Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XVII Domingo Tiempo ordinario

por Al partir el pan

Génesis 18, 20-32; Colosenses 2, 12-14; Lucas 11, 1-13

«Si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite»
«Le digo a Dios que arrase mi corazón. Es la única forma de vivir de verdad. Siendo vivido por Él. Dejándole mis miedos en su pecho herido. Abriendo las manos sin querer retenerlo todo»
No sé muy bien cuántos días tengo por delante. Gracias a Dios no lo llevo escrito en mi ADN. No sé si llegaré a viejo o moriré antes. Si lo haré súbitamente o después de una enfermedad. No lo sé. Tampoco me quita el sueño. No me angustia no saberlo y vivir en una ignorancia inocente. Al contrario. Me mantiene en esa tensión del que sueña y ama, del que hace y guarda. Del que se entrega y espera. Cada día un paso. Sin pensar tanto en lo que me aguarda o en lo que me queda por hacer. Siempre de nuevo me conmueve la muerte de alguien joven. Es como si Dios se llevara antes de tiempo a aquel a quien amamos. O tal vez para Dios estaba ya listo y no fue antes de tiempo. Como en ese jardín que Él cuida en el que los distintos frutos maduran a distintos tiempos. O tal vez hay misiones más largas y otras que continúan en el cielo nada más haber comenzado en la tierra. No lo sé. Me cuesta imaginarme el cielo. Pero creo tanto en la misericordia de Dios que me alegra pensar en una eternidad de su mano. Pese a todo me cuesta ese «de repente» que tiene la muerte a veces. Me arrebata la vida de la persona amada casi sin darme tiempo a pensar, ni siquiera a decir adiós. Y cuesta de nuevo seguir el camino. Una persona escribía sobre la muerte de su padre: «No se vive un duelo cuando muere tu padre, lo que se hace es tenerlo muy vivo y guardarlo muy dentro en el corazón. Hacerle un hueco grande. No dejar que ninguno de los recuerdos se borre nunca. No hay un duelo desde ese día sino un hacerse un sitio tranquilo dentro de ti del que no se irá nunca. Algo hermoso, no doloroso». Me conmovieron esas palabras. Calaron hondo. Es dura la muerte de alguien a quien queremos. A veces demasiado dura. Y no sé el momento en que llegará a mi puerta. Tal vez por eso quiero vivir intensamente cada día. Dejando que Dios me utilice y cambie mi corazón. Un joven llamado Santiago falleció hace pocos días. Supe que le dijo a Dios en una ocasión: «Veo cómo tu amor ha arrasado una y otra vez mi corazón a lo largo de mi vida. Mi felicidad no está en ningún lugar, ni en ninguna persona, mi felicidad está en ti». Me emocionaron esas palabras de vida en medio del dolor. Jesús arrasó su corazón y cambió su vida para siempre. Empezó a mirarlo todo desde Dios. Quiero pedirle a Jesús que arrase también mi corazón. Esa imagen me gusta. Aunque el verbo arrasar se suele utilizar para hablar de algo negativo. Una lluvia torrencial puede arrasarlo todo, un ciclón, un ejército. Es una acción violenta. Acaba con la vida, con todo lo que había antes en pie. Y después de haber arrasado todo, ya no queda nada como antes. Pienso en Jesús que arrasa mi vida. Tiene tanta fuerza su amor que me arrasa. Quiero que lo haga con fuerza, con su fuego, con su misericordia. Es un amor hondo. Un amor que no deja nada igual en mi vida. No quiero que sea sólo una expresión, una forma de hablar al rezar en alto. Quiero que sea verdad. Que arrase mi corazón y cambie mi alma para siempre. Quiero que su amor me apasione. Y su presencia calme mis ansias. Quiero que me toque en lo más íntimo de mi ser. Y que sea Él quien gobierne mi vida, dirija mis manos, mire con mis ojos, ame con mis gestos, hable con mi voz. Quiero que sea mi hogar verdadero. Quiero que construya sobre mi tierra asolada por su amor. Muchas veces hago a Dios declaraciones de amor. Le digo que le quiero con toda el alma. Incluso le entrego todo. Pero luego, cuando cambia mis planes, cuando no me da lo que le pido, me rebelo. No quiero perder lo que tengo, no quiero que me quite nada de lo que amo. Su amor es inmenso. Pero me duele el alma pensar en las pérdidas. Y le pido milagros. Y le pido que no ocurra lo que temo. Y quiero que las cosas no sean malas en mi vida. Le vuelvo a decir que arrase mi corazón. Con voz baja, un leve susurro. Me asusta que se tome en serio mi entrega. Y lo tome todo de golpe. Me tome por entero. Pero sé que es la única forma de vivir de verdad. Siendo vivido por Él, por su amor. Dejándole mis miedos en su pecho herido. Abriendo las manos sin querer retenerlo todo. Dándole las gracias cada mañana. Sin pedir tanto. Alabando.

