Domingo de Pentecostés
por Al partir el pan
Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
«Vieron aparecer unas lenguas que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo»
«Dios nos atrae siendo diferentes en un camino común. Desaparecen las barreras. Se rompen las distancias. Todo es posible porque miramos y escuchamos con el corazón»
Creo que la tarea más difícil que tenemos en nuestra vida es la de superar los pequeños fracasos diarios del camino. La derrota y la ausencia, la pérdida y la muerte, la enfermedad y el sufrimiento. El dolor, la renuncia. La pérdida de la fama, el olvido. Una mujer avanzada en sabiduría le dijo a su hijo cuando este sufrió un fracaso en su vida: «No te preocupes, a todos les llega algún día el descrédito. No hay que temerlo. Sólo hay que enfrentarlo mirando más allá de nuestros temores». Me pareció muy acertado. Una mirada sabia sobre la vida. Pero a veces perdemos tanto tiempo queriendo quedar bien, ser aplaudidos y encontrar éxito. Mendigamos aplausos. Buscamos la confirmación de que lo que hacemos está bien. Y mientras tanto, sufrimos. A veces miro a los lados. Miro a los que avanzan y prosperan. A los que fracasan y se quedan atrás. Miro hacia delante, miro hacia atrás. A los que logran el puesto que yo deseo. A los que pierden la fama mientras yo la conservo. Miro siempre, observo. Al que está más lejos. Al que está más cerca. Y me confronto con mi propia vida. Para saber si estoy bien o mal. Si necesito un cambio o no es tan necesario. Y calculo la distancia que me falta hasta el cielo. Y planeo una vida feliz más allá de la que tengo. Quiero enfrentar mi presente con la misma alegría del comienzo. Cuando todo tenía más luz, al menos eso recuerdo. Los ojos ingenuos de los niños. Cuando el alma aún no había sido herida, o sólo un poco. Una persona me dijo un día: «Lo importante en la vida es encontrar tu lugar en el que amar». Pero no el lugar ideal, no el lugar perfecto. No ese lugar que no tengo. Sino simplemente mi lugar, sin comparaciones. Mi lugar pobre y limitado. Mi lugar en el que tal vez no tengo tantas pretensiones. La vida es muy larga y las cosas cambian con el tiempo. Lo que hoy me obsesiona tal vez más tarde no me interese. Lo que hoy me agobia puede dejar luego de ser tan importante. Por eso recorro el camino sin pensar tanto en los futuros inciertos. Sin querer retener la juventud de los momentos pasados. ¡Cuántas personas se aferran a su imagen ya no tan juvenil queriendo retener una edad ya pasada! ¡Cuántas veces contamos nuestros éxitos pasados una y otra vez para no olvidar que hemos sido importantes! No lo sé. No quiero aferrarme a lo que me da seguridad. No quiero quedarme prendido en ese intento banal por ser alguien. Por tener un nombre. Por dejar recuerdos. Quiero pasar por la vida amando en el lugar donde me toca amar. A mi manera. A la manera de Jesús, eso es lo que quiero. Es la importante. Quiero abrazar mi vida y sostenerla en los momentos en los que a mi alrededor me quede solo. En esos momentos de olvido y rechazo que a todos nos llegan. Tal vez entonces necesitaré sólo a aquellos que me amen sin condiciones. Es el amor importante. Todos necesitamos encontrar personas en la vida que nos amen incondicionalmente. Es el amor que nos sostiene en los fracasos. Sé que Jesús me ama así. Sin condiciones. Sé que sólo Él me levanta cuando caigo, está a mi vera cuando me quedo solo. Me habla cuando no escucho. Me sonríe cuando estoy triste. Me alienta cuando me desacreditan. Me sostiene cuando tiemblo. Jesús me hace creer que mi vida es maravillosa y merece la pena seguir viviéndola. Me hace pensar que ha puesto en mí un tesoro incomparable que sólo yo conozco. Pocas personas me amarán así recordándome siempre cuánto