Domingo XXX: Arrepentimiento y trabajo
“Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás: ‘Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. (Lc 18, 914)
Suele suceder que la soberbia se esconde bajo las galas de la bondad. Así, para muchos, cuanto más cosas buenas hacen, más engreídos están y más juzgan a los demás porque les consideran peores que ellos. Es una falta grave de humildad y, sin humildad, no hay santidad. De hecho, hay personas que parecen buenas y que incluso hacen muchas cosas buenas, a pesar de lo cual no son santas, porque están llenas de vanidad y de soberbia. En el fondo, se consideran a sí mismas superiores a los demás y cuando algo les perjudica o cuando creen que no se les ha hecho el caso debido, enseguida se enfadan y hasta se alejan de Dios. El Evangelio de esta semana nos invita a arrepentirnos y reconocer nuestras faltas con humildad y a darle gracias a Dios por las cosas buenas que, con su ayuda, somos capaces de hacer. Por lo tanto, no sólo a darle gracias a Dios por ser buenos, pues eso también lo hacía el fariseo, sino a ser conscientes de que sin Él no seríamos buenos y, a la vez, a no juzgar a nadie, porque sólo Dios conoce el misterio del corazón humano. Eso no significa que no podamos juzgar las obras de los demás, sino la intención o la conciencia de lo que hace. Hagamos lo que aconseja la Iglesia: condenar el pecado e intentar salvar al pecador.