscura. En medio de la noche duda y tiene miedo. No comprende. Quiere confiar pero no lo logra. No hay explicación a lo que ha ocurrido. María guarda silencio. José la mira a los ojos. Comprendo su lucha humana. Su corazón se rompe. ¡Qué noche más oscura! Cuando todo en lo que crees deja de ser evidente. Y no hay nada claro. Sólo silencio ante muchas preguntas. Es de noche. José está solo frente al cielo. ¿Qué se puede hacer? Debe denunciarla. Es la ley. Pero José es bueno. Ama a María con pureza. No puede ponerla ante todos como pecadora. Quiere proteger su fama, su honra. Le cuesta aceptar que alguien piense mal de ella. Que la mire con sospecha. Pienso en esa decisión tan difícil. Así empieza el evangelio de hoy. No con un ángel, sino con una decisión humana tomada en soledad, en medio de la noche del alma. Me admira su hombría. Su integridad. Su honestidad. Su verdad. Su amor hondo por María. ¡Qué bueno era José! Me conmueve su bondad, su autenticidad. Seguro que Dios se conmovió ante José. Pienso en esa mujer apedreada por adúltera a quien salvó Jesús. ¿Qué hubiera sido de María si José la acusaba? Pero José no quiere dañar a María. Ya no puede vivir con ella para siempre como él soñaba. Ese hijo no es suyo. Y le toca ahora renunciar al amor de su vida. A sus sueños. A estar con ella. ¿Duda? ¿Teme? ¿Confía? Tal vez un poco de todo. María está embarazada. ¿Qué puede hacer? Decide dar un salto en medio de la noche de su alma. Me gustaría tomar así mis decisiones. Pensando en lo mejor para el otro y no en lo mejor para mí. Renunciando por amor al otro. Pensando en su bien. Esa fue la medida de José. Quiso lo mejor para María. No quiso su condena. Ese silencio de José fue el paso más grande que dio en su vida. Lo hizo sin comprender. Lo hizo con un hondo dolor en el alma. Y Dios no lo abandonó. Lo rescató en medio de su caída. Cuando había renunciado a todo, Dios le habló. Así es también Dios en mi vida. Nunca me defrauda. Dios sale a mi encuentro. Le conmueve mi audacia. El que me arriesgue sin saber muy bien. Le conmueve que lo haga por amor, tanteando, tomando como medida de mis decisiones el amor. A veces no decido, no me muevo, porque no oigo a Dios diciéndome lo que debo hacer. ¿Cuántas veces hago eso? No oigo a Dios y me quedo quieto. José mira su corazón, no oye a Dios, pero decide, se arriesga. Entrega su vida entera, su historia, su amor por María. Ahí está Dios. En sus entrañas. No necesita un ángel para decidir no hacer daño a María. No exponerla a la multitud, a la rabia, a la condena pública. ¡Qué conciencia tan bien formada! ¡Qué hombre tan entero! ¡Qué grande es su amor! No duda. No piensa en él, en su fama, en su nombre. Es un hombre bueno, noble, fiel. Un hombre íntegro, de una pieza. Me conmueve el silencio de José. No dice nada. No cuestiona a Dios. No se rebela contra algo tan injusto y duro. Decide con honestidad en su corazón y renuncia por amor a sus planes.
Me impresiona el valor de la renuncia y del sacrificio. Me cuesta entender la renuncia tantas veces en mi propia vida. ¿Tan importante es aprender a renunciar? Creo que mi renuncia llena de estrellas el cielo. A veces valoro poco el sacrificio y me acomodo. Pienso que da igual dar que no dar, guardar que entregar. Y pienso en mí con egoísmo. Quiero lo mejor para mí. Quiero ser feliz yo. Y vivo la vida dejando escapar oportunidades de amar desde lo más hondo. La renuncia me hace más niño. Porque me hace confiar en Dios. Y me hace más hombre, trabaja mi corazón. La renuncia siempre duele. Duele renunciar al propio esquema, al propio plan, a la propia idea. Duele esa renuncia no buscada, exigida por la vida, por las circunstancias. En ocasiones me pongo renuncias como regalo de amor a Dios. Me exijo. Me esfuerzo. Renuncio a la comida, a mis caprichos, a mis dependencias y adicciones. Es verdad que lo hago por amor. Y es una entrega muy honesta y sincera. La renuncia me hace más libre. Decía el P. Kentenich: «Si no aprendemos a renunciar, a veces por obligación –pero también voluntariamente–a aquellas cosas que podemos permitirnos, la vinculación al trabajo y a las personas no va a convertirse en algo que nos eleve el corazón»[2]. Muchas veces la renuncia viene sola a mi alma en medio de mi camino. Sin que yo tenga que buscarla, aparece. Una persona rezaba: «Te ofrezco, Señor, mi renuncia. ¡Siento tanta nostalgia! Me siento tan fuera de lugar. Aun así, siempre me hablas, me das libertad y me alegro. Y sentir nostalgia no me importa, forma parte de mi vocación y de lo que Tú quieres de mí. La nostalgia siempre me lleva hacia dentro, hacia ti, hacia el lugar de mi corazón donde estás esperándome, llamándome, abrazándome. La nostalgia me recuerda quién soy y para qué me has hecho. Y me ayuda, de alguna forma, a vivir más en solitario por dentro. Es bonito. Es la nostalgia del otoño, de los colores de los montes. De esa luz entre las hojas que me gusta especialmente. No sé, quizás porque cambia la hoja. Se vuelve cálida. Así quiero ser yo». Muchas veces la nostalgia forma parte del camino, de la renuncia. La nostalgia del cielo, de la plenitud. La nostalgia que me lleva hacia dentro, donde Dios se encuentra. La nostalgia que brota con esa renuncia que exige confianza