Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XI Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan


II Samuel 12: 7 - 10, 13; Gálatas 2: 16, 19 - 21; Lucas 7,36-50

«¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: - Supongo que aquel a quien perdonó más»
 
«Dios puede hacer una obra de arte con nosotros si nos dejamos tocar por su misericordia. Nos mira y se enamora más todavía de nuestra fragilidad. Esta mirada de Dios nos salva siempre»
 
Creo que es bueno que aprenda a liberarme de los moldes que le pongo a los demás. De las expectativas que tengo sobre ellos. De lo que espero y sueño. De lo que deseo y a veces no veo realizado. Quiero que sean de una determinada manera y me frustro si al final del camino la imagen que yo tengo y la realidad no coinciden. Tengo que asumirlo, me gustan los moldes. Saber lo que puedo esperar y lo que no de cada uno. Saber bien lo que quiero y lo que no deseo. Lo que hay y lo que no hay. Cuesta aceptar con alegría que el olmo no da peras. No me gustan las sorpresas en la vida. Los cambios de planes. Los cambios sorpresivos. Por eso a veces me empeño en que las cosas sean como creo que deberían ser. Y obligo a los demás a adaptarse a mi proyecto. O son como yo quiero o, si no lo son, que no estén tan cerca de mí. Me alejo de los que se salen de mi molde, de mi expectativa, de mi anhelo. No quiero tanto a los que no responden a mis deseos, a los que se escapan del molde. Y sin querer uso frases que no me ayudan mucho: «Yo debería. Tú tendrías. Yo tengo que. Tú sería bueno que hicieras». Encasillo y me encasillo. Tengo sobre mí muchas exigencias. Un molde. En seguida me sale de los labios un «Yo debería». Se me escapa. Se me cae del corazón. Lo tengo tan dentro. Cuando no hago lo que quiero. Cuando no logro aquello por lo que lucho. Sueño con un molde bien hecho y si no quepo dentro, algo habrá que cambiar para que todo encaje. O me hago más pequeño o no entro. Pero no rompo el molde. Quiero una buena imagen. Mía, de los demás. Y proyecto en aquellos a los que amo lo mismo que yo deseo para mí. Les exijo mi forma de vida. Mi forma de amar. Mi forma de ver las cosas. La misma mirada. Los mismos gestos. Pero tengo que aceptar, aunque me duela, que las cosas no siempre son necesariamente como yo las veo. Son como son y punto. Y eso a veces me cuesta aceptarlo. Entender que hay comportamientos que no voy a querer nunca. Y voy a tener que verlos a mi alrededor, incluso en aquellos a los que quiero. Y tendré que aceptarlo. A veces me gusta maquillar la realidad, intentando que se adapte a mi medida si eso es posible. Quiero que los demás muestren la cara que yo deseo. Me quieran como yo espero. Me digan lo que anhelo escuchar. Se comporten en la vida como corresponde a su condición, a su vocación, a su camino. Que no caigan, que no yerren. Juzgo desde lo que los demás deberían ser. No desde lo que son. Y prefiero que nadie se salga de su lugar y me sorprenda con sus actos. La sorpresa me asusta. Es como un salto inesperado en el vacío. Un cambio repentino de una vida trazada siguiendo moldes. Y me da miedo. A veces nos proyectamos en nuestros hijos, en las personas a las que amamos. Queremos que sean como nosotros queremos. Tal vez como nosotros no hemos sido nunca. Que lleguen más lejos. Que hagan lo que no hicimos. Que luchen ellos por lo que no luchamos nosotros. Y cuando nos desilusionan nos hundimos. No son como soñamos al tenerlos y no sentimos defraudados. ¡Cuántas veces nos desilusionan las personas a las que amamos! No son como deseamos. No son como deberían ser. Han incumplido el camino marcado. Han fallado en lo más importante. No parecen estar a la altura de lo que el mundo, de lo que Dios, espera de ellos. De lo que yo mismo espero. No tocan las cumbres que nosotros tampoco hemos podido tocar. Entonces dejamos de sorprendernos ante la vida de los demás. Esperamos mucho. Y nuestra frustración no es fuente de alegría ni de crecimiento para el otro. A veces tener un molde como meta en mi vida puede volverme rígido y serio. Puedo pensar que si la realidad no se adapta a mi molde no funciona nada. No soy feliz. Puedo volverme duro conmigo mismo y duro con los demás. La flexibilidad y la libertad desde el amor logran sacar lo mejor de las personas, lo mejor de mi alma herida. ¿Por qué me aferro tanto al molde? A veces veo personas que juzgan todo desde su molde. Y si los demás no se acoplan a ellos, los juzgan. Piensan que no van a ser felices, porque no hacen lo que deberían hacer. A mí también me pasa. Encasillo. Me vuelvo inflexible. Tal vez tengo que liberarme de tanto molde. Alegrarme de la versión que los demás me ofrecen. Ver que lo mejor que los demás me dan puede ser maravilloso, aunque no coincida exactamente con lo que mi molde espera.

