A regañadientes
H. Raimundo Loero Marañón, S. I. (Cripán, Álava,, 15.03.1925– Loyola, Guipúzcoa,, 22.09.2015)
No es frecuente que suene el teléfono en Javier a las 08:30 hs. Sucedió el martes 22: El P. Manuel de la Encina me comunicaba el fallecimiento de nuestro hermano –en todas las acepciones de la palabra– Raimundo Loero, y la fecha y hora del funeral. De inmediato llamé al superior, que estaba dando EE. cerca de Pamplona; me indicó que no podría asistir y tras una breve consulta en la comunidad se determinó que fuera yo quien presidiera el funeral.
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De nuevo al habla con Manuel de La Encina me preguntó por las lecturas que pensaba utilizar. Comenté que el evangelio del día (Lc 9,1-6) me parecía muy apropiado pues retrataba perfectamente a Raimundo; me respondió que a él le había pasado lo mismo, y me leyó las últimas palabras que dijo Raimundo en la tarde del día 21 en el taller de memoria de la enfermería, y que de inmediato transcribió la que lo dirigía. Nada más escucharlas me resonaron las palabras de Pablo a los Romanos 8, 22-27. Ésa sería la primera lectura. Es el momento de detallar el por qué de la elección de ambas lecturas. Raimundo fue llamado por el Señor, pero se tomó su tiempo antes de seguirle. La mediación comenzó con el párroco de Cripán, deseoso de que algunos feligreses
jóvenes hicieran Ejercicios en Loyola. A regañadientes y por salir del paso aceptaron. Cuando llegó la fecha fueron el párroco y dos jóvenes a su casa a buscarle; hacía un rato que había regresado de fiestas de Logroño y estaba en la cama; no quiso ni bajar. Al final lo hizo ante la insistencia de su hermana para decirles que no iba. Los otros dos dijeron que si no iba él, ellos tampoco; finalmente cedió. En Loyola sintió la llamada, y también se la tomó con calma: se presentó en Orduña tres años después. Desde entonces fue proclamando el reino de Dios sin más apoyo que su profunda unión con Cristo; Él le dio poder y autoridad para echar el demonio de las disensiones y críticas, con sencillez curó dudas y asperezas; su sola presencia daba paz. Hombre apto para todo y amigo de todos cumplió múltiples cometidos, y lo hizo bien. Su lista de destinos y trabajos muestran su disponibilidad y el interés de los superiores de tenerlo en su comunidad. En los últimos años, a pesar de ayudar en casa en lo que podía, se sentía inútil, un estorbo. Ahí todos saltábamos llevándole la contraria: además de cubrir muchos huecos cumplía un servicio valiosísimo: ser el almohadón que amortiguaba enfrentamientos, evitaba roces y aportaba bienestar a toda la comunidad infundiendo paz con su sola presencia. Anunciaba el Evangelio simplemente estando, y diciendo alguna palabra llena de luz y sentido común. En los últimos meses manifestaba con frecuencia se deseo de encontrarse con Dios. Él era lo único que esperaba; en silencio gemía aguardando el momento del abrazo con Dios que, para nuestro pesar, no se demoró tanto como hubiésemos deseado. Estas fueron las palabras que dijo en el taller de memoria: Señor ilumínanos: Danos luz…, tu luz; Tu gracia; Tu alegría; Tu fe; Tu mente. Padre, te necesito y te quiero.
José Manuel Valverde, S.J.
Javier, 26.09.2015
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