Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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De herrero y partera

por Semblanzas sacerdotales



 Por José Ricart Torrens

DE ALCURNIA OBRERA En Vellexon, pueblecito del este de Francia, el 23 de julio de 1824, nacía Esteban Pernet. Su padre, Claudio, era el herrero del pueblo y cultivaba algunas tierras. Su madre, Magdalena, asistía a las mujeres cuando iban a dar a luz y cuidaba a los enfermos, casi siempre gratuitamente. Por donde pasaba era portadora de paz, y la apreciaban tanto en el pueblo, que la llamaban “Magdalena la santa”.
Esteban asistía a las clases de catecismo. Un día el párroco habló del sacerdocio y terminó la clase diciendo: “¿Quién sabe si entre vosotros habrá alguno que sea sacerdote?” Esteban sintió arder un fuego en su corazón y se dijo convencido: “Ese seré yo”. Pero aun no había cumplido los catorce años cuando su padre moría después de corta enfermedad. Magdalena asumió sola el sostenimiento de los cuatro hijos, el mayor de los cuales era Esteban que, en la escuelita parroquial, había iniciado sus estudios dirigidos al sacerdocio. Su buena y piadosa madre no quiso sacrificar la vocación de Esteban para solucionar sus problemas económicos, y aquel mismo año el niño ingresó en la escuela latina de Membray. De allí pasó al Seminario de Vescul para estudiar Filosofía y luego al de Besançon para empezar la Teología.

EN LAS SOMBRAS DE LA INCERTICUMBRE

 Al cabo de dos años, antes de recibir Órdenes, Esteban siente un fuerte temor de las responsabilidades del ministerio pastoral, y regresa a su pueblo natal, enfermo, agotado por la terrible lucha interior que ha debido soportar. Entonces comienza para él una época difícil. Se siente llamado al servicio de Dios, y busca dolorosamente la manera de corresponder al llamamiento. Al mismo tiempo se ve obligado a ganarse la vida. Es, sucesivamente, celador de estudios en un colegio, preceptor en una familia y, en 1848, lo hallamos en París, en precaria situación económica y siempre con la angustia: “¿Qué queréis de mí, Dios mío?”
 Después de una ferviente súplica a Nuestra Señora de las Victorias, le ponen en contacto con el Rdo. D’Anzon, el sacerdote providencial que orientará su vida. Es el Vicario general de la diócesis de Nimes, que ha emprendido la defensa de la enseñanza cristiana y ha instituido para ello un colegio. Pero quiere hacer más: con los profesores del mismo, desea fundar una Congregación religiosa.

UNA BRECHA DE LUZ

 El Rdo. D’Alzon queda satisfecho de las cualidades que descubre en Esteban Pernet. Y éste, en lugar de intimidarse por la inteligencia elevada, la distinción, el carácter impulsivo del director, se siente completamente conquistado. Nunca había hallado un alma de semejante envergadura, que con una sola palabra supiera barrer todas sus vacilaciones, y que le abriera amplios horizontes sobre el amor de Jesucristo y los destinos de la Iglesia. Reanuda sus estudios sacerdotales y empieza su noviciado en la naciente Congregación de Agustinos de la Asunción. Al año y medio de su llegada, el día de Navidad de 1850, aprobada ya la Congregación por el obispo de la diócesis, se permite al padre D’Alzon y a otros cuatro religiosos que pronuncien los primeros votos. Uno de los cuatro es el hermano Esteban Pernet. El Sábado Santo, 3 de abril de 1858, recibe el sacerdocio. Pero su madre no tiene el gozo de asistir a su primera Misa, porque había fallecido el año anterior.

