I Domingo de Adviento
por Al partir el pan
Isaías 2, 1-5; Romanos 13, 11-14a; Mateo 24, 37-44
«Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre»
«Quiero renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba»
«Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre»
«Quiero renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba»
Me gusta adentrarme en mi historia personal. Recordar mi pasado caminando lentamente por tantos momentos guardados, sin olvidar nada. Pensar en todo lo que Dios me ha regalado. En silencio. Agradecido. Pasar la mano acariciando los recuerdos grabados en el alma. Algunos llenos de luz. Otros más duros. Me gusta mirar hondo, aún con miedo a lo que pueda encontrarme, cuando escarbo entre recuerdos. Me gusta sentir en mis manos el paso paulatino del tiempo. La arena que se escapa entre mis dedos. Acariciar las piedras desgastadas por el viento, por la lluvia. Me gusta recorrer los lugares sagrados de mi tierra de Schoenstatt, ese valle en Alemania. Que están llenos de vida, de memorias, de encuentros. De momentos sagrados. De fuego y de esperanza. De santos que ya no están. De ese sacerdote joven que un día vio más allá de su piel, de sus ojos. Buscó en lo profundo de su alma respuestas a su vida. Se adentró confuso en el mar revuelto de su historia. Y encontró en María la luz de una mirada de misericordia. Una mano llena de esperanza. Me gusta encontrar a ese Padre Kentenich que es mi padre en medio del otoño oscuro de un Santuario. Con el alma encendida en los recuerdos. Con el deseo verdadero de querer dar la vida por entero y ser más santo. Porque he descubierto que los años no apagan el fuego. Que no son los días que pasan los que oscurecen la alegría. Que uno puede acumular años en su seno y no por eso perder la sonrisa, o la inocencia, o la pasión por la vida. No quiero que mis años me quiten la ilusión de vivir. Me gusta mirar así mi historia, como un niño fascinado. Me gusta mirar la historia de este Padre al que encuentro entre las piedras pulidas por el tiempo. Me gusta mirar mi historia enterrada en esta tierra de Schoenstatt. Cruces negras me recuerdan la entrega entera de la vida. Quiero volver a sacar fuego de las piedras olvidadas. Y volver a encenderme con el viento que con fuerza me empuja hacia las cimas. Me gusta hacer memoria. Recordar sin nostalgia. Recordar para amar más. Porque el que olvida deja de amar. Y el que recuerda vuelve a enamorarse con un fuego más verdadero. Con el corazón joven lleno de heridas, porque ha sufrido, porque se ha enterrado, porque ha amado. No importa el tiempo pasado. Ni los recuerdos cubiertos de polvo. Los desempolvo ahora de un solo golpe. Y vuelvo a caminar por esos caminos que hollaron los pies de José Kentenich. Mi Padre. Ese hombre que no tuvo reparo en amar hasta el extremo. Y no midió sus fuerzas. Ni calculó sus años. Ni perdió el fuego con las cruces y reveses de la vida. Y no dejó nunca de enterrar a los pies de María, todos los días, sus sueños, sus renuncias, sus amores más hondos y sinceros. Creo sin dudarlo en el sentido de una vida entregada por amor. Creo en los corazones apasionados y verdaderos. Creo en la autenticidad del que se da como es. Sin tapujos. No creo en los que buscan agradar. Decía el Papa Francisco: «Tengo alergia de los aduladores. Porque adular a otro es usar a una persona para un uso, de forma oculta o visible, pero para conseguir algo para sí mismo». Me gustan los que no adulan, los que no quieren agradar, los que son sinceros. Me gusta ese Padre de corazón veraz, de mirada profunda, de alma enamorada. Me gustan aquellos que no quieren quedar bien y son libres en su corazón. Creo en los que se dan sin miedo, sin buscar su gloria, su fama, su espacio. Creo en los actos de amor sinceros y generosos. En las palabras llenas de fuerza por estar respaldadas por la vida. Quiero recorrer ese valle verde de mi Santuario. Allí donde un Padre joven creyó sin ver. Y yo tantas veces quiero ver para poder creer. Le exijo a la vida pruebas antes de entregarme, antes de decir que sí con el corazón abierto. Antes de decir más de lo que luego podré dar. Tal vez es porque pongo la confianza en mis capacidades. Y no creo en la fuerza de Dios cuando usa mi vida, mi sí, mi debilidad. Me gusta el poder del anhelo, del sueño, del deseo. La debilidad de mi fuerza. La profundidad de mi sí. Ese sí que me levanta por encima de mis miedos. Y me hace volar alto. Porque me hace falta fuego para subir a las montañas que nunca antes he pensado llegar. Me sostiene el Espíritu en medio de mi cansancio. Me hace mirar mi historia con serenidad, con una paz profunda. Al recordar los momentos de luz el corazón vuelve a encenderse. ¡Qué importante es hacer memoria para vivir en presente! ¡Qué sano mirar mi historia a los pies de la cruz de Jesús! Arrodillado como un niño que entrega todo lo que tiene. Decía el Papa Francisco: «En silencio hagamos memoria de este encuentro, custodiemos el recuerdo de la presencia de Dios y de su Palabra, reavivemos en nosotros la voz de Jesús que nos llama por nuestro nombre». Quiero revivir mis momentos sagrados y escuchar la voz de Jesús pronunciando mi nombre. Me recuerda quién soy y cuánto me ama. Para que no me olvide. Vuelve a encender el fuego de mi alma cuando casi se apaga. Para que no me turbe por los ruidos del mundo. Para que no me pierda al no ver el camino. Quiero volver a recordar el sonido, la luz, el silencio, las voces de mis días pasados. Esos recuerdos que me dan vida y me sostienen. Vuelvo a mirar con los ojos de entonces. A repetir las palabras de aquel día. Ahora ya más maduro, o más sabio, o más niño. Y me vuelvo a enamorar de la vida. Así quiero vivir siempre, para no perder nunca la profundidad. Ni la alegría. Ni la inocencia. Para no llegar a estar de vuelta de esta vida. Quiero creer. Quiero confiar. No quiero hacer las cosas sin pensarlas, sin rezarlas. Quiero colocar mi vida en las huellas que me preceden. Seguir esa voz silenciosa que resuena en mi memoria. Y poner mi mano en su mano. Seguir sus huellas.
