Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XIX Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Sabiduría 18, 6-9; Hebreos 11, 1-2. 8-19; Lucas 12, 32-48

«¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre?»
«Y sé que si vivo así, dejándome la vida, tendrá sentido vivir, habré logrado tener un corazón lleno de misericordia. Es lo que anhelo. Es lo que sueño
»
 
Tengo claro que no he nacido ni para vegetar ni para dormir. Pero a veces veo que la comodidad me arrastra. Y hoy las palabras del Papa Francisco en la JMJ de Cracovia me levantan. Hay un peligro muy real, «creer que para ser feliz necesitamos un buen sofá. Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá contra todo tipo de dolores y temores. Un sofá que nos haga quedarnos en casa encerrados, sin fatigarnos ni preocuparnos. La sofá-felicidad, es probablemente la parálisis silenciosa que más nos puede perjudicar, que puede arruinar a la juventud. Nos vamos quedando dormidos, embobados y atontados. ¿quieren ser jóvenes dormidos, muñecos, embobados? ¿Quieren ser libres? ¿Quieren vivir despiertos? ¿Quieren luchar por su futuro? No vinimos a este mundo a vegetar, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella. Es muy triste pasar por la vida sin dejar una huella». Estas palabras me dejan pensativo. No quiero pasar por mi vida sin dejar huella. No quiero vivir dormido sin sembrar vida. Aletargado. Confundido. Apagado. No quiero ser un joven que tira la toalla antes de tiempo, antes de empezar a luchar, a servir. El que no invierte su vida en servir, no sirve para vivir. No quiero ser un adulto cansado que no quiere más guerra. Quiero tener un corazón joven, un corazón lleno de misericordia, un corazón apasionado. Siempre dispuesto a darlo todo, a luchar, a entregar. Añadía el Papa Francisco: «Un corazón misericordioso se anima a salir de su comodidad; sabe ir al encuentro de los demás, logra abrazar a todos. Logra ser refugio para los que nunca tuvieron casa o la han perdido, sabe construir hogar y familia para aquellos que han tenido que emigrar, sabe de ternura y compasión». Me cuesta pensar en esa actitud descentrada, siempre en salida. Busco la comodidad de mi hogar, de los míos, de mi tierra. Me centro en mi felicidad, en lo que me falta para ser feliz. Y tal vez me olvido del bien de los otros, y pretendo sólo mi comodidad. No quiero acostumbrarme a vivir con derechos. Siempre exigiendo, siempre infeliz. Siempre comparándome con otros, siempre pensando que los demás tienen más suerte, más talentos, más éxitos. No quiero sufrir por esas cosas. Quiero aceptar mi vida como es. Y darle un sí alegre y decidido. Hoy miro a Dios y le doy gracias y lo alabo. Sé que tengo derecho al descanso. Un derecho que no me hace pasar por encima de todos para lograrlo. No quiero vivir pensando que tengo derecho a que me dejen en paz, tranquilo, calmado. Me confundo cuando pienso así. Tengo derecho a dar gratis lo que he recibido gratis. Ese es mi derecho fundamental, irrenunciable. No quiero olvidarlo. No quiero confundir el descanso con la comodidad. Descanso de rutinas del año para vivir otros servicios, para vivir otra entrega, para seguir amando, para seguir siendo generoso y no egoísta. No pretendo vivir pensando sólo en mi sofá, en mi comodidad, en mi paz. Vivo descentrado, o si no es así, entonces vivo mal. Quiero vivir abierto a la luz que llega cuando dejo que entre en mi vida la generosidad de Dios. No quiero buscar sólo la comodidad. A veces tengo la tentación de desconectarme de todas mis responsabilidades, de mi mundo, y huir solo. La tentación de escaparme buscándome a mí mismo. En otro lugar mejor, en otra vida mejor. Miro a Jesús cuando se retiraba a orar y lo seguían y lo buscaban. Y Él se dejaba encontrar. Es verdad que sé que no puedo ser como Él. Estoy tan lejos. Pero sí puedo ir con Él. Seguir sus pasos hasta donde Él vaya. Ese ha sido mi sueño siempre. Desde joven. Seguir sus pasos. No aburguesarme y dejar siempre que Él marque mis pasos. Me basta con estar con Él para tener paz. Pero a veces lo quiero todo. El camino y la meta. La paz de la soledad y la alegría de dar consuelo. El guardarme y la entrega. No me conformo. No tengo paz y vivo inquieto. ¿Qué más puedo hacer? Mi corazón quiere más. Pero a veces me lleno de alegrías pequeñas. Porque mi corazón está hecho para la alegría. Quiero ser alegre. Quiero dar alegrías. Me gustaría ser capaz de sembrar alegría como les decía el Papa a los jóvenes: «Capaces de contagiar alegría, esa alegría que nace del amor de Dios, la alegría que deja en tu corazón cada gesto, cada actitud de misericordia». Quiero una alegría que no pase, una alegría eterna que nunca se acabe. Una alegría honda y plena. Para poder dejar una huella verdadera en tantas vidas. Siempre lo he querido, siempre lo he soñado. No me conformo con vivir encerrado en mi mundo estrecho. No quiero conformarme con una vida miserable sin horizontes amplios. Quiero mirar a Jesús. Le sigo a Él. No puedo vivir mirándome a mí mismo, lo que tengo, lo que poseo. Sé que no estaré nunca a su altura. Sólo soy discípulo. Su hijo. Su hermano. Pero yo sigo caminando. Dejándome la vida. Siendo feliz a su lado. Tal vez eso me basta, con eso sueño.

