Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XXXI Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Sabiduría 11, 22-12, 2; 2 Tesalonicenses 1, 11-2, 2; Lucas 19, 1-10

«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido»
«El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo puede esperar misericordia. No busca el reconocimiento, ni la alabanza, sólo la mirada llena de misericordia del Padre al final del camino»
 
Creo que el camino de Dios para mí se va haciendo de su mano. Paso a paso. A mi lado. No creo en las cosas rígidas, en las huellas únicas. No creo en las verdades impuestas por decreto. En las ideas metidas en mi alma sin que yo me dé cuenta. No pretendo imponer nada a nadie. Tampoco a mí mismo. A veces me parece mejor el control que la confianza, es verdad. La seguridad antes que el riesgo. Pero me da miedo esa rigidez que pretendo con mis manos. Es como si me gustara demasiado marcar, crear corrientes de opinión, influir con mi pensamiento. Y a veces busco desautorizar al que piensa distinto, al que no comulga con mi credo. Busco sin quererlo un pensamiento único, el mío, el que a mí me convence. Me fijo en la pureza de la interpretación correcta. Lo que debe ser. Lo que todos deben pensar para no vivir equivocados. Me da miedo caer en esta rigidez y temer yo la libertad que aprendí en el Santuario, de la mano de María. Necesito aprender a aceptar los errores, a convivir con la imperfección, a acompañar los procesos. Con paciencia, con respeto. Cuando no todo sale perfecto. Dejar de lado mi miedo al fracaso, al olvido. Ese miedo que tengo cuando me inquieta en exceso que no todos piensen lo correcto. Me da miedo que se licúe mi fe, mi forma de entender la vida. Me asusta perder el fuego del amor de Dios que mueve mis pasos y alza mi voz. Me da miedo perder la fuerza de ese Espíritu que me hace flexible, de ese fuego que me quema por dentro y me llena de vida. No quiero volverme rígido, ni tampoco frío. Me gustan las palabras del Papa Francisco: «La rigidez no es un don de Dios. La mansedumbre sí, la bondad sí. La benevolencia, sí, el perdón sí. Pero la rigidez no. Tras la rigidez hay algo siempre escondido. A veces incluso una doble vida, incluso algo de enfermedad. ¡Cuánto sufren los rígidos cuando son sinceros y se dan cuenta de esto!». No quiero ser rígido en mis pensamientos, en mi forma de ver la vida. No quiero ser rígido en mi amor, en mi entrega. Me gusta la flexibilidad del que ama con toda el alma, libremente. Del que no es esclavo de otros. Del que no busca siempre la aprobación del mundo. Aquel que no tiene miedo ni a los hombres, ni al futuro. Sé que cuando me vuelvo rígido no todo me parece correcto. Sobre todo cuando alguien expresa una opinión diferente a la mía. Me pongo nervioso. Como si tuviera miedo de perder yo algo. Mi propia seguridad, mi propio lugar en el plano del mundo. Temo pensar yo de otra forma. O que la verdad en la que creo quede desvirtuada. O que la verdad de los otros tenga más fuerza que la mía. Sé que Jesús es mi verdad. Eso lo tengo claro. Por Él sí estoy dispuesto a dar mi vida. Eso me lo repito cada mañana para no olvidarlo. Porque sé que dar la vida no deber ser sencillo. No quiero pensar que con cumplir ciertas cosas, con pensar de una determinada manera, todo está resuelto. No me quedo tranquilo. La vida de Jesús me parece poco rígida. Tal vez demasiado flexible para mi alma que tiende a la comodidad. Él no tenía horarios marcados. Ni caminos definidos. No obedecía a la norma de lo razonable. No todo lo que hacía era aplaudido por todos los que lo seguían. Tanta flexibilidad me incomoda. Y eso que me gustan las personas flexibles. Porque me ayudan a superar mi rigidez, mis formas, mis maneras de hacer las cosas. Me obligan a romper mis esquemas. Me sacan de mi aridez y me abren un horizonte nuevo. Pero que me rompan mi comodidad como lo hace Jesús, me cuesta. Me gusta tener toda mi vida por hacer. Todo por delante. Aunque me queden menos años. Sé que ahora y siempre Dios me va modelando. Reblandece con su espíritu mi alma dura. Por eso sé que tengo que dejarme llenar de su Espíritu. Para ser más manso, más bueno, más humilde, más misericordioso. Para tener más fuego dentro del alma. ¡Me parece tan difícil! Quiero las cosas de una determinada manera y me frustro con pena cuando no son como yo quiero. Cuando no todos lo ven como yo. Me choco de nuevo con mi rigidez. Permanezco atado a mi esquema maravilloso. Inventándome una forma de entender la vida. Incapaz de ver la belleza de otros caminos. No me dejo sorprender. Quiero tener yo todas las claves. Las respuestas. Las formas correctas de inventar la vida. Y me rompo en mi vieja forma de vivir. Quiero entender que «en el ejercicio espiritual tan esencial es la flexibilidad como la disciplina»[1]. Parece sencillo. Pero no me dejo. Me ato. Me vuelvo rígido y juzgo al que no piensa como yo. Al que no vive como yo.

