Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XIII Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Reyes 19, 16b. 19-21; 13,1 Gálatas 5, 1. 13-18; Lucas 9, 51-62

«Te seguiré adonde vayas». «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios»
«Quiero optar y elegir bien qué caminos sigo, a quién sigo. En mis elecciones se esconde el sentido de mi vida. Quiero seguir a un Dios sereno, que le dé serenidad al alma. Un Dios en el que descansar»
 
Siempre me ha sorprendido el valor que tienen las pequeñas cosas de la vida. Pero muchas veces no las aprovecho. Sé que lo mejor que puedo hacer es disfrutar de esas pequeñas cosas de cada día. Pero no sé bien por qué me encuentro exigiéndole a la vida lo que no me puede dar. Quejándome de lo que no tengo y deseando lo que no alcanzo. Me turba la velocidad con la que corren los días y no sé sacarle todo el jugo a los minutos de mi reloj de arena. Las contrariedades. Los cambios de planes. Los imprevistos. Los pequeños fracasos. Y la bendita rutina que no siempre sé vivir con alegría. A veces imagino un descanso soñado, ideal, en el que poder empezar de nuevo. Creo que seré más feliz en lugares paradisíacos, llenos de lujos y comodidades. Complico la vida queriendo ser más feliz, más pleno, con más paz. Y no sé pasarlo bien con las cosas más sencillas que poseo. ¿Cómo se puede vivir de una forma en la que todo me cause alegría? No lo sé. Me confundo. Debe ser un estilo de vida que no tengo. Mirar con otros ojos el día que se me abre en medio de mi rutina. En medio de las nubes grises percibir la luz del sol. Quiero hacerlo. Comentaba Ángeles Caso: «Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, en una persona amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo». Tal vez yo también quiero vivir de esa forma. Disfrutando la vida. Valorando la vida. No quejándome por lo que no es tal y como yo soñaba. Con la serenidad grabada en el alma. Decía el P. Kentenich: «Ya no nos tomamos tiempo para tener una vivencia serena de Dios. No podemos arrodillarnos serenos ante el Dios sereno. Corremos precipitadamente de una idea a otra. Debemos aprender a estar de nuevo serenamente de rodillas ante el Dios sereno»[1]. Tiempo para descansar. Tiempo para Dios. Y no corriendo por la vida sin tiempo para nada. Dejar de mirar el reloj. Cultivar mi mundo interior. Saber abandonarme como leía el otro día en medio de las dificultades: «Al renunciar completa y definitivamente a todo control sobre mi vida y mi destino futuro, me liberaba de cualquier responsabilidad. Me liberaba de la angustia y la preocupación, de toda tensión, y podía flotar serenamente, con perfecta paz de espíritu, en la marea de la providencia divina que me sostenía»[2]. Me gustaría tener el alma siempre serena. Saber que mi vida está en manos de Dios y descansar. Dejar de agobiarme por todos los imponderables que no controlo. Querer ser uno más y vivir la vida serenamente sin grandes pretensiones. No siempre lo logro. Pierdo la serenidad y me altero. En ocasiones queremos que lleguen las vacaciones para tener más serenidad, más tiempo, más paz. Pero no siempre el descanso del verano me ayuda a tener paz interior. No van de la mano. Puedo vivir con ansiedad también en vacaciones. Puedo vivir angustiado en medio del descanso. Quizás consista en dejar de mirar tanto hacia el exterior para posar la mirada en mi alma. Vaciarme de lo que me llena para que haya más silencio y paz en el pozo de mi vida. ¿Cómo se llena de agua ese interior mío a veces tan seco? ¿Dónde están esas corrientes que me llenan? Tengo que cuidar más las corrientes que me alimentan. Decía el P. Kentenich sobre el descanso: «Estoy convencido de que no se descansa no haciendo nada. Nuestras vacaciones no deben consistir en no hacer nada, sino en un sano cambio de actividades. El hombre busca una ocupación creativa. Si observamos el trabajo del niño, su juego, comprobaremos una característica: la tranquilidad. En el juego, el niño trabaja con tranquilidad. Se entrega a un juego concreto como si fuese el único que existiese»[3]. Cambiar de ocupación y vivirla con tranquilidad, con paz en el alma, centrado en lo que tengo delante. Quiero optar y elegir bien qué caminos sigo, qué amistades frecuento, qué cosas leo, qué veo, a quién sigo. En mis elecciones se esconde el sentido de mi vida. Quiero seguir a un Dios sereno, que le dé serenidad al alma. Un Dios en el que descansar. Porque estoy cansado. La vida, los meses, el trabajo, el día a día. Me alegra ese Dios sereno que me enseña a ver las cosas pequeñas de mi vida y alegrarme con ellas. Esos pequeños detalles que todo lo cambian.

