Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XXXIII Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Malaquías 3, 19-20a; 2 Tesalonicenses 3, 7-12; Lucas 21, 5-19

 «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»
«Contemplar la vida significa tomarla como es sin querer cambiarla. Sacar su belleza admirando lo que Dios me regala. Estar abierto a lo que recibo, aunque piense que yo lo haría de forma diferente» 
 
Hay una gran diferencia entre observar y contemplar. Con frecuencia observo la vida. Lo que sucede delante de mí. Lo analizo, lo disecciono, y decido lo que está bien y lo que no corresponde. Me indigno con lo que no comparto. Quiero cambiarlo. Me emociono con lo que toca mi alma. Quiero alterar la disposición de las cosas. Eliminar algunas, introducir otras nuevas. Tengo una tendencia natural a observar lo que sucede y después actuar. Miro, pero no contemplo. Me cuesta más estar sencillamente contemplando lo que tengo en frente, admirándome de su belleza, sin hacer nada. El otro día leía: «Si uno observa quiere saber y obtener información. Uno quiere conseguir algo, por ejemplo conocimiento. En cambio el mero contemplar no pretende conseguir nada. La actitud contemplativa nos conduce a una increíble calma. Todo lo que está presente puede estar presente. No necesitamos cambiar nada. Lo dejamos todo como está. Contemplando se llega al amor por lo contemplado. La contemplación es desinteresada y libre de intereses propios. Así, nunca desearíamos que Dios nos observara, pero somos felices cuando nos contempla bondadosamente. En la vida eterna tampoco observaremos a Dios, sino que lo contemplaremos y por eso lo amaremos»[1]. Me gustaría aprender a vivir así. Y sacar paz de todo lo que veo. Detenido ante la vida llenarme de la presencia de Dios. Sé que todo me habla de su amor, de su preocupación por mí. Quiero que Dios me contemple. Quiero contemplar a Dios y saber lo que me está diciendo en medio de mis días. No sólo donde creo que Dios sí me tiene que decir algo. Precisamente el otro día caminando por la calle se me acercó un perro para olerme. Yo me aparté un poco porque me asusté. La chica que lo llevaba atado con una correa, me miró y me dijo: «Hola». Por un momento pensé que la conocía y le respondí: «Hola». La chica joven me dijo: «No soy yo, es el perro el que te dice hola». Me quedé algo confundido. Y le dije hola al perro. Luego me preguntó: « ¿Eres cura?» «Sí», le dije. Entonces, cuando me temía cualquier cosa, me dijo: «Dile a todos que es necesario abrazar. Muchas personas mueren sin ser abrazadas». A veces creo que Dios me va a hablar a través de los santos, a través del Evangelio, a través de escritos piadosos, a través de personas en las que creo y confío. Pero me cuesta pensar que Dios me vaya a hablar de cualquier forma en mitad de la calle. A través de una persona desconocida con un perro. Sin duda esa chica rubia con su perro me dijo algo de Dios ese día. No que los perros dicen hola. Eso no me afecta demasiado. Sino que es necesario abrazar para vivir. Que es verdad que muchas personas mueren sin ser abrazadas. Y es necesario dar abrazos y querer con el alma y con los gestos. Me recordó algo que sé pero que a veces olvido. Que el amor que no se expresa se pierde y la muerte es muy dura cuando nos falta el amor en el camino. Me recordó que tengo que abrazar a las personas a las que quiero, antes de que se vayan. Porque la vida es muy corta. Tengo que abrazar cuando perdono al que me ha hecho daño. Pienso que Dios me habla a través de otras formas de vivir y de pensar, diferentes a las mías. Y que no por ser diferentes tengo que querer cambiarlas. No me habla sólo en aquellos que piensan como yo, en los creyentes, en los que están muy cerca de Dios. A veces me sigue sorprendiendo. Y me habla en lo que no conozco. En lo diferente. En lo que me asusta. En cualquier circunstancia. En cualquier momento. Por eso creo que tengo que aprender a contemplar más la vida. Detenerme y mirar sin querer cambiar nada. Admirarme más, sorprenderme más. Y no querer cambiar inmediatamente lo que no comparto, lo que no me gusta. Tal vez por eso me sorprende encontrar personas muy religiosas que dudan del Papa. No están de acuerdo con sus gestos y no ven en ellos nada profético, ninguna señal de Dios. No les gustan sus opiniones sobre distintos temas. Dudan y les molesta un Papa molesto. Quieren cambiarlo. Les cuesta percibir en sus actitudes una voz de Dios que nos saca a todos de nuestro conformismo. Contemplar la vida significa aprender a tomarla como es sin querer cambiarla. Aprender a sacar su belleza admirando lo que Dios me regala, lo que me muestra, allí donde me habla. Significa estar abierto a lo que recibo de otros, aunque piense que yo lo haría de forma diferente. No importa. Esa tentación la tengo yo mismo cada día. El prejuicio que me hace evitar al que no es como yo, al que actúa de otra forma, al que no piensa como yo pienso. A aquel que me va a sacar de mi esquema, de mi horario, de mis planes. Observo la vida y quiero cambiarla. No escucho. Quiero aprender a contemplar al que me detiene por la calle. Al que me habla cuando yo no le busco. Al que rompe mi camino para sacarme de él. Contemplar la vida y en la vida contemplar a Dios. Es una forma de vivir que quiero aprender cada día. Me cuesta.