Tiene el Adviento mucho de espera y anhelo. Mucho de paz y sosiego. Mucho de alegría y sueños. Mucho de nostalgia y deseo. Porque todavía no tengo lo que sueño, porque todavía no alcanzo lo que persigo. Así es mi vida, incompleta, en búsqueda. Como los caminos de María y José a Ein-karem o a Belén o a Egipto. Trae el Adviento una corriente de aire fresco al alma para que no me estanque. Para que me ponga con prontitud en camino. Es como un despertar a una vida nueva que se me regala para que no me duerma. Una vida que comienza hoy, ahora, en el momento presente en el que digo que sí, que estoy dispuesto a recorrer mil caminos. Es un tiempo de espera y de esperanza. De expectativas concretas. De sueños inmensos. Cuando el mundo no es como yo quisiera y la vida es más pobre de lo que yo deseo. Necesito esa paciencia que normalmente me falta. Quiero preparar el corazón para la vida que comienza entre mis manos rotas. Quiero prepararlo en oración, con calma, sin pausa, de rodillas. Prepararlo para que no llegue Jesús sin que yo lo sepa, cuando menos lo espere y mi alma tal vez no esté bien dispuesta. Me gusta el Adviento lleno de luces y noches oscuras. Del calor de un hogar. Del frío de esas calles vacías. Ese frío de la espera. En medio de esa calma infinita del Niño que nace. Una persona rezaba: «Las estrellas calmas me muestran el amplio horizonte. Y yo sigo soñando. La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan toda mi alma. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito». Anhelo el infinito. Anhelo una vida plena. La oración me sostiene. Cada día. Cada hora. Me gusta el Adviento. Quiero renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba. Tiene algo el Adviento que rompe los límites marcados por mis manos. Cuando me pongo triste, o pierdo la esperanza. Quiero mirar más lejos, más hondo. Quiero creer en esa vida eterna que le da sentido a todo lo que vivo. Se cierran las puertas de la misericordia al comenzar este Adviento. Aún recuerdo cómo se abrían el Adviento pasado. Un año de misericordia. Se abren las puertas de mi alma cargada de misericordia. Y brota ese río de gracias que he podido tocar con mis manos. Se me ha pegado la misericordia al alma, a la mirada. Se me ha quedado en las manos, en la piel. Son vivencias sagradas las que han jalonado este año. Momentos de un Dios que me ama como soy, en mi indigencia. Un Dios misericordia en medio de mi nada. Ahora comienzo el Adviento con el deseo de seguir yo siendo una puerta abierta de misericordia para tantos que buscan posada, un poco de consuelo y algo de esperanza. Para todos los que tienen en su alma un deseo de infinito que nada lo calma. Para todos los heridos por una herida de abandono. Para los que cargan muy dentro una soledad muy honda. Quiero que cada momento de mi vida me deje en el alma profundas vivencias de Dios. Para no olvidarme de lo importante. Decía el P. Kentenich: «Lo que podemos constatar, es que puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en lo Eterno. Por eso, es un hecho que la tendencia a tener vivencias religiosas aparezca como lo más necesario, como el contrapeso que Dios espera y requiere hoy de nosotros»[1]. Necesito arraigarme más en Dios, tocar a Dios, tenerlo sostenido en mi vasija rota, para poder darlo. Tener vivencias de niño abrazado al Dios de misericordia que me abraza y sostiene. Es cierto que no quiero acumular vivencias, pero quiero que mi vida esté marcada de encuentros profundos con Dios. No tengo que buscar grandes vivencias para sobrevivir. No hace falta. Pero sí tengo que cuidar en mi alma las experiencias que he tenido. Para no olvidarlas. Porque son momentos sagrados en los que Dios me abraza. No quiero olvidar este año de la misericordia. No quiero olvidar el amor que Dios me ha dado. El amor que he tocado en otros brazos que han sido conmigo misericordiosos. No quiero olvidarme de tantas veces que mis propias manos han sido fuente de misericordia para otros. Porque es algo sagrado. Es lo que queda en el alma cuando todo ha pasado. Es el agua pegada a mi piel al acabar de pasar el torrente. Es la gracia de Dios pegada a mis huesos después de haber amado y haber sido amado. Es esa presencia permanente de Dios la que me cambia por dentro.
Quiero que mi Adviento sea una vivencia profunda que cambie mi vida. De la noche a la luz. Del dolor a la esperanza. En medio de la oscuridad buscando la estrella. En medio la noche encontrando a Dios escondido en mi alma. Un tiempo para tocar a Dios en el camino. En mi camino a Ein-Karem, en mi camino a Belén. Quiero alegrarme con Jesús que camina a mi lado. En esa espera radiante del que no teme el futuro. El Adviento tiene mucho de velar en medio de la noche. Hoy nos dice Jesús: «Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa». Quiere Dios que yo esté atento, despierto, en búsqueda. Pienso en José y en María, caminando hacia Belén. En el cielo lleno de estrellas. La noche tiene algo de intimidad. De soledad. De mirar hacia el propio corazón. De guardar. De mirar al cielo y desear que llegue la luz. De paz. Pienso en esas noches de José y María caminando hacia Belén. De todo lo que hablarían. De sus miradas de complicidad. Ya pasó la noche oscura de José, de dudas, de miedo. El ángel les habló a los dos al corazón. A María sobre Jesús. A José sobre María. Los dos creyeron. Y se pusieron en camino. ¡Cuántos caminos en Adviento! El camino de Dios hasta nosotros. El camino de María hasta Isabel en Ein-Karem. El camino de José y María hasta Belén. El mundo duerme. Nadie sabe nada. Sólo ellos. Han compartido su alegría con Isabel y Zacarías, pero nadie más lo sabe. El Adviento, el primer Adviento, es una noche de camino, de intimidad, de esperanza. A veces pensamos en el Adviento como un tiempo triste, gris y oscuro. Yo pienso que el Adviento es el camino de la alegría. Jesús ya está en el vientre de María. Dios está guardado en la custodia del cuerpo y del alma de María. José los protege. Dios ya está aquí. Aún no ha nacido, pero está en María. Siempre está en María. Por eso me gusta esa noche del Adviento. No es una noche de miedos, de angustia. Es la noche en que las estrellas nos llevan a Belén. Acompañamos a José y María en su intimidad. En su complicidad. En su deseo de escuchar el susurro de Dios. En las caricias a Jesús en el vientre de Ella. Nos ponemos en camino. En vela. Quiero acompañar a José y María en su senda a Belén. Guardar silencio. Rezar más. Contemplar más. Pienso en cómo José contemplaría a María en esos meses de embarazo. Con qué ternura la miraría. Mientras dormía. Mientras caminaba. Me gustaría mirar así a María en este tiempo. Vivir muy cerca de Ella estas semanas en que las velas se van encendiendo en la noche. Una cada semana. Se van abriendo las ventanas del calendario interior. Jesús ya está tocando la tierra en María. Se acerca. Ya está de camino. Y yo le preparo un lugar para que nazca en mí. Dentro de mi alma. Y me abro. Y miro hacia dentro del alma. Y lo espero. Y contemplo a María.