A veces me empeño en ser feliz todos los días y a todas horas. No me funciona. Tal vez porque sólo deseo tocar lo que no tengo. Y caminar por donde no he elegido caminar. De nuevo mis opciones. Tal vez tengo que cambiar mi forma de ver las cosas para ser más feliz, más alegre, más puro. Decía el P. Kentenich: «¡Es importante que nosotros, como artistas de la alegría, maestros y apóstoles de la alegría, aprendamos y enseñemos el arte de descubrir y de disfrutar de esas pequeñas alegrías! Sí, en este tiempo tan pobre de alegrías sería una tarea importante: gozar de las gotitas de miel, de las pequeñas alegrías donde Dios se nos ofrece. Es el arte de alegrarse, el arte de educar a los demás en la alegría»[4]. No es fácil ser un artista de la alegría. No es tan sencillo detenerme a mirar las alegrías que Dios me regala en lo cotidiano sin destacar las dificultades. Me suelo quedar en lo que no supero. En lo que no logro. En lo que no alcanzo. Y paso por alto tantos detalles de la vida que se me escapan. Una mirada. Una sonrisa. Una palabra acertada. Un abrazo. Una imagen que lo llena todo. Una luz. Una sorpresa. Una canción. Un silencio. Una poesía. Quiero reírme más. Sonreír más. Una persona le dijo a otro: «Gracias por haberme sonreído». Es fácil sonreír. Pero a veces no lo hago. Quiero buscar entre las horas de mi vida alegrías pequeñas, de esas que pasan desapercibidas tantas veces. Cuando no me basta con lo que hay. Cuando no estoy contento con lo que hago, tal vez cansado y quiero más, o algo distinto. O lo quiero todo. Será cierto entonces que cuanto más tengo más quiero y cuando menos tengo más feliz soy. No lo sé, no lo entiendo. Busco la felicidad en las grandes metas que nunca logro. Y desprecio las pequeñas conquistas de mi vida, esas que no son tan grandilocuentes. O cuando las logro, quiero más, algo nuevo, diferente. Porque me siento joven y veo todo un mundo abierto ante mis ojos. Quiero aprender a reírme con las tonterías del camino. Creo que los sabios, y también los santos, con el paso de los años, se ríen más, son más trasparentes, cosa de niños. La santidad, eso lo sé, tiene mucho que ver con hacerme niño. No consiste en llegar a ser un hombre duro, fuerte, seguro de mí mismo, capaz de todo. Sino en ser un niño frágil que dependa sólo de Dios en todo. Un niño que confíe y vuelva siempre a confiar. Y se abandone. Pierda el miedo. No creo hacerlo bien cuando lleno mi vida de exigencias, de pretensiones, y me canso. Me aferro a mis seguridades. Me enciendo con nuevos sueños y proyectos. Como queriendo hacer rentable cada una de mis horas. Para rendir algún día cuentas a ese Dios al que sigo. No quiero perderme nada. Quiero llegar a todas mis metas, a todas mis citas, a todos mis proyectos, dibujando todos mis horizontes en el ancho blanco de mi vida. No lo sé. Me da miedo que me pase lo que decía el P. Kentenich: «Si hacéis un pequeño paseo esta noche o mañana temprano, examinad cuántas ocasiones de alegría pasamos por alto en nuestras vidas»[5]. Quiero, no sé bien cómo, hacer sagrado lo cotidiano, reírme de las cosas pequeñas, disfrutar de mi vida. Y vivir a fondo, con toda el alma. Sin miedo. Sin pretensiones. Y cansarme, al final del día, por haber dado la vida hasta el extremo. Y descifrar los caminos de Dios ocultos entre las sonrisas y lágrimas de mi camino. En palabras y en gestos. Amar me enseña a descubrir a Dios en todo lo que hago. No sé cómo lo hago. No lo quiero todo aquí y ahora. He decidido confiar más en mi Dios sereno. Seguir sus pasos tranquilos. Adentrarme en su mirada mar adentro. En medio de mis horas que se escapan. Aprender a beber las gotas de alegría que me regala Dios. Y pensar que mi vida tiene sentido en ese saborear cada minuto desde lo más profundo. La felicidad es una actitud ante la vida. Está en mis manos decidir si quiero ser feliz o no con las circunstancias que me tocan vivir. De mí depende, de nadie más. Es verdad que los imponderables nunca los controlo. Puedo elegir a quién sigo. No puedo elegir cómo me va a ir en el seguimiento. Decía el Papa Francisco: «Me gusta contemplar el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, Él se involucra con nosotros, se encarga en persona de limpiar toda mancha». Jesús me limpia mis pies cansados. Limpia mi seguimiento, mi cansancio. Se arrodilla ante mí, sereno, para que mi alma recupere la serenidad perdida. Me gusta la palabra serenidad. Tiene mucho de paz y de descanso. Quiero ser un hogar sereno, un pozo sereno, un mar sereno. Para Jesús que viene a caminar conmigo. Para todo el que se acerque y necesite algo de consuelo. En su herida, en su dolor, en la angustia de la vida. Quiero toda la serenidad del mundo sumergida en lo hondo de mi alma. Quiero descansar para recuperar la serenidad perdida. Y que Jesús me limpie mi seguimiento, mis pies sucios y cansados al final del día. Mi fragilidad herida después de tantas luchas.