Creo que a veces los muros del rencor parecen infranqueables. Las heridas guardadas en el alma duelen y en ocasiones supuran. Cuando menos lo espero salto. Por cualquier cosa. Sangro por la herida. Las palabras nunca dichas me pesan dentro. Las ofensas no reconocidas siguen haciéndome daño. Voy acumulando rencores no perdonados. Decía la Madre Teresa: «El perdón es una decisión, no un sentimiento porque cuando perdonamos no sentimos más ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió». Necesito aprender a perdonar, a los hombres, a Dios, a mí mismo. ¡Cuánto me cuesta dar el paso! Pero sé que no quiero vivir guardando palabras hirientes. Me voy secando en mi dolor, atrapado en mis muros infranqueables. Escucho hablar de muchas heridas antiguas. Yo mismo cargo en mi corazón rencores que desconozco. Y los muros se hacen infranqueables, demasiado altos. No pueden entrar. Me protejo. Y las distancias se vuelven insalvables. Y en su incapacidad de amar el corazón se seca. Como comentaba una persona: «Cuando vi a pocos metros un árbol reseco me sentí profundamente emocionada. Me veía en ese árbol. Me sentía como un tronco seco, sin vida, muerto y destrozado. Al mirar más detenidamente descubrí mucha vida alrededor del árbol seco y estuve allí en paz durante un buen rato»[2]. Contemplo el árbol seco de mi vida. Me detengo ante al muro de mis miedos y rencores. Veo mucha vida en torno a un árbol seco. Mucha vida a pesar de la muerte de mi propio corazón. Creo que necesito mejorar en mis relaciones, en los vínculos que cuido y descuido. Dejar de lado los rencores, sanar los lazos rotos, construir puentes, derribar muros. Quiero construir un muro sólido sobre el que levantar mi vida. Pero no un muro que me separe de nadie. Creo que no hay una relación con los hombres totalmente separada de mi relación con Dios. Ambas están intrínsecamente unidas: «Nos comportamos frente a Dios de la misma manera que tratamos a las personas. El paralelismo es matemáticamente exacto. La relación con nuestros semejantes, que debe equipararse con la relación con Dios, corre también en forma paralela a la relación que tenemos con nosotros mismos. No nos podemos odiar y al mismo tiempo estar dedicados de todo corazón a Dios y al prójimo. Sólo tenemos un corazón con el cual podemos amar a Dios, a los seres humanos y a nosotros mismos»[3]. Sólo tengo un corazón. Para amar a Dios, para amar a los hombres, para amarme a mí. No me vale de nada estar muy bien con Dios en mi mundo particular, en la paz de mi meditación, ante Él, de rodillas, en silencio, solo. No me vale de nada si luego salgo al mundo y vivo en medio de tensiones, de rencores, de manías, de rabias. Protegido entre muros. A la defensiva. Sin amar. No vale de nada ese silencio sagrado que rompo con ira al poco tiempo. Echo a perder la paz que tenía en medio de mi calma con mis juicios y críticas. Es como si mi mundo no tuviera tanto que ver con Dios. Y me quedo pensando. La forma como trato a los demás es igual a la forma como trato a Dios. Y tantas veces me ha parecido que era diferente. Ante Dios me siento comprendido, amado, respetado, enaltecido. Ante los hombres no sucede lo mismo. Creo que tiene que ser distinta mi reacción. Me creo juzgado por ellos. Su forma de comportarse me enerva. Creo que empiezo a comprenderlo poco a poco. La forma como trato a los demás. La forma como me relaciono con aquellos a los que no quiero tanto. Con aquellos que me son más molestos. Con aquellos que no me comprenden, ni me aceptan, ni me alaban. En el fondo es la misma que uso en mi trato con Dios. En Él proyecto mis sinsabores. Vuelco en Él mi rabia. Desprecio a los hombres. Y luego también acabo despreciando a Dios. Mi relación con Dios no puede ser perfecta en medio del caos de mis afectos. Es imposible. Un solo corazón. Eso lo entiendo. Un corazón en el que no puede haber compartimentos