Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Zacarías 12, 10-11; 13,1 Gálatas 3, 26-29; Lucas 9, 18-24

 «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Pedro tomó la palabra y dijo: - El Mesías de Dios»
 
«La búsqueda enfermiza de la soledad puede hacerme egoísta. No deseo esa paz egoísta en la que me encuentro seguro y protegido. No es ese el Jesús que vive en mi corazón, el Jesús al que sigo» 
 
Las redes sociales nos permiten seguir a aquellas personas que despiertan más interés por lo que cuentan, por lo que viven.

Miles y millones de seguidores siguen a personas hasta hace poco tiempo desconocidas. La publicidad, los «trending topic» (tendencias), hacen posible a muchos salir del anonimato, ser seguidos por muchos y ganar dinero fácil. Los «youtuber» suben videos grabados por ellos mismos a internet y son seguidos hasta por millones de personas. Me impresiona que tanta gente pueda seguir a alguien que cuelga en la red videos caseros. Me sorprende, no lo voy a negar. Es el deseo de ir a la última, de saber qué es lo que se mueve a mi alrededor, lo que me mueve a seguir a otros. La búsqueda de la última corriente, la última tendencia, los hábitos más nuevos. Es el deseo de no quedar fuera de última moda que se impone. O estás ahí o no estás. O estás al tanto de lo que pasa o no te enteras. Entonces, me pregunto, ¿a quién sigo yo? Me gustaría seguir a personas que representaran esos valores que a mí me entusiasman. Personas auténticas, llenas de vida y de esperanza. Me gustaría seguir a soñadores que nunca se den por vencidos. A hombre enamorados de la vida, del hombre, de Dios. Tal vez no hagan nada extraordinario, pero viven de forma extraordinaria su vida ordinaria. Siempre me admiran esas personas que crean tendencias, que son fieles a lo que han decidido y optan, y avanzan. Sin importarles el número de sus seguidores. No es lo importante. Creo que los santos crearon tendencias con sus vidas. A lo mejor no tuvieron tantos seguidores, no estuvieron tan de moda, no ganaron dinero contando el número de seguidores. Pero marcaron tendencias en la vida de Iglesia. Cambiaron su realidad amando, y dejándose la vida. No sé si Jesús tuvo en su vida tantos seguidores. No lo sé. Tal vez no importa tanto el número de seguidores. Hoy pueden ser cientos, mañana miles, algún día millones. No es tan importante. A lo mejor más tarde en el camino dejamos de tener seguidores. Jesús veía cómo cientos y miles de hombres seguían sus pasos. Querían milagros, querían pan, tenían hambre de una vida eterna. Pero a Él no le importaba tanto que le siguieran. No le importaba su imagen. A veces a mí sí. Me gusta tener seguidores. Me gustaría saber si creo tendencias. Pero todo eso es vanidad. ¿Quién soy yo en realidad, en lo más hondo de mi alma? ¿Quién soy yo y para qué camino y me levanto cada mañana? Me gusta que me sigan. Que me valoren. Que me busquen. Está grabado en el corazón del hombre. El deseo de amar y ser amado. Pero sé que todo, al final, es vanidad. El éxito y la fama. Que hablen de ti o que no hablen. Crear tendencias o no crearlas. Todo es efímero. Domingo de ramos. Viernes Santo. Muchos seguidores alabando a Jesús. Casi ningún fiel al pie de la cruz, cuando ya todo ha acabado. La soledad del olvido. Tal vez nos acostumbramos a ese seguimiento de masas. Tal vez nos volvemos todos un poco masificados. Hago lo que otros hacen. Sigo a quien otros siguen. Compro donde otros compran. Busco las marcas que otros tienen. Me dejo llevar. Pero en el fondo quiero ser distinto. Creo que un pecado actual se esconde en el deseo de querer ser distinto, de querer ser raro, original, único. Como si quisiera inventar yo algo nuevo, algo mío. Quiero tener una forma original de hacer las cosas. Pero luego me dedico a seguir a otros. Quiero ser fiel a mi forma de vivir, pero luego acabo viviendo como los otros. El pecado que más me ata es la vanidad. Me creo mejor que los otros. Decía el Papa Francisco en la Exhortación apostólica: «Algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil. La actitud de humildad es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad». Juzgo a los demás desde la atalaya de mi orgullo porque no piensan ni actúan como yo. Me considero en posesión de la verdad, del mejor camino, y me falta humildad. Como si mi vida valiera la pena más que la vida de los otros. La vanidad de aquel que quiere crear una tendencia propia, marcar un estilo único, definir una forma de vida excepcional. Todo es vanidad. Ese deseo que me lleva a querer ser reconocido por todos, ser seguido por muchos, tener un lugar en la historia por mi originalidad. ¡Qué fácilmente caigo en la vanidad! Una persona rezaba: «A veces quiero ser grande en el reino de los cielos. Vanidad. En realidad me bastaría con ser pequeño. Despojado de mis ropajes. Desnudo ante ti, Señor, ante los hombres. Perdona si me quedo en el deseo de ser grande. Veo mi inconsistencia, mi pecado. Déjame soñar con cosas grandes, sin dejar de querer ser el más pequeño. Quiero ser el que soy delante de ti. No pretendo grandezas que superen mi capacidad. Dame paz, Señor, sí, dame paz». Me gustaría rezar así. Soñar con ser el más pequeño, con ser niño, con ser humilde. Ser pequeño en las manos de Dios. ¡Cuánto me cuesta a veces vencer esa tendencia mía que me lleva al orgullo!