en Dios y abandono. Esa renuncia me llena el corazón de nostalgia. Me hace mirar a Dios lleno de anhelo. Mi alma tiene nostalgia de infinito. Siempre sueño más de lo que tengo. Y sé que mi renuncia me hace más libre de apegos, de planes propios, de caprichos. Cada uno sabe cuál es la renuncia que más le duele. Esa renuncia diaria, no programada, no planeada. La que forma parte de mi propio camino y que yo no he buscado. Sé que cada vez que renuncio por amor a Dios. Cada vez que beso la renuncia de mi cruz, de mi enfermedad, de mi soledad, de mi ausencia. La aspereza de mi pobreza, de mi austeridad impuesta, de mis miedos a la vida. Cada vez que abrazo esa renuncia inevitable y le doy un sí alegre y confiado. En ese mismo momento, estoy seguro, el cielo se llena de estrellas. Se llena de luz y mi vida tiene más claridad. No lo dudo. Quiero mirar a Dios sin los apegos de mis afectos desordenados. Renuncio a mi camino cuando le entrego mi vida a Dios. Y lo hago siempre de nuevo al rezar el padrenuestro. Al declararme cristiano. Al decidir amar a Aquel que murió en la cruz por mí. Renuncio a decidir yo. Renuncio a estar donde tal vez quisiera estar. Como José esa noche renunció a otra vida junto a María antes de saber lo que Dios le pedía de verdad.
Y entonces, tras la decisión de José en la noche, llegó la voz de Dios a su corazón: «Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: - José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados». En sueños Dios le muestra otro camino inesperado. Algo totalmente nuevo que él desconocía. Dios le habla en el corazón y permanece a su lado. Le comunica una verdad que sólo María sabía. Ya él antes había actuado justamente y había decidido hacer lo justo. Ahora esa decisión no tiene sentido. Antes de saber la verdad había procedido por amor. Ahora que sabe toda la verdad, actúa movido por un amor muy hondo y verdadero. El sueño lo cambia todo. María no es culpable. María es inocente, es pura, es tan de Dios. El ángel confirma en su corazón lo que él ya sabía. De eso estoy seguro. José amaba tanto a María. Creía tanto en Ella. Que no podía dudar de su verdad. Pero no comprendía nada. Por eso ahora el ángel trae luz a su alma y confirma su deseo más hondo. María es de Dios, le pertenece a Dios por entero. Seguramente José no lo entiende del todo. No sabe bien dónde se encuentra él mismo. No comprende lo que está pasando. Es todo demasiado grande. Pero se fía y se arriesga. No acaba de entenderlo todo. Pero es capaz de tomar una decisión todavía más audaz que la primera. Decide llevarse a María a su casa. Pronuncia su sí ante Dios y se pone en camino. José es un hombre de silencios. Un hombre que habla más con hechos que con palabras. Su sí son gestos concretos: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». Obedece al instante sin dudar de la palabra de Dios. Se fía hasta el extremo. Es el Dios que se abaja para caminar conmigo. Es ese Dios con nosotros. Ese Dios que decide conmigo. Él me escucha. Yo le escucho. Ese es el caminar humano que pienso que merece la pena. Dios ya está aquí, a mi lado, en mi corazón, en mi camino. El ángel le habla a José de parte de Dios. Ahora ya tiene el corazón abierto para escucharlo. La decisión que había tomado le abrió el corazón y el oído. Y Dios entonces le calma, como siempre hace. Le dice que no tema. También le dijo eso a María. Eso es lo que Dios me dice cada vez que llega a mí y me ve turbado. Me dice que no tema porque está conmigo. Nunca me va a dejar. Me abraza. Es lo que hace con José. Le quita sus miedos. Le anima para que acoja a María y la cuide. A partir de ahora la protegerá no sólo con sus silencios, sino con su caminar a su lado cada día, cuidando juntos a Jesús. Dios le da a José la misión de ponerle el nombre a Jesús. Le está diciendo que ejercerá como padre humano. Que será muy importante en la vida de Jesús y de María. Que será su custodio fiel hasta el final. Un padre tan necesario. Será uno con María. Será padre de Jesús. Esposo de la Virgen. José calla, mira, espera, no habla. No pregunta como María. No pronuncia su sí con voz audible. Sólo obedece. Es lo único que nos dice Mateo. Hace lo que le han dicho. María dice: «Hágase en mí según tu palabra». Que se haga según Dios le ha dicho. Pero José actúa. Hace lo que le han pedido. Lo hace carne. En silencio. Ya no necesita más. Cumple hasta el día de su muerte la misión de acoger, de custodiar, de guardary de amar a María y a Jesús. ¡Cuánto se fió Dios de José, de un hombre pequeño y frágil! ¡Cuánto se fió José de Dios, en su impotencia, desde su amor! Me gustaría decidir siempre como lo hizo José. Sin pensar en mí. Mirando mi corazón. Mirando lo que me grita el alma a pesar de que las cosas parezcan diferentes. Mirando siempre el bien de los que amo y no tanto el mío propio. ¿Cómo tomo yo mis decisiones? ¿Decido orando, dejando que salga todo lo que hay en mí? Dios siempre es más generoso. Siempre responde a mis ruegos. Nunca me va a dejar solo. Pero es verdad que a veces tengo que dar pasos en la noche como hoy los da José. Dios le habló de algo que no estaba en sus esquemas, en su lógica. Le abrió el corazón a un camino nuevo. Y José creyó, como María. Como un niño confiado.
