XXIII Domingo Tiempo ordinario
por Al partir el pan
Sabiduría 9, 13-18; Filemón 9b-10. 12-17; Lucas 14, 25-33
«El que no renuncia a todos sus bienes. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío»
«El que no renuncia a todos sus bienes. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío»
«Hay cosas bonitas y feas. Quiero llenar el alma de las bonitas, para ser capaz de enfrentar las feas. La lleno de luz para iluminar la noche. La lleno de vida para que venza sobre la muerte»
Creo que poco puedo hacer si no rezo, si no hago silencio, si no escucho. Lejos de mi centro, lejos de Dios, poco avanzo. Poco logro. Poco camino. Si no me callo en lo más hondo de mi corazón. Allí donde estoy yo solo. Si no dejo de buscar fuera de mí a quien llevo dentro. Necesito hacer silencio para estar con Él. Decía la Madre Teresa a quien la Iglesia acaba de canonizar: «Escucha en silencio, porque si tu corazón está lleno de otras cosas, no podrás oír la voz de Dios». Ella era una mujer «total, apasionada y locamente enamorada de Jesús»[1]. Yo también quiero vivir enamorado de Jesús. En el silencio interior escucho su voz, lo intento. Porque Él vive en mí como decía el estoico Epicteto: «Pobre desgraciado, que llevas a Dios en tu interior y no lo sabes». Llevo a Dios dentro de mí y no me doy cuenta. Ignoro su presencia en mí y lo busco fuera. «Dios está aquí ahora mismo. El lugar donde hallarlo es el presente y el momento es ahora»[2]. No sé estar con Él en silencio, sin agobios, concentrado. No sé descansar en su presencia, en su paz, en la alegría de mi presente. No lo sé y me descentro buscándome a mí mismo. Angustiándome por el futuro, echándome en cara el pasado. Me gustaría aprender a vivir en mí para ser más sabio, para conocer más la vida, mi propia vida. «El hombre sabio siempre se parece a sí mismo»[3]. Quiero parecerme más a mí mismo. Ser la mejor versión de mi yo más verdadero. Sin imitar a nadie. Sin pretender gustar a tantos. Sin querer ser otro distinto al que soy, sin quedarme en las apariencias, sin esconderme detrás de ninguna máscara. Así, replegado sobre mí mismo para sacar la mejor versión, lo mejor que hay en mi corazón herido. Quiero ser el que se describe con estas palabras: «El que habita en el corazón del Dios que habita en su corazón»[4]. Quiero vivir en el corazón del que vive en mi corazón. Quiero aprender a mirar la vida desde Dios, absorbiendo toda su belleza. Como leía el otro día: «Te han dado la vida y tienes la obligación de hallar la belleza de la vida por mínima que sea»[5]. Quisiera pasear por los caminos recogiendo en mi alma la belleza que veo. El otro día me contaron el cuento de un ratón que hacía el vago durante el tiempo de bonanza, mientras los demás ratones trabajaban y almacenaban comida. El ratón permanecía sentado mirando el cielo, escuchando la música del viento, recogiendo en su alma la belleza que le rodeaba. Los demás ratones estaban indignados con él porque, aparentemente, no hacía nada productivo mientras ellos trabajaban. Pasó el verano y llegó el invierno. Tenían comida en abundancia. Pero pronto el ánimo comenzó a decaer a medida que avanzaban los meses oscuros del invierno. Meses de frío y de lluvias. Entonces el ratón que había guardado en su alma mucha luz, muchas imágenes y sonidos, comenzó a animar al resto de los ratones hablándoles de todo lo que había guardado en el pozo de su alma. Todos recuperaron el ánimo al recordar con nostalgia la belleza del verano. El sol, el mar, el viento, la paz. Así quisiera hacerlo yo siempre en mi vida y no pasar de largo por mis días sin ver lo más valioso que me rodea. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en la JMJ de Cracovia: «Tenemos que acostumbrarnos a las cosas bonitas y a las feas. La vida es así». Es verdad. Hay cosas bonitas y feas. Pero hoy quiero llenar el alma de las bonitas, para ser capaz de enfrentar las feas. Lleno el alma de luz para iluminar la noche. Cargo el corazón de vida para que venza sobre la muerte. Y me permita dar vida. Pero a veces corro el peligro de no avanzar. Hacer muchas cosas y no avanzar. Y quedarme en mis agobios. Preocupado en exceso por la vida. Retener sólo lo negativo, sin valorar lo bueno de mi vida. Es la tentación de no vivir en presente allí donde me encuentro. Ante ese mar. En lo alto de ese monte. Delante de ese río. Ante esa persona que Dios pone en mi vida. En la conversación que ahora me toca. En el momento que Dios me regala. No quiero dejar pasar nada de largo. Quiero retenerlo todo. Llenar mi alma de luces, de sonidos, de colores, de rostros, de palabras, para cuando venga el frío, o el hambre, o la escasez. Y entonces sacaré del pozo nuevos colores, nuevos sonidos, nuevos paisajes, nuevos silencios. Los compartiré con otros. Porque, como dice la Madre Teresa: «El amor no puede permanecer en sí mismo. No tiene sentido. El amor tiene que ponerse en acción». Saliendo de mí mismo compondré melodías imposibles con las notas recogidas durante el camino. En eso consiste descansar, lo tengo claro. En eso consiste vivir de verdad. Así quiero yo aprender a ver lo que se esconde detrás de la rutina de cada día. Los bosques ocultos detrás de tantos árboles inocentes que me confunden y ciegan. El mar inmenso que a veces no logro ver en medio de esa bruma de los días más tristes. Quiero guardarlo todo en mi alma para que no se pierda. Recogerlo en el fondo de mi pozo con algo de nostalgia. Con profunda alegría. Quiero llenar mi alma de Dios. O mejor aún, dejar que sea Dios el que me llene con su presencia infinita, con su amor inabarcable. Quiero abrir las compuertas del corazón para que entre y se quede conmigo. Sé que en la vida hay amaneceres y tormentas. Estrellas y noche. Soledad y compañía. Lo sé. Lo he tocado. Pero sonrío porque sé que Jesús me hace mirarlo todo con alegría. Como el gran tesoro de mi vida.