Jesús toma hoy la decisión de ir a Jerusalén: «Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén». Es el inicio del camino hacia la cruz. No hay azar. Jesús decide. Acepta. Acoge el amor de su Padre. Decide, no se deja llevar. ¡Cuántas veces corro el riesgo de dejarme vivir por otros! Simplemente dejo que la vida vaya y yo reacciono como puedo frente a ella. Me gusta mirar hoy a Jesús, antes de ponerse en camino. Rezaría. Pensaría. Lo hablaría con su Padre. Descifraría en la vida las señales. Acaba de tener lugar la transfiguración. Pero ya sabe que lo buscan para matarlo. En su corazón humano le costaría tanto dejar Galilea, a su madre, su lago, para ponerse en camino. No hacia cualquier lado. Hacia Jerusalén. Ha ido muchas veces, pero esta vez era especial. Seguramente, los discípulos le dijeron que era peligroso. Pero Jesús sentía que su misión pasaba por Jerusalén. Mis decisiones, ¿las tomo con Dios? ¿Qué es lo que pienso cuando decido algo? ¿Qué tomo en cuenta? Hoy Jesús inicia un camino. Terminará con su muerte. Con la resurrección. Su Padre se lo ha mostrado en el monte. A veces pensamos que Jesús no luchó en sus decisiones. Y no es así. Era libre. Profundamente libre. Y tenía miedo. Pero amaba. Y era el Hijo obediente que ante todo quería cumplir la voluntad de su Padre. Empezó a caminar. Me gusta pensar en los inicios de tantos caminos míos. Es bonito ese momento de vértigo, en el que no sabes qué te vas a encontrar. Miro a Jesús. Decide y se pone en marcha. Va con los apóstoles. El camino no lo hace solo. Desde que los escogió nunca se ha separado de ellos. Son uno. Ellos van con Él. Con sus torpezas, sus preguntas, sus huidas y cobardías. Pero en su corazón estaba el anhelo de estar con Él, fuera donde fuera. Jesús toma la decisión. Quizás la compartió con ellos. No lo sabemos. Pero ellos también dejan su tierra nuevamente, igual que dejaron sus redes y su mesa de cambios, su vida. Se ponen en camino junto a Él. A su lado merece la pena vivir el miedo y la incertidumbre. Es lo que me pide siempre Jesús. Confiar, caminar a su lado, salir de mí mismo, ir donde Él vaya. Sé que juntos tocaremos el cielo, que la vida será mucho más que mi pequeña parcela. Ninguno se quedó. Todos se fueron con Él hacia Jerusalén. Caminantes confiados. Abiertos a lo que Dios les preparase. Sin tener todo controlado, sin una casa segura donde dormir cada día. Dejaron Cafarnaúm, donde habían vivido juntos. Con Jesús no necesitaban tantos seguros. Yo también pienso eso. Si voy a su lado, me fío y no quiero calcular tanto. Ni medir. Pobres apóstoles, una y otra vez tienen que abrir el corazón. Jesús les ayuda a romper prejuicios, a superar miedos.