Hay otra tendencia que me lleva a alejarme de Dios y de los hombres. Es la tendencia de querer estar solo. No quiero que me molesten, que me cambien los planes. Quiero vivir en paz sin que nadie se meta en mi vida, en mi mundo, en mi comodidad. Es el pecado del egoísmo que me lleva a aislarme de los hombres y a alejarme de Dios. Yo y mi comodidad. Yo y mis aficiones. Deja de conmoverme el sufrimiento de los hombres. Tanto sufrimiento ha acabado por hacerme indiferente ante el dolor. En la Exhortación apostólica comenta el Papa Francisco: «Una de las mayores pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones. La libertad para elegir permite proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de donarse generosamente. Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones personales». Puedo elegir con quién caminar en la vida. Puedo decidir lo que hago con mi tiempo. Puedo optar libremente. O me comprometo o no me comprometo. Sigo a alguien o no sigo a nadie. Entrego mi vida o me la guardo para no perderla. Tiene algo de atractiva una vida cuidada y protegida. Un jardín en el que nadie me perturba. Una casa solitaria en lo alto de un monte donde nadie puede acceder. Yo y mi mundo interior. Yo y mi soledad. Yo y mi libertad. El Papa Francisco comenta el peligro de esa soledad: «Si uno se estanca, corre el riesgo de ser egoísta y el agua estancada es la primera que se corrompe». Es el peligro de buscar mi comodidad y estancarme. De querer estar solo y perderme. De aislarme de esta vida tan conectada y quedar fuera de todo. Frente a ese deseo de estar siempre conectado, el deseo de estar totalmente desconectado. Fuera de las redes sociales. Fuera del teléfono. Fuera del mundo. Aislado, solo, sin nadie que me perturbe. Frente al miedo que nos da la soledad, el deseo de decidir yo cuándo y quiénes pueden perturbar mi paraíso en la tierra. Puedo cuidar tanto mi tiempo que no se lo entrego a nadie. Cuido mis vínculos para que no haya demasiada intimidad. Y cuando me exigen más de lo que quiero dar, me alejo. Cada uno sigue su vida. No hay compromiso por nadie. Ahora estamos bien juntos. Más tarde puede que no funcione. No me quiero comprometer a nada para siempre. ¿Y si luego no soy fiel? ¿Y si el amor desaparece? Es mejor vivir un presente eterno sin demasiados compromisos. No sé si ahora vale más o menos la palabra que antes. No lo sé. Lo que sí sé es que hay personas de palabra. Y otras cuya palabra vale muy poco. Personas que cuando te prometen algo sabes que lo van a hacer, sabes que van a estar ahí y no van a claudicar. Y otras que, aunque te lo aseguren, dudas porque mañana habrán cambiado de opinión, pensarán otra cosa, seguirán otro camino. Personas de una sola palabra hay pocas. Y personas con muchas palabras hay más. El pecado del egoísmo es muy grande. Hoy pienso de una forma, porque me conviene. Mañana, si no me conviene, pienso lo contrario. La comodidad, el deseo de estar yo bien, asentado, guardado, protegido. Con mis horarios cómodos. Con mi sueño y mi descanso protegido. Que no me perturben en mis planes propios. Hacer mi vida. Guardarla para no perderla. En lugar de crear hogares donde otros puedan descansar, aislarme en mi hogar donde nadie entra. Uno habla de solidaridad y luego vive su vida. Da miedo un excesivo compromiso. Decía Jean Vanier: «Yo diría que la necesidad más fundamental de nuestra sociedad no consiste en tener cada vez más profesores en las universidades, sino en tener hombres y mujeres que creen juntos comunidades de acogida para las personas desorientadas, solas y perdidas». Acoger al que está solo. Comprender al que nadie comprende. Escuchar a aquel al que nadie sigue. Abrirme para aceptar al que es distinto, al que no crea tendencias, al que está solo. Da miedo que penetren en nuestra comodidad. Pero el único camino es dar la