valgo. Habrá otros que en mis éxitos buscarán mi cariño y en mis fracasos se alejarán de mi camino. Ya no seré tan valioso a sus ojos. Ya no seré importante para ellos. ¡Cuánto necesito que me amen incondicionalmente! Y yo quiero amar así siempre. No sé si lo consigo. No sé si siempre enaltezco y alabo. Decía el P. Kentenich: «Si yo repito en mis charlas la misma cosa: - No eres capaz de nada, pero Dios hizo algo decente de ti; esto generará la ausencia de alegría en mi relación con Dios y, por lo tanto, voy a sentirme impulsado a buscar la alegría en otro lugar»[1]. ¡Qué importante es entonces que alguien me recuerde cuánto valgo, todo lo que puedo lograr si creo en mí! ¡Y cuánto vale que yo se lo recuerde a otros! Para no buscar la alegría en otros lugares donde no se encuentra. Quiero decirle a los demás lo que hacen bien. Y no sólo lo que no hacen, o lo que hacen mal. Para que sigan luchando y aspirando a lo más alto. Añadía el P. Kentenich: «Con el tiempo se despertará en mi alma tal sentimiento de parálisis, que el impulso hacia Dios, el trabajo para Dios se volverá tibio. Nosotros ya somos demasiado bombardeados por acontecimientos humillantes. ¿Por qué fomentarlos aún más?»[2]. Juzgar y condenar es lo más fácil. Enaltecer y alabar exige una cierta madurez y altura en el alma. No siempre existe. Soy consciente de ello. Quiero enaltecer, quiero animar a amar más, a luchar más.
El Espíritu Santo nos habla de una vida nueva. Nos habla de novedad. De hacer todas las cosas nuevas. Viene para hacernos hombres nuevos y dejar al hombre viejo que todos tenemos dentro. Viene para renovarnos, para que hagamos todas las cosas nuevas. Vivimos en una cultura de lo nuevo. A mí me gustan las cosas nuevas. La última novedad, el último avance. Lo recién comprado. Lo que está en perfecto estado. Y descarto con facilidad lo que no sirve, lo que está gastado, manchado, roto. No lo sé. A veces caigo en esa tentación de optar por lo nuevo dejando de lado lo viejo. A veces puedo mirar así mi vida y descartar lo de siempre, lo tradicional, lo que ha sido así hasta ahora. Hay personas que cuando asumen una nueva tarea acaban con lo anterior y empiezan a hacerlo todo nuevo. Como si con ellos empezara el mundo. Lo nuevo nos atrae mucho. Pero con esa actitud a veces puedo dejar de lado a las personas. A las que ya no me interesan, a las que no me son útiles. Me tocan las palabras del Papa Francisco: «Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del ‘descarte’ que, además, se promueve. Con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’»[3] . Corro el riesgo de mirar a las personas de acuerdo a lo que producen, a su utilidad, a lo que me aportan. No merece la pena invertir en quien no tiene nada con lo que pagarme, nada con lo que retribuir mi tiempo. Me da miedo pensar de manera utilitarista. Y acabar despreciando lo que no me aporta mucho. El otro día leía: «A veces no solamente juzgamos sino que además despreciamos. Hay desprecio cuando, no contentos con juzgar al prójimo, lo execramos, lo apartamos como a algo abominable, lo que es peor y mucho más funesto»[4]. Despreciamos a los que no son como creíamos, a los que fracasan y son olvidados, a los que ya no están de moda, a los que han perdido capacidades, a los que han fallado. A los que no nos gustan, a los que no tienen nada que aportar. Se convierten en despreciables ante nuestros ojos. Juzgamos entonces por la apariencia. Por su utilidad. Rechazamos a las personas que no producen nada, que no usan bien su tiempo, que no tienen una vida exitosa. Despreciamos al que pierde su vida y sus talentos. Al que no logra lo que se propuso. Al que luchó pero no llegó a lograr lo que soñaba. El esfuerzo sin premio lo despreciamos. Y aplaudimos el éxito