No quiero vivir pensando en el final de los tiempos y buscando señales de Dios que muestren cuándo concluirá todo. No me importa cuándo llegará el final de mi camino. Por eso quiero yo que Dios me regale el don de verlo oculto en los más necesitados, en los más pobres, en los más heridos. Ver a María con Jesús en su vientre en otros. No sólo en los que me son fáciles. No en los que me resultan cercanos. No en aquellos que me tratan bien y me cuidan. No en aquellos con los que estoy en deuda porque me aman mucho. En ellos también. Pero es más fácil. Dios quiere que me detenga en las personas heridas que me resultan difíciles. En aquellos con los que no compartiría mi vida. En las personas que más me cuestan. En ellos comienza el Adviento. En los más necesitados a los que yo no necesito. En ellos acaricio a Jesús en el vientre de María. En ellos camina Jesús vivo en este Adviento, tocando mi tierra. Dios quiere que despierte a la verdadera misericordia en este Adviento. Quiere que lo busque a Él en los más pobres. Como me contaba una persona: «Sé que tengo a Dios muy cerca. Lo veo en mis alumnos, en los vecinos. Él me regala su mirada y le veo a las personas más vulnerables. En mi barrio hay mucha miseria. Y mucho Dios. Me emociono cuando veo a Montse buscando tapones de plástico en los contenedores para ayudar a una niña enferma. No se da cuenta que los pocos tapones que puede juntar no son nada. Pero son mucho. Montse es una chica disminuida que malvive con sus hermanos, también disminuidos». Verlo en esa chica disminuida que apenas sabe vivir sola. Verlo en tantos hombres necesitados que no saben bien lo que les falta. Y me buscan, y me piden. Y yo rehúyo su mirada porque me inquieta. Quiero verlo en tantas personas heridas que buscan caricias de amor en cualquier parte. Decía William Faulkner sobre la búsqueda de amor en el hombre: «No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. Entre el dolor y la nada elijo el dolor». Y comentaba Alex Rovira: «Los seres humanos necesitamos para desarrollarnos ante todo caricias. Caricia entendida no sólo como el contacto de piel con piel. Una caricia es una mirada, es un gesto amable, es una mano en el hombro, es una sonrisa, es una crítica constructiva. Un signo de reconocimiento». Entre el dolor y la nada preferimos el dolor. Cuando no experimentamos caricias positivas buscamos caricias negativas. Mejor eso que la nada. Por eso quiero tocar a Dios en las personas heridas. Acercarme a ellos como José a María en el Adviento. Sobrecogido, emocionado, con infinito respeto. Quiero tocar a Jesús en aquellos que buscan misericordia. Se ha cerrado en Roma una puerta de la misericordia. Se abren infinitas puertas en medio de los hombres. Sé que cuando digo que sí a Dios y lo busco herido, se abre la puerta de mi alma para otros. Es el Adviento un tiempo para agudizar los sentidos, despertar el alma, alertar la mirada, buscar a Dios presente entre mis manos. No quiero vivir aburguesado y cuidado. Aletargado y cansado. Salgo de mí mismo y me pongo en camino hacia los hombres. Tiene algo de acción este tiempo de Adviento. Dejo lo que me ocupa para tener las manos libres y la mirada dispuesta a ver a Dios en todas partes. Y escucho lo que repito en el salmo: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas». Se harán arados de mis espadas. Podaderas de mis lanzas. Viene Dios y yo quiero que cambie mi corazón. Que cambie mi rabia, mi odio, ni dureza, mis espadas y mis lanzas, en arados que hagan brotar la tierra, en podaderas que hagan florecer tantas cosas que llevo dentro. Sigo las sendas de Jesús. Me pongo a buscar sus huellas en las huellas de los hombres. Me agarro de su mano para no perder su ritmo sosteniendo tantas manos. Y me pongo a buscarlo en cualquier persona, en cualquier mirada, en cualquier lugar oculto. En medio de la noche. Quiero encontrarlo en esa miseria que hoy me turba y desconcierta. Encontrarlo en medio de esos ruidos que no me dejan oírlo. Quiero un Adviento cargado de silencios, de paz, de noche, de estrellas. Quiero caminar por los caminos de los pastores que creyeron llenos de inocencia. Quiero vaciar mi alma de tanto orgullo, egoísmo y miedos para abrazar otras almas sedientas. Para que me quepa dentro toda esa sed que hay en el mundo. Quiero que el anhelo de su venida crezca cada día más en mi alma. Sé que Jesús llega para nacer en mi propia carne. Quiero que su misericordia hoy me levante de mi tibieza y me haga ser misericordioso. Quiero que aliente mi alma cansada. Robustezca mis piernas endebles. Quiero que este tiempo de Adviento sean días de soñar más alto sin conformarme con nada. Sin que me baste mi vida mediocre. Llena de seguros que me tranquilizan. Quiero alzar la mirada, perseverar en la entrega. Seguir por los caminos de la mano de José y de María. Con ellos voy seguro. Y Jesús en su vientre. Con la alegría de sentir su presencia en mis manos.
El tiempo de Adviento me invita a prepararme para la llegada de Jesús: «Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre». Quiere que me deje hacer y que esté listo para cuando llegue. No quiere que haga cálculos. Quiere que viva el presente con pasión. Cada día preparado por si viene. Vivir así la vida le da una hondura que a veces desconozco. Vivir en presente. Aquí y ahora. Listo para ponerme en camino cuando llegue el momento. ¿Estoy preparado para cualquier novedad? ¿Estaría preparado para irme ya con el Señor si la muerte me sobreviene? ¿Tengo una lista interminable de cosas por hacer? A veces puedo vivir apegado a mis cosas, a mis planes, a mis bienes, a mi vida, a mi presente. Y no quiero cambios. No estoy listo. No estoy preparado. Pienso en la actitud del que está dispuesto a comenzar a correr cuando le den la salida. Así, con esa tensión del momento. Como José y María con Jesús en ellos. Quiero vivir así. Dispuesto a la acción, a la entrega, al ofrecimiento. No quiero vivir aburguesado ni acomodado. Deseo estar preparado para comenzar. Siempre dispuesto a dar un paso más, a abrir la puerta de mi alma, para salir de mi cueva. Hay personas que viven de teorías. Sueñan, hacen planes. Pero luego la vida les pasa muy cerca y nunca se ponen en camino. Tienen buenos deseos, fantásticas intenciones, pero se quedan dormidos al borde del camino. No quiero ser así. Quiero soñar y hacer, decir y amar. Ponerme en camino y no quedarme quieto. Quiero vivir despierto, atento, en guardia. Como ese centinela que en medio de la noche sueña el amanecer. Me gustan las personas decididas y las personas flexibles. Las que hacen lo que dicen. Y las que están dispuestas a cambiar sus planes para adaptarse a la vida. Me gustaría ser así. Hoy escucho: «Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer». Quiero despertarme del sueño. Quiero ponerme en camino. La salvación está cerca. Jesús viene a mi carne para acelerar esa salvación. Quiero permanecer con la tensión del corredor que sólo espera la señal para comenzar su carrera. Más flexible. Menos rígido. Más ligero. Menos acomodado.