Mi vida es pequeña a los ojos de Dios. La vida pequeña es la más valiosa. Vale oro. Lo sé. Sólo vivo una vez y para siempre. Por lo tanto no es pequeño nada de lo que hago. Aunque haya personas a las que la vida de los otros les parezca insignificante. Tantas muertes injustas, tanto dolor. Tanta violencia en los ataques terroristas, tanto odio. Como si la vida no valiera nada. Pero la vida vale mucho. Mi vida, que es pequeña, vale mucho para Dios. Lo que yo hago, cuando lo hago en Él, tiene otra resonancia. Se escucha más fuerte. Se ve desde lo lejos. A Dios le importa mi vida pequeña y se acerca a mí, camina conmigo. Le importan todas las vidas. El otro día leí una historia. Una madre llevó a su hijo de siete años a un concierto de un pianista famoso. El ambiente no era tan adecuado para un niño tan pequeño. Pero la madre deseaba que por lo menos absorbiera un poco de inspiración del pianista. Faltaba poco para que todo comenzara. El niño estaba inquieto. Se levantó cuando su madre miró hacia otro lado. El niño no sabía bien a dónde ir. Vio el piano en el escenario y sin pensarlo se dirigió hacia él. Buscó las teclas y comenzó a tocar una sencilla melodía. El público se indignó al ver al niño. ¿Quién dejó que subiera solo al escenario? El pianista vio lo que estaba sucediendo. Se apresuró, salió y se sentó al lado del niño. Y le susurró al oído: «No pares, sigue tocando». Él buscó las teclas correctas y acompañó con un bonito arreglo la melodía sencilla del niño. Fue una composición maravillosa. Creo que muchas veces sucede así en mi vida. Con mis limitaciones canto una torpe melodía para Dios. Siento que no va a llegar a nadie. Que no va a ser una gran melodía. Así compongo mis días, mis horas, mi vida. Con mucho esfuerzo. Con mis dedos torpes y pequeños. Sin saber bien cómo hacerlo para que todo salga bien. Y en mi interior escucho una voz que me susurra: «No pares, sigue tocando». Y yo sigo y no paro. Y no me quedo quieto esperando a que pase la vida. Quiero llegar lejos, pero quiero llegar donde Dios me pide que vaya. Quiero hacer su voluntad. No la voluntad que otros piensan que es la de Dios para mi vida. Para eso necesito estar muy cerca de Dios, para poder reconocer bien sus huellas. Necesito reconocer su voz, para no perderme con tantas voces. Descifrar sus signos, sus acordes, sus manos. Tal vez ya no me es tan fácil buscar a Dios en mi vida real. Buscarlo vivo en mi alma. Buscarle en todo lo que me pasa. Y descubrir que está en mí. Y mi melodía, que parece tan insulsa, resulta que es una verdadera obra maestra, porque es Él el compositor. El que pone la música y hace los arreglos perfectos. Y yo me dejo hacer por Él. Y me pongo en marcha. No quiero dejar pasar de largo sus huellas, sus señales. Dios me habla en todo. Me habla a través de todos. Quiero seguir tocando mi melodía, aunque sienta que no acierto con las notas o que otros a mi lado critican lo que hago. Quiero seguir tocando para que se escuche otra melodía en medio de tantos ruidos, injusticias, atrocidades. Quiero que mi melodía, transformada por la música de Dios, cambie este mundo en el que vivo.