¡Cuánta complicidad tendrían José y María! ¡Qué alegría tendrían los dos cuando se encontraron de nuevo y pudieron compartir su momento de encuentro con Dios! Hablarían de sus noches, de sus soledades, de sus encuentros hondos, de su verdad. Primero cada uno con Dios. En soledad e intimidad. Después juntos ante Dios. Así modeló Dios su corazón de esposos. Los dos vivieron el susurro de Dios que les dijo que no temieran. Y encontraron en el silencio de su alma su misión y la paz. Ser madre de Jesús. Acoger y cuidar a María y Jesús. Las dos misiones se unen. Se necesitan mutuamente. Los dos se entregan a su misión y se dejan hacer. Creen y confían. Su vida será desde ese momento tocar a Dios en la tierra. Este domingo me detengo a contemplarlos camino a Belén. Antes cada uno tuvo su anuncio particular, y pronunció su sí personal. El sí siempre es personal. José tuvo su lucha y dio su sí. María tuvo su turbación y pronunció su sí. Los dos creyeron. Los dos se fiaron. Los dos de rodillas dieron su sí. Se encontraron después de que cada uno se arrodillase ante Dios y le dijera que sí. Así empezó el primer Adviento. Con dos síes de dos hijos que no lo sabían todo. El sí de María, el sí de José. Un sí pronunciado sin ver, sin saber. Un sí dicho en lo hondo del alma, en medio de la noche. Ese sí los puso en camino. Gracias a ese sí Dios tocó la tierra para siempre en ellos, en sus manos, en su alma. Ese sí unió sus caminos en un solo camino para siempre. Hay un misterio increíble en el sí de José y de María. Es el misterio de un Dios que se acerca al hombre. Deja todo para acercarse a nosotros. Se abaja para tocar mi camino y mi historia. Quiero abrir mi corazón a Dios. Quiero darle gracias por esa iniciativa de llegar a mí, de venir, de quedarse, de acercarse. Quiero dar gracias por ese sí de María temblando ante el ángel. Por ese sí de José en la noche de su duda. Los dos caminan en su burro con Jesús en el vientre de María. Ese amor humano transido del amor de Dios. Los dos sujetándose, sosteniéndose, animándose. Los dos unidos a Dios. En el Santuario decimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Nada sin el poder y el amor de Dios. Pero nada tampoco sin mi sí torpe y frágil. Mi propio sí me pone en camino hacia Belén. Nada sin nuestro sí. Porque no voy solo. Es ese Dios con nosotros: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». El Adviento es la espera de Dios que viene a quedarse conmigo. Ese es el nombre de Dios en Navidad. Un Dios que toma morada y se queda en medio de los hombres. Emmanuel. Dios con nosotros. Me encanta ese nombre de Dios. No Dios solo, desde el cielo. Ni yo solo en la tierra. Él conmigo en mi vida. Es el misterio más profundo del hombre. Dios se ata a mi vida en una carne para siempre. Y quiere que yo le lleve a los hombres. Dios conmigo. Necesita mi carne, mis manos, mi voz, mis ojos, mis oídos. Necesita mis pasos presurosos al encuentro de los hombres que sufren, que están solos. Abre mis ojos para que le vea a Él conmigo en el que sufre, en el herido, en el que está solo. Quiere que salga de mí como José, como María. Comenta el Papa Francisco: «Es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido». José y María comprenden que su vida es para entregarla por amor. Se ponen en camino hacia el hombre que sufre. Llevan en su vida a Jesús. Yo quiero dejarme tocar por ese Dios que viene a caminar conmigo. En mi vida. Para que yo haga cercano a Dios en la vida de tantos. Con mis gestos más que con mis palabras. Con mis decisiones audaces y valientes, más que con mis ideas poco convincentes. Dios quiere que anuncie a ese Dios que ama con locura al hombre y no lo deja nunca. Dios me ama. Dios va conmigo. Dios le da sentido a mi vida. Me pongo en camino. Tomo como José a María y al Niño. Y voy al encuentro del que sufre, del que está solo.