Hoy me invitan a revestirme de Jesús: «La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Vestíos del Señor Jesucristo». Pasa la noche y llega el tiempo de la luz. Quiero ser como una de esas vírgenes que esperan al novio con su lámpara encendida. El fuego en su corazón. La mirada llena de luz. No quiero que se apague el fuego que Jesús ha encendido en mí. Jesús me lo dice: «Estad en vela». Quiero aprender a velar con mi luz encendida. La luz en mi alma. No quiero sembrar oscuridades a mi alrededor. Me gustaría abrir ventanas en las vidas de los hombres. Puertas que les abran un mundo nuevo que colme su esperanza. Hoy se enciende simbólicamente una primera vela del Adviento. Me gusta ese fuego que comienza tímidamente. Luego crece, día a día, semana a semana. Somos hijos de la luz. Esa imagen me da tanta vida. Prefiero la luz a la oscuridad. La vida a la muerte. Estar despierto a estar dormido. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu de Dios debe encender una luz en mi alma. Debemos contemplar el mundo de Dios a la luz de la fe. Si no somos al mismo tiempo maestros de la oración, entonces no podremos transmitirles a los que nos siguen esa gracia divina interna»[2]. Pienso en lo que significa revestirme de Cristo y llenarme de luz. Encender la luz del alma para poder vivir como Él. Revestido de su Espíritu. Necesito la presencia de su Espíritu en mi vida. Lo necesito para cambiar mi forma de vivir. No todo da igual. Es importante cómo vivo, cómo actúo, las consecuencias de mis actos. En cualquier momento puede venir Jesús a buscarme y quiero que me encuentre revestido de Él. No simplemente revestido de formas. Quiero tener el corazón hecho a su medida. Que mire la vida en su verdad. No marcado por mis creencias y mis ideologías. Que sepa distinguir el bien del mal, sobre todo cuando sea sutil la diferencia. Que sepa poner en orden mis prioridades y no considerar importantes las cosas que no lo son. Una nueva forma de mirar, de vivir, de amar. Revestido de Cristo. Me conmueve pensar que Jesús puede hacerlo en la fuerza de su Espíritu. Puede eliminar mis cadenas. Puede dar luz a mi corazón. Para que no viva en las tinieblas, para que no me derrumbe en medio de la oscuridad. Necesito su luz, su paz. Quiero aprender a hacer su voluntad y encontrar su paz. Decía Santa Teresa de Calcuta: «La alegría que busco es sólo agradarle a Él. Soy suya y solamente suya. El resto no me afecta. Puedo pasar sin tener todo lo demás si le tengo a Él»[3]. Esa libertad interior me da luz. La necesito. Esa luz ilumina mis pasos. Pacifica mis ansias y mis egoísmos. Quiero que la luz de Jesús acabe con las penumbras y con las tristezas. La luz de esa primera vela que me revela el camino. Mis prioridades. Lo importante en mi vida. No todo da igual. Mi sí no es indiferente para Dios. Mi sí profundo y libre, firme y arraigado. Quiero un corazón lleno de luz que ilumine la vida de Jesús sufriente. Ese Jesús que vive sin luz en tantos hombres. Turbados por sus pecados. Angustiados por sus miedos. Porque han puesto su seguridad en un mundo cambiante. Y se han olvidado de lo importante. Quiero la luz de Jesús que ilumine mis pasos, mis decisiones, mi amor más hondo y verdadero.
A veces me pongo el mundo por montera y pienso que todo depende de mí. Creo que yo puedo solo, sin Él, sin su presencia. Como leía el otro día: «Ese empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer, por ser... que sólo lleva a clavar la mirada en un espejo en lugar de mirar a Dios. A cargar –heroica e inútilmente–con las limitaciones, empeñándose en corregirlas en lugar de dejar que sea Dios el que sane las heridas y abrace las miserias. Ese empeño por hacerse fuertes en la fortaleza, en lugar de escuchar esa palabra que promete que la fuerza –de Dios–se realiza en la debilidad»[4]. Me doy cuenta de mi debilidad, de lo frágil que soy. El Adviento es un tiempo de fragilidades. Un hombre y una mujer embarazada. Sin medios, sin recursos. Dios nace entre los hombres. Pobre, desnudo. En medio de la debilidad brillan los deseos. ¿Qué desea María? ¿Qué desea José? ¿Cuáles son mis deseos más hondos en este Adviento? Toco mi debilidad y sueño. Jesús tomará mis sueños y los hará suyos. ¿Qué es lo que más deseo? Pienso que estas cuatro semanas de Adviento son un tiempo para mirar hacia mi corazón. Yo no puedo solo con mi carro. No puedo tirar de él yo solo. De mi vida con sus dificultades. Deseo tantas cosas. Sueño. Necesito. Soy mendigo. Necesito que Dios me toque. ¿Qué me viene a mi corazón al comenzar el Adviento? Vienen muchas imágenes. Sueño y deseo. Creo que el Adviento es un tiempo de caminos, de ángeles. De una intimidad en la que el corazón se entrega. Tiempo de noches de dudas y de búsquedas. Tiempo de estrellas que marcan el camino. Tiempo de mula y de buey, de pastores temerosos. Tiempo de José cuidando a María. Es tiempo de miradas y silencios. Tiempo de sueños profundos y verdaderos. Pienso que el Adviento consiste en acompañar a María en su espera. A José en su amor a María. A los dos en su camino. Y dejar que Dios acepte mi debilidad como ofrenda. Mi mayor regalo. Yo solo no puedo. Quiero ir con ellos. Aunque sea de noche. Es una noche de esperanza, de velas, de tantos deseos que ensanchan mi corazón y me hacen pensar que no estoy solo. Quiero vivir estas semanas hablándole a Dios que llega, que viene hasta mí. Ahora camino de noche, con María y José. Llegará la luz. Pero quiero velar. Una sola vela se enciende y revela tanta oscuridad. Tengo que esperar y desear. Eso es el Adviento. No quiero que me pille de sorpresa. Que cuando nazca Dios y lo llene todo yo esté allí con mis manos rotas, con mi herida abierta, vacío de todo, anhelante, feliz. Me pongo en camino. Esa es mi vela. Dios sale a mi encuentro, aquí, en mi vida. Sale cuando Él quiere, donde Él quiere. Es la hora de su abrazo, de mi descanso. De la luz después de tantos pasos tanteando en la noche. La vela del Adviento es la vela de mi esperanza. Todas las promesas, todos los deseos, toda mi sed, tendrá cabida en Jesús, cuando venga, cuando nazca. Quiero mirar mi corazón. Llevo yo el carro solo tantos días. Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien, cargo demasiado. Como una mula. Pienso en la mula que lleva a María. Así quiero ser yo. Todo comienza sobre esa mula. En María. Es mi Adviento. Dios sabe cuáles son mis sueños. Sabe qué es lo que siento y lo que me pesa. Sabe qué aguas corren por dentro de mis mares. Ahí empieza Dios a hacerse carne. Ahí empieza su camino en mi propio camino. Se hace historia en mí. Su historia conmigo, nuestra historia. Él tira del carro. Yo descanso. Me pongo en camino bajo las estrellas, con María y con José. Hacia Belén. Miro a María. Cerca de Ella. Le pido que me enseñe a guardar silencio, a hablarle a Dios en mi corazón, a encender las velas. Necesito a Dios. El mundo necesita a Dios. No necesita palabras de Dios, sino a Él. Y yo, hablo tanto de Él, escribo tanto y quiero tenerlo a mi lado, en mi alma. Pienso en mi deseo. En mi anhelo. Quiero vivir estas semanas deseando, anhelando. Soy hijo del anhelo. Elijo abrir mi corazón. Dios llega para todos. Pero yo elijo. Siempre es así. Él se acerca y llega para todos los hombres. Algunos no lo ven. Lo ignoran. ¿Por qué tengo yo fe y le sigo y otros quieren matar a Dios o lo ignoran? No soy tan distinto de los que no lo siguen, de los que no creen. También en mí anida a veces el odio, la rabia, la ira. Yo elijo. Doy un paso para acogerlo, para recibirlo, para caminar con Él. Para que algo cambie en mí y sea fuente de paz y esperanza. No quiero seguir igual. No quiero ser pagano. Quiero elegir. No quiero que llegue la Navidad y no me haya dado cuenta. Quiero recibir a Dios de nuevo. Me pongo en camino, tal como soy, con mi torpeza y mi corazón herido, con mi vida y mis deseos, con mi fragilidad. Sólo quiero, de nuevo, elegir a Dios. Sólo quiero que mi camino sea hasta Belén. Hasta arrodillarme ante Jesús que me ama tanto y se hace como yo. Con José y María. Necesito que Dios venga y se quede. Necesito que ilumine mi oscuridad y me cambie de nuevo.
Tiene el Adviento mucho de espera y anhelo. Mucho de paz y sosiego. Mucho de alegría y sueños. Mucho de nostalgia y deseo. Porque todavía no tengo lo que sueño, porque todavía no alcanzo lo que persigo. Así es mi vida, incompleta, en búsqueda. Como los caminos de María y José a Ein-karem o a Belén o a Egipto. Trae el Adviento una corriente de aire fresco al alma para que no me estanque. Para que me ponga con prontitud en camino. Es como un despertar a una vida nueva que se me regala para que no me duerma. Una vida que comienza hoy, ahora, en el momento presente en el que digo que sí, que estoy dispuesto a recorrer mil caminos. Es un tiempo de espera y de esperanza. De expectativas concretas. De sueños inmensos. Cuando el mundo no es como yo quisiera y la vida es más pobre de lo que yo deseo. Necesito esa paciencia que normalmente me falta. Quiero preparar el corazón para la vida que comienza entre mis manos rotas. Quiero prepararlo en oración, con calma, sin pausa, de rodillas. Prepararlo para que no llegue Jesús sin que yo lo sepa, cuando menos lo espere y mi alma tal vez no esté bien dispuesta. Me gusta el Adviento lleno de luces y noches oscuras. Del calor de un hogar. Del frío de esas calles vacías. Ese frío de la espera. En medio de esa calma infinita del Niño que nace. Una persona rezaba: «Las estrellas calmas me muestran el amplio horizonte. Y yo sigo soñando. La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan toda mi alma. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito». Anhelo el infinito. Anhelo una vida plena. La oración me sostiene. Cada día. Cada hora. Me gusta el Adviento. Quiero renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba. Tiene algo el Adviento que rompe los límites marcados por mis manos. Cuando me pongo triste, o pierdo la esperanza. Quiero mirar más lejos, más hondo. Quiero creer en esa vida eterna que le da sentido a todo lo que vivo. Se cierran las puertas de la misericordia al comenzar este Adviento. Aún recuerdo cómo se abrían el Adviento pasado. Un año de misericordia. Se abren las puertas de mi alma cargada de misericordia. Y brota ese río de gracias que he podido tocar con mis manos. Se me ha pegado la misericordia al alma, a la mirada. Se me ha quedado en las manos, en la piel. Son vivencias sagradas las que han jalonado este año. Momentos de un Dios que me ama como soy, en mi indigencia. Un Dios misericordia en medio de mi nada. Ahora comienzo el Adviento con el deseo de seguir yo siendo una puerta abierta de misericordia para tantos que buscan posada, un poco de consuelo y algo de esperanza. Para todos los que tienen en su alma un deseo de infinito que nada lo calma. Para todos los heridos por una herida de abandono. Para los que cargan muy dentro una soledad muy honda. Quiero que cada momento de mi vida me deje en el alma profundas vivencias de Dios. Para no olvidarme de lo importante. Decía el P. Kentenich: «Lo que podemos constatar, es que puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en lo Eterno. Por eso, es un hecho que la tendencia a tener vivencias religiosas aparezca como lo más necesario, como el contrapeso que Dios espera y requiere hoy de nosotros»[1]. Necesito arraigarme más en Dios, tocar a Dios, tenerlo sostenido en mi vasija rota, para poder darlo. Tener vivencias de niño abrazado al Dios de misericordia que me abraza y sostiene. Es cierto que no quiero acumular vivencias, pero quiero que mi vida esté marcada de encuentros profundos con Dios. No tengo que buscar grandes vivencias para sobrevivir. No hace falta. Pero sí tengo que cuidar en mi alma las experiencias que he tenido. Para no olvidarlas. Porque son momentos sagrados en los que Dios me abraza. No quiero olvidar este año de la misericordia. No quiero olvidar el amor que Dios me ha dado. El amor que he tocado en otros brazos que han sido conmigo misericordiosos. No quiero olvidarme de tantas veces que mis propias manos han sido fuente de misericordia para otros. Porque es algo sagrado. Es lo que queda en el alma cuando todo ha pasado. Es el agua pegada a mi piel al acabar de pasar el torrente. Es la gracia de Dios pegada a mis huesos después de haber amado y haber sido amado. Es esa presencia permanente de Dios la que me cambia por dentro.