Hay dos actitudes ante la vida. O nos ponemos en camino detrás del que nos invita a seguirle o nos quedamos quietos sin hacer nada. O creemos en Aquel que no tiene dónde reclinar la cabeza o preferimos la seguridad de una vida tranquila, sin agobios ni exigencias. Hoy algunos le ofrecen a Jesús seguir sus pasos: «Te seguiré adonde vayas». En otras ocasiones es Jesús quien invita al seguimiento: «Sígueme». Toma la iniciativa para que le sigan. ¡Cuántas veces le pido a Jesús que me siga Él a mí, en mis caminos, en mis idas y venidas, en mis huidas y en mis regresos! Y Él lo hace, porque me ama mucho. Me ama como soy. Se hace el encontradizo en mis caminos. Siempre lo hace. Y me habla al corazón. Y mi corazón arde y todo lo cambia. Pero yo también quiero seguirlo a Él. Estar con Él cuando sufra. Cuando se sienta solo. Cuando necesite que alguien lo sostenga. Estar con Él en la montaña, en el lago, en la cruz. Ir detrás de Él. A su lado. Me conmueven esas personas tan dóciles para seguir al Señor. Se arriesgan, no dudan, no temen. Lo dejan todo para seguir a otro. Para caminar en pos de otro. Siempre me han impresionado aquellos que son tan libres para darse, para ponerse en camino. Sé que si no soy libre no puedo dar un salto audaz en la vida. Me gustaría ser libre de tantas cadenas que me atan. Hoy lo escucho: «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado». Hoy se habla mucho de libertad. Todos queremos ser libres, optar libremente por lo que nos hace felices, no vivir atados a nada: «Vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor». Quiero ser libre para la vida. La libertad es compromiso. No es vivir sin compromisos, no significa no tener vínculos. El otro día leía: «Los jóvenes suelen anhelar la libertad y la independencia como si estas fueran en cierto modo absolutas. Hablan de ella como un bien en sí mismo, como si solo existiera en una categoría ideal, sin las trabas de las obligaciones y el deber»[6]. Los vínculos son esas cadenas que nos hacen libres. Tengo la vocación de la libertad plena. Libertad no es vivir sin compromisos, sin responsabilidades. Es mucho más. Es un salto en el vacío. Es confiar en un Dios que nos marca el camino de una libertad más plena. Es libre el que opta y se compromete. El otro día leía: «Sólo el hombre puede elegir libremente no servir a su Creador. Cuando el hombre elige servir a Dios y hacer su voluntad, conquista su libertad más sublime y más plena. Puede parecer paradójico afirmar que nuestra libertad más plena y sublime depende de seguir hasta en el más mínimo detalle la voluntad de otro, pero no deja de ser cierto cuando ese otro es Dios»[7]. Soy más libre cuanto más me comprometo con Dios y sigo su voluntad y me adapto a su querer. Cuando renuncio a mis planes por elegir los suyos. Cuando opto por comprometerme a lo que Él me propone. Quisiera ser más libre. Libre de ataduras que me impiden dar un salto de compromiso mayor. Libre de dependencias que me lastran. A veces parece que la libertad nos viene dada por la ausencia de obligaciones y compromisos. Relaciones que no comprometen. Amores que no atan. Pero al final es más libre el que opta, el que echa raíces, el que elige. No el que vive su vida sin tocar el corazón de nadie, sin involucrarse en el camino de la vida. Más libre es el que sabe que lo importante es entregarse sin límites. El que no teme perder la posibilidad de elegir entre muchas opciones, porque ya ha elegido seguir una opción determinada. No tiene menos libertad. En realidad es más libre. Porque esas elecciones le hacen profundizar en su seguimiento a Dios en el camino. Pero a veces creo que camino con muchas ataduras que no me dejan ser libre. Ataduras que me pesan. Quiero ponerle nombre a mis cadenas. Saber por qué me atan. Me pesan y me impiden ser más yo mismo, ser más auténtico. Quiero desenmascarar tantas esclavitudes que no me dejan soñar. Que me impiden darme por entero. A veces las circunstancias que vivo me atan, no me dejan darme con libertad. Quiero ser más libre, quiero que Dios libere mi corazón. Quiero ser más libre para amar. Hoy escucho que tengo que ser esclavo por amor para no caer en la tentación de morder a los otros: «Si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Jesús es paciente, manso y humilde. Jesús es esclavo de todos por amor. No quiere la violencia. No se resiste al mal. Actúa con bondad. Busca la comunión y la unidad. Jesús es libre para amar. Su libertad escandaliza. Su mirada sobre la vida y sobre los hombres. Su mirada comprensiva hacia el que sufre. No busca quedar bien. No se atiene a compromisos. Busca siempre la verdad. Sirve a todos por amor. No rechaza. No camina sólo con los que piensan como Él. Me impresiona su libertad soberana. Su amor comprometido.