Me da miedo ser demasiado rígido en la vida. Conmigo mismo. Con los demás. Puedo llegar a ser demasiado exigente, demasiado duro. Decía el Papa Francisco hablando de la rigidez: «También nuestra vida puede volverse así. Y algunas veces os confieso una cosa, cuando he visto a un cristiano, a una cristiana así, con el corazón débil, no firme, no firme en la roca –Jesús– y con tanta rigidez fuera, he pedido al Señor: - Señor, tírale una piel de banana delante, para que se pegue un buen resbalón, se avergüence de ser pecador, y así te encuentre, que Tú eres el Salvador». Me gusta encasillar a los demás. Encasillarme a mí mismo. Y pienso en mi corazón: «Esto no corresponde. Esto no lo haría Jesús. Esto no está bien de acuerdo a su vocación». Me vuelvo rígido. Conmigo mismo y con los demás. Exijo siempre la meta más alta. Y cualquier cosa que no sea la perfección me entristece. No me alegro con los pequeños progresos de la vida, con los pequeños logros, con los cambios mínimos que voy logrando. Hoy soy mejor persona que ayer. Pero peor que mañana. Debería bastarme. Debería alegrarme. Pero no. Lo quiero todo ya, ahora, el éxito total. La felicidad completa. Y los pequeños triunfos ya no me alegran. Dejo de sentirme contento con los pequeños avances. ¡Qué pena! Me falta esa paciencia de los sabios que saben esperar el crecimiento lento de la vida. Esos sabios que confían y creen en lo que puede surgir del barro. Ven en la roca ruda una obra de arte escondida. Y sueñan. Y esperan. Si invierto tiempo, si invierto amor, si invierto la vida en ello. Sucederá mucho más de lo que espero. Pero para ello hace falta mirar mi vida con alegría y no caer en la desesperación o la amargura cuando nada resulta como espero. Me gustaría aprender a ver lo positivo en todo lo que hago y alegrarme siempre. Mirar cómo me va en la vida y sorprenderme ante los cambios que no esperaba. Decía el P. Kentenich: «Si el alma no está sumergida en la alegría, ella buscará instintivamente algunas compensaciones. O reina en mí la alegría, o de lo contrario reinará la atmósfera de pantano. Sentimientos paralizantes me arrastran hacia abajo, afectos de alegría me impulsan hacia adelante. ¡Alegrarse aún con la menor victoria, alegrarse cordialmente con lo que ya he logrado!»[1]. ¡Qué importante es la mirada alegre para ver lo positivo en la vida sin quedarme en la amargura de lo que queda por lograr! ¡Qué importante vivir la alegría para poder crecer! El otro día una persona me comentaba cómo, en medio de su cruz de la enfermedad de su marido, veía la esperanza: «Hay que ver lo positivo en la vida. Saber encontrar el lado positivo de todo lo que nos toque vivir. No te lo digo como teoría. La enfermedad está siendo una gran cruz. Pero, junto a la cruz, también puedo ver cosas positivas por las que le doy gracias a Dios y a María. Dios me manda ángeles humanos, no me cabe la menor duda. Me han pasado cosas preciosas y la única explicación que veo es que son ángeles mandado por Dios. Te lo digo de corazón». Es la mirada que quisiera tener siempre. Ver lo positivo en el dolor. Ver a Dios oculto en mi cruz. La luz en medio de la noche. La esperanza en medio de los fracasos. No quiero ser un cristiano triste, amargado, un juez inflexible. Quiero aceptar que los cambios son lentos. Quiero querer a los que son diferentes. A los que escapan al molde. Quiero vivir sin juzgar, sin condenar. ¡Cuánto me cuesta! Quiero pensar que puedo cambiar y mejorar y crecer en mitad de mi camino. Creo de verdad que no todo consiste en caber dentro de un modelo perfecto que he diseñado de acuerdo a un ideal. No lo sé. Quiero ser más flexible. No vivir condenando y juzgando la vida, a los hombres. No vivir excluyendo, exigiendo. Quiero ser motivo de esperanza y de alegría. Para no dejar de creer en lo que Dios puede hacer con mi vida.