Creo tener bastante claro que sólo a través de lo humano puedo llegar al mundo de Dios. Al menos es lo que yo he vivido. Lo he aprendido en la vida. Ha sido así a lo largo de mi historia. Es mi certeza más valiosa. Mis vínculos humanos me han adentrado en el mundo de Dios. Una palabra, una invitación a comer en mi casa, una amistad, un camino común. Las cosas y los hombres. Sé que no puedo esclavizarme en el mundo. Pero tampoco puedo evadirme de mi realidad. Son cuerdas que Dios me lanza. Decía el P. Kentenich: «Las cosas nos deben vincular. Imaginemos que Dios haga bajar del cielo una cuerda. Nos debemos agarrar fuertemente a esa cuerda. Dios tira la cuerda para que podamos llegar al corazón de la Santísima Trinidad. Así, deben considerar todas las cosas: la naturaleza, la comida, la bebida, todo lo que vemos como creación; debemos vincularnos de modo orgánico a todo y entonces ir al más allá. Por tanto, ¿puedo disfrutar de las cosas? ¡Sin duda! Es un vincularse, pero también un elevarse, un estar siendo elevado a lo alto, al seno del Padre»[2]. Quiero vivir con pasión esta vida, este mundo. Las cosas que me lanza Dios como cuerdas que suben hasta Él. El otro día me decía una persona: «No podemos ver en el mundo sólo cosas malas. No todo lo que viene del mundo es malo, es una carencia, o es algo oscuro. Hay muchos desafíos en el mundo que se nos regala». Y tenía razón. Soy del mundo. He nacido en el mundo. En el mundo he echado raíces. He amado. He sido herido. Hay gracia y pecado. Maldad y bondad. Luz y sombras. Dios tiende cuerdas que cuelgan desde el cielo y tocan lo más hondo de la tierra. Decía el P. Kentenich: «Nosotros no acentuamos solamente el alejamiento del mundo, sino también una apertura al mundo. El buen Dios ha creado las cosas y las ha dejado como una cuerda que cuelga desde Él hacia abajo. Por tanto, según la ley de la transferencia y de la transposición orgánica, debemos vincularnos a las cosas y a las criaturas»[3]. El mundo me interpela. Me exige. Me anima a cambiar, a soñar, a luchar. Amo el mundo y quiero cambiar este mundo. Mi mundo, mi vida. Sufro en la tierra que piso, en los mares que navego. Anhelo el cielo con los pies en la tierra. Quiero un mundo más justo, más puro, más feliz, más pacífico. Soy de carne. Experimento mi debilidad. Sufro y deseo. Sueño y espero. Amo y soy amado. El mundo y los hombres me pueden llevar a Dios. También me pueden alejar de Él si me ato al mundo. Lo sé. Lo he vivido. Pero en el mundo concreto que habito está viva la voz de Dios invitándome a dar la vida, a cambiar la realidad con mi entrega. La misionera Victoria Braquehais decía: «Yo no lo sabía y África me va educando el corazón. A cada uno en su lugar. He descubierto la humanidad de Jesús. El amor en lo concreto. Allí todo es concreto. Es el misterio de la encarnación. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. El amor a la vida. En África vales por lo que eres, no por lo que tienes, el amor en lo pequeño». Sé que no tengo que ir a África para tocar el amor humano de Dios en lo pequeño. Me basta con mirar a mi alrededor, con alargar la mano, con tocar mi vida. Me habla en lo concreto de mi camino. Allí donde yo tantas veces no lo encuentro. Porque estoy ciego. Pero sé que el mundo es camino de salvación para mí. Es verdad, también lo sé, a veces el mundo me aleja de Dios. El mundo y mis vínculos humanos pueden apartarme de su amor. Puedo dejar de verlo a Él cuando me han fallado las ataduras humanas. Cuando sin yo quererlo se ha roto la cuerda que me conducía al corazón del Padre. Un error. Un desengaño. Un desamor. Una mentira. Una desilusión. Un rechazo. La delgada cuerda que me llevaba al cielo queda rota de repente. Rota como yo mismo, caído en el suelo, herido por la vida, por los hombres, por el mundo. Dejo entonces de ver a Dios en el dolor, en el desengaño y pierdo la esperanza. No subo más alto. Me estanco. He descubierto que en esos momentos sólo me queda volver a confiar. Recuerdo las palabras de Pedro Poveda: «La luz siempre acaba venciendo la oscuridad». Lo sé, tras la noche vence el día. En el desengaño de mis amores busco a Dios, y lo encuentro entre las sombras. Cuando me falta la confianza en lo humano sólo puedo volver mi mirada a la luz de Dios. Es mi esperanza siempre, especialmente cuando me quedo solo. Cuando me fallan las ataduras humanas. Eso puede ocurrir. Es parte de la vida. Y entonces miro más alto, más dentro del corazón de Dios. Más dentro de mi alma. Pero no por ello me olvido de lo importante. En el vínculo humano está Dios. Oculto a veces. Escondido en gestos imperfectos. Me hace falta su mirada para poder descubrirle vivo en los más cercanos. En los que yerran delante de mí. En los que no son perfectos. No quiero buscar a Dios sólo en los santos de altar. En los que ya no pecan porque están con Dios para siempre. En esas vidas que no conozco tan bien porque nunca compartí su camino. Y los idealizo. Quiero aprender a ver a Dios en lo más humano. En aquellos a los que quiero y conozco en su debilidad. Quiero que mis amores sean un trampolín hacia el cielo, y no una barrera. El rostro humano, es el reflejo pálido del rostro de Dios. Los gestos de amor pequeños, débiles, me hablan del amor imposible que Dios me tiene. Me lo repito todos los días para no olvidarlo. Para no desconfiar tanto de lo humano. Para no acabar viendo siempre en el mundo un peligro, una tentación. Para no creer que todo lo que no es sobrenatural es sospechoso. Dios me desconcierta con sus caminos. Me sorprende al hacerse carne de mi carne. Al abajarse en medio de mi vida. Tengo la tentación de valorar sólo lo que está ya en lo más alto del cielo. Y desprecio esa presencia suya velada por la carne. Como si no fuera real su presencia en el pan partido, en el amor herido, en las vidas frágiles que portan su fuego. A veces pretendo encuadrar a Dios en mis esquemas para que no me sorprenda, para que no me duela. Para evitar el desgarro de la pérdida, el dolor del amor. El que no ama no sufre, el que no se vincula no se desgarra. Para evitar que mi rigidez tiemble con su presencia oculta y misteriosa pretendo aferrarme a un Dios colgado del cielo. La carne del mundo, aparentemente imperfecta, me duele y me confunde. Quisiera aprender a amar más en lo humano y así más en Dios. Más en el amor a los que me ha confiado, más en la carne herida, cercana, concreta. Quiero amar con lazos humanos. Para llegar así al corazón de Dios.