sin esfuerzo. Son las paradojas de la vida. Me gustaría no caer tanto en el desprecio y buscar mucho más el halago. Hablar bien de otros, comentar sus logros, alegrarme con sus victorias. Pero a menudo me quedo en el desprecio, en la crítica, en la condena. Remuevo el barro de los escándalos. Como si así me sintiera yo bien. Pero no es verdad. El escándalo me hace daño, pierdo la inocencia, dejo de ser ingenuo. Quiero ir más allá de ese barro que forma parte de la fragilidad humana. Y buscar más las gotas de vida que hay en medio del sufrimiento. Alegrarme con las victorias de los frágiles. Resaltar la belleza de esta vida. El valor del bien. Lo nuevo me gusta, pero me gusta más todavía el bien de siempre. El bien antiguo. La inutilidad bella. La belleza inútil. Me gusta el rayo de vida en medio de la noche. La esperanza después de la derrota. La luz del sol que lucha por salir entre las nubes. Un claroscuro. El bien que se intenta imponer en medio del mal. La victoria pírrica de los que lucharon hasta el final y vencieron quedando heridos. Me quedo con la belleza antigua. Desprecio la fealdad nueva. Quiero despreciar el mal que me hace daño. Las formas de ese hombre viejo que se empeña en alejarme de mis sueños. Quiero desterrar la vanidad y el orgullo, que buscan los primeros puestos, sin importar a costa de quién se consiguen. Quiero adherirme a esa belleza nueva que brota de un sí ya viejo que se renueva cada mañana. Creo definitivamente que lo viejo ha de renovarse siempre. Que no vale simplemente hacerlo todo como antes, como siempre. Que cada mañana, en la fuerza del Espíritu, debo renovar mi amor, mi entrega, mi vida ya gastada. Porque lo que no se cuida se pierde. Lo que no se renueva se muere.
Me gusta la fiesta de Pentecostés. Me gusta la irrupción de Dios en medio de los hombres: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería». Me gusta el ruido del viento sobre la casa. Y las lenguas de fuego cayendo sobre sus cabezas. Y que cada uno hable en un idioma propio. Me gusta también este tiempo previo de oración, antes de que suceda lo de hoy. Me gusta imaginar a los apóstoles con miedo, implorando la venida del Espíritu. Las puertas cerradas. Decía el P. Kentenich: «Perseveraban unánimes en oración. Esta frase puede servir de norma para mi propio actuar. Espíritu de soledad: deben retirarse de la agitación del mundo, deben permanecer en la soledad hasta que reciban al Consolador, al Espíritu Santo»[5]. Ellos perseveraban en oración. Se sentían solos. Estaban animados por María. Se acompañaban los unos a los otros. Me conmueve esa fidelidad oculta, llena de miedo y esperanza. Con las puertas cerradas. Cuando he visitado el Cenáculo en Jerusalén me ha conmovido pisar ese espacio tan vacío y frío. Allí donde Jesús se hizo carne. Allí donde irrumpió con fuerza el Espíritu. Ahora es un lugar vacío. Falta el fuego de ese día. La calidez del amor de Jesús que se parte hasta el extremo. Veo esa sala vacía y pienso en el contraste con la fiesta de hoy. Y me alegra pensar que el Espíritu Santo lo rompe todo, lo invade todo, lo cambia todo. Convierte la noche en día y la muerte en vida. Llena de esperanza la vida vacía de unos hombres temerosos. Llena de amor mi propia vida vacía. También yo me puedo asemejar al Cenáculo hoy en Jerusalén. Cuando estoy frío, elegante y digno, pero frío y sin vida. También yo puedo parecerme a ese hogar con María en el que imploran unos hombres la venida del Espíritu Santo. Puedo perseverar en la oración. Puedo ser fiel en mi pequeña entrega. ¿Cuánto vale mi sí silencioso y a veces cansado en medio de la vida? ¿Cuánto vale ponerme de nuevo en camino cada mañana? Perseveraban esos discípulos. Yo también quiero perseverar hasta el final de mi vida.