Creo que la vida se construye desde el respeto. El respeto a mi propia vida. El respeto a la vida de aquellos a los que yo ayudo a caminar. El respeto a la vida tal y como es. El respeto a ese camino que otros siguen sin pedirme consejo. El mismo respeto que tiene Dios al mirar mi vida. En la película «Come, reza, ama» dice uno de los protagonistas: «Dios vive en ti, como tú. No le interesa la fachada de una persona espiritual. Dios vive en mí, como yo». A Dios no le interesan mis moldes, mis fachadas, mis caricaturas que esconden mi vida. Mis formalismos, mis rigideces. A Jesús le importo yo, en mi esencia, en mi pureza. En la vida hay muchos caminos, muchas formas, muchos estilos. Aunque a mí sólo me gusten algunos. Una persona le decía a otro que no estaba casado ni era consagrado: «En la vida hay que optar. O camino, o carretera. No hay más. ¿Tú que eliges?». Demasiado estrecho. Medimos con nuestra vara de medir. Sólo cabe nuestra mirada sobre la vida. Lo demás está equivocado. Pero no es así. Hay muchos caminos. Y Dios me ama a mí como soy. Pero no a mí sólo en un camino determinado, cumpliendo sus expectativas. Me quiere a mí en el mejor camino que Él hubiera podido soñar para mí. La mejor versión de mí. Mi yo más verdadero. Yo no suelo ser así con los demás. Ni conmigo mismo. Si no cumplo, si no llego al ideal marcado, si me choco una y otra vez con mi debilidad, experimento mi pobreza y me rebelo. Decía el P. Kentenich: «Numerosas enfermedades tienen su origen en que el hombre ya no percibe ni asume cabalmente sus debilidades»[2]. Las enfermedades del alma surgen cuando soy muy rígido con mi vida. Todo tiene que calzar. Todo tiene que estar en orden. Y si hay desorden o inmadurez, actúo como cuchillo de doble filo. Corto, cerceno. No tengo misericordia con mis errores, con mis debilidades. Soy inflexible. Quiero aprender a perdonar siempre mi error, mi debilidad. ¡Qué importante para la vida! Asumir que tal vez nunca encajaré en el molde que creía perfecto. Puede ser que nunca haga todo como creo que debería ser hecho. Tengo una originalidad dentro, muy dentro, escondida. Mi originalidad, el sueño de Dios conmigo. Es Dios el que me ha hecho tan distinto al resto. Me ha dado un camino. El suyo. Me ha enseñado a vivir siendo auténtico, veraz, franco. Respetando las voces que gritan en el corazón. Podré cometer errores. Podré fallar y caer. Podré no ser tan bueno como quisiera. Pero mis debilidades son el trampolín hasta lo más alto. Necesito experimentar la misericordia en mi vida para caminar. Si no me sé amado de verdad, en lo más hondo, en mi realidad. Tal y como soy hoy. Si no me sé amado por misericordia, no voy a ser capaz nunca de amar así, de mirar así. Es verdad que «Dios nos ha llamado a todos para que seamos águilas, para aspirar a los altos ideales»[3]. No me ha llamado a repetir moldes. A ser santo como aquel otro santo. No. Mi santidad es original, única. Es mi camino propio. El mío, no el de otro. Eso me da paz. No tengo que repetir nada. Tantas veces intento copiar otros moldes. Saber que yo tengo mi camino propio es un alivio, y es un acicate para la lucha. No quiero asustarme de mi debilidad. Decía el P. Kentenich que el hombre evita mirar su interior «porque siente que en su interior el panorama es terrible»[4]. Yo no lo veo así. Veo mis sombras y mis durezas. Mis inmadureces y torpezas. Pero no es terrible. Soy así. Es parte de mí. No quiero dejar de mirar en mi interior. Con ojos de sorpresa. Alegre. Allí donde hay desorden, impurezas, dolores, amarguras. Allí, entre las sombras, hay tanta belleza, tantos dones maravillosos escondidos, tantas semillas de plenitud. Soy mucho más de lo que yo mismo veo. No me asusto ante lo imperfecto. Dios tampoco se asusta al mirarme. Al contrario. Se alegra. Yo también. Él está enamorado de mi pequeñez, de mi pobreza. Construye con el barro de mi vida. No necesita contar con un conjunto de piezas perfectamente dispuestas. Dios me quiere en mi limitación. Me quiere frágil. Se maravilla al verme. Más de lo que yo me alegro al ver de nuevo las mismas caídas en mi camino. No importa. Hay mucho camino por recorrer. Estoy llamado a ser un gran santo. A mi manera. Según mi estilo. A partir del material con el que Dios me ha creado. Eso me da alegría. Comenta el P. Kentenich: «¡Qué haríamos nosotros en nuestra vida espiritual sin el abono de nuestras miserias, de nuestras faltas!»