Creo que hay diferentes actitudes a la hora de enfrentar los desafíos de la vida. Actitudes que me permiten mirar con alegría el comienzo de un nuevo curso. O actitudes que me dificultan dar un primer paso. Una actitud que me bloquea es la del aburrimiento. De nuevo un curso como el pasado. De nuevo hacer lo mismo sin entusiasmo. De nuevo la misma realidad, los mismos proyectos, las mismas personas, mi misma familia, el mismo trabajo. Me lleno de aburrimiento y cansancio antes de estar cansado. Así no es posible. Esa actitud es la de aquel que vuelve a lo mismo y le abruma el peso de la vida, de los horarios, de las prisas. No quiero el aburrimiento del que piensa que no hay otra forma de enfrentar la vida. No quiero empezar con cansancio el mismo camino. Con ojos ya pesados. Con los pies rotos. Hay otra forma de comenzar una nueva etapa en la vida. Aunque se repitan horarios y tenga que pisar las mismas huellas. No quiero vivir como aquel que no tiene ilusiones nuevas y se desespera y culpa a otros de su mala suerte. Antes de comenzar ya ve el lado negativo a todo lo que le rodea. Se martiriza y martiriza a otros. No se alegra con la vida que tiene por delante. Ve la injusticia en todo lo que le sucede incluso antes de que le suceda. Esa mirada torcida, amargada, no deja ver la belleza en la vida que comienza. Se hunde en el abismo del desánimo y no logra mirar con alegría. Pero hay otra mirada posible al comenzar el curso. Una mirada alegre y positiva. Ya sea nuevo lo que tengamos por delante. O sea lo mismo de siempre visto con ojos nuevos. No importa recorrer las mismas huellas mientras que los pasos sean diferentes. Lo que de verdad importa es mi mirada sobre la vida. Una mirada cargada de amor y esperanza. Porque el amor verdadero, el amor que viene de Dios, es el que me cambia la mirada. Decía el Papa Francisco en su exhortación Amoris laetitia hablando del verdadero amor: «Sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío». Eso me hizo pensar en unas flores que vi crecer el otro día en la grieta de una roca frente al mar. Movidas por el viento, sin apenas tierra ni agua. Allí estaban esas flores desafiando al tiempo. Se mantenían con vida aunque pareciera imposible. Se alzaban firmes mecidas por el viento. Me conmovió su firmeza, su testarudez, su fortaleza. Nada parecía poder acabar con ellas. Pensé en tantas vidas que crecen en las grietas de una roca, sin apenas tierra ni agua. Y permanecen firmes ante las dificultades del camino. Pensé en tantas personas que conozco que no se dejan vencer por las malas noticias. Luchan cuando parece imposible seguir luchando. No se desesperan, no le echan la culpa a la mala suerte. Permanecen en pie cuando todos han predicho su muerte. No se amilanan ante los peligros, ni dejan de dar pasos pequeños siguiendo una ruta que sólo ellos parecen ver en la penumbra. Me emociona pensar en tantas vidas con raíces fuertes que sacan el agua del desierto de la vida, con tronco flexible que no cede con los vientos, con flores que no se marchitan ante el primer rayo de sol. Me gusta creer en el poder oculto en tantas personas que logran vencer en las cruces de la vida. Son como esas flores enraizadas en la roca.
Así quiero comenzar el curso, con raíces hondas, anclado en lo profundo de una grieta. Anclado en lo profundo de la herida de Jesús. En su corazón roto. En la grieta de su alma. No me importan los vientos, ni el sol que quema, ni la sal del mar, ni el frío del invierno. No me importa la escasez de tierra, de agua, de esperanza. Lo que me importa es la hondura de la grieta en la que logro hacer crecer mis raíces. Lo que me importa es la roca firme, esa roca que es Jesús en mi vida, y no otras arenas en las que pretendo anclar a veces mi vida. Lo importante es saber bien dónde bebo el agua que necesito. Saber quién sacia mi sed más verdadera cuando esa sed me hace dudar y temer el futuro. Pienso en la letra de una canción en la que Jesús me habla: «Soy Yo, conozco tu vida, de agua viva tu sed saciaré. Soy Yo, te busco a ti, le hablaré a tu corazón. Ningún mal te abatirá. A tu Dios no deberás temer. Si Yo en ti escribo mi ley, a mi corazón te uniré, y me adorarás en espíritu y en verdad». Me ha dado qué pensar esta canción durante el verano. Jesús viene a mí para saciar mi sed. Me busca a mí cuando yo no lo busco a Él. Me calma a mí cuando estoy inquieto y me ata a Él para que no viva sin raíces. Para que tenga paz y descanso. Para que viva anclado y firme en la fortaleza de su roca. Me busca a mí, sí, a mí. Aunque yo piense que no valgo la pena, que no soy digno. Y crea que mi vida no es valiosa ante sus ojos. Aunque mire mi pecado avergonzado y crea que no soy digno de su misericordia. Jesús me mira como lo más valioso. Se acerca a mí para calmar mi sed, para que no tema, para que ningún mal pueda conmigo. Y todo me lo da a cambio de nada, porque no me exige ser totalmente otro. No me pide que cambie hasta el punto de dejar de ser yo mismo. Quiere que me quiera como soy, que me acepte como soy, y no tema las tormentas ni los vientos contrarios que zarandean mi barca. Quiere que confíe más en sus palabras y me ate más a su vida herida. A su corazón roto. Como esa grieta hendida en la roca donde una planta aparentemente endeble logra mantener firmes en el aire sus flores pertinaces. Hoy tomo conciencia de lo que soy y tengo. Renuevo mi sí de rodillas ante Jesús. Quiero seguir su voz, sus pasos. Un nuevo sí. El mismo sí de siempre. Acojo sus deseos en mi corazón tan frágil. Sé que me conoce y me busca por los caminos de la vida. Lo más importante, lo sé, es seguir su camino, estar con Él.