vida. Hoy me lo recuerda Jesús: «Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». Si guardo mi vida la pierdo. Si me reservo me estanco y me pudro. Si no me doy con generosidad mi vida no vale para nada. Tengo tanto tiempo por delante, o más bien poco. No lo sé. ¿Qué hago con mi vida? ¿La entrego o la guardo? El egoísmo. Siempre mi tendencia a guardar mis cosas. Para que no quieran entrar a molestarme. Incluso mi relación con Dios puede convertirse en una búsqueda de mí mismo. Decía S. Francisco de Sales: «Busquemos al Dios de las consolaciones y no las consolaciones de Dios». En un afán por estar yo bien busco que Dios me consuele, me dé paz, me cuide, esté conmigo. Yo bien, a gusto, con Él, en paz. ¿Y mi misión? Me guardo, me escondo. Decía el P. Kentenich hablando de los consagrados: «Nosotros, hombres religiosos, ¿no estamos acaso expuestos al peligro de sucumbir en cualquier momento a un refinado egoísmo? Quizás no haya personas tan egoístas como las religiosas. ¿Por qué abandonamos la inseguridad del mundo? Para hallar la seguridad en el convento»[1]. Podemos buscar a Dios para que nos dé seguridad, para que nos cuide porque somos tan valiosos. Pero no damos nuestra vida. Añade el P. Kentenich: «Debemos aprender a girar como niños en torno del Padre; no esperemos que Él sea quien gire en torno de nosotros»[2]. A veces puedo correr el riesgo de esperar que Dios gire en torno a mí. Quiero que me mire, me cuide, me sostenga. Quiero que esté conmigo y no me deje solo. Pero yo no acompaño a nadie para que no esté solo, yo no me preocupo de los que sufren, no altero mis intereses y deseos porque yo tengo que ser feliz. Caiga quien caiga. Sin importar a costa de quien.

Jesús me pide que me niegue a mí mismo: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo». No es lo que yo quiero. No quiero negarme a mí mismo. Es antinatural. Va contra el deseo más propio de mi corazón. No quiero. Me resisto. Estamos empeñados en formarnos para ser competitivos, para triunfar. Queremos aprender muchos idiomas para ser valorados en el mundo laboral. Buscamos conquistar muchos títulos para lograr los mejores puestos. Negarnos a nosotros mismos no es el camino. A veces nos preocupa demasiado formarnos bien para que otros puedan seguirnos, admirarnos, maravillarse ante lo que valemos. ¿Cómo llegar a negarnos? ¿Es eso lo que quiere Jesús? ¿Quiere que dejemos de ser quienes somos? No es eso. Jesús me conoce y me quiere como soy. Pero no quiere que caiga en el egoísmo, en la comodidad. Claro que quiere que conozca mi esencia, mi verdad más profunda. Pero yo a veces no sé quién soy. Y no soy capaz de comprometer mi vida por amor a nadie. No me creo con fuerzas para cambiar mi mundo y me aíslo. Pienso que yo sólo no puedo hacer más que lo que hago. Y es poco. El otro día leía: «Dios no espera que ningún hombre cambie el mundo él solo, que acabe con todos los males o cure todas las enfermedades. Lo que sí espera de él es que actúe como Él quiere que lo haga en las circunstancias dispuestas por su voluntad»[3]. Él sabe que yo solo no puedo y no me lo exige. Sabe que no soy capaz de cambiar las cosas yo solo. Sólo me pide que acepte su voluntad. Pero yo me empeño en aislarme, en caminar solo. Tal vez me da miedo perderme en la masa. Dejar de existir confundido entre miles de granos de arena, de gotas de agua. Quiero conservar mi originalidad. Y me olvido de que sólo en comunión con otros soy capaz de cambiar mi mundo. Construir una sociedad de hermanos. Un mundo solidario con el que menos tiene, con el que más sufre. Un mundo nuevo en el que cada uno pueda aportar lo suyo sin importar el reconocimiento de los demás. Un mundo nuevo en el que cada uno no vaya a lo suyo, sino que todos aporten lo propio al bien común, al sueño tejido en el silencio. Para hacerlo posible tengo que negarme a mí