[5]. Es un consuelo mirar así mi fragilidad, mis faltas. Mirar en lo más hondo del corazón sin asustarme. Sonreír, confiar. Dios lo puede hacer todo con mi miseria. Dios puede sacar verdes jardines del corazón si me dejo hacer por su amor. Puede hacer una obra de arte conmigo si me dejo tocar por su misericordia. Él me quiere como soy, no como creo que debería ser. Él me sueña porque quiere que sea pleno y feliz. Pero sólo puede construir a partir de donde estoy. Me mira y se enamora más todavía. Esta mirada de Dios me salva siempre. Me hace mejor. Me eleva. Me sana.

Jesús tiene una mirada honda que ve el corazón del hombre. Jesús ve la fragilidad de todos y perdona siempre. Jesús va a comer a casa de un fariseo llamado Simón y sabe cómo es su vida, cómo es su forma de amar y de mirar a los hombres. Lo conoce: «Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa». Va a comer con él porque él se lo ruega. Porque Jesús come con todos. No hace distinción de personas. Es veraz. Es auténtico. Come con Simón al que ama como es, sin juzgarlo. Me gusta esa mirada abierta de Jesús. No busca los cargos. No piensa en los títulos ni en las ventajas. No se sienta sólo con los más afines. Trata a todos igual sin importarle su condición, su forma de vestir, su dinero, su poder. A veces yo hago distinciones. Trato mejor a unos que a otros. Ignoro a los que no pueden darme nada. El otro día leía: «Para entrar en el reino de Dios es importante que todos sientan como suya la preocupación de Dios por los perdidos y su alegría al recuperarlos. Hay que aprender a mirar de otra manera a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian»[6]. Mirar como Jesús mira al mundo, a las personas. Acoge a los despreciados. A los rechazados por los hombres. Yo no miro como Jesús mira. Miro mejor a los que más quiero, a los que me aportan algo. Miro juzgando a los que actúan mal y no son como yo. Jesús mira igual al fariseo que a la mujer pecadora. La mirada que tenga sobre la vida es lo único que de verdad importa. La mirada vuelve la realidad impura o conserva su pureza virginal. Simón juzga a Jesús y a la mujer. Los mira y ve su debilidad. Hay personas especializadas en buscar las debilidades de los hombres. Los analizan y buscan su punto débil. Los atacan donde más les duele. Buscan herir. Se ríen. Condenan al ver el pecado. El fariseo es así. Mira a Jesús y lo juzga por aceptar el amor de una mujer pecadora y no ser profeta como él creía. A la mujer la mira y la juzga por entrar en su casa. Mira su vida pasada llena de pecado. La mira y la condena por comportarse con Jesús de manera impropia: «Al verlo el fariseo se decía para sí: - Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». Jesús no juzga a la mujer. No la juzga por fuera, por su apariencia. No condena sus gestos de amor. La mira en su verdad y ve cuánto amor tiene dentro. Mira su arrepentimiento y su amor al saberse perdonada. A veces me acerco o me alejo de las personas a través de mi mirada. Creo que veo pero soy en verdad ciego. Miro la superficie de las cosas y me dejo llevar por ese juicio superficial sobre la vida. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación apostólica Amoris Laetitia: «Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar los propios complejos». El problema de nuestra mirada está en el corazón. Miramos mal porque amamos mal. Miramos mal porque estamos llenos de rencores y amarguras. Miramos mal porque competimos buscando amor y reconocimiento. Porque pensamos que seremos más felices cuando todos nos reconozcan. Miramos mal porque nos gustan los logros, los éxitos y las victorias. Y pensamos que hay personas que no triunfan en la vida. Nos alejamos de los perdedores. Nos atraen aquellos a los que les va bien en la vida. Triunfan y eso nos atrae. Nos atrae la apariencia lujosa de otras vidas. Nos atraen aquellos de los que podemos obtener algún beneficio. Una mirada interesada sobre las personas. Entonces condenamos fácilmente al que ha caído, al que ha fracasado, al pecador, al que escandaliza. Y alabamos al que muestra la belleza de su vida en la apariencia. ¡Qué rápidos son nuestros juicios! Me gustaría tener un corazón puro. Una mirada pura sobre la vida, sobre los demás. No interpretar sus actos. No juzgarlos sin saber las intenciones que esconden. No sacar conclusiones aceleradas acerca de aquellos a los que no conozco tanto. ¿Y si estoy equivocado en mis juicios? Muchas veces los digo en alto. Los comparto. Hablando de los otros les creo una fama. A veces una fama positiva. En ocasiones una fama negativa. ¡Cuánto daño pueden hacer mis juicios! ¡Qué bien me hace callar cuando no tengo certezas! Y aunque las tenga es mejor callar que condenar. Mis palabras pueden hacer mucho daño. Mis silencios protegen a los hombres.

Me impresiona siempre esta escena de amor en la casa del fariseo: «Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de Él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume». Me abruma esa desproporción en los gestos de una mujer arrodillada ante Jesús. Esa exageración del amor es fuerte. El perfume y el cabello. En Marcos se nos dice que una mujer rompe «un vaso de alabastro con perfume de nardo puro, que era muy costoso. Y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús». Aquí sólo se habla de un perfume y de los pies cansados de Jesús. Y el cabello de esa mujer arrodillada a sus pies. Muchas miradas llenas de juicio sobre una escena llena de amor. Me conmueve ver a Jesús que no se levanta, no se incomoda, no se aparta de la mujer. Ante el amor derramado a sus pies permanece impasible. Se deja hacer. Se deja amar. Simplemente permanece tranquilo, acogiendo el amor. Acoge ahora el amor con la misma actitud con la que luego va a padecer el odio. Callado. Quieto. En paz. A veces cuesta tanto aceptar el amor con el corazón tranquilo. Nos incomodamos al recibir el cariño de los que nos aman y buscan. Nos ponemos tensos, a la defensiva. Hay personas a las que no les gusta nada ser abrazadas y lo evitan. Huyen de ese afecto expresado en gestos. Les incomodan los excesos. Prefieren un saludo parco y distante. Recibir amor a veces nos incomoda a todos. Pero Jesús no era así. Acoge todo lo humano que hay en el hombre. Acoge el amor. Acoge el afecto. No siente que haya nada malo en ese gesto tan expresivo. Creo que la pureza de la mirada es lo que determina la naturaleza de los actos que realizamos. Un acto bueno en sí mismo puede ser impuro por la intención que esconde bajo su apariencia. Puedo alabar a alguien con segundas intenciones. Puedo servir al necesitado con intenciones impuras. Es difícil juzgar una intención detrás de un gesto. Es difícil leer el corazón de esta mujer detrás de tanto amor, de tanto perfume, de tantas lágrimas. ¿Dónde está el origen de su amor? No se puede saber cuánto dolor encierran sus gestos. No sabemos cuánto habría sufrido antes de arrodillarse hoy ante el maestro. Detrás de un gesto como este se esconde un amor sincero, hondo, verdadero. Esa mujer había pecado, se había perdido y había sido encontrada. El perdón de Jesús le había devuelto la vida. Por eso ahora expresa su amor. Y, ante ese gesto, o lo juzgamos desde lejos o nos involucramos. El juicio rápido sobre las personas nos protege, nos aísla. Jesús no la juzga, está involucrado en su historia de salvación. El encuentro con ella es un encuentro de perdón. La mujer pecadora se arrodilla humillada ante Jesús. Está así más expuesta ante su mirada, ante la mirada de tantos. Puede ser juzgada y condenada. Puede ser rechazada. Pero