Hoy pensaba en lo frágil que es mi vida. Y lo poco que puedo controlar lo que tengo por delante. Me lo recuerda el libro de la sabiduría: «¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si Tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó». Me gustaría tener esta sabiduría que me hace rastrear el querer de Dios para mi vida. ¿Qué espera de mí Jesús? ¿Cuál es su sueño para mi vida? ¿Con qué sueño yo? El Papa Francisco les preguntaba a los jóvenes: «¿Sois capaces de soñar? Es Jesucristo quien nos impulsa a levantar la mirada y a soñar alto». Y compartía una oración a Dios: «Lánzanos a la aventura de construir puentes y derribar muros, cercos y alambres. Lánzanos a la aventura de socorrer al pobre, al que se siente solo y abandonado, al que ya no le encuentra sentido a su vida. La vida es plena cuando se vive desde la misericordia». Me conmueve esa oración que me impulsa a soñar con lo imposible. Hoy sueño, como lo hizo la Madre Teresa, con una sociedad más justa, más humana, más misericordiosa. Sueño con hombres capaces de vivir construyendo puentes, uniendo, pactando. Y no dividiendo, agrediendo, insultando, llenando el corazón de odio. Sueño con un mundo muy diferente al que veo. Con un mundo lleno de vida y de paz. Estamos tan lejos. Pero sigo soñando. Como esa persona que rezaba: «Gracias por ser yo tu hijo. Hace tanto que te sueño y tanto que Tú me sueñas. En la mitad del camino y al final de cada día. Sé que tú estás a mi lado ahí donde yo me vuelva. Sosteniendo mi mirada. Manteniendo mi alegría. No quiero soñar despierto. Con sueños que no se cumplen. Quiero que cumplas mis sueños, Madre, hazlos un día posibles. Abrazo las esperanzas que se tejen en mis manos. Y espero que tras la noche venga el día más alegre». Quiero soñar con fuerza. Soñar lo que Dios sueña para mí. Encontrar su camino. Tocar sus deseos. Pero a veces corro el peligro de querer hacer sólo mi camino y no seguir sus pasos. Obstinado en mis maneras egoístas, en mis deseos autorreferentes, en la búsqueda enfermiza de la gloria. Obsesionado por mis éxitos y mis logros, por mis proyectos. Deseoso del reconocimiento de los hombres. Yo quiero ser un hombre sabio. Pero no un hombre de teorías. Sino un hombre que sepa mirar la vida y descifrar el amor de Dios oculto en la apariencia. Leer bajo las aguas. Ver detrás de las palabras. No quiero tenerlo siempre todo claro. Ni ser perfecto en mis juicios y opiniones. No quiero saber de todo, opinar sobre todo, decidirlo yo todo. No quiero dejarme llevar por mis teorías, elaboradas desde mi corta experiencia. No quiero creerme en posesión de la verdad más absoluta, despreciando otros puntos de vista. Quiero abrirme a las sorpresas de la vida. Ver la belleza oculta en la miseria. Desentrañar los misterios del camino sin dejarme llevar por mis prejuicios, por mis juicios absolutos. Quiero mirar a cada persona con asombro, sorprendido. Sin encasillarla en la imagen que yo tengo de ella, o en la teoría que he compuesto a partir de un par de creencias. Quiero dejarme tocar por lo que no conozco, sin querer quitarle en seguida el riesgo de la novedad que lo recubre. Esa novedad que me inquieta y me pone en peligro.
Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos. Y yo, al escucharlo, me pongo en camino: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío». Me da miedo su deseo de que lo posponga todo. Lo que me da seguridad, lo que me alegra. Mis amores, mis raíces, mis vínculos. Me pide que deje incluso aquello que no es malo en sí mismo, aquello que no me ata. Todos mis bienes. ¿Soy capaz de dejarlo todo por Él? No lo sé. Con claridad entiendo a Dios cuando me pide que deje mi pecado, que abandone mis esclavitudes. Eso lo entiendo, porque mi pecado me hace daño, y mis mentiras, y mis rabias y rencores. Pero me asusta esa petición que hoy me hace Jesús. Me pide que deje todos mis seguros, mis raíces, mis amores. Y me pide que coloque mi raíz en su grieta, como esa planta con flores que mira al mar desafiando los vientos. Quiere ser mi roca, mi único seguro. Para que, estando en Él, no necesite nada más. Quiere que sea libre incluso de aquello que amo y deseo. Me cuesta entender a veces sus peticiones. Jesús quiere que tome mi vida en mis manos y siga sus pasos. Dudo. Quiere que lo deje todo para poder estar con Él, sólo con Él. Decía el P. Kentenich: «Podemos y debemos gozar del mundo, pero sin olvidar que el abrirnos al mundo puede hacernos esclavos del mundo, y el abrirnos a los seres humanos puede hacernos sus esclavos»[6]. Jesús no me pide que no viva en el mundo. Me pide lo más paradójico. Por un lado me invita a amar, echando mis raíces en el mundo. Me pide que ame, que me ate, que no pase de puntillas por los corazones que se me confían. Y, al mismo tiempo, me pide que no sea esclavo de nada, que no me pese tanto el mundo que no sepa decirle que sí a Dios cuando Él me pida esa exclusividad. Me pide una libertad que no es humana, que es un don, una gracia. Hoy se la pido. Quiero esa libertad que es santa indiferencia ante la vida, ante el futuro. Una libertad plena ante los planes de Dios. Quiero ser más libre, más confiado. Jesús me pide que permanezca inscrito en su corazón para poder dar vida a muchos. Que su herida sea el lugar de mis raíces más profundas. Como esa planta que elevaba sus flores desafiantes. En la sequedad de la vida. En la dureza de la roca. Quiero inscribir mi corazón en el suyo, para siempre. Jesús me quiere así, libre y anclado. Me quiere para Él y para los hombres. Esa eterna tensión. Libre para decirle siempre sí a sus deseos. Quiere que le diga que sí siempre allí donde me encuentre enraizado. Con el corazón en la tierra y en el cielo. Ligado a lo más hondo de la vida y a lo más profundo de su corazón.