estancos. Ahora con Dios estoy bien y le quiero mucho. Ahora con los hombres estoy mal y me alejo construyendo muros. No funciona así en la vida. Todo para Dios. Todo para los hombres. El mismo corazón con sus rencores y heridas, con sus tristezas y sus logros. Con sus muros infranqueables. Con su árbol seco. Quiero aprender a escuchar a los hombres. Quiero aprender a escuchar a Dios. Tal vez por eso me hace bien detenerme a contemplar mi vida. Aprendo a escuchar. Creo que sé escuchar pero no lo consigo tan bien como quisiera. Y surgen nuevas ofensas. Y mis relaciones se enturbian. Con los hombres y también con Dios. Mi entrega a los hombres tiene que ver con mi entrega a Dios. Todo va tan unido. Me quedo tranquilo pensando que puedo hacerlo mucho mejor. Puedo callar. Puedo escuchar. Puedo detenerme con infinito respeto ante la vida de los hombres. Sin invadir su intimidad. Sin romper el velo sagrado que cubre su alma. Puedo hacerlo ante los hombres. Puedo hacerlo ante Dios. Me hace falta guardar más silencio.

María me ayuda a caminar en medio de la vida. Lo sé, lo tengo claro. En las murallas de la villa de Madrid hace muchos siglos escondieron la imagen de María. Almudaina, ciudadela. La escondió una mujer llena de fe y dejó dos velas encendidas para que la velaran. Lo hizo en el interior de un muro. Para que nadie pudiera destruirla. Me gusta esta visión de los muros. No son muros de rencor y de odio. Son muros que protegen y separan. María fue protegida en el muro de la ciudad. Para que no dieran con ella. Para que no destruyeran su imagen. Cuando siglos después fue encontrada Nuestra Señora de la Almudena las velas permanecían encendidas. Las velas fieles en medio de la oscuridad iluminaron a María. Muros que guardan, custodian, protegen. Muros que salvan. En la vida no quiero tener muros de defensa que me alejen de los hombres. Pero quiero ser capaz de guardar lo más sagrado de mi vida entre muros. María me ayuda a guardarme y a entregarme. María guardaba todo en su corazón. Me enseña a guardar lo que he recibido y a abrirme a lo nuevo. El Papa Francisco le pidió dos cosas a los jóvenes en Cracovia: guardar la herencia y ser audaces en la vida y luchar: «No dejen que la vida les ponga muros. Siempre tener el coraje de querer más, con valentía. Pero a la vez no olvidarse de mirar atrás. La herencia que han recibido de sus mayores, de sus abuelos, de sus padres, la herencia de la fe. Esa fe que tienen en sus manos para mirar hacia delante. ¡Juégate la vida! Asume la vida como está y haz el bien a los demás. Hoy se está jugando en el mundo una partida en la que no hay sitio para los suplentes, o juegas de titular, o estás afuera. Toma la memoria recibida, mira el horizonte, y asume la realidad y llévala adelante, hazla fecunda». Los muros que guardan la herencia recibida. Las velas encendidas de mi fe para que no se pierda todo lo que me han dado. La fe guardada. La inocencia cuidada. Vivimos en un mundo en el que todo se expone a la luz de los demás. No nos importa incluso que hablen mal de nosotros. Al menos hablan. Hemos perdido la capacidad de ser reservados. No tenemos pudor. Quiero guardarme más. Y guardar más mi fe como un tesoro entre mis muros. Lo más mío como algo íntimo. Mi nombre, mi llamada. A veces me falta hondura, profundidad. La necesito para poder guardar dentro lo más sagrado, lo más mío. No quiero que entre el viento y apague la llama de mi alma. No deseo que entre la lluvia y anegue mi esperanza. Al mismo tiempo quiero ser valiente. Me lo pide el Papa. Ser audaz y que el fuego de estas velas mantenga encendido mi amor. María me ayuda. Ella no quiere que esta luz desaparezca. Este fuego. Esta esperanza. No quiere que los muros que me guardan me cierren el horizonte. Por eso quiero ser más valiente y mirar lejos. En la Almudena caen los muros y aparece María. En mi casa tengo un muro que con los