Quiero que mi Adviento sea una vivencia profunda que cambie mi vida. De la noche a la luz. Del dolor a la esperanza. En medio de la oscuridad buscando la estrella. En medio la noche encontrando a Dios escondido en mi alma. Un tiempo para tocar a Dios en el camino. En mi camino a Ein-Karem, en mi camino a Belén. Quiero alegrarme con Jesús que camina a mi lado. En esa espera radiante del que no teme el futuro. El Adviento tiene mucho de velar en medio de la noche. Hoy nos dice Jesús: «Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa». Quiere Dios que yo esté atento, despierto, en búsqueda. Pienso en José y en María, caminando hacia Belén. En el cielo lleno de estrellas. La noche tiene algo de intimidad. De soledad. De mirar hacia el propio corazón. De guardar. De mirar al cielo y desear que llegue la luz. De paz. Pienso en esas noches de José y María caminando hacia Belén. De todo lo que hablarían. De sus miradas de complicidad. Ya pasó la noche oscura de José, de dudas, de miedo. El ángel les habló a los dos al corazón. A María sobre Jesús. A José sobre María. Los dos creyeron. Y se pusieron en camino. ¡Cuántos caminos en Adviento! El camino de Dios hasta nosotros. El camino de María hasta Isabel en Ein-Karem. El camino de José y María hasta Belén. El mundo duerme. Nadie sabe nada. Sólo ellos. Han compartido su alegría con Isabel y Zacarías, pero nadie más lo sabe. El Adviento, el primer Adviento, es una noche de camino, de intimidad, de esperanza. A veces pensamos en el Adviento como un tiempo triste, gris y oscuro. Yo pienso que el Adviento es el camino de la alegría. Jesús ya está en el vientre de María. Dios está guardado en la custodia del cuerpo y del alma de María. José los protege. Dios ya está aquí. Aún no ha nacido, pero está en María. Siempre está en María. Por eso me gusta esa noche del Adviento. No es una noche de miedos, de angustia. Es la noche en que las estrellas nos llevan a Belén. Acompañamos a José y María en su intimidad. En su complicidad. En su deseo de escuchar el susurro de Dios. En las caricias a Jesús en el vientre de Ella. Nos ponemos en camino. En vela. Quiero acompañar a José y María en su senda a Belén. Guardar silencio. Rezar más. Contemplar más. Pienso en cómo José contemplaría a María en esos meses de embarazo. Con qué ternura la miraría. Mientras dormía. Mientras caminaba. Me gustaría mirar así a María en este tiempo. Vivir muy cerca de Ella estas semanas en que las velas se van encendiendo en la noche. Una cada semana. Se van abriendo las ventanas del calendario interior. Jesús ya está tocando la tierra en María. Se acerca. Ya está de camino. Y yo le preparo un lugar para que nazca en mí. Dentro de mi alma. Y me abro. Y miro hacia dentro del alma. Y lo espero. Y contemplo a María.
No quiero vivir pensando en el final de los tiempos y buscando señales de Dios que muestren cuándo concluirá todo. No me importa cuándo llegará el final de mi camino. Por eso quiero yo que Dios me regale el don de verlo oculto en los más necesitados, en los más pobres, en los más heridos. Ver a María con Jesús en su vientre en otros. No sólo en los que me son fáciles. No en los que me resultan cercanos. No en aquellos que me tratan bien y me cuidan. No en aquellos con los que estoy en deuda porque me aman mucho. En ellos también. Pero es más fácil. Dios quiere que me detenga en las personas heridas que me resultan difíciles. En aquellos con los que no compartiría mi vida. En las personas que más me cuestan. En ellos comienza el Adviento. En los más necesitados a los que yo no necesito. En ellos acaricio a Jesús en el vientre de María. En ellos camina Jesús vivo en este Adviento, tocando mi tierra. Dios quiere que despierte a la verdadera misericordia en este Adviento. Quiere que lo busque a Él en los más pobres. Como me contaba una persona: «Sé que tengo a Dios muy cerca. Lo veo en mis alumnos, en los vecinos. Él me regala su mirada y le veo a las personas más vulnerables. En mi barrio hay mucha miseria. Y mucho Dios. Me emociono cuando veo a Montse buscando tapones de plástico en los contenedores para ayudar a una niña enferma. No se da cuenta que los pocos tapones que puede juntar no son nada. Pero son mucho. Montse es una chica disminuida que malvive con sus hermanos, también disminuidos». Verlo en esa chica disminuida que apenas sabe vivir sola. Verlo en tantos hombres necesitados que no saben bien lo que les falta. Y me buscan, y me piden. Y yo rehúyo su mirada porque me inquieta. Quiero verlo en tantas personas heridas que buscan caricias de amor en cualquier parte. Decía William Faulkner sobre la búsqueda de amor en el hombre: «No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. Entre el dolor y la nada elijo el dolor». Y comentaba Alex Rovira: «Los seres humanos necesitamos para desarrollarnos ante todo caricias. Caricia entendida no sólo como el contacto de piel con piel. Una caricia es una mirada, es un gesto amable, es una mano en el hombro, es una sonrisa, es una crítica constructiva. Un signo de reconocimiento». Entre el dolor y la nada preferimos el dolor. Cuando no experimentamos caricias positivas buscamos caricias negativas. Mejor eso que la nada. Por eso quiero tocar a Dios en las personas heridas. Acercarme a ellos como José a María en el Adviento. Sobrecogido, emocionado, con infinito respeto. Quiero tocar a Jesús en aquellos que buscan misericordia. Se ha cerrado en Roma una puerta de la misericordia. Se abren infinitas puertas en medio de los hombres. Sé que cuando digo que sí a Dios y lo busco herido, se abre la puerta de mi alma para otros. Es el Adviento un tiempo para agudizar los sentidos, despertar el alma, alertar la mirada, buscar a Dios presente entre mis manos. No quiero vivir aburguesado y cuidado. Aletargado y cansado. Salgo de mí mismo y me pongo en camino hacia los hombres. Tiene algo de acción este tiempo de Adviento. Dejo lo que me ocupa para tener las manos libres y la mirada dispuesta a ver a Dios en todas partes. Y escucho lo que repito en el salmo: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas». Se harán arados de mis espadas. Podaderas de mis lanzas. Viene Dios y yo quiero que cambie mi corazón. Que cambie mi rabia, mi odio, ni dureza, mis espadas y mis lanzas, en arados que hagan brotar la tierra, en podaderas que hagan florecer tantas cosas que llevo dentro. Sigo las sendas de Jesús. Me pongo a buscar sus huellas en las huellas de los hombres. Me agarro de su mano para no perder su ritmo sosteniendo tantas manos. Y me