Quiero aprender a confiar en la promesa de Dios en mi vida. Hoy escucho: «La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve». A veces no creo en todo lo que puedo llegar a ser. Me gustaría confiar más en el poder de Dios. Decía San Alfonso María de Ligorio: «No se puede honrar de mejor manera a Dios, nuestro Padre, que a través de una confianza sin límites». Yo veo límites en todo. En mis fuerzas, en mi entrega, en mi fe. Una confianza sin límites me parece imposible. Creo hasta un límite, confío hasta un límite, espero hasta un límite. Tengo un freno puesto en mi corazón. No me entrego sin límites. No sé amar sin límites. Me lo repito una y otra vez. Lo quiero, lo deseo. El otro día me detuve en una escena de la película «Killing Jesús». Era el momento de la flagelación de Jesús. Al otro lado de la puerta Pedro, y su Madre y otros discípulos seguían conmovidos la escena. A cada latigazo gritaban. Querían que todo se detuviera. Yo también. No soportaba su dolor. Y menos su muerte. Me volví a dar cuenta. Mi capacidad de soportar el dolor y la angustia es muy poca. El umbral de mi tolerancia es demasiado bajo. En seguida noto el dolor. Sentí entonces que mi confianza en Dios tenía un límite. Como la de Pedro que volvía su cabeza para no ver tanto dolor. Porque no podía soportar ver sufrir al Maestro. Como me pasa a mí ante el dolor de los que quiero. O ante mi propio dolor. Me gustaría confiar más en su inagotable fuente de gracias. En su mano sosteniéndome en la cruz. A Jesús vuelvo la mirada cuando sufro. Quiero creer sin límites, esperar sin límites. Eso tiene que ser un milagro de Dios, una obra del Espíritu que transforma y ensancha mi corazón. Si no es así no me lo explico. Me gustaría creer más en mis capacidades. Y ver que hay salida donde aparentemente no se puede hacer nada. Pienso en una película de dibujos, «Buscando a Dori». El protagonista es un pez con problemas de memoria a corto plazo. Eso complicaba mucho las decisiones que tomaba. Porque las olvidaba pronto. Pero tenía un gran don. Allí donde parecía imposible encontrar un camino, este pez creía, confiaba y al final encontraba la salida. Se trataba entonces de actuar como lo haría Dori. Me hizo pensar. En mi vida hay personas como Dori. Tienen un don, saben actuar en todos los momentos de su vida. Saben tomar decisiones y mantenerse firmes cuando todo parece perdido. Saben elegir, no sé bien cómo, el camino correcto. Pienso en estas personas que Dios ha puesto en mi vida y me pongo manos a la obra. Quiero actuar como actúan ellas. Quiero decidir como ellas decidirían si estuvieran conmigo. Este planteamiento me lo he hecho muchas veces mirando a Dios, a María, a Jesús. Pero también mirándolos a ellos. ¿Qué haría tal persona en mi lugar? Y decido. Me ayuda su forma de decidir, de actuar. Y entonces confío más y creo en lo que parece imposible. Descubro puertas nuevas escondidas y me conmuevo al pensar que puedo atravesarlas si creo más, si confío más.