No estoy solo. Camino con otros. Vivo en comunidad. Eso lo sé muy bien. Pero a veces no cuido el amor que Dios pone en mi vida. La amistad, los lazos fraternos, el amor personal, se construye desde la confianza y el respeto. Así es en la vida. Los lazos son fuertes o débiles. O hay intimidad o no la hay. Los lazos se construyen desde la confianza y la complicidad. Si los lazos son frágiles no resisten los conflictos. Cuando miro el mundo de hoy me conmuevo. Tantas personas solas. Tantas personas llenas de violencia. Atentados. Guerras. Odios. La cadena del odio sólo se rompe desde el perdón, desde la aceptación, desde la tolerancia, desde el respeto. Si no se rompe engendraremos nuevos odios cuando tratemos con odio a alguien. Esa cadena tiene fuerza. Es verdad que es más fuerte el amor que el odio. Pero la cadena del odio me estremece. Miriam Subirana comentaba: «El odio afecta a nuestra salud, envenena nuestro corazón, mata nuestra paz interior, nos seca de amor y felicidad». El odio me aleja de los hombres, me hace insolidario, dejo de ser feliz cuando odio. Quiero romper el odio con mi amor, con mi entrega, con mi vida. No quiero continuar yo esa cadena cada vez que reciba rechazo, desprecio, críticas, odio. Vuelvo a empezar. No quiero reflejar lo que recibo de los otros cuando es algo poco agradable. No quiero odiar al que no me quiere, ni tramar venganzas contra el que me ofende. No quiero. Pero para eso tengo que ser capaz de sembrar confianza y respeto. Tengo que aprender a amar con un corazón nuevo. Tengo que aprender a dar y no esperar recibir siempre algo a cambio de lo que hago. Sueño con una amistad honda y generosa. ¿Soy capaz de establecer vínculos fraternos profundos? El Papa Francisco comenta en su exhortación Amoris Laetitia: «Hay que considerar el creciente peligro que representa un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto». El individualismo me aísla. Me impide ser más solidario. Me cierra en mi egoísmo. Salir de mi círculo cerrado de necesidades e intereses me abre más ampliamente al hermano, me acerca, me ensancha el corazón. El otro día un seminarista me contaba que tuvieron con otros seminaristas de su curso un encuentro para profundizar en su vida comunitaria. Se hacían cuatro preguntas respecto a sus hermanos en el camino al sacerdocio: ¿Qué rasgo de Cristo veo en mi hermano? ¿Me gusta, me atrae? ¿Qué rasgo tiene que todavía no ha desarrollado? Algo valioso que yo veo y que tal vez él no acaba de ver. ¿Qué cosas suyas me cuestan? Y por último, tal vez la más difícil: ¿Qué me preocupa de él? Si lo veo débil en algo que puede trabajar. Y me preocupa que no lo haga. Me quedé pensando. ¿Soy capaz de hacerme esas preguntas respecto a las personas a las que más quiero? ¿He hablado de algo así con mi cónyuge, con mis hijos, con un hermano, con un amigo? Y más todavía. ¿Me he hecho esas preguntas a mí mismo? Es verdad que es necesario siempre hacerlo en un clima de oración. Sabiendo que Dios ha puesto personas en mi camino y me hago responsable de ellas. Estoy allí para ser su lazarillo, para animarlas, enaltecerlas y ayudarlas a crecer. A veces tendré que decirles cosas que no veo bien. Aspectos en los que pueden crecer. Y también recodarles cuánto valen. Asumiendo los límites, pero sabiendo que podemos crecer. Decía el Papa Francisco: «No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido». Miro hoy a Dios. Y pienso en ese rasgo de Jesús que yo tengo. O en eso que no vivo. Pienso en esa actitud a mejorar, porque no me hace feliz, porque no me ayuda. Y le pido que arrase mi corazón. Que empiece de nuevo. Quiero crecer en sus manos. Componer con Él mi día.