pongo a buscarlo en cualquier persona, en cualquier mirada, en cualquier lugar oculto. En medio de la noche. Quiero encontrarlo en esa miseria que hoy me turba y desconcierta. Encontrarlo en medio de esos ruidos que no me dejan oírlo. Quiero un Adviento cargado de silencios, de paz, de noche, de estrellas. Quiero caminar por los caminos de los pastores que creyeron llenos de inocencia. Quiero vaciar mi alma de tanto orgullo, egoísmo y miedos para abrazar otras almas sedientas. Para que me quepa dentro toda esa sed que hay en el mundo. Quiero que el anhelo de su venida crezca cada día más en mi alma. Sé que Jesús llega para nacer en mi propia carne. Quiero que su misericordia hoy me levante de mi tibieza y me haga ser misericordioso. Quiero que aliente mi alma cansada. Robustezca mis piernas endebles. Quiero que este tiempo de Adviento sean días de soñar más alto sin conformarme con nada. Sin que me baste mi vida mediocre. Llena de seguros que me tranquilizan. Quiero alzar la mirada, perseverar en la entrega. Seguir por los caminos de la mano de José y de María. Con ellos voy seguro. Y Jesús en su vientre. Con la alegría de sentir su presencia en mis manos.
El tiempo de Adviento me invita a prepararme para la llegada de Jesús: «Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre». Quiere que me deje hacer y que esté listo para cuando llegue. No quiere que haga cálculos. Quiere que viva el presente con pasión. Cada día preparado por si viene. Vivir así la vida le da una hondura que a veces desconozco. Vivir en presente. Aquí y ahora. Listo para ponerme en camino cuando llegue el momento. ¿Estoy preparado para cualquier novedad? ¿Estaría preparado para irme ya con el Señor si la muerte me sobreviene? ¿Tengo una lista interminable de cosas por hacer? A veces puedo vivir apegado a mis cosas, a mis planes, a mis bienes, a mi vida, a mi presente. Y no quiero cambios. No estoy listo. No estoy preparado. Pienso en la actitud del que está dispuesto a comenzar a correr cuando le den la salida. Así, con esa tensión del momento. Como José y María con Jesús en ellos. Quiero vivir así. Dispuesto a la acción, a la entrega, al ofrecimiento. No quiero vivir aburguesado ni acomodado. Deseo estar preparado para comenzar. Siempre dispuesto a dar un paso más, a abrir la puerta de mi alma, para salir de mi cueva. Hay personas que viven de teorías. Sueñan, hacen planes. Pero luego la vida les pasa muy cerca y nunca se ponen en camino. Tienen buenos deseos, fantásticas intenciones, pero se quedan dormidos al borde del camino. No quiero ser así. Quiero soñar y hacer, decir y amar. Ponerme en camino y no quedarme quieto. Quiero vivir despierto, atento, en guardia. Como ese centinela que en medio de la noche sueña el amanecer. Me gustan las personas decididas y las personas flexibles. Las que hacen lo que dicen. Y las que están dispuestas a cambiar sus planes para adaptarse a la vida. Me gustaría ser así. Hoy escucho: «Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer». Quiero despertarme del sueño. Quiero ponerme en camino. La salvación está cerca. Jesús viene a mi carne para acelerar esa salvación. Quiero permanecer con la tensión del corredor que sólo espera la señal para comenzar su carrera. Más flexible. Menos rígido. Más ligero. Menos acomodado.
Hoy me invitan a revestirme de Jesús: «La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Vestíos del Señor Jesucristo». Pasa la noche y llega el tiempo de la luz. Quiero ser como una de esas vírgenes que esperan al novio con su lámpara encendida. El fuego en su corazón. La mirada llena de luz. No quiero que se apague el fuego que Jesús ha encendido en mí. Jesús me lo dice: «Estad en vela». Quiero aprender a velar con mi luz encendida. La luz en mi alma. No quiero sembrar oscuridades a mi alrededor. Me gustaría abrir ventanas en las vidas de los hombres. Puertas que les abran un mundo nuevo que colme su esperanza. Hoy se enciende simbólicamente una primera vela del Adviento. Me gusta ese fuego que comienza tímidamente. Luego crece, día a día, semana a semana. Somos hijos de la luz. Esa imagen me da tanta vida. Prefiero la luz a la oscuridad. La vida a la muerte. Estar despierto a estar dormido. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu de Dios debe encender una luz en mi alma. Debemos contemplar el mundo de Dios a la luz de la fe. Si no somos al mismo tiempo maestros de la oración, entonces no podremos transmitirles a los que nos siguen esa gracia divina interna»[2]. Pienso en lo que significa revestirme de Cristo y llenarme de luz. Encender la luz del alma para poder vivir como Él. Revestido de su Espíritu. Necesito la presencia de su Espíritu en mi vida. Lo necesito para cambiar mi forma de vivir. No todo da igual. Es importante cómo vivo, cómo actúo, las consecuencias de mis actos. En cualquier momento puede venir Jesús a buscarme y quiero que me encuentre revestido de Él. No simplemente revestido de formas. Quiero tener el corazón hecho a su medida. Que mire la vida en su verdad. No marcado por mis creencias y mis ideologías. Que sepa distinguir el bien del mal, sobre todo cuando sea sutil la diferencia. Que sepa poner en orden mis prioridades y no considerar importantes las cosas que no lo son. Una nueva forma de mirar, de vivir, de amar. Revestido de Cristo. Me conmueve pensar que Jesús puede hacerlo en la fuerza de su Espíritu. Puede eliminar mis cadenas. Puede dar luz a mi corazón. Para que no viva en las tinieblas, para que no me derrumbe en medio de la oscuridad. Necesito su luz, su paz. Quiero aprender a hacer su voluntad y encontrar su paz. Decía Santa Teresa de Calcuta: «La alegría que busco es sólo agradarle a Él. Soy suya y solamente suya. El resto no me afecta. Puedo pasar sin tener todo lo demás si le tengo a Él»[3]. Esa libertad interior me da luz. La necesito. Esa luz ilumina mis pasos. Pacifica mis ansias y mis egoísmos. Quiero que la luz de Jesús acabe con las penumbras y con las tristezas. La luz de esa primera vela que me revela el camino. Mis prioridades. Lo importante en mi vida. No todo da igual. Mi sí no es indiferente para Dios. Mi sí profundo y libre, firme y arraigado. Quiero un corazón lleno de luz que ilumine la vida de Jesús sufriente. Ese Jesús que vive sin luz en tantos hombres. Turbados por sus pecados. Angustiados por sus miedos. Porque han puesto su seguridad en un mundo cambiante. Y se han olvidado de lo importante. Quiero la luz de Jesús que ilumine mis pasos, mis decisiones, mi amor más hondo y verdadero.