Jesús me pide que cargue con mi cruz: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío». Tantas veces deseo dejarla de lado. Me gustaría no sufrir, no tener dolores, amarguras, pesos en el alma. Quisiera desprenderme de lo que más me cuesta, de lo que no me gusta, de lo que me duele. Jesús me pide que no deje mi cruz a un lado. Me invita a darle un sí a mi realidad, a mi vida como es. Me pide que acepta la vida tal y como es. Me pide que la bese y la tome entre mis manos. Decía el Papa Francisco en el Viacrucis de la JMJ: «Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos. La vía de la cruz es la vía de la felicidad de seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el aislamiento o la soledad, porque colma el corazón del hombre de la plenitud de Cristo. La vía de la cruz es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús manda recorrer a través también de los senderos de una sociedad a veces dividida, injusta y corrupta. La vía de la cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque desemboca en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el horizonte a una vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro». Jesús abrazó su cruz, su dolor, su muerte, hasta el final, hasta la vida. Y, abrazando su cruz, abrazó mi propia cruz, abrazó la cruz de tantos que sufren cada día, cada mañana. Esa cruz dolorosa. Esa cruz que vemos a veces como una cruz maldita. Jesús me pide que abrace mi cruz y me muestra el camino de la felicidad. Esa felicidad que me lleva a la vida eterna. Esa felicidad que está llamada a ser plena en un mundo que me vende en pastillas una felicidad pasajera. Abrazar la cruz y no negarla. No evitarla. No huir de ella. Cuando lo más fácil es evadirme, buscar caminos más seguros, imaginar que sólo fuera de la cruz seré plenamente feliz. Cuando no es cierto. En mi camino de cruz, en mi propia cruz, está mi felicidad. ¿Cómo puede ser posible? A veces creemos que en el cielo sí seremos felices y mientras tanto cargaremos amargados la cruz de nuestra vida. Pero Jesús me pide algo más. Me viene a decir que sólo le puedo seguir a Él si no suelto mi cruz, si no la dejo a un lado. Y que precisamente con mi cruz y en su presencia voy a ser feliz. Dan Gilbert comentaba en uno de sus estudios hablando de la búsqueda de la felicidad: «El 75% de las personas vuelven a ser felices en los dos años posteriores al peor trauma que te puedas imaginar. Los estudios demuestran que ganar o no ganar la lotería, superar o no un examen importante, que fracase o no fracase una relación amorosa, tienen a la larga mucha menos influencia en nuestra felicidad de la que imaginamos antes de que sucedan». La cruz en mi vida no es necesariamente una vía muerta que me lleva a la más absoluta infelicidad. Aceptar mi realidad, besar mi cruz, mi vida tal cual es, es el único camino para ser feliz. Sólo seré feliz en la aceptación de mi vida como es. A veces quiero negar mis límites. Me niego entonces a aceptar la renuncia como camino de plenitud. Y busco caminos paralelos. Caminos que creo me harán más feliz. Quiero controlar más mi vida. Leía el otro día: «Tienes que aceptar las cosas como son y quedarte quieta y dejar que las cosas pasen solas. Pero eso de aceptar las cosas como son nos asusta mucho a los que creemos que el mundo se mueve porque tiene una manivela que movemos nosotros, y que si soltamos esa manivela un solo instante, pues será el fin del universo»[7]. Hoy Jesús me vuelve a decir con claridad que suelte la manivela de mi vida y cargue alegre y confiado con mi cruz. Porque no puedo dejar de lado mi cruz para vivir una vida plena. Tengo que abrazarla y cargar con ella. Es cierto que a veces necesitaré algún cireneo que me ayude a cargar tanto peso. Es verdad. En partes de mi camino no podré cargar solo con mi cruz. Habrá otros a mi lado que me hagan más llevadera mi carga. Pero mi vida con Jesús es con mi cruz a cuestas y no sin ella. Es sufriendo en mis límites y no viviendo sin límites. Es aceptando mis renuncias con paz y no negándome a ser limitado. Es descubriendo en las barreras que forman parte de mi cruz nuevos caminos de plenitud que Jesús me muestra al caminar conmigo. Mi cruz es mi realidad, mi vida, mi camino. Es lo que soy y lo que estoy llamado a ser. Es esa cruz que se ve claramente y esa otra que anida en mi cabeza y me atormenta. Y los demás no logran verla. Es mi pobreza y mi riqueza. Lo que tengo y lo que deseo. Mi cruz me define. Porque son mis límites los que definen los contornos de mi rostro. Es en mi dolor donde me reconozco tal y como soy. Soy yo, herido, limitado, ofendido. Soy yo, con mi dolor y mis cruces. Soy yo, pobre y rico. Jesús me ve en mi pobreza, en mis límites definidos y se conmueve. Sueña con todo lo que puedo llegar a ser si me acepto, si me perdono, si me quiero como soy. Ve que mi cruz no es un obstáculo, una barrera, sino un trampolín que me hace llegar más alto, subir más arriba. No lo duda. Mi cruz no me limita, al contrario, me salva, me identifica. Mis límites me definen, no me frustran. Me marcan horizontes, no me bloquean. Se abren nuevas ventanas al cerrarse algunas puertas. En esa cruz que cargo no voy yo solo. Jesús va conmigo y manda delante de mí otros cireneos que, como a Él un día, me ayuden a mí a cargar con mi cruz. Esa certeza me da vida.