Quiero creer más en mis capacidades y en mis talentos. Porque Dios ha puesto en mí muchos talentos. Y yo a veces no creo en ellos, no creo en mí, porque tampoco creo tanto en Dios y en su poder. Hoy me lo dice Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino». Ese «no temas» está lleno de ternura. Dios me dice al oído que no tema porque está conmigo. Soy su pequeño rebaño. Su ternura me desborda. La ternura de Dios derramada en Jesús. La ternura de Dios es un tesoro que un día descubrí, y me cambió. A veces los cristianos somos tan fríos, tan juzgadores, tan normativos. Quiero vivir sin temer y diciéndole también a cada hombre que no tema. Porque Dios me ha dado ya su reino para que tenga vida, para que tenga poder. Me ha dado la vida eterna, que tantas veces desperdicio por los caminos, para que confíe de forma ilimitada. Me ha dado la plenitud que no encuentro en las cosas para que no me encadene en placeres pasajeros. No quiero temer al mirar mi vida. Pero temo muy a menudo. Temo perder la vida. Temo no hacerlo todo bien. Una chica joven me decía que temía estropear su noviazgo. Que temía hacerlo mal amando bien. Quería amar de forma perfecta y le dolía confundirse. Y pensaba yo. ¡Qué vano es mi intento de hacerlo todo perfecto! No puedo imitar a Jesús. Siempre gana Él. No puedo superarle, siempre estoy detrás siguiendo sus pasos. Él no me sigue a mí. Soy yo a Él. Por eso a veces pongo el acento en el lugar equivocado. Lo pongo en mí. En mis fuerzas, en mis capacidades. No quiero confundirme, no quiero hacerlo mal, no quiero pecar. Y cargo en mí la culpa de cada caída, el peso de cada error. Quiero creer más en Dios y no buscar tanto una perfección que no existe. No quiero ser perfecto, ni vivir temiendo, con miedo a arriesgar, calculando, guardando. A veces busco sucedáneos que calmen mi sed. Son pequeñas cosas de cada día. No me exigen saltos audaces. Los encuentro a la altura de mi mirada. Pero la sed se calma sólo un instante y vuelve pronto, con más fuerza, de nuevo. Tal vez necesito cambiar mi mirada sobre mi vida, sobre mis talentos, sobre Dios. Ahí es nada. Decía el P. Kentenich: «La educación para la alegría debe consistir en tocar el sufrimiento con una vara mágica, transformándolo en alegría. Si no se consigue eso, no se alcanza el objetivo de la educación para la alegría. Si yo estoy poseído del amor de Dios y sé que todo es expresión de su amor, tomaré posesión de la vara mágica con la que estaré capacitado para transformar todos los acontecimientos en fuentes de alegría»[1]. El poder de transformar la realidad con la fuerza de mi corazón. Todo me lleva a agradecer y a no temer por lo que voy viviendo. Es un milagro. Pero sé que Dios puede hacer conmigo grandes milagros si me dejo hacer, si confío sin límites. Una persona rezaba agradecida por su vida: «Gracias a Ti, Jesús, por ser y por estar. Por buscarme, por esperarme. Por tirar de mí, por empujarme cuando no puedo más. Por pensarme en un hogar, por hacerme hogar. Gracias por poder cuidar a otros. Por poner en mi camino risas y fidelidad. Gracias por regalarme una vida. Por la salud que pronto olvido. Por mis fuerzas, por mi pasión. Gracias, Jesús, por el mar y por el cielo. Por la noche y las estrellas. Por el campo y el sendero. Por el agua y por el pan. Gracias por las lágrimas y las cruces. Por la noche y por la luz. Por ponerme en un lugar, por mis raíces. Gracias porque te quedas conmigo, porque te puedo tocar». Si tuviera esa mirada sonreiría más. Si tuviera esa mirada querría decir que mi confianza es ya inmensa. No quiero hacerlo todo bien, no puedo. Quiero vivir confiando en el amor de Dios, en su misericordia. Creyendo en todo lo que puede hacer conmigo, si le dejo. En circunstancias favorables y en circunstancias adversas. Sería más alegre con esa varita mágica, con esa mirada positiva sobre mi vida. Tendría más paz. Tal vez sólo me falta una forma diferente de enfrentar la vida. Sólo eso. Nada más que eso. Todo eso.