Hoy me habla Dios de su misericordia. Abraham intercede ante Él a favor de los que están más lejos. Quiere el perdón, la misericordia de los que le han sido confiados. No quiere que ninguno muera: «¿Y si se encuentran diez inocentes? Contestó el Señor: - En atención a los diez, no la destruiré». Y me habla de la inocencia. Dios salva a la ciudad en atención a diez inocentes. Decía el P. Kentenich: «Dios nos pide la inocencia de corazón. La pureza. Que seamos como niños para poder entrar en el Reino de los Cielos ¡Qué hermosa es la inocencia de los niños! Están tan cerca de Dios»[1]. Dios tiene una misericordia infinita y se conmueve ante la inocencia de sus niños, de sus hijos. Me habla de la inocencia y de la misericordia. Cuando Santiago (un joven recientemente fallecido) tenía seis años, un día le preguntó a su padre: «Papá, Juan es el mejor al Ping -Pong y Cakus es el mejor lector, y yo, ¿Qué soy?». Su padre lo miró conmovido y le dijo: «Tú tienes un corazón de oro». La respuesta no convenció a ese niño de seis años. Pero era muy verdadera. Tenía un corazón de oro. Es lo más importante que alguien podría decir de mí. Que tengo un corazón de oro, inocente, ingenuo, puro. Es lo que ese niño no valoraba con seis años. Hoy tras su muerte vemos lo importante que es tener un corazón de oro. Un corazón inocente ante el que Dios muestra su misericordia. Tal vez yo, con el paso de los años, he perdido la inocencia. Y tal vez el oro de mi corazón se ha perdido. Quiero tener un corazón de oro, un corazón puro, inocente. Pienso en el valor de mi vida. Quiero volver a ser inocente. Entregar mi corazón. Pedirle a Dios que lo haga de oro. A veces pienso que da igual lo que yo haga. Que no importa. Que igual el mundo va a seguir igual, o la Iglesia, o mi familia. Y me guardo mi aporte, mi gota, mi corazón inocente. Si todos lo hacen yo lo hago. Si nadie lo hace yo tampoco. Esta forma de pensar hace daño. Por un solo justo Dios muestra su misericordia. Basta con volver a ser inocente. Estoy llamado a ser justo, a ser inocente, a permanecer firme en la grieta de la muralla. A mirar la vida con inocencia y permanecer inocente en medio de una sociedad donde hay tanta injusticia, tanta inmoralidad. ¡Cuánta justicia social hace falta! Sabemos que su misericordia no va contra la justicia. Lo afirma así el Papa Francisco: «La misericordia no excluye la justicia y la verdad, pero ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios». Su misericordia establece la verdadera justicia. Pero yo no lucho tantas veces por establecer un mundo más justo. A veces he centrado la inocencia en la moral sexual. Y dejo de lado la moral social. Me acerco a Dios sin sentimiento de culpa cuando no cuido la justicia social. Pero nunca lo hago igual si he faltado en algún precepto de la moral sexual. Inocencia tiene que ver con una mirada pura sobre la vida. Tiene que ver con esa mirada misericordiosa de Jesús. ¿Qué estoy haciendo para que mejore la justicia social a mi alrededor, en mi trabajo, en mi familia, con las personas que dependen de mí? Misericordia quiere Dios y no sacrificios. Quiere que construya un mundo más justo. Con mi ejemplo, con mi forma de vivir en mi relación con los bienes, con el trabajo, con las personas que dependen de mí. Por un solo inocente Dios se muestra misericordioso. Estoy llamado a construir un mundo más justo. No puedo eludir mi responsabilidad pidiendo que sean otros los que lo hagan, o la jerarquía, o los que tienen más poder. Es mi misión. Y cuando eludo ese compromiso falta algo. Mis omisiones, o mis injusticias hacen tanto daño. Decía un dicho latino: «La corrupción de los mejores es la peor». La corrupción de los que tienen más medios a su alcance para hacer el bien. Más medios para hacer justicia. Más medios para sembrar misericordia. A veces no soy agradecido con todo lo que tengo. Y guardo, y retengo. Y no quiero perder nada. Y pierdo en mi egoísmo la oportunidad de ser más justo, de ser más inocente. Mi santidad se construye en pequeños detalles como me recuerda el P. Kentenich: «No es santo quien sabe mucho sobre la santidad, sino quien santamente duerme, come, juega. Esto es, quien realiza santamente todas las acciones de su rutina diaria»[2]. Mi justicia, mi forma de amar, mi forma de tratar a las personas, mi relación con los bienes, mi generosidad, mi preocupación por las injusticias que veo a mi alrededor. No quiero perder el tiempo en pequeñeces, agobiado por mi imagen, por el qué dirán. Estoy llamado a cambiar el mundo cambiando mi vida, mi forma de ser. No quiero pecar de omisión. No quiero dejar de hacer lo que puedo hacer. Yo puedo ser uno de esos inocentes ante los que Dios se conmueve y perdona. No busco salvarme a mí mismo. Como Jesús quiero dar mi vida para que muchos encuentren su salvación. No quiero eludir mi misión. Le digo a Dios que sí, que estoy dispuesto.

