Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Y Dios.. te dilacerá

por Juan del Carmelo

Cuando por primera vez leí la palabra “dilacerá” tiempo del verbo dilacer, confieso que corrí al diccionario para limpiarme de mi supina ignorancia.

 

Carlo Carretto, nacido en 1910, después de ser presidente de la Acción católica italiana, ingresa en 1954 en la Orden de los Hermanitos de Jesús, creada por el francés Charles de  Foucauld, y de vocación totalmente eremítica. Fue beatificado el 13 de noviembre del 2005. Después de su permanencia en el desierto del Sahara, durante 10 años, el hermano Carlo Carretto, regresó a Italia y siguió practicando la vida eremítica hasta su  fallecimiento el 4 de octubre de 1988 fiesta de San Francisco de Asís, del cual él era un apasionado biógrafo. Escribió varias obras catequéticas sobre la vida cristiana.

 

Y concretamente en uno de sus libros titulado “Mañana será mejor” (Edit. San Pablo. Isbn 84-285-2051-8) en la página 117 puede leerse: “Pero los celos de Dios no son como los nuestros. Él está celoso porque tiene miedo de que en lugar de amarlo a Él, en su Ser desnudo, amemos sus cosas, sus riquezas, sus dones, el gozo que nos brinda, la paz que nos dispensa, la verdad que nos regala. Dios no es solo celoso en su amor, es trágico en su amor. Antes de hacerte suyo, antes de dejarse poseer por ti, te dilacerá”.

 

Si acudimos al diccionario de la Real Academia podemos leer que dilacer, es un verbo con raíz latina, dilacerare y en sus acepciones su significado es: Desgarrar, despedazar las carnes de personas o animales. Lastimar, destrozar la honra, el orgullo, etc. Y esta última acepción de este término es la que nos interesa, pues es lo que Dios hace con aquellas personas que quieren poseerlo, entregándose a Él sin condiciones. Él las acepta complacido pero antes de dejarse poseer por ellas, las dilacera. Termina de destruir al “hombre viejo” que todos tenemos, para dar paso al nacimiento del “hombre nuevo” que terminaremos siendo una vez purificados, pues solo el hombre nuevo que seremos, será el que pueda tener acceso a la Luz divina.

 

La muerte de Cristo no solo hizo posible una mera amistad, de Dios con el hombre, sino distintos grados de ella, a los que ni siquiera los ángeles pueden aspirar. Y, gracias a esa preciosísima sangre, un alma no solo puede pasar de la muerte a la vida, sino que, por sucesivos peldaños, etapas y niveles, puede llegar a la perfección de la santidad misma. Incluso puede el hombre pregustar la gloria que le espera ya aquí en la tierra, si es capaz con la ayuda de la gracia de aniquilar totalmente su “hombre viejo”, y hacer nacer un “hombre nuevo”, plenamente perfecto espiritualmente hablando, es decir, habiendo alcanzado una plena unión con Dios. Es fantástico poder llegar a este punto de santidad, pero para ello el ego, el orgullo de uno ha de ser machacado, ha de desaparecer y es aquí donde el señor nos dilacera, para que seamos perfectamente humildes

 

Para alcanzar esta meta, el alma humana ha de vaciarse plenamente de todo lo que no sea Dios, no ha de encerrarse en la felicidad humana, ello es el precio de una desposesión total, para tratar de alcanzar la plenitud de Dios. El quiere hallarnos desnudos del todo, porque no permite que amemos, ni siquiera un poco de todo lo que nos rodea, de todo lo que ha sido creado por él. Decía San Agustín: Pudiendo poseer al que todo lo creo, ¿porque amas y te conformas con lo creado? En el Kempis, podemos leer que el Señor nos dice: ¿cómo podrás ser todo mío y Yo todo tuyo? Cuanto más pronto te decidas a hacerlo, tanto mejor será para ti; y cuanto más pura y leal sea tu entrega, tanto más me agradarás y más cumplida será tu recompensa”.