Muchos dicen seguir al Señor pero luego no todos le siguen: «Déjame primero despedirme de mi familia. Déjame primero ir a enterrar a mi padre». Seguir significa comportarme como Jesús se comporta. Significa ir donde Él vaya, seguir siempre sus pasos. Amar como Él ama. Custodiar a otros como Él los custodia. Interesarme por la vida de los que me confía. Seguirle significa hablar con sus palabras, sentir como Él siente. Tener sus valores. Seguir a Jesús significa llegar a amar como Jesús me ama. Siguiendo las tendencias que Él impone en mi vida. Me gustaría sentir que lo he dejado todo para seguir sus pasos, pase lo que pase. En medio de la luz de mis éxitos, en medio de la oscuridad de mis fracasos. No siempre me siento tan libre para seguirle sin miedo. Recuerdo que estas palabras me han acompañado desde hace muchos años: «Te seguiré, Señor, adonde vayas». Me han recordado que mi sacerdocio pasa por estar con Él, por caminar con Él. No consisten en hacer muchas cosas, en lograr muchas metas. No consiste en ser pastoralmente muy eficiente, en contar a manos llenas mis éxitos pastorales. Estar con Él. Dormir donde Él duerma. Seguir sus pasos. ¿Y si de repente pierdo sus huellas? ¿Y si no sé si ha dejado el lugar donde estoy para emprender un nuevo camino? No lo sé. Sólo sé que está conmigo y eso me hace pensar que estoy donde Él está. Haciendo lo que Él quiere que haga. Cuando me comparo con otros, cuando intento ver cómo lo hacen otros, a veces dudo y me entra esa presión de ser como los otros. Quiero ser fiel a su llamada. Seguirle por los caminos de la vida, de mi vida. No quiero sentir que pierdo su rastro. A veces no sé cómo hacerlo. Creo que implica que por una vez deje de pensar en mis planes y en cómo pedirle a Jesús que se meta en ellos y me ayude a resolverlos a mí manera. Seguirle es dejar mis planes, y pensar, vacío de mí, cuál es su plan, su camino. La confianza en Él, el abandono, es la única manera de seguirlo. No quiero ponerle excusas. No quiero entorpecer sus deseos. Sé que muchos quieren seguirlo pero antes tienen que hacer otras cosas más importantes. Y no siguen sus pasos. Cuando llega la hora de la verdad parece que todo es más urgente que seguir a Jesús. Cada uno tiene sus cosas. Yo tengo las mías. Recuerdo un vídeo que vi hace poco. Un hijo prepara su boda y le pide a su padre que invite a todos sus amigos. El padre hace caso al hijo y los invita. Llega el día de la boda y sólo hay quince de sus cincuenta amigos. El hijo está muy triste y encara al padre porque siente que no ha invitado a todos como él le dijo. Pero Él le contesta: «Claro que lo hice. Invité a todos. Les dije que hoy vinieran porque estabas pasando un momento muy malo en tu vida y necesitabas el apoyo y el consejo de tus amigos. De verdad, los que están aquí, esos quince que lo han dejado todo para acompañarte hoy, esos son tus verdaderos amigos». Me conmovió el cuento. Los amigos verdaderos acuden no sólo cuando todo va bien, no sólo cuando hay que celebrar, sino cuando uno vive momentos difíciles. En ese momento son más necesarios. No ponen excusas para acudir en mi ayuda. No se quedan a medio camino pensando que no hace falta su presencia. A veces me parece que le pongo excusas a Dios para seguirlo cuando me pide lo que me molesta hacer, lo que me cuesta. Especialmente ese seguimiento a veces duro y árido. Me pide realizar cosas que me cuestan. Siento que tengo muchas cosas que hacer antes de seguirlo de verdad con todas las consecuencias que eso conlleva. Tengo otros planes. Prefiero otros caminos. Me gustan más las fiestas que las lágrimas. Busco cubrir otras necesidades. Siempre hay alguien que parece necesitarme más. No cambio nada cuando Jesús me llama. No lo dejo todo, y sigo adelante con lo mío. Me siento como ese «que echa mano al arado y sigue mirando atrás». Sé que ese «no vale para el reino de Dios». ¿Valgo yo entonces para el reino de Dios? Jesús me exige exclusividad. Ojalá, cada día, pudiera ponerme