DESCUBRIMIENTO DEL DOLOR

 En el colegio de Nimes, el P. D’Alzon funda un patronato en el que los jueves y domingos reúne a los niños pobres para darles instrucción intelectual y religiosa. El P. Pernet está especialmente encargado de ellos, se encuentra feliz entre sus alumnos, visita a sus padres y se puede dar cuenta de lo que él llamará “el mal del obrero”, y de los remedios que habría que aplicarle. Presencia el triste espectáculo de los estragos causados en la familia obrera por la enfermedad de uno de sus miembros, transportado al hospital y dejando abandonados a los demás. Constata que en aquellas casas hay que hacer y decir muchas cosas que ni el hombre ni el sacerdote pueden decir ni hacer. “Me preguntaba, escribe más adelante, qué medio habría que tomar. Evidentemente, hacía falta una mujer, y una mujer religiosa... Pero yo no veía claro, no había en mi mente nada definido, la hora de Dios no había llegado aún...”
 Los hombres de Dios no se limitan a constatar el mal. Su celo no les deja en reposo mientras no hayan probado de hacer lo imposible para remediarlo. El P. Pernet, durante doce años, reza, sufre y espera su hora cumpliendo las tareas que le son asignadas. Ve exactamente que lo necesario es reconstruir la familia. Así dice: “Para rehacer un estado social cristiano, hay que rehacer la familia cristiana. Toda otra manera de proceder sería ineficaz. Hay que ir a la base: impedir el divorcio, rehabilitar las uniones. Si la familia vuelve a ser cristiana, la sociedad lo será naturalmente”. “Recristianizar la familia es su idea-fuerza luminosa. Pero, prácticamente, un simple religioso, ¿qué medio podrá emplear?” Una vez más en la vida del P. Pernet se presenta el gran problema: “Señor, ¿qué debo hacer?”

LA HORA DE DIOS

 Al terminar el curso escolar 1862-63, el P. Pernet es enviado a París. Allí ejerce su ministerio, confiesa mucho, entra en contacto con los más pobres, de modo que va arraigando en su alma la idea percibida en Nimes.
 A principios de 1864, al celebrar un día la santa Misa, se siente sobrecogido por el Espíritu Santo. En el momento de la Consagración, mientras tiene en sus manos el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, le ruega que le dé a conocer su voluntad... y recibe la luz plena y completa. Ve súbitamente la manera de ayudar a la familia obrera que lucha con la inseguridad, sobre la cual repercuten tan pesadamente todas las dificultades económicas, sociales y morales, y en la que tantas fuerzas disolventes quieren penetrar para arrancarla de sus destinos espirituales. Ve a una religiosa que será la humilde sierva de todos, que irá con amor fraterno y desinteresado a ayudar y a cuidar a todos aquellos que necesiten ser ayudados y cuidados. Porque amará a sus hermanos tal como son, dará testimonio del Señor Jesús. Así, con un mismo y único gesto, aquella religiosa aportará el socorro material tangible, concreto, que permitirá a la familia probada por un rudo golpe, aguantar o superar la prueba, y ofrecerá a las almas de buena voluntad el mayor tesoro que existe en el mundo: la fe en el amor de Cristo que nos ama y se ha entregado por nosotros. En la mente y en el corazón del P. Pernet, ha nacido la Hermanita de la Asunción.