 

En otras palabras, para alcanzar esta meta, hemos de alcanzar por medio del amor al Señor, una purificación de nuestra alma y una plena perfección espiritual. Son muy pocos -dice San Juan de la Cruz- los que llegan a tan alto estado de perfección de unión de Dios, la causa no hay que buscarla en Dios que quiere que todos sean perfectos, pero encuentra pocos vasos que sufran tan alta y subida obra. La mayoría no queriendo sujetarse al menor desconsuelo, y mortificación, ellos mismos se cierran la puerta de este camino. Dios no va adelante en purificarlos y levantarlos del polvo de la tierra por la labor de la mortificación.

Pero cuando el Señor considera que merece la pena ir adelante, porque ve un alma locamente enamorada de Él, esta alma será una de sus elegidas y para que se afiance más en su amor la “dislacerá”, a fin de que ella alcance un despojamiento pleno que le permita recibir en su ser a su Creador.

 

El abad Boyland, a este respecto escribe: “Esto es lo que Dios hace en la vida espiritual. Porque la vida espiritual es una conspiración de amor, en la que Dios y el hombre están unidos para destruir a nuestro “Hombre viejo” para hacer todas las cosas nuevas en Cristo, para restablecer todas las cosas en Él; en una palabra, para volvernos a modelar según el deseo del corazón de Dios”.

 

Todo amor anhela la unidad. Así como en el orden humano la cima más elevada del amor consiste en la unidad del marido y la mujer en la carne, de la misma manera en el orden divino la más elevada unidad estriba en la del alma y Cristo en la comunión. EL amor por su misma naturaleza busca la unión y la comunicación con el ser que se ama. El alma santa es alma-amor de Dios y busca a Dios y ansía estar con Dios, objeto y obsesión de su amor.

 

Pero el amor de Dios es también un fuego que abrasa, es el fuego de la zarza ardiendo que ensimismó a Abraham y ese fuego abrasará al alma que anhela el amor de Dios. El amor a Dios como todo amor suspira por la unidad, y para alcanzarla el alma humana ha de transformarse, porque todo amor tiene en sí una fuerza transformante. El día de mañana, el cielo y la felicidad para nosotros será la transformación ya gloriosa por la posesión de Dios en el divino amor. Pero el cielo, puede empezar ya aquí abajo para el alma cualquiera, desde el momento en que ella se deje transformar y unir con Dios.

 

En qué consistirá exactamente la plenitud de la unión transformante es algo que permanece oculto a nosotros, mientras vivimos en esta ladera de la resurrección. “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3, 2)”.

 

La carmelita descalza Santa Benedicta de la Cruz, más conocida como Edith Stein, acerca de la función del amor transformante, escribió: “El despojo que se exige para esta unión transformante, debe de producirse en el entendimiento por medio de la fe, en la memoria por la esperanza, y en la voluntad por el amor.

De la fe ya hemos dicho, que por su medio el entendimiento adquiere un conocimiento oscuro, pero seguro. La fe le muestra a Dios como luz inaccesible, incomprensible e infinito ante el cual fallan todas las fuerzas naturales y que por ello mismo hace volver al entendimiento al reconocimiento de su nada: conoce su impotencia y la grandeza de Dios.

De la misma manera la esperanza vacía la memoria porque se preocupa de algo que no posee “la esperanza que se ve no es esperanza”: porque si lo que uno ve lo posee ¿Cómo lo espera? (Rom 8,24). Nos enseña a esperarlo todo de Dios y nada de nosotros mismos o de las demás criaturas. Esperar de él una felicidad sin fin y renunciar por ello en esta vida a todo gusto y posesión.

Finalmente el amor libra la voluntad de todas las cosas, en cuanto obliga a amar a Dios sobre todas ellas. Pero esto solo es posible, cuando se ha suprimido el apetito de las criaturas”.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

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