Es la libertad, estúpido
En 1992, en plena campaña electoral norteamericana, cuando parecía que Clinton no tenía nada que hacer frente a un Bush con un 90 por 100 de aceptación tras haber puesto fin a la guerra fría y haber ganado la guerra del Golfo, James Carville, el estratega de la campaña del futuro presidente demócrata, se inventó un eslogan que dio la victoria a Clinton: “Es la economía, estúpido”. Machacando sobre esta idea, consiguió que el pueblo norteamericano se dejara seducir por la sonrisa de un candidato, lo mismo que hicieron más tarde otras señoras además de la suya, incluidas algunas becarias.
La economía ha sido desde entonces la gran baza de los partidos para atraer el voto. Reconozco que es un asunto realmente importante, y que lo es más para aquellos que no tienen otra cosa porque no creen en otra cosa. Si tu dios es el dinero, votarás a quien te prometa más dinero, aunque a cambio tengas que renunciar a tus ideas, si es que las tienes.
Para nosotros, los católicos, la economía no puede ser nunca lo primero, por la sencilla razón de que lo primero es y debe ser Dios. Dentro de esta prioridad incluimos los que llamamos los tres “principios irrenunciables”, enumerados por Benedicto XVI: defensa de la vida, de la familia y de los derechos de los padres a educar a sus hijos. Pero esto está planteado para condiciones normales, es decir para condiciones en las que la libertad democrática está garantizada. Dentro del juego de la democracia, el católico debe apoyar con su voto a aquellos partidos que más se identifiquen con la defensa de esos tres principios. La llamada “teoría del mal menor” junto con la del “voto útil” rigen, en esos casos, como criterio orientador del voto, aunque cuando el “mal menor” es muy parecido al “mal mayor” lo del voto útil tiene que ser cuestionado.
Pero esto es para circunstancias normales, en una democracia consolidada. ¿Y cuándo eso no es así? ¿Qué hacer cuando lo que está en juego es la libertad, la democracia y, por lo tanto, la existencia misma de la Iglesia, que vería amenazada su libertad religiosa y su mismo derecho a existir? Cuando Stalin, que ya había anegado Rusia con la sangre de miles de sacerdotes ortodoxos, se vio atacado por Hitler, la Iglesia ortodoxa le apoyó e incluso le ofreció los vasos sagrados para que los fundiera y pudiera comprar armas para defender a la patria. No estoy proponiendo apoyar a Stalin y a sus sucesores precisamente, sino planteando la cuestión de lo que debemos hacer los católicos cuando lo que está en juego es algo tan básico que, sin ello, no sólo no se van a respetar los principios innegociables sino que no se va a respetar ni siquiera a los que negocian los principios.
La dictadura del relativismo está mostrando en algunos países un rostro populista que es tan peligroso que hay que dejar de lado, temporalmente, cualquier diferencia por legítima que sea para unirse contra él. Así está pasando en Venezuela, por ejemplo, y así puede pasar en España si gana el “frente popular” que ya se ha formado entre Podemos -el partido español subvencionado por Chaves- y los comunistas, al que se podrían sumar los propios socialistas. En esa situación no se puede hablar de un “mal menor”, sino que hay que hablar del “bien posible”. Y el bien posible es que sobreviva la democracia y que no se acabe con la libertad, votando a quien haya que votar para conseguirlo. El frente popular, la alianza de los partidos comunistas y populistas, no es una broma. Y sino que se lo pregunten a los cubanos o a los venezolanos. Hoy hay que decir: “No es la economía, estúpido. Es la libertad”.