Jesús la salva, la perdona, la acoge. Se involucra en su vida. Lo propio del amor es involucrarse. Tocar a la persona. Sanar sus heridas. Compadecerse y ser tocado por el que nos ama. Una persona rezaba: «Siento que me pides que comparta un poco de la cruz de la gente que me pones en el camino. Casi siempre me pasa que, cuando alguna persona me cuenta un problema o su dolor, soy capaz de sentirlo como si fuera mío. Enséñame a acoger al que más te necesita». Si juzgo desde lejos a las personas no me involucro con ellas, no las amo en realidad, no me interesa lo que les pasa. Es fácil la condena en la distancia porque me permite seguir seguro en mi comodidad. Hay personas que juzgan con rapidez sin conocer a quien juzgan. El juicio cambia cuando conozco el corazón. El amor hace que ya no vea lo malo que antes condenaba con rapidez. La proximidad que provoca el amor ayuda a ver la belleza de la persona. Desde cerca Jesús ve la belleza de esta mujer apasionada, llena de amor, herida. Ve la pureza de su intención y se conmueve por tanto amor. Jesús sabe cuánto agradecimiento hay en el perfume y en las lágrimas. Y toca a la mujer que le está tocando. Toca a la pecadora exponiéndose a volverse Él impuro como ella. El otro día leía: «Jesús toca a los leprosos, se deja tocar por la hemorroísa y besar por la prostituta, libera a los poseídos de espíritus impuros. Nada le detiene cuando se trata de acercarse al que sufre. Su actuación, inspirada por la compasión, es un desafío directo al sistema de pureza. Tal vez tenía una visión muy particular»[7]. Jesús se compadece y toca. No teme volverse impuro. Sabe que la impureza nunca llega desde fuera. Sabe que lo impuro nace en el corazón. Y Él es puro. Ama, mira, toca y se expone al juicio y la condena de los que lo observan. Toca a la pecadora delante de todos y no se vuelve impuro por haberla tocado. Al contrario. Sus manos puras purifican el corazón de esa mujer pecadora. Mi mirada pura, mis gestos puros, hacen puro todo lo que toco. Y de igual forma, cuando mi mirada y mis gestos son impuros, hago impuro todo lo que toco. Es así Jesús. Su mirada pura, su corazón puro, cuando me tocan, me hacen puro. Mi impureza desaparece en sus ojos. Su amor desbordado en mis pies, en mis manos, me hacen puro. Me limpian. Me sanan.

La misericordia ha sido derramada sobre esa mujer. Ha recibido mucho amor. Ha experimentado el perdón. Sin duda uno ama más cuando más ha sido perdonado. Ante la mirada acusadora de Simón, Jesús le responde: «Simón, tengo algo que decirte. Un acreedor tenía dos deudores. Uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: - Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: - Has juzgado bien. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra». Cuando uno ha visto que todo es misericordia en su vida, todo desproporción entre las obras y el amor recibido, entonces sólo cabe amar como respuesta. Sabemos que las obras son importantes. Hoy Jesús le dice a la mujer pecadora: «Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Es una fe con obras la que salva su vida. Es una fe llena de gestos de amor. Cuando, estando roto, he sido amado hasta el extremo, sólo puedo devolver todo el amor del mundo. Ese mismo amor que he recibido. Cuando vivo todo como gratuidad me vuelvo más generoso, más alegre, más puro. Pero cuando pienso que el mundo y Dios me deben algo. Cuando paso por la vida exigiendo que me den, que me amen, que me acepten. Cuando creo que mi vida es injusta y que no tengo todo lo que merezco. Entonces el corazón se encoge, se enfría, se endurece. Me vuelvo huraño y esquivo. Y soy incapaz de amar. Al contrario, juzgo a los demás en sus intenciones. Critico y condeno. Veo la vida de los hombres llena de pecado. No doy amor porque no veo el amor en mi propio corazón. No me rompo por nadie porque creo que nadie antes se ha roto por mí. Esa mujer sólo quería tocar a Jesús. Se sentía impura en su corazón enfermo. Toma su pasado en sus manos y lo besa. No lo esconde, no finge ser quien no es. Ella conoce su vida, muchos también la conocen. No quiere ocultarse delante de nadie. El amor ha cambiado su vida para siempre. Ha experimentado un amor inmenso yse siente tan pequeña. Ama mucho a Jesús porque ha sido perdonada en mucho por su amor. Su corazón ha tocado la misericordia, el perdón, la gratuidad. La mujer necesita expresarle a Jesús cuánto le quiere porque ha sido muy amada. El amor recibido nos hace salir de nosotros mismos y comenzar a amar. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación apostólica: «Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro». Cuando recibo odio y rechazo me encierro en mi miseria y egoísmo. Cuando recibo amor y perdón, me vuelvo generoso, alegre y comprensivo. El amor gratuito me hace comprender que valgo mucho. Tim Guenard recibió mucho odio a lo largo de su vida, padeció el desprecio. Cometió errores. Sintió el odio. No supo amarse en su debilidad: «En la vida se cometen errores y hay que tomar riesgos. Pero Dios no nos quiere menos. Somos nosotros los que nos queremos menos. Un día comprendí que mi peor prisión era mi odio y mi propia historia. Perdonar es darse el derecho a existir. Si quieres elevarte, tienes que soltar lastre. La vida está llena de cosas feas, pero yo me fijo en las cosas hermosas». Este hombre tan herido, experimentó en un momento de su historia la misericordia de los hombres y de Dios, y aprendió a quererse a sí mismo. El amor que recibimos nos hace comprender que somos mucho mejores de lo que pensábamos. Nos hace más capaces de amar. Nos ayuda a querernos más y a aceptar nuestras debilidades. El amor recibido es lo que me salva. Me saca de mi cerrazón. Me hace amar mi vida con sus debilidades, tal y como es. No dejo de tener defectos. Algunos con el tiempo se acentúan. Pero aprendo a querer mi miseria porque Dios la quiere. En lugar de sentirme inferior, me miro con alegría, valoro mi belleza. Aprendo a vivir cojo, minusválido, pero enamorado de mi vida. El otro día vi un video de un niño al que le faltaba una pierna. Estaba encerrado en su casa con un juego de ordenador con las ventanas cerradas. Llega su madre y le regala un perro al que le falta una pata. Al ver la misma discapacidad que él sufría desprecia el regalo, aparta al perro con desdén. Pero poco a poco el amor del animal rompe la coraza de su corazón. El amor que recibe le lleva a aceptar y besar su propia discapacidad en el animal. Cuando soy amado estando roto, siendo frágil, habiendo cometido el mal, ese amor me sana. Ese amor incondicional me hace capaz de levantar de nuevo el vuelo. Logro así vivir roto pero dando amor. Herido pero sanando a otros. ¿Cuál es esa discapacidad mía que me cuesta aceptar y besar? ¿Dónde está ese pecado mío que no acabo de perdonar y amar? Ese pecado por el que tantos me juzgan. Esa debilidad de la que tantos se ríen. Mi discapacidad me duele, me enferma, me vuelve egoísta. Hasta que descubro el amor de Dios en ella y todo cambia. Jesús me ama estando enfermo y discapacitado. Me quiere porque conoce la pureza de mi corazón aunque a mí mismo mi vida me parezca impura. No me siento digno de su amor. Creo, no con el corazón, sino con la cabeza, que necesito juntar muchos méritos para recibir un amor merecido. Si sólo tengo fracasos y defectos no veo el motivo por el que Dios pueda alegrarse. Es como si de nada valiese mi vida de entrega. Pero Dios me ama con un amor incondicional. Y es precisamente ese amor incondicional el que me sana de verdad, el que me hace mejor persona, más capaz para el amor.
 

[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] J. Kentenich, Terciado de Estados Unidos, 1952
[3] J. Kentenich, Terciado de Estados Unidos, 1952
[4] J. Kentenich, Terciado de Estados Unidos, 1952
[5] J. Kentenich, Terciado de Estados Unidos, 1952
[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[7] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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