La amistad verdadera es un ejemplo para la vida: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: - Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite». Me tocan estas palabras. A veces escucho a mi amigo por ser importuno, porque insiste, porque me ruega que le atienda. Y más incluso que por la amistad, lo escucho para que no siga insistiendo. Las personas que insisten a veces logran lo que quieren. Perseveran y lo logran. Hoy Jesús me dice que Dios me ama y me concede lo que me conviene: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?». Dios es bueno y me da lo que le pido. Dios me conoce, sabe hacia dónde camino y quiere lo mejor para mí. Pero, ¿no es cierto que muchas veces no siento que sea lo mejor? ¡Cuántas veces le pido milagros que no suceden! Pido que suceda lo que deseo, pero no ocurre. Me rebelo y me enfado con Dios. Después de mucha oración no ocurre lo que pido. Y sé que puedo pedir siempre lo que quiera. Así lo decía el Santo Cura de Ars: «Un alma pura puede pedirle todo a Dios. Incluso un milagro». Pero si al final no sucede, me rebelo. ¿De qué sirve mi oración si al final ocurre lo que Dios quiere y no lo que deseo? Esa pregunta surge en el corazón. Le pido pan a Dios y me da una piedra. O le pido un huevo y me da un escorpión. Tal vez no es así exactamente. Pero mis sueños con frecuencia quedan frustrados. Anhelo la salud de un ser querido. Pido el trabajo para el que no tiene. Creo que aprobando un examen todo sería mejor. Siempre deseo cosas buenas. Tal vez no sé pedir lo que me conviene. Eso es verdad.  Y me centro en lo que ven mis ojos miopes. Tengo ojos de mosca. Que no me dejan ver lo que está lejos. No logro levantar el vuelo como el águila. Mi mirada es muy estrecha. Sólo veo lo que creo que me conviene en ese momento. El camino elegido. La mejor opción aparentemente. Lo que más me gusta. ¿Cómo va a ser mejor la muerte que la vida? ¿Cómo no pedir cada día que suceda un milagro? Lo pido con fe. Seguro que Dios tiene misericordia y me lo concede. Si soy justo. Si cumplo y amo. Si no me alejo de Dios y soy inocente. Pongo a veces una carga fuerte en mi sí, en mi entrega. Si me porto bien todo va ir mejor. Pero no funciona así. Dios no es así. Es verdad que quiero la vida. Quiero el cielo en la tierra. La felicidad pasajera que dure eternamente durante esos años que cuento. Lo quiero todo y ya. De forma inmediata. Esa bendita impaciencia que acompaña mis pasos. Y yo doy al amigo importuno lo que me pide. Más que como amigo, por ser tan importuno. Y yo doy a mis hijos cosas buenas. Y eso que yo soy malo. Pero luego miro a Dios y me enfado, me alejo. Porque no me concede todo lo que le pido. Porque no hace realidad todos mis sueños. Porque ocurren cosas con las que no contaba. Porque pierdo al que amaba, o no logro lo que deseaba. ¿Cómo seguir queriendo a ese Dios que es injusto? Le pido. Le suplico. Hago lo que sea para que Él cumpla su parte. Soy importuno pidiendo pero no sucede. A veces pienso que no sería capaz de soportar la cruz. El psicólogo Dan Gilbert decía: «Los seres humanos infravaloran su propia resiliencia: no se dan cuenta de lo fácil que será cambiar su visión del mundo si ocurre algo malo. Constantemente sobredimensionan lo infelices que serán ante la adversidad». Infravaloro mi resiliencia. Si confiara más, tendría más paz en el alma y no viviría pidiéndole a Dios cada día tantos milagros. Conozco a una persona que me dice que sólo le pide a Dios cosas para otros. Es feliz. Y no pide nada para ella. Y me dice que lo que pide para otros Dios sí se lo concede siempre. Me conmovió escucharlo. Conozco su amor hondo a Dios y su intimidad con Él. No me lo dice para presumir de nada. Simplemente quiere decirme que se sabe profundamente amada por Dios. Tal vez eso es lo más importante en la vida para enfrentar los sinsabores. Saberme amado en lo más hondo por Dios. Desde la inocencia de mi corazón. Dios no me quiere más cuando hace lo que le pido. No me ama más cuando me da una vida fácil. Me ama en lo profundo siempre y sólo me queda estar agradecido. Le pido por los que amo. Le suplico. Doy gracias. Pase lo que pase está en mi camino. Al pie de mi cruz, en medio de mi dolor. Sujeta mi vida rota. Sana mis heridas.