Las imágenes que veo tienen mucha fuerza. Despiertan en el corazón sentimientos tan hondos. Una sola imagen es suficiente. Sobran las palabras que expliquen lo que el ojo ve. Tal vez por eso tienen tanta fuerza mis acciones, mis gestos, mis obras. Porque se ven. Vale más lo que hago que lo que digo. Lo que se puede ver. Lo que asombra o defrauda. Mis palabras pueden herir. Pero el dolor que provocan mis actos tiene mucha más fuerza. A veces desdigo con mis obras lo que digo. Y aunque diga cosas maravillosas si no hay gestos en mi vida, poco importan mis palabras, se las lleva el viento. Las obras tienen más peso, más densidad. Se quedan grabadas en la retina del ojo, para siempre. Lo que he visto. Eso es lo que importa. Decía el P. Kentenich: «Hoy en día todo es poderoso en impresiones, en actos. Un acto está yuxtapuesto a otro sin que generen una mentalidad, sin que broten de una mentalidad, de una actitud. Esto es lo extraño. Es casi un misterio. En el hombre moderno los actos no tienen un contacto subterráneo’ entre sí, no crecen desde una raíz, de un núcleo de la personalidad»[2]. A veces mis actos no tienen que ver con mis palabras, ni con mis decisiones, ni con mis principios. O puede que tengan que ver pero son actos aislados, sueltos. Les falta esa unidad subterránea. Me gusta esa imagen. Una cadena oculta bajo la tierra que une mis actos, todos mis actos, creando una actitud de vida. Pero pocas veces es así. Mis actos no tienen que ver entre sí. Se suceden. Se desploman en la vida. Y no hay coherencia entre unos y otros. Pienso en Jesús: «Toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su muerte, fue un acto perfecto de humildad nacido de su plena sumisión a la voluntad del Padre. Alcanzó su punto culminante en la cruz, donde murió humillado y despojado de todo»[3]. Todo en Él fue un mismo acto de amor. Me conmueve pensar en esa fuerza, en esa línea roja que recorre toda su vida. Desde Belén hasta el Calvario. A veces encuentro personas que son así. Sus actos tienen que ver entre sí. Tienen tanta fuerza. No se contradicen. No son extraños los unos para los otros. Tienen una misma raíz, una misma mentalidad, un mismo espíritu. Me gusta pensar que yo puedo llegar a ser así. Que mis actos tienen que ver conmigo. Incluso estoy dispuesto a aceptar que mis pecados tienen que ver con mi debilidad fundamental, con mi tendencia habitual que tengo hacia el pecado. Entiendo entonces que mi vida es coherente, en la virtud y en el pecado. Nunca me alejo en mis pecados de mi tendencia. Nunca me alejo en mis actos de mi ideal. El ideal mueve toda mi vida. Y cuando caigo y me levanto soy el mismo. Soy yo mismo. Tengo la fuerza que nace de mi corazón, de lo más profundo. Quiero pensar que Dios actúa en mí de tal manera que va hilvanando mi vida. Va tejiendo un acto continuo con mis obras, para que no me pierda. El otro día leía: «Es curiosa la forma como Dios te va preparando para las cosas que desea de ti; poco a poco, sin prisas, madurando tu fe, como el jardinero que poda un arbusto para que sea más fuerte. He visto actuar a Dios. Y sé lo extraordinario y bueno que es»[4]. Poda mi arbusto, trabaja en mis raíces, escarba en mi tierra. Como un buen jardinero. Y yo sueño con mis actos unidos con una misma línea roja. ¿La identifico? ¿Sé de dónde vengo y adónde voy? ¿Sé lo que soy en lo más profundo de mi alma? ¿Mis actos tienen que ver conmigo? No quiero ser un imitador de actos que no hablan de mí. Aunque sean buenos. No quiero ser un repetidor de gestos adheridos a mi piel. Quiero volver a nacer desde lo más hondo de mi alma y expresar en gestos visibles ese amor que profeso. Ese amor recibido. No quiero deslucir con mis palabras mis obras sagradas. Ni desmentir con mi egoísmo mis palabras santas. No quiero. Ojalá acierte siempre al ponerme en camino. Y si no acierto que al menos sepa enderezar el rumbo, marcar nuevas metas, empezar de nuevo. Decía Ángeles Caso: «En este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar». Esa actitud ante la vida me gusta. Esa mirada sobre el hombre, sobre el camino andado y el que queda por recorrer. Quiero dejar huella en la tierra que piso. Mi propia huella. La mía, herida y tosca. No me importa cuántos vean las huellas marcadas por mis gestos, por mis palabras. Lo que quiero es no pasar de puntillas, sin arriesgar nada, sin ser sincero conmigo mismo. Quiero el todo de esta vida. Quiero lo que alcance a hacer con mis pocas fuerzas, tan solo eso.