Quiero aprender a ver en las caídas y limitaciones, mías y en las de los otros, un camino hacia la misericordia de Dios. Ver a Dios en mí mismo cuando no lo hago todo bien. Ver mi pecado no como una barrera que me impide ver el cielo. Sino como una puerta que se me abre al corazón del Padre. No es tan sencillo ese salto audaz. Decía el P. Kentenich: «Hemos enfocado demasiado nuestra atención en las virtudes morales. Por eso, si me siento limitado, si veo en mí todavía muchos obstáculos. Eso me aflige. ¿De qué manera os aprovecha cada circunstancia de la vida para hacer de ella una escuela de amor? Aprendiendo a alegrarme íntimamente de nuestras limitaciones porque cuanto más grandes sean mis limitaciones, tanto más derecho tendré al amor de Dios eterno»[4]. Porque son las virtudes morales las que me atraen. La perfección en la entrega. La fidelidad sin mancha. Me cuesta entender que mi pecado pueda ser una puerta abierta al amor de Dios. Me cuesta entender que mi debilidad pueda llevarme al cielo y ser una fuente de esperanza para tantos. Miro mi trabajo bien hecho y sonrío. Pero, ¡cuánto me cuesta sonreír cuando nada me sale perfecto! Es la gran tarea de mi vida. Quiero aprender a ver en mis limitaciones el camino más rápido para tocar la misericordia de Dios. Ver que mi limitación no me ata, no me bloquea, no me limita. Al contrario, es un camino abierto que me muestra el horizonte amplio de la misericordia. ¡Cuánto me cuesta verlo! Quiero ser perfecto, hacerlo todo bien, ser inmaculado. No lo logro. Sé que tengo más derecho a la misericordia del Padre cuando me vuelvo hacia Él con mi corazón herido. Sé que Dios se conmueve ante mi debilidad, pero ¡cuánto me cuesta a mí conmoverme con la debilidad de los que me rodean! Los quiero perfectos. Y en sus heridas me cuesta ver la herida de Jesús, su costado abierto. Veo el pecado en otros y juzgo al pecador. No como en su mesa. No me acerco. Me cuesta aceptar la debilidad en los demás. También me cuesta en mí mismo. Veo al pecador y no veo la puerta abierta de la misericordia. Veo mi pecado y no veo un camino hacia la vida. Sé que por los vínculos humanos rotos toco más el amor de Dios que se abaja sobre mi vida rota. Jesús levanta su mirada para fijarse en mí. Sé que en el vínculo humano toco a Dios. En el vínculo humano que ha experimentado la decepción y el desengaño. Ahí toco el amor de Dios. El amor humano que se manifiesta en mis límites, en los de aquellos a los que amo, ese amor es un camino directo hacia el cielo. No me alejo de lo humano por miedo a ser esclavo, a ser atado por mis sospechas. No quiero desconfiar de lo humano pensando que me aleja de Dios. Precisamente ahí, en los límites humanos, se encuentra Dios regalándome su misericordia, tendiéndome la mano para subir más alto. No quiero dejar de amar por miedo a perder. No puedo alejarme del mundo por miedo a desengañar, a herir y a ser herido. Amo en lo concreto, en presente. Siembro semillas de eternidad por donde paso. Así lo hace Dios con mi vida. Aunque me duela el alma al enterrar mis raíces. Aunque a veces los vínculos me duelan y desgarren. Es el camino que Dios quiere para mí. Echar raíces. Es lo que hizo Jesús al pasar por la tierra. No vio en el pecado un motivo para el rechazo, sino para la misericordia. No rehuyó a los pecadores, comió con ellos, entró en su casa. No se negó a vivir con aquellos cuya vida estaba llena de codicia. No rechazó al que no llevaba una vida perfecta. El que se cree justificado no busca el amor de Dios. Sólo quiere el premio, la admiración, el elogio. El pecador, el que llevaba una vida imperfecta, sólo espera la misericordia. No busca el reconocimiento, sólo el perdón. No pretende la alabanza, sólo anhela la mirada llena de misericordia del Padre al final del camino.