años ha cedido. Me impresiona. Un muro que parecía alto y firme. Pero el agua y el desgaste han ido destruyendo los cimientos sin que me diera cuenta. Quiero construir un muro firme que sostenga mi fe. Un muro que no deje que se apague el fuego. Un muro que no me aísle del mundo ni socave mi esperanza. Un muro en cuyo interior pueda crecer y ahondar. Y luego quiero ser capaz de alzarme por encima de mis muros. María me ayuda. Decía el P. Kentenich: «Si nos esforzamos en regalar a María nuestra alma y la de aquellos que nos fueron confiados, si nos empeñamos en vincularnos a Ella, ¿qué sucederá?, ¿acaso no hemos escuchado que el amor posee una fuerza asemejadora y unitiva? No podemos amar a María sin hacernos semejantes a Ella. He aquí la psicología del amor, en este caso, del amor a María: amar a María significa asemejarse a Ella. En virtud de su intercesión y también del crecimiento del amor filial en nosotros, Ella pone en nosotros los cimientos de una profunda infancia espiritual»[4]. María levanta los cimientos de mi ser niño. No deja que me vuelva rígido y duro. No deja que me seque. Mantiene en mi alma la confianza inocente de los niños. El fuego del primer amor. Me hace dócil al querer de Dios, como lo fue Ella. De su mano me adentro en Jesús. Me hace confiar en medio de la tormenta. Y logra que sujete la mano de Dios como los niños. Colgado de la mano de María llego al Padre. Él me muestra el horizonte amplio. Todo lo hace María cuando le abro el corazón. Cuando derribo mis muros para que Ella entre e ilumine mi alma con su luz. Cuando dejo que en sus manos mi vida camine los pasos de Jesús. Es lo que hace el amor. Me hace amante. Me hace luz para otros. Me hace capaz de llevar vida y luz allí donde Dios me pida. Mi amor me asemeja a quien amo. Me asemeja a María cuando la amo y me dejo amar por Ella. Me envía al mundo que necesita mi luz y mi esperanza.

Me gustan las cosas bellas. Como a esos judíos que se alegraban con la belleza del tiempo: «En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos». Me detengo espontáneamente ante la belleza. Me gusta esa belleza que hoy es y mañana desaparece. Es verdad. La belleza visible en las flores, en los bosques, en la naturaleza. Me gusta detenerme y contemplar el balanceo de las ramas de los árboles mecidos por el viento. La belleza de las aguas del río, del mar, de una fuente. La belleza de las obras de arte que me conmueven. Porque un pincel, una mano, una mirada, supieron reflejar de forma visible una belleza que me habla, no sé cómo, de la belleza eterna. Esa belleza temporal me conmueve. La belleza humana. De los hombres en sus aspecto físico, en su alma bella. La belleza ya madura. La belleza joven. Me impresiona esa belleza temporal y eterna al mismo tiempo. Lleva en sí guardada la semilla de lo eterno, que se mantendrá más allá del tiempo. Por eso me detengo en lo pasajero. Calmo el alma mirando la belleza hoy. Sé que no importa tanto, porque es pasajera. Pero esa belleza del momento, del instante, del aquí y el ahora, me llena de infinito. De una presencia divina que calma mi sed, por un momento. A veces corro el riesgo de dejar pasar de largo la belleza eterna mirando lo caduco. Y me quedo absorto contemplando las hojas caídas del otoño. No fijo mi mirada en las que permanecen. No le doy tanto valor a su perseverancia. Valoro más esas hojas que se han teñido de rojo antes de caer sin vida. Me parecen tal vez más heroicas, más valientes, más audaces. Y me olvido de lo eterno. Quiero aprender a ver lo eterno escondido en lo caduco. Lo que permanece en lo que deja de existir. Quiero mirar en lo profundo salvando la apariencia. Con ojos más hondos. No quiero quedarme sólo en la superficie de las cosas. Quiero descubrir la belleza en la persona amada. Su belleza oculta, su belleza en forma de semilla aún por germinar. Quiero calar hondo. Tocar lo más