El Adviento es un camino hacia dentro, no hacia fuera. Un camino lento y sin prisas. Un camino que se improvisa y se sigue siempre fielmente. Un camino de sorpresas y días parecidos. Un camino hondo y profundo. Un camino de fidelidad y creatividad. Un camino de subidas y bajadas. Un camino de lágrimas y sonrisas. Un camino de esperas, de silencios, de búsquedas, de encuentros. El camino del Adviento es el de la vida misma. Siempre estoy en Adviento. Siempre espero más de lo que poseo y anhelo más de lo que toco. Como ese niño enamorado de la luna que sueña siempre con poder abrazarla. Me gusta este camino en el que me detengo. Camino despacio, no dejo de andar. Quiero dejar de hacer esas cosas que me sacan de mí mismo. Porque a veces, casi sin quererlo, mis días previos a Navidad se me llenan de ruidos y de citas, de encuentros y de cenas, y el alma camina con prisas de un lado para otro. Inquieta, como buscando fuera lo que dentro no encuentra. Por eso corro a veces hacia fuera. En lugar de mirar más hondo en mi interior. Corro queriendo llenarme. De cosas, de amores, de vida. Y no miro dentro. Quiero en Adviento seguir mi camino. Pero sin prisas. Calmar el ansia. Calmar los gritos. Ahogar las voces que me confunden. Hacer un silencio sagrado dentro del alma. Me tocan las palabras de una persona que rezaba: «Quiero llegar más alto. No me conformo con una vida mediocre, vulgar, triste, sedentaria. No quiero verme sin dibujar en el papel ese sueño que nadie ha soñado. Déjame abrazar lo imposible que brota de mi alma. Gracias, Jesús, por quererme. Gracias por caminar a mi lado. Gracias por dar sentido a mi vida cuando a veces yo no lo encuentro. Te abrazo en silencio cada mañana. Quiero medir con calma la tierra entre mis manos. Quiero sentir tus huellas junto a las mías. En el camino de mi vida. Allí donde estoy escondido. Quiero sembrar estrellas infinitas en un camino de vida. Alegrar a los que sufren. Sostener a los que caen. Levantarme con ellos y salir corriendo. No tengo el alma cansada. Estoy atenta y dispuesta». Quiero vivir siempre en camino. Pero no disperso. Siempre hacia fuera. Pero desde dentro. Siempre atento a la vida. Sin descuidar mi alma. Con palabras de consuelo. Nacidas de mis silencios. Sin que me perturbe la vida más allá de la piel de mi alma. Contenido en mí mismo para no caer desparramado en un sinfín de luces y de cantos. Quiero en este camino de mi Adviento calmar mis prisas. Detener mis pasos. Apaciguar mis ansias. Apagar mis ruidos. Quiero en un intento audaz por ser yo mismo seguir un ritmo nuevo, el que Dios tiene. El que marca mi alma llena de Adviento, de espera, de anhelo. Quiero escribir a los que quiero. Regalar a los que amo. Pero no cualquier cosa. Algo de mí mismo, de muy dentro. Sin querer quedar bien con los que esperan. Dándome a mí cuando me entrego. Sin prisas. Con la calma de un Niño que nace lentamente, siempre de nuevo, carne entre mis dedos. Quiero recorrer mi camino de Adviento a mi manera. Con mis formas. Con el lema que enciende mi alma. Con las palabras del Ángel que otra vez me recuerdan: «¡Alégrate, el Señor está contigo!». Para que no me turbe al no tocar mis sueños. Y cuando fracase no crea que nada irá bien de nuevo. Porque el Adviento es comienzo. Y quiero comenzar de nuevo. Con la alegría del inicio. Con la calma del que nace. Sin exigirle a la vida más de lo que me entrega. Dejando de lado amarguras antiguas. Junto con la impaciencia que me inquieta y me turba. Quiero vivir hoy mi Adviento. Hoy. Cada mañana. Quiero vivir más libremente de las cosas que me atan. Me lo recuerda el Papa Francisco: «El adviento es una invitación a la sobriedad, a no ser dominado por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas». Quiero ser más sobrio y más austero en mi camino. Dejar de lado lo que me pesa. No preguntarme en cada hora lo que deseo. Vaciar mis armarios llenos. Descongestionar mi vida llena. Hacer hueco para Dios allí donde no me cabe nada en la agenda. Abrir espacios hondos en mi alma abrumada, para que pueda surgir una vida nueva. Dejar en barbecho la tierra en la hondonada de mi corazón. Para que nazca algo nuevo. Que no me domine la vida, ni el tiempo que se escapa, ni las prisas por llegar antes a ningún sitio. Con el corazón abierto a lo que surja en el camino. Me siento poco libre tantas veces. Tal vez más atado de lo que deseo. Quiero vivir la misericordia de ese Niño Dios que me recuerda que sólo el perdón me sana por dentro y me libera el alma. Para vivir sin ataduras. El perdón que recibo. El perdón que yo entrego. Una persona se pregunta: «¿Se puede perdonar para realmente así curar las heridas sin que haya habido el menor atisbo de disculpa o reconocimiento del daño causado?». No lo sé. Me parece difícil. Es un don. Por eso lo suplico. Mi Adviento es tiempo de pausas. De tiempos muertos. Para que surja la vida. Para que brote el perdón. El reencuentro. Un desierto florido en mi corazón herido. Es tiempo de misericordia, cuando me siento atado por ese rencor opaco que amarga mi ánimo. El perdón que suplico que crezca entre mis dedos. ¿Se puede perdonar cuando me han hecho daño? Ese perdón que limpia mi vida por dentro. Me detengo de nuevo en medio de mi Adviento. Quiero mirar muy hondo. Quiero un perdón que salve mi vida de la ira. De ataduras que quitan luz a mis entrañas. Son días de paz en mi espera. Aguardo con anhelo la llegada de Jesús. Su llegada en mi carne. Con la alegría que produce el encuentro.