Jesús me pide que abrace hoy sus planes, sus deseos, con un corazón alegre. Y me pide que siga sus mismos pasos. Rutas diferentes, pero siempre sus pasos. Jesús va donde voy yo. Ya está allí hacia dónde yo camino. Y yo no temo porque está Él. Y confío. Porque permanece a mi lado. Y Él sabe mejor que yo lo que me conviene, lo que me hace feliz, lo que de verdad llena mi alma y me alegra. Y yo a veces me estrecho en mi horizonte. Quiero reducirlo todo para que me quepa en la palma de mi mano y así caminar seguro. Porque me da miedo el riesgo, el mar hondo y profundo que no controlo. Los peces que no conozco, las redes llenas que sólo sueño. Me da miedo una vida llena de riesgos y posibilidades. Temo quedarme accidentado en el intento por seguir a Jesús y por eso no me arriesgo. Prefiero recorrer mi ruta segura. Mejor eso que arriesgarme a seguir los pasos de Jesús dejando atrás lo que me tranquiliza. Me asusta su invitación a navegar mar adentro. Y no sé si todo lo que hago es su deseo, o todo lo contrario. Y tantas veces le pregunto a otros si lo que hago está bien o mal. Si es lo que Dios quiere o es invención mía. No le pregunto tanto a Dios. Porque no sé escuchar tal vez sus respuestas o no sé guardar silencio. Pero sé que Él me habla en mi corazón aunque no le oiga. Me habla a través de tantas personas. Me habla en las circunstancias de mi vida. Y yo sólo necesito estar profundamente unido a Él para entender más. Una persona rezaba: «Quiero vivir pobre ante ti, sin nada que ofrecer, sólo mi pobre vida sedienta que busca estar a tu lado. Me pongo en tus manos de Padre, aceptando todo con alegría y paz. Te confío mi corazón herido, mi cansancio y mi cruz. Déjame seguirte, Señor, confiada y segura por caminos inciertos de oscuridad y de cruz». Es el deseo del que sabe abandonarse en los caminos de Dios. Seguirle a Él y no los propios deseos. A veces me engaño y busco que el mundo me dé la razón. Vivo como no tengo que vivir y busco a otros que compartan esa forma de ver las cosas. Pero no le pregunto a Dios. Me da miedo su respuesta. Hoy miro mi corazón herido. Inquieto. Sin paz tantas veces. Quiero que Jesús me muestre sus deseos y caminar así a su lado siempre. ¿Qué desea Dios para mi vida este curso que comienza? ¿Cuáles son sus proyectos para mí? ¿Qué sueña para mi vida? Hoy miro a Jesús que carga conmigo mi cruz. Nunca me deja solo. Lo miro a Él al comenzar el camino. Quiero seguir sus pasos. Él quiere que mis pasos estén unidos a los suyos. No quiero que me deje solo. Le pregunto de nuevo: «¿Qué quieres, Jesús, de mí?». La Madre Teresa escuchó una pregunta de Jesús en un tren: «¿Harás esto por mí?»[8]. Esa pregunta marcó el sentido de sus pasos. Desde entonces se abrazó a su corazón en el camino. Hoy quiero escuchar esa pregunta de Jesús. Y quiero hacerle de nuevo mi pregunta. Quiero saber cómo seguir sus pasos. Hago silencio. Le busco al comenzar el camino. Quiero ir de su mano. Sé que me conoce y va conmigo. Ningún mal me abatirá. Nada he de temer.
Creo que hay diferentes actitudes a la hora de enfrentar los desafíos de la vida. Actitudes que me permiten mirar con alegría el comienzo de un nuevo curso. O actitudes que me dificultan dar un primer paso. Una actitud que me bloquea es la del aburrimiento. De nuevo un curso como el pasado. De nuevo hacer lo mismo sin entusiasmo. De nuevo la misma realidad, los mismos proyectos, las mismas personas, mi misma familia, el mismo trabajo. Me lleno de aburrimiento y cansancio antes de estar cansado. Así no es posible. Esa actitud es la de aquel que vuelve a lo mismo y le abruma el peso de la vida, de los horarios, de las prisas. No quiero el aburrimiento del que piensa que no hay otra forma de enfrentar la vida. No quiero empezar con cansancio el mismo camino. Con ojos ya pesados. Con los pies rotos. Hay otra forma de comenzar una nueva etapa en la vida. Aunque se repitan horarios y tenga que pisar las mismas huellas. No quiero vivir como aquel que no tiene ilusiones nuevas y se desespera y culpa a otros de su mala suerte. Antes de comenzar ya ve el lado negativo a todo lo que le rodea. Se martiriza y martiriza a otros. No se alegra con la vida que tiene por delante. Ve la injusticia en todo lo que le sucede incluso antes de que le suceda. Esa mirada torcida, amargada, no deja ver la belleza en la vida que comienza. Se hunde en el abismo del desánimo y no logra mirar con alegría. Pero hay otra mirada posible al comenzar el curso. Una mirada alegre y positiva. Ya sea nuevo lo que tengamos por delante. O sea lo mismo de siempre visto con ojos nuevos. No importa recorrer las mismas huellas mientras que los pasos sean diferentes. Lo que de verdad importa es mi mirada sobre la vida. Una mirada cargada de amor y esperanza. Porque el amor verdadero, el amor que viene de Dios, es el que me cambia la mirada. Decía el Papa Francisco en su exhortación Amoris laetitia hablando del verdadero amor: «Sobrelleva con espíritu positivo todas las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío». Eso me hizo pensar en unas flores que vi crecer el otro día en la grieta de una roca frente al mar. Movidas por el viento, sin apenas tierra ni agua. Allí estaban esas flores desafiando al tiempo. Se mantenían con vida aunque pareciera imposible. Se alzaban firmes mecidas por el viento. Me conmovió su firmeza, su testarudez, su fortaleza. Nada parecía poder acabar con ellas. Pensé en tantas vidas que crecen en las grietas de una roca, sin apenas tierra ni agua. Y permanecen firmes ante las dificultades del camino. Pensé en tantas personas que conozco que no se dejan vencer por las malas noticias. Luchan cuando parece imposible seguir luchando. No se desesperan, no le echan la culpa a la mala suerte. Permanecen en pie cuando todos han predicho su muerte. No se amilanan ante los peligros, ni dejan de dar pasos pequeños siguiendo una ruta que sólo ellos parecen ver en la penumbra. Me emociona pensar en tantas vidas con raíces fuertes que sacan el agua del desierto de la vida, con tronco flexible que no cede con los vientos, con flores que no se marchitan ante el primer rayo de sol. Me gusta creer en el poder oculto en tantas personas que logran vencer en las cruces de la vida. Son como esas flores enraizadas en la roca.