Un publicano de baja estatura quiere ver a Jesús: «En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí». Es un pecador público que busca a Jesús. Un hombre que ha encontrado su lugar en el mundo. Es jefe de publicanos. Ha llegado a lo más alto. A veces vemos la vida como un subir continuo. Y cuando no lo logramos nos frustramos. Un puesto más alto, un cargo de más prestigio. No entendemos la vida si no es como crecimiento continuo. Ahora me toca esto, después algo mejor. Tal vez por eso tenemos tan poca tolerancia con el fracaso. No soportamos que nos degraden. Dejar de ser lo que éramos. Una persona comentaba después de haber tenido un cargo de mucho prestigio: «Ahora no puedo aceptar cualquier trabajo. Tiene que ser del mismo nivel por lo menos que el que tenía antes. No puedo ser menos». El mundo nos acostumbra a pensar así. Siempre subir, siempre más, siempre mejor. Y damos la enhorabuena a los que suben, a los que ascienden, a los que tienen cargos de prestigio. Y nos cuesta acompañar a los que pierden su trabajo, a los que no triunfan, a los que fracasan. Porque la vida nos ha enseñado el camino del éxito como el único posible. También incluso en la vida religiosa. Un cargo, un título, lo vemos como un reconocimiento a nuestros méritos. Nos enorgullece. Nos hemos acostumbrado al mundo. Miramos con los ojos del mundo. La vida de Zaqueo fue un constante subir. Era jefe de publicanos. No un publicano cualquiera. Era jefe. Tenía dinero y prestigio. Aunque para los judíos fuera visto como un pecador público. La semana pasada un publicano rezaba en el último banco pidiendo misericordia. Hoy otro publicano, jefe de publicanos, busca un lugar alto desde donde poder ver. Zaqueo está perdido en medio de tanta gente. Va corriendo, se mueve, busca, espera. No se queda parado, quejándose de que no ve, de que no lo consigue. Quiere ver a Jesús pasar, sólo eso. No le grita desde el árbol. Calla. Espera. No pretende tampoco cambiar su vida. Quizás sólo siente curiosidad por ver a Jesús. Tiene un puesto alto, pero él es de baja estatura. No logra verlo por encima de la gente. Se sube a una higuera. Siempre me impresiona ese gesto humillante. Subir a un árbol. Un jefe de publicanos en lo alto de un árbol. Se expone a la vista de tantos. Se expone al juicio y a la burla. Era un hombre temido. Pero se sube a una higuera y arriesga su fama. Yo con frecuencia me protejo. No me subo al árbol exponiéndome al juicio de los otros. Me da miedo la crítica. Me guardo entre los hombres. Escondido. No hablo mucho. No escribo mucho. Para que no me juzguen. El que destaca pierde en la vida. El que es visto por la muchedumbre corre el riesgo de perder su imagen. Me da miedo decir lo que pienso. Exponerme al rechazo. Reconocer mis amores, mis pasiones, mis sueños. Mostrarme vulnerable en mis debilidades. Decir lo que pienso de verdad, sin querer agradar a nadie. Ser yo mismo sin temer la burla. A veces me guardo. Zaqueo no lo hace. Se expone. Un jefe de publicanos en lo alto de un árbol para ver a Jesús. Su gesto me enseña mucho. Tal vez yo también, para que Jesús me vea, me tengo que subir a un árbol. Me tengo que exponer. No tanto para ver, sino para que me vea. Zaqueo no sabía lo que iba a suceder, pero fue audaz. Él quería ver y fue visto. Quería saber y encontró la salvación. Sólo quería ver a Jesús y encontró el sentido de su vida. Era ingenuo. No pedía más. Seguramente había algo en su vida que no le daba alegría. Tenía una sed que no sabía de dónde venía. Ese día sale a buscar a Jesús. Y se sube a un árbol. ¿Cuál es mi paso hoy en la búsqueda de mi camino verdadero? ¿A qué árbol me subo para que Jesús repare en mí? Doy un paso. Me expongo. Dios respeta mi libertad y mis tiempos. Quizás Jesús no hubiese reparado en Zaqueo si no hubiera estado en lo alto de la higuera. Hoy hacen falta hombres que expongan su fe sin miedo al rechazo. Hoy es necesario decir lo que uno piensa, sabiendo que por ello nos pueden criticar y juzgar. Y tal vez dejemos de ostentar por ello los mejores puestos. Hacen falta hombres que no traicionen su fe, sus creencias, sus sueños, sus ideas por miedo al rechazo y a la crítica. Hacen falta hombres que acepten las consecuencias que trae ser fieles a su camino.