Necesito a María este día de Pentecostés. Me recuerda que todo es posible porque Ella estuvo allí desde el comienzo acompañando ese grupo de apóstoles. ¿Qué hubiera sido de ellos sin la fe de María? Ella los mantuvo unidos. Miro a María en este mes. Ella es templo del Espíritu Santo, es vaso espiritual. Quiero parecerme a Ella. Su manera de obrar desde el silencio, en lo oculto, me atrae. Quiero ser como Ella, amar como Ella. Hay una oración del P. Kentenich que habla de este deseo: «Aseméjanos a ti y enséñanos a caminar por la vida tal como tú lo hiciste, fuerte y digna, sencilla y bondadosa, repartiendo amor paz y alegría». Cuando me acerco a María algo comienza a cambiar en mi corazón. Ella lo hace posible con su presencia. Junto a Ella me siento más fuerte. Encuentro en mi interior una fortaleza que desconocía. Una fuerza que viene de Dios, del Espíritu. En su presencia descubro mi dignidad. Valgo mucho más de lo que a veces creo. Tengo una dignidad que no puedo perder como tantas veces hago. María me recuerda que soy hijo de un Rey. Y logra por el Espíritu que aprenda a sentirme niño, hijo, pobre en las manos de Dios. María me hace más sencillo y bondadoso. Quiero caminar como Ella. Quiero que María me enseñe a enamorarme del Espíritu Santo. Ella está llena de Dios. Decía el P. Kentenich: «Decir María es decir gracia». La mujer llena de gracia. La niña abierta a Dios y llena del Espíritu. Ella acogió la palabra en su corazón y la palabra se hizo carne. María me enseña a implorar el Espíritu cada día. Me enseña a reconocer sus insinuaciones y ser más dócil para hacer sus deseos. ¿Cómo habla el Espíritu de Dios en mi corazón? ¿Dónde me habla en medio de mis ruidos y de mis puertas cerradas? Quiero asemejarme a María. Ser como María. Quiero ser yo también lleno de gracia, lleno de Dios. Pero a veces el mundo me llena y no me llena la fuerza del Espíritu. Me cierro, me resisto. María me ama y cambia mi alma para hacerla más dócil, para que sea tierra húmeda en la que pueda hacer morada la palabra de Dios. María me recuerda cuánto me ama Dios. Me habla de todo su amor hacia mí. Me muestra el horizonte hacia el que camino. Me hace creer en la belleza de mi vida. Quiero asemejarme a María. No a fuerza de voluntad y esfuerzo. Quiero dejarme hacer. Y le rezo: «Aseméjame a ti. Que pueda ser sencillo y pobre. Que pueda ser bondadoso y sembrar esperanza». María me abre el pozo de su corazón inmaculado. Me enseña la manera de unir todo en mi vida. Mis ideas y mis obras. Mis deseos y mis sueños. Mi realidad y lo que espero. Sé que estoy hecho de barro y en sus manos Ella puede hacer una obra de arte. Confío en su poder. Ella me mira con ojos de misericordia. Me mira frágil, conmovida. Y me sostiene para que no deje de mirar más allá de mí mismo. Me enseña a no pensar tanto en mí, sino en la felicidad de los que me rodean. El otro día leía: «Está bien que un joven de veinte años desee ser feliz. No es nada malo. Lo inquietante es que hoy predomina la preocupación por el propio beneficio más que por el bien de los otros»[6]. En el fondo todos queremos ser felices. Todos tenemos un vacío en el alma que intentamos llenar torpemente. Dándonos por amor somos más felices. Dando la vida por entero, sin miedo. Por amor a los otros. Para que sean más plenos. Y en esa entrega somos más felices. El problema quizás surge cuando tengo la mirada centrada en mí, en lo que necesito, en lo que me hace falta a mí. Entonces dejo de mirar más allá de mí mismo. Me pierdo en mis deseos. Me ahogo en la búsqueda enfermiza de mi felicidad. Caiga quien caiga. No me importa. Sólo quiero ser feliz. Pero al centrarme tanto en mí, me ahogo y no logro ser feliz. Miro a María. Ella me recuerda lo importante. Si me entrego. Si me doy. Encontraré como resultado esa felicidad que ansío. Cuando no me ahogo en mí mismo. Cuando dejo de mirarme obsesivamente para comenzar a mirar con ojos de misericordia. Se lo pido a María. Ella sabe mirar así. Y su vida fue plena al abrir su corazón. Al decirle que sí a Dios cada día.