Hoy los discípulos quieren aprender a rezar. Se acercan a Jesús mientras ora. Y le preguntan: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Le miraron. Vieron en Él algo que les hizo desear orar como Él. ¿Qué vieron en Jesús? ¿Cómo rezaba Jesús? A veces he visto a personas orar y me han dado ganas de rezar como ellas. He querido pedirles que me enseñaran su misterio. Su intimidad con Dios, para poder yo también orar con esa cercanía, con esa fuerza. Me gustaría pararme hoy un momento para pensar cómo es mi oración. Me pregunto qué lugares me ayudan a rezar, qué formas de rezar me dan vida y expresan mejor lo que hay en mi alma. Cada uno tiene que encontrar su propio lenguaje para hablar con Dios. Muchas veces no es así. Rezamos con un mismo molde. Frases hechas. Esquemas fijos. Los discípulos quieren orar como Jesús. Quieren orar porque no saben. Miro a Jesús. También hoy quiero acercarme y decirle que me enseñe a orar. Quiero que mi oración sea una roca sobre la que construir, una fuente de la que beber, el lugar de reposo necesario, el aire para respirar y ser. Pienso que la oración es el lugar donde sé mejor quién soy yo. Decía Jacques Philippe que a veces «huimos de la oración porque tenemos miedo de encontrarnos a nosotros mismos». Es verdad. La oración es el lugar donde me muestro desnudo ante Dios y me siento amado y abrazado tal como soy. Pero a veces no es así y me disfrazo para rezar. O mejor dicho, oro desde fuera, no desde el lugar hondo del alma donde está mi templo sagrado. Miro a Jesús de nuevo. ¿Cómo ora Jesús? ¡Tiene tanta intimidad con su Padre! Es el Hijo. Es cotidiana su oración. Esto siempre me impresiona. Jesús, excepto en su tiempo de desierto, oraba en medio de su día. Se levantaba temprano y se iba al lago. O subía al monte. O a una barca. Se apartaba en medio de su rutina para hablar con su Padre. Para contarle, para escucharle, para descansar juntos y poder vivir el día unido a Él. Su oración era en medio de su camino. ¡Cuántas veces, mientras Jesús ora, alguien le interrumpe! Le van a buscar. Y Jesús integra de forma sencilla y paciente esas interrupciones en su oración. No les pide que se alejen. Él vive lo que reza y reza lo que vive. Me encantaría ser así. Rezar y vivir de la misma forma. Rezar amando y amar rezando. Jesús está unido a su Padre cuando hace milagros, cuando camina, cuando predica, cuando se retira a solas con Él. Jesús es el hijo obediente cuando ora, cuando convive entre los hombres. Su oración es sincera siempre. Expresa su alma. Es importante que rece desde la etapa que estoy viviendo, conectando con mi corazón, con lo que en este momento siento y soy. La oración tiene que ser viva, como mi vida. La oración de Jesús es de entrega. El proceso de su oración es hacer que su voluntad se amolde a la voluntad del Padre. Que se haga su voluntad. Orar para Jesús es entregarle de alguna forma al Padre su propia voluntad. El otro día leía: «Si lográramos unirnos a Dios en la oración, descubriríamos claramente su voluntad y solo desearíamos conformar nuestra voluntad a la suya»[3]. Pero yo a veces en la oración busco que la voluntad de Dios se amolde a la mía. La oración de Jesús es de alabanza y gratitud. Cuando se siente feliz alaba al Padre. Cuando sus discípulos llegan de la misión, alaba al Padre lleno de alegría por los suyos. Le agradece porque ha revelado a los más pequeños los misterios del Reino. Jesús alaba por lo que el Padre hace en los suyos. Da gracias por lo que ve en sus apóstoles. Me gustaría aprender a alabar. A dar gracias. A no pedir tanto para mí. A ser un niño lleno de asombro que da gracias por lo recibido. Me gustaría aprender a orar como Jesús. Mirando a Dios, a los otros, no mirándome a mí mismo. Una oración descentrada. Por eso Jesús responde hoy con el padrenuestro. Es la oración de los niños que hablan con su padre. Una oración de confianza, sencilla, pobre. Una oración de amor.