Hoy Jesús me pide que me vacíe de mis bienes para poner mi tesoro en Él: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón». Me habla de mi tesoro. ¿Dónde lo he escondido? Donde está mi tesoro allí está mi corazón. Un día le pregunté en misa a una niña cuáles eran sus tesoros. Ella dijo: una muñeca y una caja de cromos. Me puse a pensar en mis tesoros. Pensé en ese tesoro por el que merece la pena venderlo todo para comprar el terreno que lo contiene. El tesoro que me identifica. Pensé, si mi casa ardiera y tuviera cinco minutos para irme, ¿Qué me llevaría? Hice una lista. Es muy corta. Cosas del alma. Cosas que me atan a mi historia y a Dios. Pero incluso si ardiera todo, mi tesoro seguiría intacto. Porque va conmigo donde yo voy. Nadie me lo puede quitar. El dolor solo puede aumentarlo y hacerlo más valioso. ¿Cuál es ese tesoro intangible? ¿Qué recuerdos son para mí tesoros? ¿Qué vivencias son los tesoros de mi vida que pase lo que pase nunca se irán? ¿Qué personas forman parte de mi tesoro? ¿Qué descubrimientos he hecho que atesoro para siempre? ¿Podría nombrarlos? ¿Qué tesoro busco todavía? ¿Cuál es mi mapa para encontrarlo? Todos tenemos un tesoro personal y Dios ha puesto en nuestra vida y en nuestra alma el mapa para encontrarlo. En lo cotidiano y en lo que soy, sin hacer grandes cosas. Dios se dedica a eso. A regalarnos tesoros. En medio de un dolor hay un tesoro para mí. En medio de mi trabajo. De una opción. De una renuncia. Si sé mirar hondo ahí está mi tesoro. Hay personas que han encontrado su tesoro y otras que han vivido lo mismo y sólo se han quedado en la superficie. ¿Cuál es el tesoro de mi alma? ¿Cuál es el don que tengo que es un tesoro para mí y para otros? ¿Qué dolores en mi vida han formado parte de mi tesoro? Allí está mi corazón. Lo que soy. Por lo que merece la pena morir y sobre todo vivir. Hay palabras que un día escuché y son mi tesoro. Un «te quiero» que me sanó. Un perdón que me liberó. Una canción que escuché y me abrió a un mundo muy profundo. Una idea que escuché y enraizó en mí. Unos principios que me sostienen más allá de normas externas. O quizás mi tesoro lo encontré cuando me entregué. Cuando salí de mí. Me gusta escribir mis tesoros. Materiales y espirituales. ¿Qué lugares en la tierra son mi tesoro? Lugares de infancia. Lugares de verano. Mi tesoro no sólo es lo que guardo, también es lo que no tengo. Lo que anhelo y a lo que renuncio. Mis sueños son mi tesoro. Mis deseos. ¿Qué deseo? Caminar por un acantilado. O navegar por el mar. O encontrarme con el rostro de mi Dios esquivo. O abrazar a Jesús por la espalda lleno de nostalgia. O escribir. O cantar. ¿Cuál es mi sueño? Los deseos del alma me ponen en camino. Me mantienen joven. Dios siempre los hace plenos. En el cielo será así. Siempre pienso eso. En el cielo seré todo lo que hoy sueño. Es ese tesoro inagotable del que me habla Jesús. Es curioso porque habla de perderlo todo para tener un tesoro. Vender y dar limosna. Lo que doy y lo que pierdo por amor. Lo que sueño y lo que no poseo, aquello a lo que renuncio por ser fiel, por dar la vida y dejármela en los caminos. Ese es el tesoro que me hace vivir el cielo en la tierra. Cuando lleguemos al cielo el que tenga las manos más vacías las tendrá más llenas. Siempre pienso que Dios mide y cuenta al revés que yo. Dar es tener. Perder es ganar. Vaciarse es estar lleno. Renunciar es poseer. Quiero vivir así. Contando al revés, como Jesús.