DIFÍCILES COMIENZOS

 Un día de mayo de 1864, dos muchachas piden por el P. Pernet. Se presentan como veladoras de enfermos y le piden trabajo. Con voz involuntariamente emocionada, les pregunta: -¿Os ganáis la vida cuidando enfermos? –Sí, padre, cuando los encontramos que pueden pagarnos. –Muy bien, pero yo no tengo enfermos. No obstante, volved a verme, que me ocuparé de lo que pedís. ¿Era ésta la ocasión providencial? ¿Podía revelar su plan? ¿No sería presuntuoso?... Rezó, hizo penitencia, consultó a su superior y, cuando unos días después volvieron aquellas dos jóvenes, se desarrolló este diálogo:
 -Hijas mías, ¿amáis a nuestro Señor? –Claro que sí, padre. -¿Os sentís con ánimos para hacer algo por Él? -¡Oh, sí! –Pues convengamos en que seguiréis cuidando enfermos. Si se os presentan ricos, les haréis pagar; pero nunca rechazaréis a los pobres, a los que prestaréis vuestros cuidados gratuitamente, siempre gratuitamente. ¿Os parece bien?. La mayor, María Maire, acepta entuiasmada. Su compañera no responde y pronto la deja.
 A María Maire se unen otras dos muchachas y alquilan un pisito. Contrariamente a lo que habían imaginado, los enfermos capaces de pagar escasean cada día más, mientras que los pobres se multiplican. Entonces comienzan a aplicar su regla: cuidar sólo a los pobres y siempre gratuitamente. Son sostenidas en aquella vida heroica por los buenos consejos del P. Pernet, que les da un reglamento y les manda algunas limosnas que para ellas logra recoger.
El fundador se da cuenta de que ninguna de aquellas chicas tiene capacidad para ser superiora. Le haría falta una persona con buena inteligencia y con un corazón compasivo ante todas las miserias. Descubre esta joya en una muchacha poco mimada por la naturaleza, huérfana desde la infancia, que entonces dirige un orfelinato privado: Antonia Fage. En el momento querido por la Providencia, el padre le pide que quiera cuidarse de su pequeña familia religiosa. Después de hacerle pasar algunos meses en compañía de las religiosas de la Asunción, la asocia a su obra y da a sus hijas aquella madre incomparable, María de Jesús, que ha merecido, como él, ser propuesta para la gloria de los altares. En aquellos difíciles comienzos, las Hermanitas de la Asunción viven como los más pobres y se alimentan con la sopa que reparte la beneficencia.
Al cabo de algún tiempo, el buen padre teme que hacerlas vivir en un tal grado de heroísmo sea tentar a Dios, falta de prudencia. Y va a confiar sus dudas a su superior. ¿Será conveniente continuar cuidando sólo a los pobres? ¿No sería mejor aceptar también algunos enfermos capaces de pagar? El superior reflexiona y le dice: “Guárdese muy bien de cambiar nada en su manera de obrar; en ella está su originalidad; si la pierde, pierde también su razón de ser”. Y fiel ya a su principio: “Cuando tengo de mi parte a Dios y a mis superiores, no temo nada”, aquel hombre tímido de antaño se enfrenta con todas las imposibilidades. Quiere que la Hermanita no sea sólo una visitadora de enfermos, sino que, penetrando en el hogar obrero con ocasión de la enfermedad, permanezca en él toda la jornada, cuidando debidamente al enfermo y realizando los humildes quehaceres domésticos, siempre gratuitamente, como hermana de sus hermanos. Y esto como único y exclusivo medio para alcanzar la recristianización de la familia obrera, pues dice: “Al rehacer las familias como Dios quiere que sean, se rehace un pueblo de hijos de Dios”.
 Plenamente consciente del peligro que puede acechar a la Hermanita enviada “como cordero entre lobos”, la rodea de admirable solicitud en su formación religiosa y apostólica. “La hermanita, dice, ha de tener un alma de carmelita y un corazón de misionera”. Alma de carmelita por la contemplación que ha de hacérsele habitual. Y así un día escribe a una de sus hijas de Inglaterra: “La Hermanita que permaneciera extraña a la vida de unión a Jesucristo, que no mereciera ser llamada hija menor de Santa Teresa, sólo sería una Hermanita manca de un brazo y coja de un pie”. Y un corazón de misionera. Por eso dice: “La Hermanita que no estuviera pronta a ir hasta el fin del mundo e incluso a morir, si fuera preciso, para salvar a un alma, no sería una verdadera Hermanita”.
El P. Pernet, por sus tareas de fundador, no se exime nunca de la obediencia, sino que siempre es exactísimo en ella, siendo ante todo un religioso perfecto. Su fe, su humildad, su espíritu sobrenatural, le guían en todas las cosas. En su convento, se hace el último y el más pequeño de todos, guardando para sí los secretos del Rey, pero esforzándose en dar gusto a todos los demás. Su superior dice que sabe muy poco de las cosas que hace el P. Pernet, porque nunca se vanagloria de ellas. Cuando está en casa, su lugar de preferencia es la capilla, arrodillado junto a su confesonario, y allí va a buscarle ante todo el hermano portero cuando alguien pide por él. Pero si algún miembro de la Comunidad está enfermo, no sale nunca de casa sin ir a ver cómo sigue y prestarle pequeños servicios a su alcance.