delante de Jesús, y decirle: «Donde Tú vayas hoy, te seguiré». Seguir es para mí, sencillamente, estar con Él y hacer lo que Él hace. Amar como Él ama. Mirar como Él mira. Detenerme como Él se detiene. Por un lado, estar con Él y vivir todo lo cotidiano de mi día con Él. Y por otro lado, estar siempre abierto a empezar un camino, a dar un salto, a abrir mi corazón. Me pide que lo deje todo para estar con Él. Pero a veces me parece demasiado. Prefiero seguirlo a medias. Con una parte de mí. Con la cabeza. Con mi cuerpo que se pone en camino. Pero dejo mi corazón en otras partes. No lo doy por entero. Me gusta esa exclusividad que pide Jesús. Dejarlo todo por amor. Dejarlo todo para seguir sus pasos en la vida. Me tocan las palabras del Papa Francisco: «No es buen camino descuidar la oración o, peor aún, abandonarla con la excusa de un ministerio absorbente». Jesús me pide que profundice en mi oración, que no busque excusas para no seguir rezando. Una vida intensa de oración es lo que deseo, es lo que me pide. Quiere estar conmigo. Quiere caminar a mi lado. Sin la excusa de estar atendiendo a los necesitados. Sin pensar en cuidar siempre a los demás, mientras descuido mi pozo. Mi pozo es lo más importante para poder luego tener agua en mi fuente. No quiero excusas para no rezar. Incluso cuando descanso en vacaciones encuentro mil excusas para no estar en silencio. Vivo volcado en el mundo. No callo, no dejo de mirar fuera de mí y no miro hacia dentro. Si hago más silencio podré hacer mías las palabras de esa persona que rezaba: «Te doy gracias porque me quieres y lo noto. Porque tu mano me sujeta cuando caigo y me derrumbo. Porque veo que una fuerza interior me lleva más allá de lo que yo puedo». Esa fuerza sólo surge cuando me sumerjo en mi interior y me encuentro con Él. Cuando me quedo a solas en lo profundo de mi océano. Sigo sus pasos hacia dentro, no fuera de mí. Ese seguimiento es el que más me cuesta. A veces prefiero salir de mí y correr. Buscar personas. Responder a necesidades. Atender a los que más necesitan. Me cuesta pararme y mirar dentro, descansar dentro.

Hoy el profeta Elías le echa el manto a Eliseo: «Elías pasó a su lado y le echó encima el manto». Ese manto de profeta cambió su vida para siempre. Le dio un sentido a su camino. Se hizo profeta como su maestro. Se hizo discípulo de aquel que le invitaba a seguir sus pasos. Descubrió su vocación. Se hizo dócil a la voz de Dios en su vida. El manto le dio un sentido, una razón a su existencia. Conozco a tantas personas que buscan el sentido de su vida. Han hecho lo que otros esperaban de ellos, o han tomado decisiones en medio de su camino. Se han confundido. Han acertado. Han recorrido los días de su vida. Han huido y se han encontrado a sí mismos de nuevo. Han elegido y han desechado. Pero tal vez no son conscientes de haber decidido algo de la mano de Dios. No han visto su rastro en su vida. No han percibido el manto de ningún profeta cayendo sobre sus hombros. En medio de su rutina buscan un sentido a sus pasos. ¿Para qué estoy aquí? ¿Hacia dónde navega mi barca? La pregunta por el sentido último de mis pasos. La pregunta sobre el para qué de mi existencia. ¡Cómo acallar ese grito que surge de las entrañas! Imposible acallarlo. Desaparece y vuelve. Una y otra vez. Regresa el deseo de encontrar un sentido. Y nos detenemos delante de Jesús: «Te seguiré, Señor». Queremos seguirlo. Queremos pertenecerle por entero. Descubrir el sentido de la vida. Estos «para qué» que no logramos respondernos. Hoy quiero recibir el manto del profeta. Como Eliseo. Como tantos santos que han encontrado a quién seguir siguiendo los pasos de Jesús. Rostros humanos que son lazos tendidos desde lo alto. Decía el P. Kentenich: «Dios deja caer una cuerda. Desea vincularnos con lazos humanos. Desea atraer a los hombres. Pero tira de la cuerda hacia arriba y no descansa hasta que todo haya llegado a estar vinculado con Él»[8]. Amar a Dios en la carne de las personas que