Pero a menudo veo a personas que no han encontrado su tesoro y no son felices. Viven con ansiedad buscando lo que no poseen. Recuerdo el cuento del círculo de los noventainueve. Un rey tenía un servidor siempre feliz. Y eso le enervaba porque no lo entendía. Un día le preguntó el motivo de su felicidad. Y él le dijo que lo tenía todo. Tenía un trabajo, una casa, una familia. Y eso le bastaba para ser feliz. Le preguntó a un sabio de la corte si sabía el motivo de la felicidad de su siervo. Este le dijo que era feliz porque aún no había entrado en el círculo de los noventainueve. Y le invitó a hacer la prueba. Le dejó una bolsa con noventainueve monedas de oro en la puerta de su casa. Él servidor se puso feliz y las contó. Pero faltaba una. No había cien. Pensó entonces en cómo podía hacer para llegar a las cien. Trabajando horas extras, haciendo que su mujer e hijos trabajaran. Así lo lograría en pocos años. Metido en esta búsqueda perdió la alegría y todo le hacía estar de mal humor. Había entrado en el círculo de los noventainueve. Ya no lograba ser feliz. ¿Estoy yo en ese círculo? ¿Vivo feliz con lo que tengo o sufro deseando lo que aún no poseo? Cuando el servidor del cuento cambió el lugar de su tesoro, perdió su paz. Quiero un corazón libre de apegos desordenados. Un corazón que no viva ansioso suspirando por lo que aún no posee, anhelando lo que no alcanza, sin agradecer por lo que tiene. Quiero un corazón libre que descanse en lo que posee y no viva lleno de ansias y preocupaciones. Una persona rezaba: «Despójame de todo lo que me separa de ti. Desnuda mi pobre corazón arraigado al mundo y vacíalo para ti. Acostúmbrame poco a poco, Señor, a morir cada día a lo que me esclaviza, desprendiéndome, empobreciéndome. Te lo digo con confianza: - Haz de mí lo que quieras». Un corazón más libre. ¿Dónde está mi tesoro? ¿Hacia dónde corre mi corazón? A veces se confunde y se pierde. El otro día leía: «La Sierva de Dios, Sor María Romero, se aprendió una jaculatoria que repetía sin interrupción cada vez que le llegaba una gran prueba. Así conseguía tener un corazón sereno y tranquilo: - Jesús yo creo, espero y me abandono en tu amor»[5]. Quiero abandonarme en el corazón de Dios. Quiero repetir esa jaculatoria para no olvidarme de lo importante. Me abandono en su amor en la dificultad y en la cruz. Así es todo más sencillo. Quiero desprenderme de mis bienes, de lo que me ata. Lograr talegas que no se echen a perder. Talegas en el cielo. Quiero un corazón ensanchado y lleno de Dios, de hombres, de dolores. Un corazón compasivo. Hoy quiero una talega en el cielo. Allí está mi tesoro. Cargo en ella a todos aquellos a los que quiero llevar al cielo conmigo. No voy solo. El otro día leía en un libro sobre S. Ignacio: «Sigue, incansable, su camino, a pie y solo pero siempre con Dios y con tantos nombres como van tejiendo en su vida una increíble red de afectos y presencias»[6]. Me gustó esa imagen. Mi talega, esa que está atada al cielo, está llena de nombres, de afectos, de presencias. Nunca voy solo yendo solo. Y no sólo porque Jesús esté en mi alma, porque ahí habita. Sino también porque me he dejado el corazón hecho jirones y se ha ensanchado con el paso de los años, de los amores. Y llevo en él, en mi talega, tantos afectos, recuerdos, y presencias. Y no dejo de pensar que esa talega es tan verdadera que ya está atada por un extremo al cielo. Y no me pesa nada porque está en Jesús. Y sé que si vivo así, dejándome la vida, tendrá sentido vivir, habré logrado tener un corazón lleno de misericordia. Es lo que anhelo. Es lo que sueño. Como decía el Papa Francisco estos días: «Felices aquellos que saben perdonar, que saben tener un corazón compasivo, que saben dar lo mejor de sí a los demás. Un corazón misericordioso sabe compartir el pan con el que tienehambre, un corazón misericordioso se abre para recibir al refugiado y al inmigrante». Quiero vivir con esta talega que me hace vivir solo y anclado, solo y acompañado, solo y lleno de nombres, de presencias. Sólo dando la vida. Porque cuando aprendo a amar, aprendo a sufrir con el que sufre, a sufrir por el que sufre, a cargar su cruz en mi espalda. Un marido le escribía a su esposa enferma para consolarla estos versos: «¡Cómo puede ser que tu dolor me duela! Que clavos encendidos me quemen sin querer. Sólo saber que sufres altera todo el ánimo. Será que no sabía cuánto puedes sufrir. Me conmueve a mí tanto tocar tu fragilidad. Y sufro, y duele el alma. Y la espalda antes sana comienza ahora a sufrir. Como si al yo sufrir, tú sí sufrieras menos. Como si al yo morir, tú al fin murieras menos. No sé bien lo que logro al amar con toda el alma. No sé si entiendo algo. O es sólo que mi alma, aferrada a tu pena, no deja de sufrir. Sólo quiero decirte: no temas, no te inquietes. Que en mi espalda antes sana, ahora te llevo a ti». Así quiero aprender a vivir, a amar, a consolar. Así me gustaría cargar con otros dolores, con otras cruces. El que no sabe amar no sabe dónde ha puesto su tesoro y tiene su talega vacía. Aunque conserve su espalda sana, porque no carga con ningún dolor ajeno. Quiero vivir desprendido y atado. Libre y anclado. Quiero aprender a amar consolando. Un corazón que ama y sufre. Quiero ese corazón roto que no se cansa de amar.