Miro a María este domingo. Miro su sí al querer de Dios: «María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo». María se arrodilla y recibe el Espíritu Santo en su vientre. Ella, la niña de Dios, la Inmaculada, la llena de gracia. Vacía de deseos propios. Enamorada de Dios. Se llena del Espíritu. Se vacía de sus planes. Decía el P. Kentenich: «Quien recibe el Espíritu Santo, no sólo será comparable con un árbol junto a la acequia sino que tendrá manantiales dentro de sí, en su interior fluirá un manantial de agua viva»[1]. María no va a sufrir la sequía. Va a poder beber de la fuente de vida que surge del corazón de Dios. Lleva a Jesús en su seno. Su vida se hace una con la vida de su Hijo. Para siempre unidos. Me gusta contemplar a María. Arrebatada por un amor infinito. Me gusta mirarla a Ella, arrodillada ante el ángel, conmovida. Feliz la que ha creído. La miro y pienso en ese sí no evidente. Podía haber sido más fuerte el miedo. El miedo a fracasar, a perder, a no lograr esa misión imposible. María creyó, dijo que sí, se llenó del Espíritu. No volvió a tener sed. Me gusta pensar en María tan pequeña arrodillada ante el Ángel. No teme porque Dios le pide que no tema. Ella confía. Se fía de un amor que la abraza. Y se pone en camino a servir llena de Dios en su vientre. Desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo a la superficie de un mar revuelto. Pero siempre anclada por dentro. Para no perder el centro. Para no pretender ser Ella el centro. Me emociona ver su paso presuroso a Ein-karem. Su paso dispuesto hacia Belén. No duda. Su vida se hace camino. Deja de temer porque Dios va con Ella todos los días. Ese Dios-con-nosotros ha venido en su carne virgen. Ya no estará nunca sola. Siempre Jesús con Ella. Siempre de la mano de José, ese hombre, ese padre, que Dios pone en su camino. Para que no vaya sola. Para que sea familia. María se pone en camino. Un camino incierto. Pero no duda. Está donde Dios la quiere. Decía Victoria Braqueháis misionera en África: «Creo que siempre estamos donde Dios nos pone y estamos por algo. Cada encuentro tiene un sentido profundo. Hay algo que yo no sé pero que Dios sí sabe. Aunque tampoco me preocupa no saberlo todo. Eres lo que eres y ya está. No eres lo que tienes». El sí primero de María le da sentido a tantos síes que pronunciará en su camino de vida. El sí a su vida como fue. Es el mismo sí que yo pronuncio cada día. El sí primero de mi vocación. El sí que renuevo cada mañana de camino. El sí aunque no lo sepa todo y no lo controle todo. A veces hago planes. Pienso, programo, hago mi agenda. Como si la vida fuera mía por entero. Toda mía. Y me olvido de que mi sí es la pieza clave de un misterioso camino. Y yo sólo tengo que confiar y seguir adelante. Un sí tembloroso pronunciado en mi alma. Un sí a mi camino de incertidumbres en el que no todo está asegurado. Un sí que camina sin miedo. Recuerdo a S. Juan Diego de rodillas ante la virgen de Guadalupe. Tiene miedo. Quiere socorrer a su tío enfermo. Y se encuentra con María: «Pon esto en tu corazón, mi pequeño hijo: no temas. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No te encuentras bajo mi sombra, a mi cobijo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás tú en el pliegue de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Necesitas algo más?». Seguro en la palma de su mano. Seguro en el cruce de sus brazos. Esa imagen me conmueve. Con la certeza de saber que María era su Madre. Así quiero caminar yo en mi vida. Mi sí en el sí que María pronuncia sobre mi vida. Su sí verdadero para que yo sepa decir que sí sin miedo. Sí sin miedo a mi familia. Sí a mi vocación. Sí a mi forma de ser. Sí a mis fracasos y debilidades. Sí a mi pecado que me turba. Sí a mi pobreza. Sí a mis dudas. Sí a mis miedos. Ese sí lo repito en mi corazón en el Adviento. Sí de nuevo porque Ella me ama, me cuida, me sostiene. Escribía Pablo D´Ors: «Todo empieza cuando dices: de acuerdo, voy a saltar. Todo empieza cuando dices: quizá me estrelle, pero confío en volar. Basta decir: sí. ¡Sí, sí, sí, Dios mío. Contigo al fin del mundo!». Y entonces el miedo se hace más liviano, y salto. Pero con miedo, porque no desaparece del todo. No tengo vocación de vivir sin miedo. Más bien creo que el miedo se me ha pegado a la piel y lo llevo dentro. Temo el futuro y confío al mismo tiempo. Es esa sabia unión que Dios me propone en los brazos de María. Es una gracia. Un don imposible. Temer y confiar al mismo tiempo. Y la confianza logra que el temor sea llevadero. Y descanso en Ella. Y me calmo por dentro.
