Padre Javier Leach S.J.
Camino Cañón Loyes).- Estas palabras dichas de Jesús de Nazaret, le cuadran bien a Javier. En las páginas que siguen busco únicamente decirlas con contenidos concretos, con recuerdos que contribuyan a perfilar las semblanzas que se han ido haciendo en estas semanas que nos separan de su paso a participar plenamente del Misterio de ese Dios que llenó el sentido de su vida.
Doy unas referencias iniciales que pueden situar el marco de mi amistad con Javier, para pasar enseguida a comentar algunos rasgos suyos, sabiendo que podrían ser otros, aunque me limitaré únicamente a cuatro.
Una mañana de un día cualquiera del curso 1973-74, el profesor Alberto Dou S.J., director del Departamento de Ecuaciones diferenciales de la Facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense, me llamó a su despacho. Estaba acompañado por una persona joven, desconocida para mí. "Te quiero presentar al Padre Javier Leach, un jesuita que ha hecho Matemáticas en la Universidad de Zaragoza y que quiere, como tu, hacer una tesis en Lógica matemática. Ya le he hablado de ti. Intercambiad planes y tratad de entenderos. Ya me contareis".
El curso siguiente Javier se fue a Friburg (Alemania) con dos compañeros, Mario Rodríguez Artalejo y Teresa Hortalá, para hacer los tres una tesis en Teoría de Modelos bajo la dirección del profesor Jürgen Flum. Yo me fui a Bristol (Inglaterra) para hacerla en teoría de la Demostración bajo la dirección del prof. John Mayberry, que acaba de fallecer también este mes de agosto.
Otra mañana cualquiera del curso 2010-2011, el rector de la Universidad P. Comillas, me llamó a su despacho. Entre otras cosas, quería proponerme que me hiciera cargo en septiembre de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión, dirigida desde su creación en 2003 por el profesor de la Universidad Complutense y jesuita, Javier Leach. Dirigí la Cátedra hasta mi jubilación académica en 2014. Hoy sigo vinculada con una figura que, en el caso de nuestra Cátedra, inauguró Javier en 2013: Investigadora afiliada.
De esta última etapa quiero recordar cuatro rasgos de Javier que siempre admiré y que en ese tiempo tuve la oportunidad de beneficiarme de ellos más cercanamente: su genialidad humilde, su bondad lúcida, su disponibilidad incondicional, su pasión por transmitir que hacer ciencia es una actividad fantástica y que un científico puede creer en el Dios de Jesucristo con la sencillez y la hondura que él creía.
De su genialidad humilde creo que cualquier persona que le haya tratado, y ciertamente en el ámbito académico, puede ofrecer anécdotas múltiples que lo confirman. Poseyó una cualidad especial para percibir un ángulo de mirada de las cosas que le llevaba a ofrecer ideas singulares. En el ámbito de las relaciones entre ciencia, tecnología y religión, a veces sus ideas les resultaban a algunos un tanto ingenuas por lo poco convencionales que eran y, también, porque él no quería apoyarse en filosofías al uso, aunque las conociera. Pero bastaba una escucha más profunda o un desarrollo más extenso por su parte, para que el parecer cambiara. A menudo, cuando yo le decía que esa idea había sido apuntada o desarrollada por tal o cual autor, solía decirme: "¿Y crees que merece la pena que lo lea?". Leía los textos sugeridos y solía introducir alguna modificación a su expresión anterior; otras veces decía que no había encontrado nada que le ayudara en su búsqueda.
Prefería una metodología que iniciaba con preguntas que solía repetir y reformular en voz alta y por escrito una y otra vez. Buscaba ejemplos y contraejemplos, argumentos y formulaciones precisas. Con sonrisa socarrona, mencionaba algunos argumentos escuchados o leídos que le parecían ingenuos o falaces. Pero nunca tenía palabras que desautorizaran a las personas, se limitaba a no dar ciertos nombres para ser invitados a actividades que estuviéramos preparando.
De su bondad lúcida me he beneficiado muchas veces y he sido testigo de muchas situaciones salvadas gracias a esa bondad sin fisuras capaz de soportar con una lucidez sencilla y profunda a un tiempo descuidos y desdenes en el trato por parte de los que trabajábamos más cerca de él. En conversaciones sobre personas, a veces, dejaba traslucir su visión sobre algunas actuaciones. Lo bueno lo subrayaba, lo menos bueno lo trataba con humor.
Javier era sencillamente bueno. Se podía constatar en los detalles que comporta el trato de un trabajo compartido y de búsquedas hechas con mucha voluntad y con poco dinero. Facilitaba las cosas y se quitaba de en medio cuando entendía que era bueno que alguien diferente entrara en el ámbito de acción. Pensaba y ofrecía sus ideas con gran generosidad. No temía el plagio, buscaba que lo que hubiera de valioso fuera difundido por quien lo hubiera captado, especialmente si era una persona joven. Le importaba mucho que los jóvenes se interesaran por las cuestiones en las que trabajábamos, era un campo muy importante para acercar la experiencia de la fe en Jesucristo a las personas del mundo de la ciencia.