Pentecostés es la fiesta de la unidad en la diversidad. Cada uno habla en una lengua diferente y todos se entienden. Cada uno de acuerdo a su originalidad. No son todos iguales pero están unidos. Cada uno tiene su idioma, su cultura, su origen, su alma propia. Pero el milagro es que hablando lenguas diferentes se entienden, se aceptan y se respetan. Están unidos: «Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: - ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los olmos hablar en nuestra lengua nativa?». Todos entienden en su propia lengua. Todos se sienten atraídos a un mismo camino. Todos comprenden. Surge una unidad en la fuerza del Espíritu. S. Pablo nos recuerda las diferencias: «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos». Todos tenemos nuestra forma de ser, de amar, de entregar la vida. Cada uno tiene su camino y su originalidad. Su carisma. Dios nos une en la diversidad. Dios nos atrae siendo diferentes. Nos une en un camino común. Entonces somos capaces de escuchar y comprender. Desaparecen las barreras. Se rompen las distancias. Todo es posible porque miramos y escuchamos con el corazón. Oír y escuchar no es lo mismo. Al oír sólo percibimos sonidos. Al escuchar prestamos atención, nos concentramos y pensamos. El oír es un acto involuntario, mientras que el escuchar es un acto intencionado. Muchas veces sólo oigo palabras. Otras veces las escucho, presto atención, pongo el corazón. Necesito escuchar con el corazón para comprender de verdad al otro. Pero no siempre entiendo. Me habla en lenguaje diferente al mío. Utiliza otras palabras, otros gestos. Me dice que me quiere a su manera y yo no entiendo esa manera. Estoy acostumbrado a otras formas. La unidad sólo es posible en el Espíritu. Comprender sin palabras. Unirme sin necesidad de hablar. En el misterioso intercambio del silencio. En ese abrazo que dice más que mil palabras. Quiero comprender siempre así al otro, al que va conmigo. En la vida puedo optar entre caminar solo o caminar acompañado, con otros, dejándome hacer por el camino, dejándome enriquecer por las diferencias. La comunidad fortalece el alma. Me forma. Me hace una parte más de una comunidad en la que tengo un valor propio. No pierdo mi originalidad. Soy yo mismo. Comprendo y me comprenden. La comunión no se logra renunciando a mi esencia. Sino siendo aceptado como soy en una comunidad nueva. El Papa Francisco decía: «El Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad. Y esto lo hacemos con la oración». Hace falta mucha oración y mucha presencia del Espíritu para que surja una comunidad nueva. Una nueva forma de vivir en comunidad. Una comunidad en la que cada uno encuentre su lugar sin renunciar a su forma de ser, a su carácter, a su valor. Una comunidad basada en el respeto, en la comprensión mutua, en el amor a la verdad, en la misericordia, en la aceptación. ¿Cómo es la comunidad en la que vivo? ¿Cómo es la comunión que estoy forjando?
La comunidad que sueño se construye sobre los dones de la paz y del perdón. Jesús nos los da en la fuerza del Espíritu: «Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». El Espíritu trae la paz a los que ama. Se acaban las tensiones que brotan de las rivalidades. No nos regala una paz de cementerio. Nos da una paz fecunda que permite construir lazos profundos y verdaderos. No se ve en el otro un enemigo sino alguien que me enriquece con sus diferencias. Es una comunidad en la que se impone el perdón. Sin perdón no hay verdadera comunidad y no hay paz profunda. Decía Tim Guenard: «No comprendo a la gente que insiste en lo malo. Si no hay perdón en tu vida, hay veneno». Si no soy capaz de perdonar, de aceptar al que me ha herido, de hacer las paces con el que me ha hecho daño, no puede haber una verdadera comunión. Decía Nelson Mandela cuando le preguntaban cómo había logrado perdonar: «El perdón libera el alma, hace desaparecer el miedo. Por eso el perdón es un arma tan potente. Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero». El perdón me libera, me saca de la cárcel del odio y del rencor. El amor se construye sobre la base del perdón. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona». El perdón facilita que a mi alrededor reine una paz profunda, una paz verdadera. El perdón de las ofensas. El perdón de lo que no me gusta de los demás. Quiero pedir esos dones al Espíritu Santo en Pentecostés. La paz y el perdón. Que me enseñe a perdonar. Que me ayude a sembrar paz. Que pueda ser un pacificador con mi vida. Y ello es posible si yo tengo paz, si dejo de vivir con miedo, si confío más en Dios. El otro día leía: «Aprendí que, si quería conservar mi paz y mi alegría interiores, debía recurrir constantemente a la oración, a una humildad que me permitiera darme cuenta de lo poco que importaban mis esfuerzos y de lo mucho que dependía de la gracia de Dios incluso en la oración y para mi propia fe»[7]. Dios me puede dar la paz que no poseo. Me puede hacer pacificador de aquellos que viven en guerra, divididos. Me puede llevar a sembrar paz en medio del odio. El Espíritu Santo puede obrar en mí milagros. Si le dejo. Si me abro. Si creo de verdad en su presencia. Si me hago dócil como un niño a sus más leves deseos. Si permito que su fuego queme mis impurezas, mis miedos y mis odios. Si dejo que el rencor desaparezca en la fuerza de su amor. Si me dejo hacer siempre de nuevo para que reine en mí su paz.