profundo. Quiero sufrir cuando la belleza aparente del momento caduque ante mis ojos. Y elevarme entonces. No quiero quedarme en la superficie de las cosas. En su belleza caduca. Miro más hondo la belleza oculta. Entre los muros. En lo escondido. Hay personas, lo sé, que tienen el don de ver la belleza escondida en las almas. No se quedan en su aspecto, no les detienen sus prejuicios. Se adentran sin miedo superando sus recelos. Cavan hondo y encuentran la belleza oculta. Dos velas iluminan lo más bello. Oculto para los hombres que se conforman con lo que vaga por la superficie. Quiero tener ese don, esa mirada profunda. Para no contentarme con lo que no llena mi alma. Para saber ver a Dios en lo no aparente. Para ver la luz entre las sombras. Y descubrir a Dios entre mis manos mortales. Es tan sencillo en teoría. Pero yo me quedo con frecuencia atado a lo que muere. Sostenido en lo que no perdura. Y no soy capaz de ver lo bello eterno. Lo que sólo Dios percibe.

A veces busco señales evidentes que me den tranquilidad. Busco profetas que me hablen del futuro: «Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Él contestó: - Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: - Yo soy, o bien: - El momento está cerca; no vayáis tras ellos». Busco señales que me indiquen cuándo va a llegar el final. Busco certezas que me digan dónde está Dios, de qué forma se manifiesta, en qué momento va a aparecer. Busco lo extraordinario, lo nuevo. Busco experiencias que me muestren cómo tengo que comportarme. Debo reconocer que me afectan el odio y la muerte, las guerras y las injusticias. Y me duele este mundo enfermo que no tiene un rumbo claro. Veo el mal por tantas partes. La ira y la destrucción. Me cuesta no poder calmar la sed de tantos. No logro traer la paz que necesitan. Me da pena poder hacer tan poco por los hombres. No me gustan las persecuciones, ni el odio, ni el rechazo. No me gusta la muerte ni tener que defenderme. Me turba el mal, la guerra, el odio. Sé que Dios está detrás de todo, sosteniendo mi cruz. Sé que no me manda males para educar mi corazón. Lo sé. Como me decía una persona: «Esto no es el cole». No quiere educar mi corazón frágil a fuerza de golpes. No quiere hacerme madurar en medio de una lluvia de males que me envía con mirada dura de educador. No lo veo así. No me observa para cambiarme. Me contempla conmovido, enamorado. Es cierto que veo el mal a mi alrededor. Pero sé que en la persecución Él estará conmigo. Eso me sostiene siempre. No quiere mi mal. No desea mi muerte. Quiere que viva, que tenga luz. Quiere que siembre luz con mi vida en medio de la noche. No está tan próximo el final como para que yo lo pueda ver. Eso lo creo. No me preocupa. Pero sí quiero traer paz y dar luz. Y hacer comprender al hombre que en su dolor Él está presente y consuela. Leía el otro día: «Estar delante de la cruz es sin duda difícil. Pero sufres mucho más si no la quieres y al final te verás obligado a llevarla a la fuerza»[5]. Quiero mirar mi vida con su cruz y besarla. Aceptar mi dolor. No quiero buscar señales extraordinarias que me den paz. En mi cruz, en mi dolor, está Jesús. Beso mi cruz al besar a Jesús. Beso su cruz y comprendo que Él me sostendrá siempre. Dejo de buscar entonces señales especiales. La única señal de Jesús es su muerte y resurrección. Eso me basta. No necesito nada más para seguir caminando. Me gustaría vivir lo que decía el P. Kentenich: «Mi preocupación más grande debe ser vivir infinitamente despreocupado cada segundo y momento de mi vida. Hago lo que está en mis manos hacer»[6]. En medio de la cruz y el dolor confiar como los niños. No quiero señales especiales de su amor. Quiero sólo besar esa cruz. Besarlo a Él en mi cruz. Y vivir despreocupado. Me parece imposible porque me preocupo siempre por adelantado. Previvo lo que viene y tiemblo. Quiero un corazón nuevo que me permita confiar.