De su disponibilidad incondicional podrían decirse muchas cosas, algo de lo cual seguramente podrían dar testimonio los muchos estudiantes jesuitas que han convivido con él o las comunidades de CVX a las que tan ligado estaba. Acogía siempre de buen grado las peticiones de ayuda, los cambios de fechas, de hora. De no conocer su ritmo de trabajo, podría parecer que estaba desocupado.
Una característica muy propia de Javier era la de acudir a una sesión de trabajo convocada con un objetivo y allí aportar, debatir, formular, asumir la redacción de lo concluido. Pero a partir de ese momento, perdía todo el interés por las cosas, ya un tanto banales o desordenadas que a veces surgían al final del trabajo. Y no era por prisa, porque siempre estaba dispuesto a acercar a casa a quien no hubiera llevado coche.
Algo para lo que siempre estaba dispuesto era para participar en reuniones científicas internacionales. Le gustaba asistir, hacer relaciones, preparar su aportación y someterla a crítica. Y esa disponibilidad la completaba no reservándose los contactos que hacía. Recuerdo que en junio del 2011, antes de terminar como director de la Cátedra y conociendo que yo me haría cargo de la misma en septiembre, me planteó acompañarle a Londres para la entrega de los premios Templeton que aquel año se entregaba al profesor Martin Rees, astrónomo de la reina Isabel II, y lo iba a hacer el Duque de Edimburgo, acto para el que había recibido una invitación. La intención de aquella invitación era presentarme a Mr. Templeton y a muchos de los asistentes con los que había creado lazos de colaboración y reconocimiento mutuo durante los años de dirección de la Cátedra y, en particular, con algunos que habían sido invitados por él a participar en el Congreso sobre Ciencia y Religión organizado por la Cátedra, celebrado en Madrid y financiado por Metanexus. Él pasaba a un segundo plano, pero antes compartía las relaciones que podrían seguir siendo significativas para el trabajo de la Cátedra.
Quiso también compartir sus relaciones generadas en ESSSAT, la sociedad europea de Ciencia y Teología de la que fue miembro de su Junta directiva. Al Congreso de 2014 le acompañamos Amparo García Plaza y yo misma, y al de 2016 animó a participar a la Dra. Sara Lumbreras. La enfermedad le llamó cuando estaba participando de otro de sus grupos habituales, del que hablaba con cierta sonrisa irónica, un grupo de matemáticos generado en torno a algunos de los jesuitas matemáticos de USA. Javier tejía lazos que acababan ramificándose por India, China o Latinoamérica. De hecho, las relaciones internacionales de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión, eran una de sus ocupaciones en estos últimos tiempos.
El cuarto de los rasgos que mencionaba lo he formulado como "su pasión por transmitir que hacer ciencia es una actividad fantástica y que un científico puede creer en el Dios de Jesucristo con la sencillez y la hondura que él creía". Su convencimiento era sencillamente excepcional. Al respeto incondicional hacia algunos de sus compañeros no creyentes iba siempre unida la oferta de diálogo sincero sobre estas cuestiones. De la escucha sacaba nuevas cuestiones, nuevas preguntas para seguir elaborando aproximaciones a respuestas desde perspectivas diferentes.
En estos últimos años fue afianzando su convencimiento de que la clave de la dificultad para situarse como un científico que cree en el Dios de Jesucristo ante un científico agnóstico o ateo radica en dos aspectos. Uno es el hecho de la diversidad de lenguajes empleados en los ámbitos de ciencia y de la religión. Escribió sobre ello, disertó, deliberaba a menudo con nuevos matices. Una de sus últimas clases la impartió a un grupo de alumnos de Filosofía, sustituyéndome en una ausencia el pasado mes de abril. A los alumnos les causó un fuerte impacto, de manera que tres de los diez que eran quisieron hacer el trabajo de fin de curso sobre alguna de las cuestiones planteadas por el prof. Leach en aquella clase.
La segunda dificultad, sobre la que hablábamos a menudo, radica en la ausencia de experiencia religiosa en los científicos que hablan sobre las dificultades para vivirse como científicos que creen en Dios. No es infrecuente que muchos lo confiesen y que otros, a menudo los más beligerantes, manifiesten una imagen de Dios basada en una experiencia infantil muy lejana de la que Jesús de Nazaret nos mostró.
Uno de los espacios en los que su fecundidad fue patente y generó gran respeto y, me atrevería a decir, admiración, fue el grupo de investigación que durante casi cinco años desarrollamos dentro del proyecto Naturaleza Humana 2.0. De las veinte personas que participábamos en él, sólo habíamos trabajado anteriormente con él cuatro. Pronto fue un referente autorizado para todos y un compañero cercano y estimado por todos.
El pasado 3 de agosto Javier pasaba a la vida definitiva en la eternidad de Dios. Muchos echaremos en falta su compañía y sus aportaciones, pero asimismo nos queda ya grabado en el corazón el testimonio de una persona de la que entre tantas cosas que se podrían decir lo más importante es que fue sencillamente alguien que pasó haciendo el bien.
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