Así quiero comenzar el curso, con raíces hondas, anclado en lo profundo de una grieta. Anclado en lo profundo de la herida de Jesús. En su corazón roto. En la grieta de su alma. No me importan los vientos, ni el sol que quema, ni la sal del mar, ni el frío del invierno. No me importa la escasez de tierra, de agua, de esperanza. Lo que me importa es la hondura de la grieta en la que logro hacer crecer mis raíces. Lo que me importa es la roca firme, esa roca que es Jesús en mi vida, y no otras arenas en las que pretendo anclar a veces mi vida. Lo importante es saber bien dónde bebo el agua que necesito. Saber quién sacia mi sed más verdadera cuando esa sed me hace dudar y temer el futuro. Pienso en la letra de una canción en la que Jesús me habla: «Soy Yo, conozco tu vida, de agua viva tu sed saciaré. Soy Yo, te busco a ti, le hablaré a tu corazón. Ningún mal te abatirá. A tu Dios no deberás temer. Si Yo en ti escribo mi ley, a mi corazón te uniré, y me adorarás en espíritu y en verdad». Me ha dado qué pensar esta canción durante el verano. Jesús viene a mí para saciar mi sed. Me busca a mí cuando yo no lo busco a Él. Me calma a mí cuando estoy inquieto y me ata a Él para que no viva sin raíces. Para que tenga paz y descanso. Para que viva anclado y firme en la fortaleza de su roca. Me busca a mí, sí, a mí. Aunque yo piense que no valgo la pena, que no soy digno. Y crea que mi vida no es valiosa ante sus ojos. Aunque mire mi pecado avergonzado y crea que no soy digno de su misericordia. Jesús me mira como lo más valioso. Se acerca a mí para calmar mi sed, para que no tema, para que ningún mal pueda conmigo. Y todo me lo da a cambio de nada, porque no me exige ser totalmente otro. No me pide que cambie hasta el punto de dejar de ser yo mismo. Quiere que me quiera como soy, que me acepte como soy, y no tema las tormentas ni los vientos contrarios que zarandean mi barca. Quiere que confíe más en sus palabras y me ate más a su vida herida. A su corazón roto. Como esa grieta hendida en la roca donde una planta aparentemente endeble logra mantener firmes en el aire sus flores pertinaces. Hoy tomo conciencia de lo que soy y tengo. Renuevo mi sí de rodillas ante Jesús. Quiero seguir su voz, sus pasos. Un nuevo sí. El mismo sí de siempre. Acojo sus deseos en mi corazón tan frágil. Sé que me conoce y me busca por los caminos de la vida. Lo más importante, lo sé, es seguir su camino, estar con Él.
Hoy pensaba en lo frágil que es mi vida. Y lo poco que puedo controlar lo que tengo por delante. Me lo recuerda el libro de la sabiduría: «¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano. ¿Quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si Tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó». Me gustaría tener esta sabiduría que me hace rastrear el querer de Dios para mi vida. ¿Qué espera de mí Jesús? ¿Cuál es su sueño para mi vida? ¿Con qué sueño yo? El Papa Francisco les preguntaba a los jóvenes: «¿Sois capaces de soñar? Es Jesucristo quien nos impulsa a levantar la mirada y a soñar alto». Y compartía una oración a Dios: «Lánzanos a la aventura de construir puentes y derribar muros, cercos y alambres. Lánzanos a la aventura de socorrer al pobre, al que se siente solo y abandonado, al que ya no le encuentra sentido a su vida. La vida es plena cuando se vive desde la misericordia». Me conmueve esa oración que me impulsa a soñar con lo imposible. Hoy sueño, como lo hizo la Madre Teresa, con una sociedad más justa, más humana, más misericordiosa. Sueño con hombres capaces de vivir construyendo puentes, uniendo, pactando. Y no dividiendo, agrediendo, insultando, llenando el corazón de odio. Sueño con un mundo muy diferente al que veo. Con un mundo lleno de vida y de paz. Estamos tan lejos. Pero sigo soñando. Como esa persona que rezaba: «Gracias por ser yo tu hijo. Hace tanto que te sueño y tanto que Tú me sueñas. En la mitad del camino y al final de cada día. Sé que tú estás a mi lado ahí donde yo me vuelva. Sosteniendo mi mirada. Manteniendo mi alegría. No quiero soñar despierto. Con sueños que no se cumplen. Quiero que cumplas mis sueños, Madre, hazlos un día posibles. Abrazo las esperanzas que se tejen en mis manos. Y espero que tras la noche venga el día más alegre». Quiero soñar con fuerza. Soñar lo que Dios sueña para mí. Encontrar su camino. Tocar sus deseos. Pero a veces corro el peligro de querer hacer sólo mi camino y no seguir sus pasos. Obstinado en mis maneras egoístas, en mis deseos autorreferentes, en la búsqueda enfermiza de la gloria. Obsesionado por mis éxitos y mis logros, por mis proyectos. Deseoso del reconocimiento de los hombres. Yo quiero ser un hombre sabio. Pero no un hombre de teorías. Sino un hombre que sepa mirar la vida y descifrar el amor de Dios oculto en la apariencia. Leer bajo las aguas. Ver detrás de las palabras. No quiero tenerlo siempre todo claro. Ni ser perfecto en mis juicios y opiniones. No quiero saber de todo, opinar sobre todo, decidirlo yo todo. No quiero dejarme llevar por mis teorías, elaboradas desde mi corta experiencia. No quiero creerme en posesión de la verdad más absoluta, despreciando otros puntos de vista. Quiero abrirme a las sorpresas de la vida. Ver la belleza oculta en la miseria. Desentrañar los misterios del camino sin dejarme llevar por mis prejuicios, por mis juicios absolutos. Quiero mirar a cada persona con asombro, sorprendido. Sin encasillarla en la imagen que yo tengo de ella, o en la teoría que he compuesto a partir de un par de creencias. Quiero dejarme tocar por lo que no conozco, sin querer quitarle en seguida el riesgo de la novedad que lo recubre. Esa novedad que me inquieta y me pone en peligro.
Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos. Y yo, al escucharlo, me pongo en camino: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío». Me da miedo su deseo de que lo posponga todo. Lo que me da seguridad, lo que me alegra. Mis amores, mis raíces, mis vínculos. Me pide que deje incluso aquello que no es malo en sí mismo, aquello que no me ata. Todos mis bienes. ¿Soy capaz de dejarlo todo por Él? No lo sé. Con claridad entiendo a Dios cuando me pide que deje mi pecado, que abandone mis esclavitudes. Eso lo entiendo, porque mi pecado me hace daño, y mis mentiras, y mis rabias y rencores. Pero me asusta esa petición que hoy me hace Jesús. Me pide que deje todos mis seguros, mis raíces, mis amores. Y me pide que coloque mi raíz en su grieta, como esa planta con flores que mira al mar desafiando los vientos. Quiere ser mi roca, mi único seguro. Para que, estando en Él, no necesite nada más. Quiere que sea libre incluso de aquello que amo y deseo. Me cuesta entender a veces sus peticiones. Jesús quiere que tome mi vida en mis manos y siga sus pasos. Dudo. Quiere que lo deje todo para poder estar con Él, sólo con Él. Decía el P. Kentenich: «Podemos y debemos gozar del mundo, pero sin olvidar que el abrirnos al mundo puede hacernos esclavos del mundo, y el abrirnos a los seres humanos puede hacernos sus esclavos»[6]. Jesús no me pide que no viva en el mundo. Me pide lo más paradójico. Por un lado me invita a amar, echando mis raíces en el mundo. Me pide que ame, que me ate, que no pase de puntillas por los corazones que se me confían. Y, al mismo tiempo, me pide que no sea esclavo de nada, que no me pese tanto el mundo que no sepa decirle que sí a Dios cuando Él me pida esa exclusividad. Me pide una libertad que no es humana, que es un don, una gracia. Hoy se la pido. Quiero esa libertad que es santa indiferencia ante la vida, ante el futuro. Una libertad plena ante los planes de Dios. Quiero ser más libre, más confiado. Jesús me pide que permanezca inscrito en su corazón para poder dar vida a muchos. Que su herida sea el lugar de mis raíces más profundas. Como esa planta que elevaba sus flores desafiantes. En la sequedad de la vida. En la dureza de la roca. Quiero inscribir mi corazón en el suyo, para siempre. Jesús me quiere así, libre y anclado. Me quiere para Él y para los hombres. Esa eterna tensión. Libre para decirle siempre sí a sus deseos. Quiere que le diga que sí siempre allí donde me encuentre enraizado. Con el corazón en la tierra y en el cielo. Ligado a lo más hondo de la vida y a lo más profundo de su corazón.
Jesús me pide que cargue con mi cruz: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío». Tantas veces deseo dejarla de lado. Me gustaría no sufrir, no tener dolores, amarguras, pesos en el alma. Quisiera desprenderme de lo que más me cuesta, de lo que no me gusta, de lo que me duele. Jesús me pide que no deje mi cruz a un lado. Me invita a darle un sí a mi realidad, a mi vida como es. Me pide que acepta la vida tal y como es. Me pide que la bese y la tome entre mis manos. Decía el Papa Francisco en el Viacrucis de la JMJ: «Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos. La vía de la cruz es la vía de la felicidad de seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el aislamiento o la soledad, porque colma el corazón del hombre de la plenitud de Cristo. La vía de la cruz es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús manda recorrer a través también de los senderos de una sociedad a veces dividida, injusta y corrupta. La vía de la cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque desemboca en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el horizonte a una vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro». Jesús abrazó su cruz, su dolor, su muerte, hasta el final, hasta la vida. Y, abrazando su cruz, abrazó mi propia cruz, abrazó la cruz de tantos que sufren cada día, cada mañana. Esa cruz dolorosa. Esa cruz que vemos a veces como una cruz maldita. Jesús me pide que abrace mi cruz y me muestra el camino de la felicidad. Esa felicidad que me lleva a la vida eterna. Esa felicidad que está llamada a ser plena en un mundo que me vende en pastillas una felicidad pasajera. Abrazar la cruz y no negarla. No evitarla. No huir de ella. Cuando lo más fácil es evadirme, buscar caminos más seguros, imaginar que sólo fuera de la cruz seré plenamente feliz. Cuando no es cierto. En mi camino de cruz, en mi propia cruz, está mi felicidad. ¿Cómo puede ser posible? A veces creemos que en el cielo sí seremos felices y mientras tanto cargaremos amargados la cruz de nuestra vida. Pero Jesús me pide algo más. Me viene a decir que sólo le puedo seguir a Él si no suelto mi cruz, si no la dejo a un lado. Y que precisamente con mi cruz y en su presencia voy a ser feliz. Dan Gilbert comentaba en uno de sus estudios hablando de la búsqueda de la felicidad: «El 75% de las personas vuelven a ser felices en los dos años posteriores al peor trauma que te puedas imaginar. Los estudios demuestran que ganar o no ganar la lotería, superar o no un examen importante, que fracase o no fracase una relación amorosa, tienen a la larga mucha menos influencia en nuestra felicidad de la que imaginamos antes de que sucedan». La cruz en mi vida no es necesariamente una vía muerta que me lleva a la más absoluta infelicidad. Aceptar mi realidad, besar mi cruz, mi vida tal cual es, es el único camino para ser feliz. Sólo seré feliz en la aceptación de mi vida como es. A veces quiero negar mis límites. Me niego entonces a aceptar la renuncia como camino de plenitud. Y busco caminos paralelos. Caminos que creo me harán más feliz. Quiero controlar