A veces tengo miedo al futuro. Al fin del mundo. Me asusta que sucedan cosas que rompan con mi seguridad de hoy. Cosas que parecen inamovibles y eternas. No puedo controlar lo que va a suceder. A veces vivo como si sólo existiese el hoy. Y tengo miedo de perder lo que hoy retengo. Y tiemblo. Pienso en los judíos de la época de Jesús. Su vida era el templo. Si se destruía el templo se quedaban sin nada. Hoy Jesús les dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». Yo pienso a veces en lo que sería mi vida si perdiera lo que amo. Si perdiera el lugar que me da estabilidad. Las personas que me aman. Aquellos a los que amo. El estilo de vida que tengo. Si perdiera las facultades que me parecen imprescindibles. Si cambiara mi vida en la tierra como la conozco ahora. A veces vivo el hoy como si no existiese nada más. Y tiemblo ante el futuro. Ante la incertidumbre. Ante el no saber. Me cuestan estas palabras del final de los tiempos, me turban. No me gusta el lenguaje apocalíptico, me inquieta, me hace pensar en cosas que se me escapan. No me gustan los espantos ni los signos del cielo de los que me hablan los textos apocalípticos. Como si el final fuera inminente. Sé que hay muchos signos de muerte. Seguro que también hubo épocas como esta. Hoy se habla mucho de ese final. Ponen fecha a la vida en la tierra. Es cierto que a mí no me preocupa en exceso. No quiero saber ni el día ni la hora. No quiero conocer lo que viene. No lo necesito. Pero tiemblo al no poder retener con mis manos nada de lo que hoy parece seguro. Tal vez me falta confianza en el amor de Dios en medio de la vida. Él nunca ha dejado de cumplir su promesa de estar a mi lado cada día. Así será toda mi vida, pase lo que pase, hasta el cielo. Hoy Jesús me lo repite y me habla al corazón. Me pide que no me turbe, que no tenga miedo: «Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico». Sabe de mis miedos. Sabe que muchos se dedican a predecir lo que será. Sabe cómo me ato a las cosas, y me asusto ante lo que desconozco. Porque amo. Porque soy limitado en el tiempo y en el espacio. Porque echo raíces y construyo muros firmes. Dios se encarnó dentro de esos límites en Jesús. Eso me conmueve siempre. No hay amor más grande que ese amor que quiso hacerse limitado. Jesús hoy me habla al corazón. Y me dice lo más importante de mi vida. Que va a estar conmigo. Él conoce mis dudas. Conoce mi inseguridad ante el futuro. El miedo a perder. La angustia al pensar que todo puede cambiar. Él sólo me dice que, en medio de la tormenta, vendrá hacía mí. Vendrá cada día. Me cuidará. Hablará por mí cuando no sepa qué decir. Se meterá en mi corazón para calmar la mar agitada. Sólo me pide que me fíe. Que lo espere a Él. Que no haga caso de quien me inquieta con profecías o señales asombrosas. Él siempre llegará en lo más sencillo y cotidiano. En lo más humano. En mi historia. En mis amores. El miedo y la confianza se alían. Y el miedo entonces se hace más pequeño. Me gusta tener miedo para poder decirle a Dios que temo. Pero, por encima de mis miedos, vence mi confianza. Jesús calma el mar y el viento. Quiero navegar con Jesús. ¿Cuáles son mis miedos respecto al futuro? Quiero contárselos al Señor. Decirle que este soy yo. Que soy así, de barro. Me gustaría controlarlo todo, es verdad. Pero creo que es mejor no controlar nada y fiarme totalmente. Así podré vivir en reposo siempre. El que ama tiene miedo a perder lo que ama. Por eso hay personas que no se entregan. Construyen muros de defensa. Yo prefiero tener miedos. Ser frágil y decirle a Jesús que se lo entrego todo. Que sé que va conmigo, a mi lado. Que mis apegos me importan. Que los necesito. Y confío. Porque Él me cuidará en la calma y en la tormenta. Bajo el cielo azul, bajo el cielo gris. Cada día. Eso lo creo por encima de todo. Tengo al Señor en mis manos cada día. Lo toco. Los judíos pensarían que el mundo se acabaría si se destruía el templo. Y Jesús habla de un templo más hermoso. No por fuera, sino por dentro. El nuestro. Donde Dios habita y nada puede tocarlo. Su propio cuerpo que se rompió por mí. En realidad, Jesús habla de un nuevo comienzo, de un nuevo camino mucho más grande. A veces algo se rompe para poder descubrir algo más bello. ¿Cuál es mi miedo? ¿Cuál es mi confianza en Dios? ¿Me creo cualquier cosa que me agita el corazón, cualquier palabra que me dicen de angustia? ¿O yo espero en el Señor, que me ha prometido que camina a mi lado? Le pido a Dios que me ayude a vivir a fondo mi hoy. Porque Él estáen mi realidad. No en mis teorías. Le pido que tome mis miedos. En Él descanso. Me fío.