A veces me pongo el mundo por montera y pienso que todo depende de mí. Creo que yo puedo solo, sin Él, sin su presencia. Como leía el otro día: «Ese empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer, por ser... que sólo lleva a clavar la mirada en un espejo en lugar de mirar a Dios. A cargar –heroica e inútilmente–con las limitaciones, empeñándose en corregirlas en lugar de dejar que sea Dios el que sane las heridas y abrace las miserias. Ese empeño por hacerse fuertes en la fortaleza, en lugar de escuchar esa palabra que promete que la fuerza –de Dios–se realiza en la debilidad»[4]. Me doy cuenta de mi debilidad, de lo frágil que soy. El Adviento es un tiempo de fragilidades. Un hombre y una mujer embarazada. Sin medios, sin recursos. Dios nace entre los hombres. Pobre, desnudo. En medio de la debilidad brillan los deseos. ¿Qué desea María? ¿Qué desea José? ¿Cuáles son mis deseos más hondos en este Adviento? Toco mi debilidad y sueño. Jesús tomará mis sueños y los hará suyos. ¿Qué es lo que más deseo? Pienso que estas cuatro semanas de Adviento son un tiempo para mirar hacia mi corazón. Yo no puedo solo con mi carro. No puedo tirar de él yo solo. De mi vida con sus dificultades. Deseo tantas cosas. Sueño. Necesito. Soy mendigo. Necesito que Dios me toque. ¿Qué me viene a mi corazón al comenzar el Adviento? Vienen muchas imágenes. Sueño y deseo. Creo que el Adviento es un tiempo de caminos, de ángeles. De una intimidad en la que el corazón se entrega. Tiempo de noches de dudas y de búsquedas. Tiempo de estrellas que marcan el camino. Tiempo de mula y de buey, de pastores temerosos. Tiempo de José cuidando a María. Es tiempo de miradas y silencios. Tiempo de sueños profundos y verdaderos. Pienso que el Adviento consiste en acompañar a María en su espera. A José en su amor a María. A los dos en su camino. Y dejar que Dios acepte mi debilidad como ofrenda. Mi mayor regalo. Yo solo no puedo. Quiero ir con ellos. Aunque sea de noche. Es una noche de esperanza, de velas, de tantos deseos que ensanchan mi corazón y me hacen pensar que no estoy solo. Quiero vivir estas semanas hablándole a Dios que llega, que viene hasta mí. Ahora camino de noche, con María y José. Llegará la luz. Pero quiero velar. Una sola vela se enciende y revela tanta oscuridad. Tengo que esperar y desear. Eso es el Adviento. No quiero que me pille de sorpresa. Que cuando nazca Dios y lo llene todo yo esté allí con mis manos rotas, con mi herida abierta, vacío de todo, anhelante, feliz. Me pongo en camino. Esa es mi vela. Dios sale a mi encuentro, aquí, en mi vida. Sale cuando Él quiere, donde Él quiere. Es la hora de su abrazo, de mi descanso. De la luz después de tantos pasos tanteando en la noche. La vela del Adviento es la vela de mi esperanza. Todas las promesas, todos los deseos, toda mi sed, tendrá cabida en Jesús, cuando venga, cuando nazca. Quiero mirar mi corazón. Llevo yo el carro solo tantos días. Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien, cargo demasiado. Como una mula. Pienso en la mula que lleva a María. Así quiero ser yo. Todo comienza sobre esa mula. En María. Es mi Adviento. Dios sabe cuáles son mis sueños. Sabe qué es lo que siento y lo que me pesa. Sabe qué aguas corren por dentro de mis mares. Ahí empieza Dios a hacerse carne. Ahí empieza su camino en mi propio camino. Se hace historia en mí. Su historia conmigo, nuestra historia. Él tira del carro. Yo descanso. Me pongo en camino bajo las estrellas, con María y con José. Hacia Belén. Miro a María. Cerca de Ella. Le pido que me enseñe a guardar silencio, a hablarle a Dios en mi corazón, a encender las velas. Necesito a Dios. El mundo necesita a Dios. No necesita palabras de Dios, sino a Él. Y yo, hablo tanto de Él, escribo tanto y quiero tenerlo a mi lado, en mi alma. Pienso en mi deseo. En mi anhelo. Quiero vivir estas semanas deseando, anhelando. Soy hijo del anhelo. Elijo abrir mi corazón. Dios llega para todos. Pero yo elijo. Siempre es así. Él se acerca y llega para todos los hombres. Algunos no lo ven. Lo ignoran. ¿Por qué tengo yo fe y le sigo y otros quieren matar a Dios o lo ignoran? No soy tan distinto de los que no lo siguen, de los que no creen. También en mí anida a veces el odio, la rabia, la ira. Yo elijo. Doy un paso para acogerlo, para recibirlo, para caminar con Él. Para que algo cambie en mí y sea fuente de paz y esperanza. No quiero seguir igual. No quiero ser pagano. Quiero elegir. No quiero que llegue la Navidad y no me haya dado cuenta. Quiero recibir a Dios de nuevo. Me pongo en camino, tal como soy, con mi torpeza y mi corazón herido, con mi vida y mis deseos, con mi fragilidad. Sólo quiero, de nuevo, elegir a Dios. Sólo quiero que mi camino sea hasta Belén. Hasta arrodillarme ante Jesús que me ama tanto y se hace como yo. Con José y María. Necesito que Dios venga y se quede. Necesito que ilumine mi oscuridad y me cambie de nuevo.
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