mismo, a mi egoísmo, a mi vanidad. Pero creo que hoy no formamos a las personas para darse, para partirse por amor a los demás. Las formamos para que hagan su camino, para que ganen su lugar. Una persona ya hecha me comentaba acerca de un joven: «Este va a salir muy bien solo en esta vida». Parece muy atractivo el plan. Educar en la autonomía. Que cada uno sepa salir solo adelante sin necesitar la ayuda de nadie. La autonomía siempre es buena. Es importante ser autónomos y no totalmente dependientes de otras personas. Autónomos para decidir, para optar en la vida, sin que tengan que decirme continuamente qué pasos tengo que dar. Pero el ideal de mi vida no es la autonomía más radical. El ideal cristiano es desaparecer en el amor a muchos. Morir como una semilla para poder dar fruto. Negarme a mí mismo y desaparecer. Renunciar a mis intereses y egoísmos para que muchos puedan vivir. La búsqueda enfermiza de la soledad, del individualismo, de mi camino, de mi paz, puede convertirme en un ser egoísta centrado en mis propios deseos y proyectos. Yo no quiero vivir así. En el fondo no deseo esa paz egoísta en la que me encuentro seguro y protegido. No es ese el Jesús que vive en mi corazón, el Jesús al que sigo.

Jesús hoy se retira a orar, a un lugar solitario. Seguramente había turbación en su alma. Vuelve con los suyos y les pregunta: «Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: - ¿Quién dice la gente que soy Yo?». Jesús, en un momento de turbación, busca su complicidad, su cercanía, su cariño. Es la pregunta que tiene que ver con su camino de salvación. Con su forma de caminar y de mirar el mundo. Con su forma de amar y dar la vida. Esa es la pregunta de Jesús. En la película «Killing Jesus», ponen esta escena justo después de la muerte de Juan. El dolor embarga a Jesús y se retira a orar. En esa lucha interior surge la pregunta: ¿Quién soy Yo? La pregunta que acompaña a Jesús toda su vida. Se irá desvelando lentamente, de la mano de los suyos, de la mano de su Padre, en la fuerza del Espíritu. Es la pregunta con la que tranquiliza el alma. Quiere saber por qué le siguen, por qué le buscan. A Jesús no le importa que le sigan las masas. No busca ser popular. Simplemente sabe que tiene un sentido todo lo que hace. Tiene una misión. Va desvelando la voluntad de Dios y les pide ayuda a los suyos. No sé bien si las respuestas calmaron su corazón. No sé bien si le dieron algo de luz y de esperanza: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas». Tal vez no le aclararon mucho. Tal vez se quedaron en la superficie de su verdad más honda. No lo conocían del todo. No veían su alma. Sólo lo escuchaban y veían sus milagros pero no sabían quién era de verdad, en lo más profundo. Sabían que era un profeta. Pero no sabían su identidad. Esta pregunta es siempre la misma: ¿Quién soy yo para los hombres? Es la primera pregunta que todos nos hacemos. ¿Qué piensan los demás de mí? Me interesa saber lo que dicen de mí. Me gusta preguntarlo para estar tranquilo, para conocerme mejor. ¿Quién dicen los demás que soy yo? Busco conocerme mejor. Deseo que el mundo me diga para qué he nacido, qué tengo que hacer con mi vida. Es la pregunta más verdadera que me hago. Responde a la inquietud sobre mi forma de relacionarme con Dios y con los hombres. Estoy aquí para algo, eso seguro. Pero muchas veces no lo sé. Tiene sentido mi vida, pero en ocasiones dudo. Y pregunto: ¿Qué dice la gente de mí? Muchos seguidores. Pocos seguidores. Admiración. Indiferencia. Rechazo. Respeto. Amor. Busco que el mundo me afirme. Y me contento en ocasiones con esa opinión del mundo, de aquellos que no me conocen tanto, que sólo leen lo que escribo, o miran las fotos que cuelgo, o me ven moverme de lejos. Y creo que me basta ese juicio superficial para vivir sin ahondar en el misterio de mi vida. Pero no basta.