amo. En sus rostros humanos encontrarme con su rostro. Subir más alto, más arriba. Superando las desilusiones y los desencuentros. Más hondo. Mar adentro. Y creer en mi misión en la tierra entre los hombres. Recibo el manto del profeta. Recibo la gracia de un camino. ¿Para qué estoy hecho? Quiero sostener con fuerza el manto que me han entregado. No camino solo. Camino con muchos que me ayudan a caminar. Y yo, al mismo tiempo, ayudo a muchos a caminar. Misión de profeta. Vocación de discípulo de profeta. Jesús fue profeta. Caminó en el Jordán siguiendo los pasos de Juan el Bautista. Y Él mismo entregó su manto a sus discípulos para que ellos también fueran profetas. No profetas falsos, de esos que son una mentira y engañan con sus vidas. Profetas fieles, verdaderos. Me gusta la vocación de profeta. Anunciar y denunciar. Hablar y callar. Hacer y dejarse hacer por Dios, por los hombres. Unir y cortar. Atar y desatar. Tengo vocación de profeta. Para anunciar un camino de esperanza. Para denunciar tantas esclavitudes que no me dejan ser libre. Repito las palabras de S. Pablo: «Manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud». ¡Hay tanta esclavitud! ¡Vivo tan apegado al mundo y a todo lo que me atrae de él! No me veo fuera del mundo. Soy del mundo. Pero tengo vocación de cielo. Me ato y me esclavizo y comprendo que tengo que mantenerme firme. Coger con fuerza el manto de profeta que me asegura la fuerza para caminar con más rapidez. El tiempo urge. El amor me urge. El amor a los que Dios ha puesto en mi camino para atarme a Él. El amor que levanta mi corazón hacia su propio corazón. Miro a Jesús en este día. Me arrodillo consciente de mi pequeñez sujetando mi manto. Ese manto que me entregó con mi vocación. Ese manto de servicio, de entrega, de amor. No quiero perder el tiempo. Tengo mucho que hacer en este mundo que tantas veces camina sin rumbo. ¿Hacia dónde vamos? Vivo el hoy pero sé hacia dónde camino. Hay una meta, un rumbo, un ideal. Creo que es la clave de mi peregrinación en la tierra. ¡Qué importante es vivir el hoy al máximo, con lo que encierra de vida, de luz, de miedo, pero sabiendo hacia dónde voy! De alguna manera, esa meta impregna el hoy y el hoy hace que la meta sea más bella. Pienso que así vivió Jesús, disfrutando el momento, entregándose del todo en la etapa que le tocaba cada día, pero sabiendo que su meta era salvar a todos, llevar a todos a su Padre. Aunque hubiera que pasar por la cruz. Somos hijos de Jesús, hijos de un profeta. Tenemos vocación de profetas. Capaces de descifrar los signos de los tiempos. ¿Dónde me habla Dios? Dios me busca en medio de mi camino. De las dudas. De los miedos. Me busca. Quiere ungirme con su óleo de salvación. Quiere hacerme de nuevo, cambiar mi rostro. Darme un nuevo corazón semejante al suyo. Tengo vocación de profeta. Soy consciente de que Jesús me pide que siga sus pasos. Que no tenga miedo. No quiero buscar excusas. Quiero seguirle allí donde vaya. Sin esperar a encontrar el mejor momento. Cuando ya todo esté arreglado. Cuando se den circunstancias más favorables. Hay personas que viven esperando su momento para poder dar la vida. Se parecen tanto al joven rico. Quieren darlo todo. No quieren ser egoístas. Pero nunca es el momento. Siempre hay algo antes. Siempre lo importante tiene que esperar. Viven guardándose para un mejor momento, para un momento en el que puedan amar de verdad, sin miedo y para siempre. Y el tiempo se les escapa de las manos. Lo pierden. La vida se les va. Quiero dejar de lado mis excusas. Y decirle a Dios que quiero seguirle hoy, tal como estoy, en mis circunstancias, en este momento del camino.
 

[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] J. Kentenich, Vivir con alegría
[5] J. Kentenich, Vivir con alegría
[6] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[7] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[8] J. Kentenich, Educación mariana, 1934
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