VI Domingo de Pascua
por Al partir el pan
Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29; Apocalipsis 21,10-14. 22-23; Juan 14, 23-29
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él»
«Es en los que me aman, donde aprendo de verdad todo lo que valgo. Y me acepto. Y me quiero. Y descubro mis sombras. Y veo los sueños y la luz. Y desvelo los deseos más auténticos»
Me gusta vivir este tiempo de Pascua. Es como si quisiera retener esos momentos de luz junto a Jesús en mi vida. Pienso en el lago y en la pesca. Pienso en un camino que llega hasta ese pan que se parte. Pienso en una mano tocando la herida abierta. En un abrazo. En unas pocas palabras. En una mirada de luz y esperanza. Me gusta imaginar esos momentos de Jesús con sus discípulos. Me imagino la ansiedad por querer apurar rápidamente la copa de su presencia. Retener sus pocas palabras. Absorber sus silencios. Súbitamente vuelve a sus vidas. Y ellos retienen con rapidez toda la vida que desprende. Toda esa luz que acaba con las sombras. La Pascua me habla de un paso fugaz pero verdadero. El paso de Dios por mi vida. Irrumpe de repente. Se queda para siempre. Pienso en ese paso de Dios que quiere cambiarme el corazón. Yo me resisto tantas veces. La Pascua llena la vida de luz y de flores. De árboles que comienzan a dar vida en sus brotes. De un jardín que se tiñe de nuevos colores. La Pascua y la primavera van tan unidas. Acaba el frío del invierno. Y lentamente se abre paso por la tierra una nueva vida. Un brote de esperanza. Un nuevo resurgir en ese páramo en el que todo parecía muerto. Pero estaba dormido. A veces en mi vida presiento el invierno. Como un halo gris que lo cubre todo y me lleva a hacer las cosas de forma mecánica. Y de repente una fuerza desconocida cambia la dinámica. Lo veo todo con más luz. Algo ha cambiado. Una persona rezaba: «Sé que la vida es eterna y yo sólo tejo unos pocos días en medio de este mundo. Quiero. Amo. Deseo. Y toco con mis manos la frescura de la piel. Y una tierra nueva que se abre ante mis ojos. Y quiero empezar a vivir. Y quiero morir de repente. Y quiero lo que no tengo. Y quiero lo que poseo. Y no quiero perder nada de cuanto me has dado. Y mis manos abrazan, retienen, tocan. Quiero abrir las compuertas que dejan salir toda el agua que llevo dentro. Y doy luz. Y me oculto. Y las sombras a veces parecen desdibujar el sentido de mi vida. Pero entonces te encuentro ti, Jesús, junto a mí, conmigo. Y me miras. Y te miro. Y me acerco para alzarme en tus brazos caídos. Y quiero tocar tus heridas. Y quiero gritar como Juan: -Es el Señor, y correr a tu encuentro. Tengo el alma llena y vacía. Tengo el corazón pequeño y lleno de ansia de infinito Y sé que si te abrazo me abrazas. Y sé que si te tengo me tienes. Y sé que si corro a tu lado Tú corres. Y si me callo me hablas. Y si te hablo te callas. Callamos juntos en un abrazo fuerte comprimido con las manos en tu espalda. Y tus manos en mi espalda. Y corro delante de ti. Y te espero. Y me esperas». Me gustan esas palabras que hablan de un encuentro eterno. Porque la Pascua es luz y encuentro. Es conocerme a mí mismo hasta las más hondas entrañas. Porque sé que si no me conozco apenas podré dar lo que tiene el alma. Pretenderé ser como otros. Buscaré parecerme a los que admiro. Y desconoceré la fuente de la que brota mi verdadera