En Pentecostés surge la Iglesia. Es el tiempo del Espíritu. Es necesario confiar en lo que el Espíritu Santo despierte en mí. Me pide Jesús que no tenga miedo. Me da su Espíritu para que no tenga miedo. No quiero vivir con miedo. No quiero instalarme en la zona cómoda de mi vida. A veces siento que Dios es sólo una idea. A veces creo en Él, creo en su palabra, pero siento que está en un lugar donde yo no estoy. Y yo estoy solo en otro. A veces es así en mi vida. Cumplo. Llevo una vida con valores cristianos. Pero Dios está fuera de mí y yo estoy en Él pero no le veo. Le busco. Me pregunto, a veces con mucho anhelo, cuál es el sentido de mi vida, cuál es su voluntad, cuál es mi misión única. Pero todo se queda en la cabeza, en mis ideas. Suscribo todo lo que dice la Iglesia. Busco seguridades y certezas. Me siento a gusto en mis creencias. Pero sigo subido en mi caballo, tomando las riendas de mi vida. Y en un momento, en un lugar, de repente, como cuenta hoy Lucas en los Hechos de los apóstoles, irrumpe Dios en mi casa, atravesando los muros que yo he puesto. Me rompe mis esquemas. Me hace mirar más allá de lo que me interesa a mí. De mi deseo y de mi proyecto. Me hace pensar en el bien de los otros y no sólo en mi bien. Rompe las paredes de mi vida estrecha y me abre un horizonte desconocido. Porque tenía mi vida estructurada y organizada. Había un hueco para Dios los domingos, un rato, en algunos momentos. Y Él, de repente, lo inunda todo. Me gusta ese «de repente» de Dios. Esa brusquedad para entrar en mí. Es un viento huracanado. Es una luz que irrumpe y lo ilumina todo. Un día leí que la luz en medio de mucha oscuridad a veces no ilumina toda la noche pero nos ayuda a ver la oscuridad de alrededor. Se llenan del Espíritu Santo los apóstoles, me lleno yo del Espíritu Santo. Dios, de repente, deja de estar en un compartimento estanco. Y lo llena todo en mí. Mis sentimientos. Mis pensamientos. Mis sueños. Mis decisiones. Mi vida cotidiana. Mis miedos. Mi pecado. Mis preguntas. Mis dudas. Mis amores. Mi memoria. Mi voluntad. Deja el lugar de la razón en el que yo lo había apartado porque me cuadraba en mi vida. Y, de repente, lo inunda todo, y me quema, me rompe, me hiere, me descuadra. Dios siempre rompe mis esquemas. Siempre rompe mi puerta y mi muro. Y me deja pobre, despojado de todo ante Él, hombre, hijo. Decía el Papa Francisco: «Muchos aseguran haber aprendido que el Espíritu Santo está en la Trinidad, pero luego ya no saben nada más sobre Él. El Espíritu Santo es el que mueve a la Iglesia, el que trabaja en nuestros corazones. El que hace que todo cristiano sea una persona distinta de la otra, pero de todos juntos hace la unidad. El que lleva adelante, abre de par en par las puertas y te envía a dar testimonio de Jesús». Abre las puertas de mi alma. Me abre para otros. Me hace fuente donde muchos puedan beber. Acaba con el miedo y el desconcierto. Con mi incertidumbre. El Espíritu me regala la confianza. Dios me ama. Dios conduce mi vida. La cobardía es vencida por el valor. Así comienza la Iglesia. Así comienzo a ser cristiano. Con