Hoy Jesús me mira a mí. Y yo le pregunto: «Jesús, ¿quién soy yo para ti?». Es una pregunta verdadera. No me basta lo que dice el mundo. La pregunta que aflora con fuerza desde mi interior: ¿Quién soy yo de verdad? ¿Con quién ha soñado Dios al crearme? ¿Estoy cerca de ese sueño o todavía lo veo desde lejos? Sé que tengo una misión en la vida. A veces no la hago realidad. En otras ocasiones no logro descifrar el camino y no percibo lo que quiere Dios de mí. A veces me confundo y pienso que soy lo que los demás creen que soy, lo que los demás esperan y desean. A veces me siguen, me buscan, y esperan de mí lo que no soy. Y yo trato de cumplir, de estar a la altura de lo esperado. Pero me confundo. Es como si me motivara ser lo que parezco, lo que muestro, y no lo que llevo dentro. En lo más profundo de mi ser sólo Dios me conoce de verdad. Hay un grito callado que sólo Él escucha. Una voz oculta que Él pronuncia. Dios ha sembrado en mi alma la semilla de la inmortalidad. Ha creído en mí mucho antes de que yo creyera. Me ha pensado con mi rostro. Me ha deseado con mi voz exacta. Él sabe lo que quiere que yo sea, lo que ya soy. Aunque yo mismo a veces lo desconozco. Hoy le pregunto a Él para que me diga quién soy. Tiene que ver esta pregunta con lo que el P. Kentenich llama el ideal personal. Él temía educar a los hombres no en su originalidad, sino en copiar moldes. Les decía: «Ni siquiera el revivir la vida de los santos está al resguardo de suscitar el desarrollo de un impersonalismo, de crear esclavos, borregos, no personalidades vigorosas»[4]. Cada uno tiene en su interior un camino único. Un nombre dormido, como dice el P. Kentenich: «Nuestro ideal personal dormita en lo profundo de mi interior, en el subconsciente»[5]. Está dormido. Quiero que despierte. Por eso no me amoldo ni siquiera a la vida de otros santos, por muy santos que sean. No repito modelos de santidad. No quiero ser como los otros, quiero ser yo mismo. En eso consiste la verdadera santidad. En dar vida desde lo que soy, no desde lo que debería ser o desde lo que sería bueno que fuera. No. Tengo un potencial escondido en mi corazón. Una fuente original de la que brota un agua verdadera. Le pregunto por eso hoy a Jesús: «Jesús, ¿quién soy yo para ti?». Dios me ha pensado. Me ha soñado. Eso me da paz. No tengo que encajar en otro molde distinto. No tengo que luchar con pasión por entrar donde no encajo. Tengo que ser fiel a mí mismo, a lo que Dios ha sembrado en mí. No es tan sencillo porque vivo comparándome. Vivo en relación a otros, siguiendo otros modelos, imitando otras tendencias. Me cuesta pararme a pensar quién soy yo de verdad. Dios conoce mi verdad más oculta, más auténtica y me sigue queriendo tal y como soy. Con su amor logra sacar la mejor versión que hay en mí. Por eso, lo más importante, es que Dios me diga todos los días que me quiere como soy, que me acoge como soy. En mi originalidad. En mis formas. Con mis límites. Así es como queremos ser amados. Sólo Dios me ama así. Sólo Él puede. Hoy escucho que he sido «revestido de Cristo». Su amor me cubre. Soy Cristo en medio de los hombres. Pero desde mi verdad, desde mi forma de amar y entregarme. Desde mi manera original de servir y dar la vida. Eso me conforta. Sólo tengo que ahondar en mi corazón. Dejar que en el silencio resuene su voz y sepa quién soy de verdad. No lo que los demás creen que soy, no lo que muestran mis fotografías o mis escritos. Soy mucho más. La verdad oculta que sólo Dios conoce. El tesoro más sagrado en el que yo mismo temo adentrarme. Hoy le pido a Jesús que me muestre mi rostro. Que me ayude a ser fiel a la semilla sembrada en mi alma. Él sabe lo que de verdad me hace feliz. Él conoce los caminos que sacarán mi belleza más oculta. Ahí, en lo secreto de mi corazón, Dios me permitirá quererme como soy. Sin barreras. Sin límites. Sin tener que desear ser lo que no soy. Sin pretender imitar a otros. Sin querer responder a lo que el mundo espera. Mi camino de santidad es mío, original, único. En él descanso. Sólo Dios me conoce.