paz, mi auténtica felicidad. Creo que los discípulos aprendieron su nombre verdadero esos días junto al resucitado. En su luz les fue más claro saber quiénes eran. Su valor, su belleza. Se miraron en Jesús como en un espejo. Quizás son los otros los que reflejan en su alma como en un espejo cómo es mi vida. Es en otros, en los que me aman, donde aprendo de verdad todo lo que valgo. Y me acepto. Y me quiero. Y comprendo que hay cosas que no están bien. O descubro las sombras. Y veo los sueños. Y desvelo los deseos más auténticos. Incluso esos deseos que me asustan. Porque me hablan de un mundo interior que yo mismo desconozco. Y me abrazo al deseo más escondido en el corazón de Jesús. Cuando le miro a los ojos. En sus ojos mis ojos. En su corazón lo más verdadero de mi vida. Quiero guardar en el alma mis encuentros de Pascua. ¿Cuántos tengo? ¿Dónde están esas historias de mi vida en las que puedo narrar sin miedo a equivocarme cómo Jesús un día llegó a mi vida y lo cambió todo, se quedó para siempre? ¿Puedo dibujar en un cuadro imperfecto un camino de dos, o de tres, o de varios en los que Jesús me hizo ver el sentido de mi vida? Quiero avanzar por la senda de la luz de estas semanas de Pascua. Cada semana algo más de luz, de paz, de vida. Cada semana una oportunidad nueva para volver a nacer. Para ser hecho de nuevo en esas manos llagadas que me traen una vida verdadera.
Pienso que Jesús me mira siempre. Así como lo hizo en su vida entre los hombres. Pasó mirando. Observaba la vida. Miraba a los hombres en su rutina diaria. Miraba la superficie. Y miraba el corazón. No se detenía en las apariencias. Sabía leer lo que había en cada uno. Hay personas que reciben el don de Dios de leer las almas. Saben decirnos lo que nosotros mismos no logramos pronunciar. Ven mejor lo que no vemos. Ven lo que nos permanece oculto. En psicología se habla de ese lado oculto de nuestra alma que sólo ven los demás y nosotros no logramos ver. Por eso nos ayuda mirarnos en el espejo de los otros para conocernos mejor. No hace falta un don especial para ver esa parte oculta de mi alma. A veces es una parte oscura que me duele. A veces una parte llena de luz que yo no logro ver. Me hace bien que me hagan ver lo que no veo. La mirada de los demás ha marcado mi vida. Lo sé. Desde niño. La mirada de mis padres, de mi hermana, de mis amigos. Soy fruto de muchas miradas. Algunas buenas, otras no tanto. Decía Tim Guenard: «Doy fe de que una mirada amable puede cambiarte el destino. Es muy importante que te miren cuando tú no sabes ni mirarte a ti mismo». Este hombre tuvo una historia muy difícil. Un padre que lo maltrató desde niño. Fue abandonado por su madre. Padeció el rechazo y él mismo comenta cómo el odio en su corazón le dio fuerzas para vivir: «Lo que a mí me ayudó a sobrevivir no fue el amor, sino el odio». El odio a sus padres, el odio a las personas que lo maltrataron y se aprovecharon de él. Ese odio a aquellos que lo habían mirado mal. Y fue una mirada compasiva, amable, la que salvó su vida. Una mirada de un mendigo la que le permitió iniciar un camino de salvación. Una mirada diferente, compasiva, llena de misericordia. ¡Cuánto vale una mirada! Y a veces, ¡qué poco miro! Comenta el Papa Francisco: «El narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades». Cuando vivo centrado en mis deseos, en