Un día cualquiera (4)
Y, claro, como es lógico y natural, según expresión extraña de mi tio –porque lo natural y lo lógico sólo coinciden a veces, pocas-, como es lógico, pues, digo, los niños se arremolinan alrededor de la mesa y reclaman el Colacao y los bizcochos del horno del pueblo, que los llaman “melindros”, cien años de tradición panadera, y los mojan en la leche marrón y salpican en la mesa y gritan y todo eso que hacen los niños. Y mi mujer ya no se enfada, sino que trae más bizcochos y friega un poco la mesa y reconviene a los niños con ternura. Y no hacen caso.
Me tomó otro té. Le hago carantoñas a mi nieto, que está sentado en el cochecito. Yo quiero que le de una calada al pitillo pero mi hija no me deja y dice que soy un animal. También dice que tiene que ir a comprar y que si puedo pasear al niño alrededor de la terraza, que a ver si se duerme, que ha pasado mala noche, ella y el niño, se entiende.
Uno no tiene mucha elección, no tiene apenas ninguna, claro, y dice que sí. Y se levanta y sale a la terraza que circunda la casa y que está cubierta solo en la fachada sur, por donde pasa el sol, perezoso, durante todo el día. El sol se demora en verano, como si no tuviera prisa. Ahora empieza a sobresalir un poco, por encima de los pinos del bosquecillo, y es bonito porque sus pinceladas de luz alcanzan de lleno a las cumbres de la montaña mágica y la esculpen de nuevo, como cada día, y brotan de la piedra las viejas formas, nuevas, ya digo, pulidas de oro y gris, pero cada vez menos gris y más azul porque el amarillo y el azul son complementarios y el Artista sabe componer y exagera los contrastes, qué preciosidad.
Doy vueltas a la casa, lento como si fuese en procesión, y en verdad que voy, porque llevo a un niño, y son todos los niños el Niño. Camino despacio por la fachada norte, donde están las hortensias en todo su esplendor rosáceo y violeta y verde, muy verde. Haces de sol, de luz amarilla, se escapan de los pinos, por encima del suelo naranja de agujas secas –ese olor a pino- y acarician a las hortensias y a mí también y al niño, y tengo que ajustar un poco la capota del cochecito para que el pequeño no se deslumbre y se despierte. Entonces camino aún más despacio y me doy cuenta de que mis pasos no son como los que ha descrito Maribel. Esos eran pasos pesados y sonoros, cansinos, pasos secos en la noche húmeda. Pasos misteriosos que quizá procedan también de la montaña serrada y mágica, y de las nieblas del río, aunque espero que no tengan relación con los vientos endemoniados.
Y ahora un ruido.
Cristales rotos. ¿Qué ha sido eso?
Se ha caído el cuadro de la familia. El cuadro que está al pie de la escalera que sube al segundo piso. Estaba bien colgado, ¿no? Sí, estaba bien colgado. ¿Por qué se ha caído? No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? La familia por el suelo, trozos innumerables de cristal o de vidrio. Y el gancho del que pendía el cuadro sigue firme allí arriba. No lo entiendo: el clavo ese sigue ahí. ¿Cómo ha caído? No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? Menos mal que el niño duerme. Mi mujer barre los restos y me mira. No lo sé. Un accidente. Estas cosas pasan. No hay que darles mucha importancia. Y no se la doy y vuelvo con el niño. Y retomo el paseo alrededor de la casa. Run, run, run, run. Hola, señor olivo. Este es un olivo joven, de mediana edad, que no me hace mucho caso, está en sus asuntos con el romero y el amarillo de la genista, qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo. Y al lado del olivo está el macetero de piedra esculpido con escenas de la Anunciación y de la Navidad. Y me gusta, aunque sea verano, porque voy con un niño que es El Niño, también, ya lo he dicho. Y luego porque la Navidad no tiene estación, ni es fría en todo el mundo, y hay quien la celebra a pleno sol en otros hemisferios. Y yo la celebro así, aquí, ahora. El Niño de piedra me bendice con dos deditos. Amén, amén.
Los niños han salido como cohetes de feria y han bajado al jardín y molestan a la perra y agarran una pelota y se ponen a jugar dando gritos, que es lo que hacen los niños cuando juegan, porque los niños no saben jugar en silencio, como quieren los mayores. Si jugaran en silencio, no serían niños, y esto lo sabe cualquiera que tenga niños, y aunque no los tenga también lo sabe, porque los sufre en forma de sobrinos o de amiguitos de los sobrinos o en cualquier otra de las muchas formas en que se manifiesta la infancia. O sea, que los niños corren dando voces detrás de la pelota. Y las mariposas también corren por el aire, nerviosas –las mariposas siempre parece que están nerviosas-; y la libélula da vueltas alrededor de la piscina, giros metódicos y mecánicos, como de helicóptero, que es como llaman los niños a las libélulas. Están las moscas y los moscones y los tábanos, y antes por aquí, debajo de las piedras, había escorpiones y serpientes, pero creo que ya no, porque hace mucho que no veo escorpiones ni serpientes. La última serpiente que ví, hace algún tiempo, estaba partida en dos del hachazo que le propinó mi abuela. Mi abuela solo iba con el hacha en la mano para podar árboles y matar serpientes. Mi abuelo, e.p.d., también iba con el hacha y cortaba las ramas bajas de los frutales y las vendaba con mantas. Es que las ramas bajas de los frutales le daban en la calva y el abuelo gritaba como un poseso y le daba hachazos al peral y al cerezo y al limonero y a todo frutal agresivo que tuviese a la vista. Era un jardín de árboles tullidos y vendados. Un jardín doliente y estrafalario. Pero esto son cosas del pasado. Lo de la serpiente es más reciente, me gustan los ripios; tan reciente, sí, como aquello de la lechuza, que daba mucho miedo. Como las pisadas en la noche.
Se lo voy a contar porque el niño está muy dormido y yo me he cansado de dar vueltas con el cochecito.
Pues era una vez que llegamos tarde de la cena y aparqué el coche abajo, junto a la verja del jardín y del bosque. Y cuando bajamos del coche se oyó un jadeo profundo, como la respiración de un ser monstruoso. O de un borracho. Un jadeo rítmico y tétrico, un estertor, una agonía. Y cuando subimos deprisa las escaleras se hizo más rápida y más presente aquella respiración, pero no vimos ser humano alguno por los alrededores. No había luna. Y dejé en la casa a mi mujer y salí con el viejo Remington y me acerqué a la verja y me asomé al bosque. Y grité un grito de amenaza. Y se hizo el silencio.
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