S. José es el protagonista de este cuarto domingo: «José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». Es su noche oscura. En medio de la noche duda y tiene miedo. No comprende. Quiere confiar pero no lo logra. No hay explicación a lo que ha ocurrido. María guarda silencio. José la mira a los ojos. Comprendo su lucha humana. Su corazón se rompe. ¡Qué noche más oscura! Cuando todo en lo que crees deja de ser evidente. Y no hay nada claro. Sólo silencio ante muchas preguntas. Es de noche. José está solo frente al cielo. ¿Qué se puede hacer? Debe denunciarla. Es la ley. Pero José es bueno. Ama a María con pureza. No puede ponerla ante todos como pecadora. Quiere proteger su fama, su honra. Le cuesta aceptar que alguien piense mal de ella. Que la mire con sospecha. Pienso en esa decisión tan difícil. Así empieza el evangelio de hoy. No con un ángel, sino con una decisión humana tomada en soledad, en medio de la noche del alma. Me admira su hombría. Su integridad. Su honestidad. Su verdad. Su amor hondo por María. ¡Qué bueno era José! Me conmueve su bondad, su autenticidad. Seguro que Dios se conmovió ante José. Pienso en esa mujer apedreada por adúltera a quien salvó Jesús. ¿Qué hubiera sido de María si José la acusaba? Pero José no quiere dañar a María. Ya no puede vivir con ella para siempre como él soñaba. Ese hijo no es suyo. Y le toca ahora renunciar al amor de su vida. A sus sueños. A estar con ella. ¿Duda? ¿Teme? ¿Confía? Tal vez un poco de todo. María está embarazada. ¿Qué puede hacer? Decide dar un salto en medio de la noche de su alma. Me gustaría tomar así mis decisiones. Pensando en lo mejor para el otro y no en lo mejor para mí. Renunciando por amor al otro. Pensando en su bien. Esa fue la medida de José. Quiso lo mejor para María. No quiso su condena. Ese silencio de José fue el paso más grande que dio en su vida. Lo hizo sin comprender. Lo hizo con un hondo dolor en el alma. Y Dios no lo abandonó. Lo rescató en medio de su caída. Cuando había renunciado a todo, Dios le habló. Así es también Dios en mi vida. Nunca me defrauda. Dios sale a mi encuentro. Le conmueve mi audacia. El que me arriesgue sin saber muy bien. Le conmueve que lo haga por amor, tanteando, tomando como medida de mis decisiones el amor. A veces no decido, no me muevo, porque no oigo a Dios diciéndome lo que debo hacer. ¿Cuántas veces hago eso? No oigo a Dios y me quedo quieto. José mira su corazón, no oye a Dios, pero decide, se arriesga. Entrega su vida entera, su historia, su amor por María. Ahí está Dios. En sus entrañas. No necesita un ángel para decidir no hacer daño a María. No exponerla a la multitud, a la rabia, a la condena pública. ¡Qué conciencia tan bien formada! ¡Qué hombre tan entero! ¡Qué grande es su amor! No duda. No piensa en él, en su fama, en su nombre. Es un hombre bueno, noble, fiel. Un hombre íntegro, de una pieza. Me conmueve el silencio de José. No dice nada. No cuestiona a Dios. No se rebela contra algo tan injusto y duro. Decide con honestidad en su corazón y renuncia por amor a sus planes.
Me impresiona el valor de la renuncia y del sacrificio. Me cuesta entender la renuncia tantas veces en mi propia vida. ¿Tan importante es aprender a renunciar? Creo que mi renuncia llena de estrellas el cielo. A veces valoro poco el sacrificio y me acomodo. Pienso que da igual dar que no dar, guardar que entregar. Y pienso en mí con egoísmo. Quiero lo mejor para mí. Quiero ser feliz yo. Y vivo la vida dejando escapar oportunidades de amar desde lo más hondo. La renuncia me hace más niño. Porque me hace confiar en Dios. Y me hace más hombre, trabaja mi corazón. La renuncia siempre duele. Duele renunciar al propio esquema, al propio plan, a la propia idea. Duele esa renuncia no buscada, exigida por la vida, por las circunstancias. En ocasiones me pongo renuncias como regalo de amor a Dios. Me exijo. Me esfuerzo. Renuncio a la comida, a mis caprichos, a mis dependencias y adicciones. Es verdad que lo hago por amor. Y es una entrega muy honesta y sincera. La renuncia me hace más libre. Decía el P. Kentenich: «Si no aprendemos a renunciar, a veces por obligación –pero también voluntariamente–a aquellas cosas que podemos permitirnos, la vinculación al trabajo y a las personas no va a convertirse en algo que nos eleve el corazón»[2]. Muchas veces la renuncia viene sola a mi alma en medio de mi camino. Sin que yo tenga que buscarla, aparece. Una persona rezaba: «Te ofrezco, Señor, mi renuncia. ¡Siento tanta nostalgia! Me siento tan fuera de lugar. Aun así, siempre me hablas, me das libertad y me alegro. Y sentir nostalgia no me importa, forma parte de mi vocación y de lo que Tú quieres de mí. La nostalgia siempre me lleva hacia dentro, hacia ti, hacia el lugar de mi corazón donde estás esperándome, llamándome, abrazándome. La nostalgia me recuerda quién soy y para qué me has hecho. Y me ayuda, de alguna forma, a vivir más en solitario por dentro. Es bonito. Es la nostalgia del otoño, de los colores de los montes. De esa luz entre las hojas que me gusta especialmente. No sé, quizás porque cambia la hoja. Se vuelve cálida. Así quiero ser yo». Muchas veces la nostalgia forma parte del camino, de la renuncia. La nostalgia del cielo, de la plenitud. La nostalgia que me lleva hacia dentro, donde Dios se encuentra. La