mis proyectos, en mis planes, dejo de mirar. Entonces no logro mirar más allá del siguiente paso que voy a dar. Sigo mi agenda. Sigo mi vida. No miro nada más, a nadie más. O miro sin mirar. Una persona rezaba: «Me gusta mirarte así, mirándome. Esperas que corra a abrazarte y de tanto que quiero amarte temo herirte en la fuerza de mi abrazo. Si en esa fuerza pudiera realmente mostrarte mi amor, ese amor que a veces temo no darte. Anhelo el día en que ese abrazo ya no acabe. Es imposible no hacerte presente en cada instante. Cierre los ojos o pierda la mirada en el infinito, estás presente, cada hora, en cada instante». La mirada mía sobre Jesús. La mirada mía sobre los hombres. Me cuesta mirar tan bien. Me gustaría mirar siempre como Jesús miró a los hombres. Como Jesús miró a la mujer adúltera, a la Magdalena, a Pedro, a los suyos, a su Madre. Mirar como miró desde la cruz lleno de compasión, perdonando. Mirar con una amabilidad honda y verdadera. La amabilidad es un don que escasea. Esa capacidad para mirar bien al otro, para ver lo bueno que tiene y alegrarme. La capacidad para descubrir el blanco en el negro, la luz en la noche. Hace falta una mirada especial. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Una mirada amable permite que no nos detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo. Y unirnos en un proyecto común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos, cultiva lazos. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. La cortesía ‘es una escuela de sensibilidad y desinterés’, que exige a la persona ‘cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar’[1]». La amabilidad es fuente de un amor verdadero. A veces no somos amables. Vamos por la vida exigiendo, pidiendo, reclamando, protestando. Nos quejamos y no somos amables. No vemos lo bueno que hay en los demás y vemos sólo sus deficiencias. Nos cuesta ser amables. Nos cuesta mirar con esa amabilidad que acoge, respeta, espera y acepta. Esa amabilidad que no es frecuente en la vida cuando vamos pidiendo y exigiendo los primeros puestos. El que mira con amabilidad suele ser mirado de la misma manera. Muchas veces, cuando me miran sin amabilidad, me cuesta a mí mismo ser amable. Y sé que me gustaría ser siempre amable. Siempre acogiendo, aceptando, abrazando. No lo hago. O porque me hieren, o porque no se portan así conmigo y no me miran de esa manera. Es difícil responder con un bien cuando he recibido un mal en mi vida. Es difícil contestar bien cuando me gritan. Ser amable cuando me insultan y agreden. Cuando no me quieren no puedo yo querer. Me parece imposible. Pero Dios puede hacerme de nuevo. Anhelo mostrar un rostro afable. No hay nada peor que esos cristianos que espantan a los que se acercan con su mirada hostil, con su gesto adusto. Decía S. Francisco en la regla a sus hermanos: «Los hermanos han de cuidar de no aparecer tristes o como hipócritas amargados, en su conducta exterior; deben comportarse como hombres que se alegran en el Señor, serenos y amables». Un rostro que refleje el amor de Dios. Un rostro amable. La Pascua es ese paso de Dios por mi corazón. Ese paso que todo lo transforma. Él lo hace todo nuevo con su poder. También mi capacidad para mirar y abrazar a aquel que pone en mi camino. Me mira de una manera nueva y entonces aprendo yo a mirar como Él mira.