LA OBRA CRECE Y SE AFIANZA

 En 1875, la autoridad diocesana, viendo que la Congregación está ya suficientemente organizada, la reconoce oficialmente y permite que sus miembros emitan votos canónicos. Las vocaciones afluyen, y la familia religiosa se va multiplicando, con lo que el P. Pernet puede ir respondiendo a las numerosas peticiones de fundación que vienen de los barrios populares de París y sus alrededores, de las ciudades industriales de Francia y de los demás países. El ideal de la vida del fundador fue siempre conquistar el mundo entero para Jesucristo. La misión asignada a la Hermanita de la Asunción seguirá siendo siempre “la recristianización de la familia obrera”; el medio para conseguirla “el cuidado gratuito y a domicilio de los enfermos necesitados”, pero los límites de su apostolado alcanzan el universo entero. Así dice a las Hermanitas: “No sois bastante ambiciosas, hijas mías; en vuestro amor a Jesucristo, en vuestro celo por la salvación de las almas, no habéis de tener tregua ni descanso hasta que hayáis cubierto la superficie de la tierra. Nada cuesta cuando se ama, y todo es estrecho cuando se desea y se busca, ante todo el Reino de Dios y su gloria”.
Y el padre hace lo que pide a sus hijas. A pesar de que los años van aumentando sus dolencias físicas, visita cada año todas las casas de Francia e Inglaterra. En 1893, a pesar de sus setenta años, va a visitar a sus hijas de América del Norte, de donde llega lleno de entusiasmo. Pero su vista disminuye, su salud deja mucho que desear. Cae y se fractura una pierna, sin embargo parece que él se goza en todo esto y exclama: “Sólo tengo un deseo y consiste en ver abiertas todas mis venas para poder decir a nuestro Señor: Os lo he dado todo. Mirad, hijas mías: el paraíso en la vida religiosa consiste en sentir que la vida se agota y que la sangre se empobrece en servicio de Dios”.
 A medida que la Congregación va creciendo y extendiéndose, el padre quiere afianzarla en la fidelidad a la Regla que le ha dado. Y así dice: “Hijas mías, yo no viviré siempre, y me sería muy penoso pensar que ibais a cambiar el fin que nos propusimos para la regeneración de la familia. La Regla que tenéis es para el pasado, el presente y el porvenir: no cambiéis nada en ella. Tenéis que reemplazar a la madre de familia en casa de los pobres, y no ser dama visitadora, ni simplemente enfermera, sino haceros toda a todos para llevarlos a Dios. He aquí vuestro apostolado. Sed fieles a él, porque si cambiáis alguna cosa, esta obra, que es querida por Dios, subsistirá, pero pasará a otras manos”.
 Recogemos estas palabras con todo su trascendental significado. La postergación y la infidelidad a la Regla del P. Pernet daría fin a la obra por él comenzada. Y creemos que el Señor haría revivir la misma en otros ambientes y lugares, pues la continuidad del empeño del P. Pernet no se limita a su seguimiento material. El apostolado evangélico del P. Pernet supone la totalidad de su ideal: asistir a las familias obreras, religiosas con hábito, y Fraternidades. ¡Es divinamente grandiosa la empresa verdadera del P. Pernet!
 El Señor le reservaba una gran alegría en la tierra. En 1896 va a Roma con el P. Picard, superior general, y el P. Emmanuel, procurador general de los Agustinos de la Asunción, para pedir la aprobación del Instituto de las Hermanitas. El 9 de marzo son recibidos en audiencia privada por León XIII. El P. Emmanuel ha dejado el relato siguiente del acontecimiento: "El P. Pernet estaba arrodillado ante el Papa, cogiéndole la mano que besaba de cuando en cuando. Después de una conversación familiar y afectuosa, el P. Picard planteó la cuestión que tanto interés tenía para el P. Pernet: -Santo  Padre, el P. Pernet viene a presentar a sus hijas para el bautismo. Y el Papa preguntó: -¿Cuántas son? –Unas cuatrocientas. -¡Cuatrocientas!, exclama León XIII. –Y, ¿cuánto tiempo hace que nacieron? –Treinta años. -¡Oh, entonces, dice sonriendo, ya hace bien en presentarlas; hay que hacerlas bautizar, pues hace mucho tiempo que nacieron!”.
 La palabra decisiva había sido pronunciada. El 10 de abril de 1897, el P. Pernet recibe el Breve Laudatorio, y lleno de gozo dice a sus Hermanitas: “¡Ya están bautizadas! Ahora que Dios me llame cuando guste”.