Quiero aprender a perseverar en mi vida. Me cuesta esa perseverancia que hoy me pide Jesús: «Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Quiero ser capaz de perseverar hasta el final y confiar. Quiero lograrlo pero me cuesta. Perseverar en mi fe, en mi entrega. Fiel a mí mismo, a mi vocación, a lo que ha sembrado Jesús en mi alma. Fiel a mis amistades, a las personas que me confía. Es frágil mi voluntad. Quiero aprender a seguir caminando en medio de las dificultades. Y confiar que Dios vela por mí y tiene contados todos los pelos de mi cabeza. Eso me alivia. En medio de tantas palabras de muerte y persecución es una corriente de aire fresco. Quiero ser fiel a mi camino. Perseverar haciendo lo mismo, pero haciéndolo siempre de forma nueva. Perseverar en el camino que recorro, pero encontrando que siempre es diferente. Perseverar en mi estilo de vida, sin temer hacer siempre lo mismo. Mantenerme en fidelidad. El cansancio a veces me puede hace desear cambiar. Y a lo mejor no lo quiere Dios. Quiere que sea fiel, que me mantenga. Sin hacer cosas nuevas. Aunque me pueda resultar más atractivo lo nuevo, lo que nunca he hecho. Quiero aprender a ser constante en lo de siempre. A veces el deseo de cambiar es una tentación. Cambiar las cosas, cambiar de vida, cambiar de camino, de lugares, de personas. La Madre Teresa es un reflejo de esa fidelidad que Dios me pide. Ella buscó al Dios de la consolación, más que la consolación de Dios. Muchas veces me resisto a estar con Dios en la tribulación. Prefiero buscarlo en la paz, en el descanso a su lado, en las experiencias fuertes de Dios que me consuelan. Y me cuesta ver que está en mi hastío, en mi vida como es. En la rutina. Busco estar tranquilo sin cruz. Porque la cruz me pesa demasiado. La Madre Teresa perseveró en la oscuridad de la fe. En el vacío de la oración. Cuando el corazón estaba seco. Ahí perseveró y se mantuvo fiel. Se dejó tocar. No había recompensa emocional. No había luz. Salió a servir a Jesús vivo en el pobre y fue fiel en la certeza de esa llamada. Esa perseverancia es la que le dio fuerza. Dijo que era igual la adoración ante Jesús presente y la oración sirviendo en el pobre. El pobre me da poco aparentemente. Pero ahí está Cristo necesitado. Decía: «Jesús se disfraza en la eucaristía y en el pobre». Quiero ser fiel aunque cambien mi vida y sus circunstancias. Esa fidelidad es un don que le pido a Dios cada mañana. Perseverar sin bajarme de la cruz, sin eludir las dificultades. Perseverar en la noche. Perseverar en la cruz y en el dolor. Pero perseverar tomándome en serio mi vida. No pasando por la vida sin comprometerme del todo. No pretendo vivir sin apegos para no ser necesitado. No, soy fiel a mí mismo, a mi corazón, a mi anhelo de raíces.
 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36
[3] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65
[6] J. Kentenich, Niños ante Dios
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