nostalgia que brota con esa renuncia que exige confianza en Dios y abandono. Esa renuncia me llena el corazón de nostalgia. Me hace mirar a Dios lleno de anhelo. Mi alma tiene nostalgia de infinito. Siempre sueño más de lo que tengo. Y sé que mi renuncia me hace más libre de apegos, de planes propios, de caprichos. Cada uno sabe cuál es la renuncia que más le duele. Esa renuncia diaria, no programada, no planeada. La que forma parte de mi propio camino y que yo no he buscado. Sé que cada vez que renuncio por amor a Dios. Cada vez que beso la renuncia de mi cruz, de mi enfermedad, de mi soledad, de mi ausencia. La aspereza de mi pobreza, de mi austeridad impuesta, de mis miedos a la vida. Cada vez que abrazo esa renuncia inevitable y le doy un sí alegre y confiado. En ese mismo momento, estoy seguro, el cielo se llena de estrellas. Se llena de luz y mi vida tiene más claridad. No lo dudo. Quiero mirar a Dios sin los apegos de mis afectos desordenados. Renuncio a mi camino cuando le entrego mi vida a Dios. Y lo hago siempre de nuevo al rezar el padrenuestro. Al declararme cristiano. Al decidir amar a Aquel que murió en la cruz por mí. Renuncio a decidir yo. Renuncio a estar donde tal vez quisiera estar. Como José esa noche renunció a otra vida junto a María antes de saber lo que Dios le pedía de verdad.
Y entonces, tras la decisión de José en la noche, llegó la voz de Dios a su corazón: «Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: - José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados». En sueños Dios le muestra otro camino inesperado. Algo totalmente nuevo que él desconocía. Dios le habla en el corazón y permanece a su lado. Le comunica una verdad que sólo María sabía. Ya él antes había actuado justamente y había decidido hacer lo justo. Ahora esa decisión no tiene sentido. Antes de saber la verdad había procedido por amor. Ahora que sabe toda la verdad, actúa movido por un amor muy hondo y verdadero. El sueño lo cambia todo. María no es culpable. María es inocente, es pura, es tan de Dios. El ángel confirma en su corazón lo que él ya sabía. De eso estoy seguro. José amaba tanto a María. Creía tanto en Ella. Que no podía dudar de su verdad. Pero no comprendía nada. Por eso ahora el ángel trae luz a su alma y confirma su deseo más hondo. María es de Dios, le pertenece a Dios por entero. Seguramente José no lo entiende del todo. No sabe bien dónde se encuentra él mismo. No comprende lo que está pasando. Es todo demasiado grande. Pero se fía y se arriesga. No acaba de entenderlo todo. Pero es capaz de tomar una decisión todavía más audaz que la primera. Decide llevarse a María a su casa. Pronuncia su sí ante Dios y se pone en camino. José es un hombre de silencios. Un hombre que habla más con hechos que con palabras. Su sí son gestos concretos: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». Obedece al instante sin dudar de la palabra de Dios. Se fía hasta el extremo. Es el Dios que se abaja para caminar conmigo. Es ese Dios con nosotros. Ese Dios que decide conmigo. Él me escucha. Yo le escucho. Ese es el caminar humano que pienso que merece la pena. Dios ya está aquí, a mi lado, en mi corazón, en mi camino. El ángel le habla a José de parte de Dios. Ahora ya tiene el corazón abierto para escucharlo. La decisión que había tomado le abrió el corazón y el oído. Y Dios entonces le calma, como siempre hace. Le dice que no tema. También le dijo eso a María. Eso es lo que Dios me dice cada vez que llega a mí y me ve turbado. Me dice que no tema porque está conmigo. Nunca me va a dejar. Me abraza. Es lo que hace con José. Le quita sus miedos. Le anima para que acoja a María y la cuide. A partir de ahora la protegerá no sólo con sus silencios, sino con su caminar a su lado cada día, cuidando juntos a Jesús. Dios le da a José la misión de ponerle el nombre a Jesús. Le está diciendo que ejercerá como padre humano. Que será muy importante en la vida de Jesús y de María. Que será su custodio fiel hasta el final. Un padre tan necesario. Será uno con María. Será padre de Jesús. Esposo de la Virgen. José calla, mira, espera, no habla. No pregunta como María. No pronuncia su sí con voz audible. Sólo obedece. Es lo único que nos dice Mateo. Hace lo que le han dicho. María dice: «Hágase en mí según tu palabra». Que se haga según Dios le ha dicho. Pero José actúa. Hace lo que le han pedido. Lo hace carne. En silencio. Ya no necesita más. Cumple hasta el día de su muerte la misión de acoger, de custodiar, de guardary de amar a María y a Jesús. ¡Cuánto se fió Dios de José, de un hombre pequeño y frágil! ¡Cuánto se fió José de Dios, en su impotencia, desde su amor! Me gustaría decidir siempre como lo hizo José. Sin pensar en mí. Mirando mi corazón. Mirando lo que me grita el alma a pesar de que las cosas parezcan diferentes. Mirando siempre el bien de los que amo y no tanto el mío propio. ¿Cómo tomo yo mis decisiones? ¿Decido orando, dejando que salga todo lo que hay en mí? Dios siempre es más generoso. Siempre responde a mis ruegos. Nunca me va a dejar solo. Pero es verdad que a veces tengo que dar pasos en la noche como hoy los da José. Dios le habló de algo que no estaba en sus esquemas, en su lógica. Le abrió el corazón a un camino nuevo. Y José creyó, como María. Como un niño confiado.