un torrente de vida que brota de mi corazón roto. Es necesario ser transformado para poder cambiar a otros. Decía el P. Kentenich: «Reformaré la comunidad en la medida en que me reforme a mí mismo»[8]. Y así, restaurado, reformado, todo cambia. Y entonces, no entiendo cómo he podido vivir sin llevar a Dios dentro como en un sagrario. Cómo he podido meterlo sólo en un rato, en un día. Él llena la sed de toda mi historia, llena las fuentes de mis dones, sana mis carencias de amor, saca lo mejor de mí. Lo hace el Espíritu de Dios. Saca la mejor versión de mí. Inspira mi alma, me hace creativo, habla con sus palabras en mis labios, toca con sus manos en mis manos. Me hace de nuevo. Me recrea. Ojalá pueda siempre escuchar las sugerencias de Dios y hacerlas normas de mi vida. A veces no es lo más lógico, lo que más me cuadra, lo más habitual. Pero siempre su amor me dará vida, me sacará de mí como hizo ese día con los apóstoles. A ellos los cambió para siempre. A mí también puede hacerlo. Un antes y un después. Los apóstoles cambian por dentro, reciben el aliento de Jesús, el amor del Padre, el Espíritu, se vuelven valientes. El Espíritu llenó su casa, su alma, su vida, y todo fue diferente. Antes estaban vacíos. Sin Jesús, vacíos. Su corazón estaba anhelante. Aguardaron. Pentecostés los encontró anhelantes, unidos orando con María, en vigilia. Jesús había vivido a su lado y se sintieron amados, y lo amaron. Pero seguían siendo los mismos, hasta hoy. Jesús aún no habitaba en su alma. Desconocían la fuerza que podían llegar a tener en su interior si creían, si perseveraban. Si tenían a Jesús podrían hacer milagros. Pero sin Jesús se sentían débiles, pequeños, desvalidos. Jesús cumple su promesa y vuelve, y se queda en ellos para siempre. No los deja solos. Llega en su Espíritu. Nunca más voy a estar sin Él. Dios me transforma por dentro. Ya nunca más volveré a esconderme de Él, de los hombres. Quizás fue necesaria la ausencia de Jesús para que madurara la tierra de su corazón. Desde ese día, se hicieron como Jesús, amaban como Jesús, curaban como Jesús, hablaban del amor de Dios Padre como lo hizo Jesús. El Espíritu modeló desde dentro su corazón en el molde de Jesús. Eso hace hoy conmigo. Llena mi alma. ¿Me lo creo? ¿Imploro el Espíritu Santo? ¿Qué dones he pedido hoy? Dios puede llenar mi alma si yo le dejo. ¿Se lo pido? Sin su presencia mi alma está muerta, seca, baldía. Con Él todo empieza de nuevo y me convierto en una nueva persona. Una nueva creatura. Me hace de nuevo con la fuerza de su amor. Ilumina mi oscuridad. Endereza lo torcido. Riega mi alma árida. Reconduce mi camino. Aplaca mi sed. Calma mi violencia. Levanta mi tristeza. Da calor a mi vida. Sana mi enfermedad. Alegra mi mirada. Cambia mi vida para siempre y pone en mi boca sus palabras. Ya nada temo. Confío. Ya nada me falta. Jesús vive en mi alma. Y yo descanso.
[1] J. Kentenich, Alegría sacerdotal,1935
[2] J. Kentenich, Alegría sacerdotal,1935
[3] Papa Francisco, Evangelii gaudium, 53
[4] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa
[5] J. Kentenich, Alegría sacerdotal