SACERDOTE POR LA ETERNIDAD

El domingo de Ramos de 1899 va al convento de Grenelle para presidir la procesión. Luego evoca ante las Hermanas el Hosanna final del alma salvada: “Cuando llegue el momento, saldremos al encuentro de Jesús que vendrá hacia nosotros. Con la rama de olivo en la mano izquierda y la palma en la derecha, entraremos en la Jerusalén celestial cantando: “¡Hosanna en las alturas al Hijo de Dios que nos ha dado la paz y que triunfa en nosotros!”. El Sábado Santo, 1 de abril, el padre quiere bendecir la casa de las Hermanitas, como hace cada año. Después le llaman al confesionario. Allí siente un violento dolor en el costado derecho, quiere regresar a su convento para morir en su celda como el más sencillo y último de los religiosos, pero se siente demasiado mal para emprender el camino. Es necesario instalarlo en la pequeña vivienda del capellán situada al otro lado del jardín. Allí, en una habitación de pobre, baja y gris, se prepara para unirse con su Señor. Tiene una doble congestión pulmonar que le hace sufrir mucho, pero mientras lo atienden, no piensa más que en su alma. Pide que le administren la Santa Unción. Luego, dirigiéndose a la madre general de las Hermanitas, le manifiesta en pocas palabras el gran móvil de toda su vida: “Hija mía, ame mucho a nuestro Señor, ámelo con un amor único. Que el Señor sea su Todo, y usted sea toda de Él. Todo lo que haga, hágalo por Él”. El 2 de abril, domingo de Pascua, recibe el Viático y pasa el día rezando. Su enfermera le pide que no se esfuerce tanto porque se va a cansar, y él le responde: “Yo ya quisiera, pero ¡no puedo dejar de rezar!”. El 3 de abril, el arzobispo de París, cardenal Richard, va a visitarlo. Al salir, sólo puede exclamar: “¡Cómo ama a Dios! ¡Cuánto ha trabajado por Él!”
 Al anochecer, el padre da una última consigna a la madre general de las Hermanitas: “Esté siempre a disposición de Dios. Seamos siempre dóciles a su voluntad. La caridad, la caridad, la fe, la esperanza, la caridad, es lo esencial. Me refugio en la misericordia del Señor”. Hacia las once y media de la noche, con toda lucidez, pide al P. Marie Jules, que le vela al mismo tiempo que dos Hermanitas: “Quisiera la Sagrada Comunión”. Pero apenas el religioso se aleja, los rasgos del enfermo cambian, y el Señor, respondiendo al deseo de su siervo, viene a buscarlo. Es el lunes de Pascua, 3 de abril de 1899, 41 aniversario de su ordenación sacerdotal. “Sacerdote por la eternidad”, ha ido a cantar con la Iglesia entera el aleluya de la victoria pascual.
Ha sido introducida la causa de beatificación del P. Esteban Pernet, y el día 14 de mayo de 1983 el Papa Juan Pablo II promulgó el decreto sobre la heroicidad de virtudes del Siervo de Dios. Oremos para que pronto sea beatificado este gran apóstol de las familias obreras.

 
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