A Jesús no le basta lo que piensa el mundo de Él y por eso les pregunta a ellos: «Él les preguntó: - Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Pedro tomó la palabra y dijo: - El Mesías de Dios». Ellos habían comido con Él. Habían compartido muchos días a su lado. Sabían de sus estados de ánimo. Conocían muchos secretos de su corazón. Esos secretos revelados a los suyos en momentos de intimidad. Sabían más que el mundo. Estaban cerca. Conocían al Jesús más verdadero. Al que caminaba en medio de los hombres. Al que comía con ellos y compartía su vida. Al que hablaba como un hombre más. Al que bebía y reía. Al que se conmovía y lloraba. Al que oraba en silencio. Buscaba la soledad y la compañía. Era uno más entre ellos. Pero distinto. Había algo en su vida, en su forma de mirar y de amar, en su profundidad, que no era de los hombres. Había una verdad que no podían tocar. Algo que no les pertenecía y se escapaba en un vuelo al cielo. Pedro se atrevió a expresar lo que todos sentían. Sí, tal vez no lo habrían hablado tanto entre ellos, pero lo sabían. Jesús era diferente. Jesús era el Mesías. Era hombre y Dios. Era de este mundo y no lo era. Lo intuían. No lo sabían todo. Eran torpes para comprender. Pero sabían que había una verdad honda que ellos no lograban descifrar del todo. Jesús era Dios. Jesús venía a salvar sus vidas, a darles un sentido. Sí, para ellos Jesús era el Mesías esperado, el Hijo de Dios. Ya no tenían que seguir buscando. Él tenía palabras de vida eterna. Por eso hoy me quiero detener a pensar en esa pregunta. Hoy Jesús se acerca a mí y me pregunta por mi nombre: «¿Quién soy Yo para ti?». Quiere que le diga qué lugar ocupa en mi corazón. Quiere saber si es Él a quien sigo o sigo a otros que no tienen palabras de vida eterna. Me mira como miró a los suyos. Me mira conmovido esperando mi respuesta sincera. Por eso quiero hoy mirar a Jesús y contestarle. Quiero decirle lo que de verdad significa en mi vida. Quiero mirar mi corazón y descubrir su verdad en mí. Él está en mí. Él conduce mi vida pero yo muchas veces sigo a otros. ¿Cuál es ese Jesús al que sigo? ¿Qué imagen de Cristo es la que llevo grabada en mi alma? Jesús ha venido a mi vida para cambiarla, pero yo sigo tantas veces centrado en mí mismo, en mis planes, en mis sueños. Vivo buscando mi seguridad y mi camino y no quiero darme por entero. Digo que sigo a Jesús pero no lo hago de verdad. Me quedo quieto, mudo, con miedo. ¿Quién es Jesús para mí? Me gustaría decirle que es el centro de mi vida. Que sin Él no tengo nada. Que mi vida está plasmada por su amor. Me gustaría confesarle mi deseo de seguir siempre sus pasos. Su verdad me toca en lo más profundo. Quiero ser como Él. Quiero ser Él.