Jesús ve a Zaqueo y le pide bajar. Le sorprende: «Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: - Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Dios nunca defrauda al que le busca, al que corre para subirse a un árbol, al que tiene un anhelo en el corazón. Pasa Jesús delante de la higuera y sucede algo que rompe la vida de Zaqueo para siempre. Jesús se invita a comer a su casa. Zaqueo sólo quería ver a Jesús, ver quién era. Y Jesús, no sólo le da eso. También lo mira, se detiene. Y públicamente se invita a su casa. ¡Qué delicado es Jesús! A la vista de todos. Mira hondo, dentro de Zaqueo, dentro de mí. Algunos criticaron este gesto público de Jesús. Comía con pecadores. El pecado de Zaqueo era público y Jesús, delante de todos, le pide ir a su casa. ¡Qué poca prudencia! Pensarían algunos. Jesús restablece su dignidad. A veces, queremos cambiar, pero la imagen, el esquema de la sociedad en la que nos ha metido, nos lo impide. Nos han puesto un cartel, un título, una fama. ¡Qué difícil nos resulta cambiar! Jesús conoce esa herida de Zaqueo. Se expone a la crítica. ¡Qué mezquinos somos a veces! Juzgamos por la apariencia. Como los que critican a Jesús porque come con pecadores. Si va a casa de un pecador no debe ser tan limpio, ni tan sabio, ni tan santo. Si se mezcla con pecadores no debe ser tan digno. Pero Jesús es libre de todos esos juicios. A Zaqueo ahora sólo le importa el gesto de Jesús, que confía en Él. Le da igual la crítica de la gente. Jesús quiere hospedarse en su casa, tocar su vida, meterse dentro. Es lo mismo que hace conmigo cada vez que se acerca y me llama por mi nombre. Su amor es personal, no soy uno más para Él. Me quiere de forma concreta. Me distingue en medio de la muchedumbre. Él me ve entre muchos. Reconoce mi mirada. Mi anhelo. ¡Cuántas veces pensar en ese Dios calma mi corazón herido! Zaqueo es más que un pecador, más que un publicano, más que un hombre rico. Quizás él mismo no sabe bien quién es de verdad. Sabe que los demás lo encasillan y él también se encasilla y se conforma con su vida. Yo soy más que mi pecado. Más que mi caída. Más que mi puesto de trabajo. Más que mi prestigio y mi fama. Más que mis éxitos y mis fracasos. Jesús mira a ese hombre como hombre. Me mira a mí. Por ese amor merece la pena dejarlo todo. Jesús se detiene ante él y cambia sus planes por él, sólo por un publicano. Sólo por Zaqueo. Sólo por mí lo deja todo. Me emociona ese gesto de Jesús que repite tanto en su vida. Yo quiero vivir así, abierto a cada persona con la que me encuentre. Pero no lo sé hacer. Jesús lo invita a bajar de su árbol y le da mucho más de lo que él espera. Le pide bajar de su puesto, de su comodidad, de su seguridad. Esta vez baja, no sube más. Entra en su casa y cambia su vida. Le pide bajar, pero lo eleva al amarlo. Llega a su casa cuando él no se siente digno. Porque era un pecador público. No se sentía digno del amor de Dios. Sabía que pecaba al ser publicano. Pero acepta que Jesús venga a su casa. Entiende ese día lo que decía el Papa Francisco en Cracovia: «Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ama más de lo que nosotros nos amamos, cree en nosotros más que nosotros mismos, está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los hinchas. Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Dios es obstinadamente esperanzado: siempre cree que podemos levantarnos y no se resigna a vernos apagados y sin alegría. Porque somos siempre sus hijos amados». Es lo que hace con Zaqueo. Cree en él. Ve su belleza oculta. Va hasta su casa y come en su mesa. Jesús me baja de mi altivez. Me hace mostrarme como soy, sin máscaras. El amor de Jesús me eleva. Zaqueo es abajado, y al bajar es elevado. Es amado cuando baja de su árbol. Cuando abre su corazón a la misericordia de Jesús. Es rescatado de las alturas y es reconocido en su valor más hondo. Jesús no lo mira como pecador. Tampoco lo mira como jefe de nada. Lo mira como un hombre necesitado de amor. No se fija en su pequeña estatura. Ni valora sus talentos. Simplemente mira su corazón herido y lo abraza entrando en su casa. Me conmueve esa mirada de Jesús que no se fija en el pecado ni en los títulos. No se queda en la apariencia, mira el corazón. No me pregunta por mis logros. Me besa como soy.