más mi vida. Leía el otro día: «Tienes que aceptar las cosas como son y quedarte quieta y dejar que las cosas pasen solas. Pero eso de aceptar las cosas como son nos asusta mucho a los que creemos que el mundo se mueve porque tiene una manivela que movemos nosotros, y que si soltamos esa manivela un solo instante, pues será el fin del universo»[7]. Hoy Jesús me vuelve a decir con claridad que suelte la manivela de mi vida y cargue alegre y confiado con mi cruz. Porque no puedo dejar de lado mi cruz para vivir una vida plena. Tengo que abrazarla y cargar con ella. Es cierto que a veces necesitaré algún cireneo que me ayude a cargar tanto peso. Es verdad. En partes de mi camino no podré cargar solo con mi cruz. Habrá otros a mi lado que me hagan más llevadera mi carga. Pero mi vida con Jesús es con mi cruz a cuestas y no sin ella. Es sufriendo en mis límites y no viviendo sin límites. Es aceptando mis renuncias con paz y no negándome a ser limitado. Es descubriendo en las barreras que forman parte de mi cruz nuevos caminos de plenitud que Jesús me muestra al caminar conmigo. Mi cruz es mi realidad, mi vida, mi camino. Es lo que soy y lo que estoy llamado a ser. Es esa cruz que se ve claramente y esa otra que anida en mi cabeza y me atormenta. Y los demás no logran verla. Es mi pobreza y mi riqueza. Lo que tengo y lo que deseo. Mi cruz me define. Porque son mis límites los que definen los contornos de mi rostro. Es en mi dolor donde me reconozco tal y como soy. Soy yo, herido, limitado, ofendido. Soy yo, con mi dolor y mis cruces. Soy yo, pobre y rico. Jesús me ve en mi pobreza, en mis límites definidos y se conmueve. Sueña con todo lo que puedo llegar a ser si me acepto, si me perdono, si me quiero como soy. Ve que mi cruz no es un obstáculo, una barrera, sino un trampolín que me hace llegar más alto, subir más arriba. No lo duda. Mi cruz no me limita, al contrario, me salva, me identifica. Mis límites me definen, no me frustran. Me marcan horizontes, no me bloquean. Se abren nuevas ventanas al cerrarse algunas puertas. En esa cruz que cargo no voy yo solo. Jesús va conmigo y manda delante de mí otros cireneos que, como a Él un día, me ayuden a mí a cargar con mi cruz. Esa certeza me da vida.
Jesús me pide que abrace hoy sus planes, sus deseos, con un corazón alegre. Y me pide que siga sus mismos pasos. Rutas diferentes, pero siempre sus pasos. Jesús va donde voy yo. Ya está allí hacia dónde yo camino. Y yo no temo porque está Él. Y confío. Porque permanece a mi lado. Y Él sabe mejor que yo lo que me conviene, lo que me hace feliz, lo que de verdad llena mi alma y me alegra. Y yo a veces me estrecho en mi horizonte. Quiero reducirlo todo para que me quepa en la palma de mi mano y así caminar seguro. Porque me da miedo el riesgo, el mar hondo y profundo que no controlo. Los peces que no conozco, las redes llenas que sólo sueño. Me da miedo una vida llena de riesgos y posibilidades. Temo quedarme accidentado en el intento por seguir a Jesús y por eso no me arriesgo. Prefiero recorrer mi ruta segura. Mejor eso que arriesgarme a seguir los pasos de Jesús dejando atrás lo que me tranquiliza. Me asusta su invitación a navegar mar adentro. Y no sé si todo lo que hago es su deseo, o todo lo contrario. Y tantas veces le pregunto a otros si lo que hago está bien o mal. Si es lo que Dios quiere o es invención mía. No le pregunto tanto a Dios. Porque no sé escuchar tal vez sus respuestas o no sé guardar silencio. Pero sé que Él me habla en mi corazón aunque no le oiga. Me habla a través de tantas personas. Me habla en las circunstancias de mi vida. Y yo sólo necesito estar profundamente unido a Él para entender más. Una persona rezaba: «Quiero vivir pobre ante ti, sin nada que ofrecer, sólo mi pobre vida sedienta que busca estar a tu lado. Me pongo en tus manos de Padre, aceptando todo con alegría y paz. Te confío mi corazón herido, mi cansancio y mi cruz. Déjame seguirte, Señor, confiada y segura por caminos inciertos de oscuridad y de cruz». Es el deseo del que sabe abandonarse en los caminos de Dios. Seguirle a Él y no los propios deseos. A veces me engaño y busco que el mundo me dé la razón. Vivo como no tengo que vivir y busco a otros que compartan esa forma de ver las cosas. Pero no le pregunto a Dios. Me da miedo su respuesta. Hoy miro mi corazón herido. Inquieto. Sin paz tantas veces. Quiero que Jesús me muestre sus deseos y caminar así a su lado siempre. ¿Qué desea Dios para mi vida este curso que comienza? ¿Cuáles son sus proyectos para mí? ¿Qué sueña para mi vida? Hoy miro a Jesús que carga conmigo mi cruz. Nunca me deja solo. Lo miro a Él al comenzar el camino. Quiero seguir sus pasos. Él quiere que mis pasos estén unidos a los suyos. No quiero que me deje solo. Le pregunto de nuevo: «¿Qué quieres, Jesús, de mí?». La Madre Teresa escuchó una pregunta de Jesús en un tren: «¿Harás esto por mí?»[8]. Esa pregunta marcó el sentido de sus pasos. Desde entonces se abrazó a su corazón en el camino. Hoy quiero escuchar esa pregunta de Jesús. Y quiero hacerle de nuevo mi pregunta. Quiero saber cómo seguir sus pasos. Hago silencio. Le busco al comenzar el camino. Quiero ir de su mano. Sé que me conoce y va conmigo. Ningún mal me abatirá. Nada he de temer.
[1] Madre Teresa, Ven, sé mi luz, 315
[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[3] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[4] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[5] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[6] J. Kentenich, Hacia la cima
[7] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[8] Madre Teresa, Ven, sé mi luz, 315
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