¡Cuánta complicidad tendrían José y María! ¡Qué alegría tendrían los dos cuando se encontraron de nuevo y pudieron compartir su momento de encuentro con Dios! Hablarían de sus noches, de sus soledades, de sus encuentros hondos, de su verdad. Primero cada uno con Dios. En soledad e intimidad. Después juntos ante Dios. Así modeló Dios su corazón de esposos. Los dos vivieron el susurro de Dios que les dijo que no temieran. Y encontraron en el silencio de su alma su misión y la paz. Ser madre de Jesús. Acoger y cuidar a María y Jesús. Las dos misiones se unen. Se necesitan mutuamente. Los dos se entregan a su misión y se dejan hacer. Creen y confían. Su vida será desde ese momento tocar a Dios en la tierra. Este domingo me detengo a contemplarlos camino a Belén. Antes cada uno tuvo su anuncio particular, y pronunció su sí personal. El sí siempre es personal. José tuvo su lucha y dio su sí. María tuvo su turbación y pronunció su sí. Los dos creyeron. Los dos se fiaron. Los dos de rodillas dieron su sí. Se encontraron después de que cada uno se arrodillase ante Dios y le dijera que sí. Así empezó el primer Adviento. Con dos síes de dos hijos que no lo sabían todo. El sí de María, el sí de José. Un sí pronunciado sin ver, sin saber. Un sí dicho en lo hondo del alma, en medio de la noche. Ese sí los puso en camino. Gracias a ese sí Dios tocó la tierra para siempre en ellos, en sus manos, en su alma. Ese sí unió sus caminos en un solo camino para siempre. Hay un misterio increíble en el sí de José y de María. Es el misterio de un Dios que se acerca al hombre. Deja todo para acercarse a nosotros. Se abaja para tocar mi camino y mi historia. Quiero abrir mi corazón a Dios. Quiero darle gracias por esa iniciativa de llegar a mí, de venir, de quedarse, de acercarse. Quiero dar gracias por ese sí de María temblando ante el ángel. Por ese sí de José en la noche de su duda. Los dos caminan en su burro con Jesús en el vientre de María. Ese amor humano transido del amor de Dios. Los dos sujetándose, sosteniéndose, animándose. Los dos unidos a Dios. En el Santuario decimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Nada sin el poder y el amor de Dios. Pero nada tampoco sin mi sí torpe y frágil. Mi propio sí me pone en camino hacia Belén. Nada sin nuestro sí. Porque no voy solo. Es ese Dios con nosotros: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». El Adviento es la espera de Dios que viene a quedarse conmigo. Ese es el nombre de Dios en Navidad. Un Dios que toma morada y se queda en medio de los hombres. Emmanuel. Dios con nosotros. Me encanta ese nombre de Dios. No Dios solo, desde el cielo. Ni yo solo en la tierra. Él conmigo en mi vida. Es el misterio más profundo del hombre. Dios se ata a mi vida en una carne para siempre. Y quiere que yo le lleve a los hombres. Dios conmigo. Necesita mi carne, mis manos, mi voz, mis ojos, mis oídos. Necesita mis pasos presurosos al encuentro de los hombres que sufren, que están solos. Abre mis ojos para que le vea a Él conmigo en el que sufre, en el herido, en el que está solo. Quiere que salga de mí como José, como María. Comenta el Papa Francisco: «Es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido». José y María comprenden que su vida es para entregarla por amor. Se ponen en camino hacia el hombre que sufre. Llevan en su vida a Jesús. Yo quiero dejarme tocar por ese Dios que viene a caminar conmigo. En mi vida. Para que yo haga cercano a Dios en la vida de tantos. Con mis gestos más que con mis palabras. Con mis decisiones audaces y valientes, más que con mis ideas poco convincentes. Dios quiere que anuncie a ese Dios que ama con locura al hombre y no lo deja nunca. Dios me ama. Dios va conmigo. Dios le da sentido a mi vida. Me pongo en camino. Tomo como José a María y al Niño. Y voy al encuentro del que sufre, del que está solo.
Comentarios