La verdadera conversión sucede en torno a la mesa: «Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: - Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: - Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Zaqueo se sabe amado y entrega la mitad de sus bienes. No lo deja todo. Pero lo suficiente para que llegue la salvación a su casa: «Jesús le contestó: - Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Zaqueo, que se sentía seguro y salvado, encuentra la seguridad al renunciar a sus bienes. Se llena de felicidad. La salvación llega a su casa. Esa salvación no es para los perfectos, porque ellos no sienten necesidad de conversión. El otro día leía: «Los perfectos reaccionan de manera diferente: no se sienten pecadores ni tampoco perdonados. No necesitan de la misericordia de Dios. El mensaje de Jesús los deja indiferentes»[5]. Zaqueo se llena de alegría porque antes no tenía alegría. Es el primer fruto de encontrarse con Jesús. Pero a veces estar en la Iglesia no nos da alegría. Más bien nos llena de seriedad, de medidas, de juicios, de densidad. La alegría, la libertad, surgen cuando cambia el corazón. Cuando somos salvados. Son los frutos de recibir a Jesús, de encontrarse con Él. Zaqueo da porque no le han pedido nada y se lo han dado todo. La vida en abundancia de la que Jesús me habla parte de ahí. Surge de la alegría de un Dios que se acerca y me ama como soy, se hospeda en mi casa y no me pide nada a cambio. Surge de la alegría de comenzar de nuevo, de vivir de un modo nuevo, renunciando a mis comodidades. Si me creo salvado es señal de que todavía estoy lejos de Dios. Si me veo necesitado de su amor, inseguro, débil, herido, es señal de que estoy en camino. Quiero que venga a mi casa para poder entregar lo que me ata, lo que me sobra, lo que no me hace feliz. Esa mitad de mis bienes que me esclaviza. Quiero que se quede conmigo para comenzar a vivir de verdad. Ese Dios que camina y se detiene ante mí. Ese Dios que me llama por mi nombre. Ese es el amor de Dios. Ese amor es capaz de hacerme arder, de hacerme volver a empezar. Me arrodillo ante Él, ante ese amor hecho a la medida de mi sed más honda, de mi vacío. Jesús sobrepasa mis pretensiones. Me da mucho más. Siempre me sobrepasa. Me acoge como soy, un pecador. Me acoge como acogió a Zaqueo. A él no le pide como condición que devuelva lo que ha robado, que cambie. No le pide que limpie su vida, ni su casa, ni su corazón, para que Él pueda entrar. Pero cuando entra en su casa, cambia el corazón de Zaqueo y decide entregar la mitad de sus bienes. Me conmueve ese amor gratuito de Dios. Llega a la casa de Zaqueo tal como es, sin pedir nada a cambio. Ojalá me creyese que así es el amor de Dios. Me alejo cuando caigo porque me siento indigno, sucio, demasiado pecador. Y Jesús, sólo quiere venir a hospedarse en mi casa tal como es. Pienso que esa gratuidad y esa confianza es el arma más poderosa para que alguien cambie, para sanar cualquier herida. Cuando alguien confía en mí me siento capaz de todo. Cuando alguien me quiere como soy sale lo mejor de mí. Lo gratuito es lo que despierta en mí la generosidad más grande. Dios desborda siempre mi expectativa. Su mirada y su presencia obran el milagro de la generosidad en mí. Y logro dar más allá de mis límites, más de lo mínimo, más de lo esperado. La salvación ha llegado a mi casa. Ojalá pudiera escuchar esa afirmación de Jesús al llegar a mi vida. La salvación verdadera es su presencia salvadora en mí, su amor inmenso, su mano sanadora. Muchas veces busco el camino seguro para salvarme. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué tengo que cumplir? ¿Qué normas debo respetar? Busco la puerta estrecha. Quiero cumplir para salvarme. Como si con mi voluntad lograra el éxito ante Dios. Y resulta que la salvación llega a mi casa cuando acepto a Jesús a comer conmigo. Cuando lo acepto en mi vida, en mis planes, en mi camino. Cuando permito que vaya conmigo. Entonces sucede lo gratuito. La salvación llega a mi casa. Soy salvado sin méritos, sin hacer nada especial, sin dejar una huella grande en la tierra. Soy salvado porque me quiere por lo que soy, no por lo que hago. Me acepta y me busca porque me ama y quiere mi salvación. La verdadera conversión del corazón sucede cuando entiendo que todo es don. Que su misericordia es don. Y que su vida cambia mi vida para siempre. Aceptar este camino de conversión cambia mis esquemas. Subir a un árbol para ver a Jesús y que Jesús quiera venir a mi casa. Buscar a Jesús y dejar que Jesús me encuentre. Dar una parte de mi vida y oír cómo la salvación llega a mi casa. Y dejar que su presencia vaya cambiando todo aquello que hay en mí que todavía no le pertenece.
 

[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[2] J. Kentenich, Vivir con alegría
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
[4] J. Kentenich, Textos escogidos de la misericordia. P. Wolff
[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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