No quiero dejar pasar los detalles de mi vida sin dar gracias. Quiero mirar con hondura mi camino para reconocer su mano y sus pies a mi lado. Quiero acabar este curso renovando mis «síes» a la voluntad de Dios en mi vida y agradeciendo. Alabarlo en los momentos bellos y en los difíciles, porque estuvo conmigo. En la luz y en la oscuridad. Dios está también en mi oscuridad. Me gustaría aprender de Jesús a vivir mis miedos, mis límites, mis fracasos, atado a Él. A veces en el dolor o en lo que no comprendo o me desconcierta, me alejo de Dios. Pienso que Dios sólo está cuando soy perfecto. Pero Él todo lo usa para acercarme a Él, si yo me dejo. Una persona rezaba: «Señor enséñame a orar, con tu humildad, con tu sinceridad, con tu entrega, con tu hondura. Enséñame a orar con todo mi ser, no sólo con mi mente. Con mi voluntad. Con mi corazón. Con mis pies. Con mis silencios. No tengo que esperar el momento perfecto. Enséñame a orar en medio de lo que ahora mismo estoy viviendo. A abrirme en la oración. A dejar asomar mi fragilidad. Mi nombre. El nombre que sólo pronuncias Tú. Enséñame a pasear contigo por mi alma y conocer mis valles y mis montes, mis fuentes y mi sed, mis desiertos y mis bosques». A Dios le gusta estar conmigo. Pero a veces rezo desde mi coraza. Hablo sin parar y no le dejo espacio y tampoco dejo espacio para que mi alma respire. A veces rezar se convierte en una obligación, un punto en mi carnet de buen cristiano, en lugar de ser para mí lo más necesario. Sucede cuando no busco en Él mi descanso, mi roca para apoyarme, mi barca para que calme mi tempestad. A veces mi oración es egoísta, y me quejo de otros y pido para mí. Quiero que Dios ensanche mi corazón al orar. Por eso le pido que me enseñe. Quiero tener sus ojos y que abra mis puertas cerradas. Miro a Jesús. Quiero aprender a orar a su manera. Dios está tan cerca de mí y yo a veces no sé cómo buscarlo, cómo hablar con Él. Mi oración no tiene que ser perfecta. Basta con que sea mi oración pobre y sencilla, nada más. ¿Cómo rezo? ¿Qué lugares me dan vida para rezar? ¿Cuál es el estilo entre Dios y yo? ¿Cómo me busca Dios? ¿Cómo le busco yo? La vida en la tierra es buscarnos mutuamente Dios y yo. Esperarnos y encontrarnos. Me gustaría saborear en esta tierra algo de esa intimidad que tendré con Dios en el cielo. Orar desde el alma, desde quien soy, desde el momento en el que estoy, sin recordar con nostalgia momentos místicos que pueden haber pasado. ¿Le hablo a Dios de lo que siento, o sólo hablo desde mi mente? Orar en profundidad. Haciendo que al orar, mi vida tenga hondura y sentido. Ese sentido que le da caminar con Dios, vivir en sus manos. Orar desde la entrega de hijo, como Jesús. Desde mi pequeñez. Desde ese nombre que Dios pronunció al crearme. Y al orar, lo escucho de nuevo en mi oído. Orar sintiéndome amado profundamente. Eso es orar. Así era la oración de Jesús. Escuchar que soy el hijo amado. Así quiero orar para sentirme amado, para saberme hijo. Para amar con torpeza, pero dando la vida. Sé que sólo es posible desde Dios. Sólo orando puedo amar en plenitud. Sólo amando puedo orar como Jesús oró. Con silencios. Con palabras. Con miradas. Con todo mi ser. Quiero vivir junto a Él. En cada paso de mi vida. Recuerdo a Jesús orando toda la noche antes de elegir a sus apóstoles. Era Dios, y estuvo toda la noche entregando esa decisión tan importante. ¿Yo cuento con Dios en mis decisiones? ¿O se las cuento cuando ya he decidido para que las haga realidad? Me gusta ver a Jesús buscando en la oración la voluntad del Padre. Me gustaría ser así. Modelar mi voluntad a la de Dios. Escucharlo, aprender a tener el alma sensible a sus más leves deseos. Él sólo busca mi felicidad. Y yo confío y descanso. ¿Qué vieron ese día en Jesús? ¿Vieron su alegría, su paz, su fuego, sus ojos? Quiero aprender a rezar como Jesús.
 

[1] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader II, 23
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
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