Jesús quiere que le siga a mi manera y quiere que lleve conmigo mi cruz, su cruz. Me dice lo que espera de mí: «Y, dirigiéndose a todos, dijo: - Que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo». Yo sé quién es Jesús. Sé que padeció por mí: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Por eso quiero caminar a su lado, sufrir y padecer con Él. Pero a veces dudo y no me parece tan fácil. Me falta la fuerza para ponerme en camino. Muchas veces prefiero salvar mi vida. Guardarla, esconderla, protegerla. Sé quién es Jesús, pero dudo y no sé si es tan conveniente seguirlo. Veo su final y me duelen los clavos y el madero. Hoy surge la pregunta en mi corazón. ¿Quién es de vedad Jesús para mí? Dios desea que le diga qué lugar ocupa en mi vida. ¿Dónde lo he puesto? No en el centro. Ahí estoy yo con mis deseos y proyectos. Pero Él no está. Estoy yo sólo con mis dolores y sufrimientos. Yo con mis alegrías y sueños. ¿Y Él? En otra parte. En la razón. Allí donde comienzo a pensar en Él, en lo importante que es Él en mi vida. Sí. Allí lo encuentro. Pero el corazón se me queda frío porque no lo he puesto en el centro de mi vida. No quiero que se vaya de mi corazón. Quiero amarlo más. Quiero que esté en el centro. Quiero saber a quién sigo de verdad. Muchas veces siento que amo una idea de Dios, pero no a Dios persona. Dice el P. Kentenich: «¿Qué es Dios para mí? Una idea primordial. Y por eso Dios no despierta mi personalidad. Como nuestro amor al yo y a los hombres está también despersonalizado, no podemos ver a Dios de otro modo que como una idea primordial. Yo mismo me he preguntado a menudo: ¿Has orado alguna vez como se debe? Nos entregamos a una idea. Pero, ¡qué poco original y espontánea es nuestra relación con Dios! Dios tiene que ser una persona. ¿Lo admito en la práctica?»[6]. No quiero que Jesús sea sólo una idea, un principio importante que determine mi forma de ser y comportarme. Tiene rostro, tiene voz, me acompaña, me abraza. Hoy me pregunto: ¿Me detengo a rezar ante su imagen, ante su cruz? Una persona me comentaba que nunca había rezado delante de un Cristo crucificado. Me llamó la atención. Tal vez seguimos a un Dios impersonal. A un Dios desencarnado. Dios se ha convertido en una idea que despierta mi amor pero no me arrastra, no me enciende por dentro, no saca lo mejor de mí. Dios sólo puede ser el centro de mi vida si es persona, si vive en mí. Si tiene rostro. Si pasea por mi vida, se detiene, me mira. Si se hace fuerte en lo más hondo de mí. Hace tiempo vi en una iglesia un dibujo de un ojo y debajo una frase: «Dios todo lo ve». En ese momento pensé en un Dios que todo lo controla, un Dios al que no se le escapa nada. Un Dios omnipresente que ve mi pecado y me persigue. Un Dios acusador, denunciador de secretos ocultos. Me dolió pensar cuánta gente lo veía así. En la película «En el corazón del mar», un escritor que quería conocer la historia del barco que fue hundido por una ballena blanca, le dice al último testigo que quedaba: «El diablo ama los secretos ocultos. Sobre todo los que devoran el alma de un hombre». Cuando al final revela todo lo que pasó le pregunta: «¿Jamás se lo dijo a nadie? ¿Ni siquiera a su esposa?» Y él contestó: «No, ¿cree que habría llegado a amarme si hubiera sabido las abominaciones que hicimos?». A lo que su mujer, que estaba escuchando, responde: «Sí, lo habría hecho. La fuerza de ese muchacho aún vive en ti. Yo sé que ahí está, a pesar de que tú no». Dios me quiere así. Conoce los secretos más ocultos de mi alma y me quiere como soy. Conoce al niño oculto en mi interior. Sabe toda mi verdad. Es suya. No me mira molesto al ver que no soy como creo que debería ser. Me quiere con lo más oculto que hay en mí. Conoce mi fragilidad y mi pecado. Se conmueve al ver mi herida. Nada hay secreto para Él. Me ve y su mirada me salva. No me juzga. Me abraza. Me gusta pensar en ese Dios que pasea por mi alma mirándome. Mirando mi verdad, mis secretos, mi historia. Me mira y sonríe. Como esa madre que ve caminar por primera vez a su hijo pequeño. Me mira conmovido, nunca enfadado. Me sonríe y me levanta cuando caigo. Y me hace creer que confía en mí pase lo que pase. Ante Él no hay nada oculto. Todo tiene luz. Le alegran mis secretos, mis misterios, mi verdad. Él está allí. En lo más guardado de mi alma. Vive en mí ese Jesús mío que me salva. Tiene un rostro muy concreto. Tiene una voz que escucho. Y unos ojos que me miran, y yo los miro sosteniendo su mirada. No es una idea. Es Aquel que más me ama. Y al que yo, torpemente, intento amar.

 
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[4] J. Kentenich, Semana de Octubre 1951
[5] J. Kentenich, Semana de Octubre 1951
[6] J. Kentenich, Textos pedagógicos
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