Hoy Jesús me pide que esté atento y dispuesto a ponerme en camino en cualquier momento. Dispuesto a servir siempre: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos». Tal vez por eso me gusta caminar con poco equipaje por el camino. A veces no lo consigo y me pesa demasiado la espalda. Y me confundo. Quisiera tener un corazón dispuesto siempre a caminar. Estar atento a dar la vida en cualquier momento. Siempre pensando en los demás, siempre pensando en Dios. Hoy escucho: «Ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios». Así quiero anhelar yo la patria del cielo. Pero viviendo en presente. Aceptando el presente como lugar para servir, para amar. «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?». Quiero ser yo ese servidor fiel. Ese criado atento a la vida. ¿Quién me necesita? ¿A quién puedo servir? Si voy demasiado cargado no tengo agilidad para ponerme en acción. Si me centro en lo que no tengo, en lo que deseo. No soy capaz de mirar más allá de lo que me ocupa. Sólo si soy libre. Sólo si tengo mi anclaje en Dios. Puedo vivir descentrado, volcado en aquellos que necesitan mi misericordia. A veces me agobia ese «velad» de Jesús. O porque pienso que no sé hacerlo. O porque creo que tal vez llegue cuando esté despistado. Me agobia tener que estar preparado. Me agobia pensar si estaré en el lugar equivocado cuando llegue. Me agobia esa exigencia al que más le ha dado. Tal vez porque creo que he recibido mucho. Al que más se le ha dado, más se le exigirá. Yo he recibido tanto. Me agobia. Pero ese agobio es algo mío. No va a ser así. Mi miedo está clavado en la cruz para siempre. Jesús me ama sin condiciones. Vuelvo a ese «no temas» de Jesús y me calmo. Velar no es una exigencia de perfección. No consiste en estar perfecto en el momento incierto en que yo muera. Dios no improvisa y se dedica a aparecer en el momento en el que yo haya caído para juzgarme. Esa es mi proyección humana. Dios camina a mi lado, me va abriendo el corazón, sólo necesita mi pequeñez. Le quiero dar mis miedos a Él. Jesús me salvó para siempre. Cada día sale a mi encuentro y me da mil oportunidades, una y otra vez, sin cansarse. Y así será hasta el último aliento de mi vida en la tierra. Creo en eso. Con cada uno tiene una historia de amor única y preciosa, hasta la muerte. Él está a mi lado, y en el momento de mi muerte, también estará. Animándome, diciéndome al oído que me ama, que me espera para vivir en plenitud, con los brazos abiertos. Y tendrá en la mano para mí el tesoro inagotable para que el fui creado, el que responde a los anhelos más hondos de mi ser. Sueño con ese abrazo que no sé cómo será. Yo sólo tengo que caminar abriendo el alma, cayendo y levantándome, confiado. Jesús va a mi lado. Ese es mi tesoro. Y sólo me pide que no deje pasar la vida, que ame, que no me guarde, que no me duerma. Quiere que me entregue. Eso es velar. Estar atento. No dormido. Con las sandalias puestas. Jesús va conmigo. Me anima a no acomodarme. No quiero jubilarme antes de tiempo.
 

[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[4] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[5] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[6] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio, nunca solo
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