La última cena estuvo llena de gestos y palabras. De miradas y silencios. De abrazos y nostalgias. Hoy dice Jesús: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras». El amor guarda siempre las palabras del amado. Poco después de esa cena comenzaría el silencio de Jesús. El dolor de los que aman. La muerte y la ausencia. Pero antes Jesús les pide que guarden sus palabras y repitan sus gestos. Ellos son los custodios de su vida, los guardianes de sus silencios, los defensores de sus palabras, los imitadores de sus gestos. Cuando Él ya no esté, ellos contarán sus palabas, repetirán sus mismos gestos, amarán como Él amaba. Serán Jesús en la tierra. Harán lo que Él hizo, vivirán como Él vivió. Como nosotros que somos de Cristo, somos Cristo. En eso consiste seguir a Jesús. Guardar sus palabras. Repetirlas en el corazón. Hacerlas vida. Y repetir sus gestos. Porque pienso que en la vida de Jesús tenían más fuerza sus gestos que sus palabras, más sus silencios que sus gritos. Su manera de sanar, de tocar al hombre, de abrazar, de mirar. Esa noche, ya la última con los suyos, también está llena de gestos. Jesús les lavó los pies, les donó su cuerpo y su sangre. Pero esta noche también les habló. Quería contarles tantas cosas. Sabe que ahora están aturdidos por la pena, pero les pide que lo guarden todo como su gran tesoro. Sus palabras les sostendrán más adelante. Sus palabras se harán vida un día en su alma y serán luz para muchos. Jesús les dijo muchas cosas. Seguramente cada uno guardaría una palabra especial de esa noche de despedida. Para cada uno habría algo que necesitaba oír, algo que tocó lo más hondo de su corazón. Una palabra de predilección, de ánimo. Es la hora de guardar en el alma. Ahora es Pascua, el momento de recordar. Esa noche del jueves santo Jesús les dice que el Espíritu santo les ayudará a recordar. Me encanta esa imagen. Dios me habla. Y a la vez me recuerda lo que me habló, porque yo me olvido. Me habla un día, pero vuelve siempre a recordarme esa palabra de vida y de amor que pronunció. Si yo le amo guardaré sus palabras. Quiero guardar siempre sus palabras de amor. Cuando me dice que cuenta conmigo. Que ha deseado tanto compartir esta cena conmigo. Hoy les dice a los suyos: «Me voy, pero vuelvo a vuestro lado». Se va y vuelve. ¡Cuánta paz me dan sus palabras! La Pascua es esta verdad: Jesús vuelve siempre. Me habla de nuevo. Y sólo me pide que lo guarde dentro. Me dice que Él me ayudará a recordar que mi vida está hecha para amar. Cuando me olvide, cuando me llene de otras palabras que no me dan vida. Quiero tener abierto el corazón. Rezar y meditar como María. María amaba y guardaba dentro sus palabras. Aún sin entender las guardaba. Y dentro de su alma, oraba y se preguntaba. Ella me ayuda a recordar ese amor de Jesús lleno de palabras, de silencios, de gestos.
Quiero retener las palabras importantes en mi vida. Las que me han marcado. Aquellas sobre la que fundo mi existencia. Las que me han dado seguridad y confianza. Esas que me dijeron mis padres cuando me vieron crecer. Las que me han dicho las personas que me han querido. Las que son la roca sobre la que construyo mi vida porque un día me dijeron que creían en mí, en lo que podía hacer, en lo que podía llegar a ser. Una mujer me confesaba: «Desde hace años guardo escritas las palabras que mi marido me ha dicho a lo largo de mi matrimonio. Las guardo como palabras sagradas. En ellas, por ellas, entró Dios en mí. Abrió como con una llave las entrañas de mi ser. Me dio una vida nueva. Al recordarlas, mi amor se hace más hondo». Me pareció muy bonito. ¿Qué palabras guardo en mi corazón de las personas que me quieren? ¿Qué palabras han pronunciado alguna vez al pensar en mí? ¿Tengo mi propia lista de palabras sagradas? Guardo todas esas palabras que me hablan de amor. Esas palabras que le dan sentido a mi vida. La palabra de Dios me llega tantas veces a través de las palabras de los hombres. Y yo me quedo tan a menudo sólo con las palabras hirientes, con las palabras que me hicieron daño, con las que fueron críticas dolorosas. Y sufro por esas palabras que no brotaron del amor. Y siento que esas palabras me han quitado parte de mi felicidad. Y no las olvido. Hoy los apóstoles dicen: «Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras». Hay palabras que me abruman e inquietan. Palabras que me quitan la paz y la sonrisa. Que son causa de mi dolor y desazón. A veces las escucho. Y no las olvido. Las guardo sabiendo que me envenenan. ¡Ojalá las olvidase para siempre! A veces soy yo el que pronuncio palabras sin amor, hirientes. Y hago daño a otros con mis palabras. Los inquieto, los desconcierto, los hiero en lo más profundo. Mi palabra destruye en lugar de dar vida. A veces no tengo la palabra oportuna, la palabra amable. Más me valdría callar entonces. Guardar silencio. Pero hablo, hiero, dejo heridos a mi paso. Y la palabra se queda guardada en algún corazón. Hace falta entonces perdonar la ofensa. Y el olvido ya no es posible. Siempre he escuchado: «Uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios». Lo sé muy bien. Mis palabras me atan. Cuando doy mi palabra y prometo lo que no puedo cumplir. Cuando mi palabra genera expectativas en el que me escucha. Cuando simplemente digo lo que no siento, para salir del paso, para quedar bien. Me cuesta ser sincero en mis palabras. Y quizás es lo más importante. Soy esclavo de lo que digo. El poder de la palabra es inmenso. Enaltece o humilla. Levanta o hunde. Salva o condena. Hace surgir promesas que no cumplen mis obras. Porque lo que digo es más de lo que quiero, más de lo que deseo, más de lo que sueño. Y mi palabra entonces está vacía. ¡Qué poco valen a veces las palabras! Una promesa infundada. Una declaración de amor incumplida. Una palabra que no germina y no da vida. Pienso en las palabras que yo pronuncio. Y me pregunto: Si yo tuviera que decirle palabras importantes a alguien que amo una última noche, como Jesús, ¿Qué palabras le diría? ¿Qué le diría para que nunca lo olvidara cuando yo ya no estuviera a su lado? Seguro que a cada uno le diría algo diferente. Seguro que pensaría en lo que ha significado en mi vida, en lo importante que ha sido su presencia, su amor, su vida, para que yo sacara lo mejor de mi alma. Las palabras que yo pronuncio sobre otros les tendrían que ayudar a ser mejores. Las palabras que han pronunciado sobre mí han sacado lo mejor de mí o a veces lo peor. ¿Qué logran sacar mis palabras de las personas que Dios me confía? Hay un poema de Salinas que me gusta: «Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti. Perdóname el dolor, alguna vez. Es que quiero sacar de ti tu mejor tú. Ese que no te viste y que yo veo, nadador por tu fondo, preciosísimo. Y cogerlo y tenerlo yo en lo alto como tiene el árbol la luz última que le ha encontrado al sol. Y entonces tú en su busca vendrías, a lo alto. Para llegar a él subida sobre ti, como te quiero, tocando ya tan sólo a tu pasado con las puntas rosadas de tus pies, en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo de ti a ti misma. Y que a mi amor entonces le conteste la nueva criatura que tú eras». Pueden mis palabras hacer mejor a los hombres. Pueden mis palabras dar vida o quitarla, hacer que ascienda el alma al cielo o que descienda a la noche. ¡Cuánto poder tiene todo lo que digo! Lo sé y le pido a Dios cuidar más mis palabras. Pensarlas antes de lanzarlas al aire. Jesús me dice siempre palabras para sacar mi yo más profundo, más verdadero. Igual yo quiero sacar el yo más auténtico de aquellos a los que amo. Su verdad más honda. Su belleza más oculta. Con palabras amables, bellas, humildes. Con amor, a golpe de palabra, para que brote la vida.
Quiero guardarlas palabras de Dios en mi corazón para que Jesús venga a mí. Creo que si las guardo en mi alma, ellas se irán haciendo vida. Su palabra es la llave para entrar a mi vida. La Palabra que escucho cada vez que abro la biblia y me detengo. La palabra de Dios es esa semilla que germina en tierra buena y da su fruto. ¡Cuánto bien me hace meditar la palabra de Dios! Guardarla en mi alma como algo sagrado. Repetirla una y otra vez. Hoy quiero guardar las palabras que Jesús me dice. Me gusta pensar que me ha dicho palabras únicas. Las guardo desde siempre. Son palabras que tocan mi alma. Me conmuevo al escucharlas de nuevo. Tienen que ver con lo que soy, con mi herida, con la predilección particular de Jesús por mí. Un día me las dijo. Yo no las olvido. Quiero guardarlas y no olvidarlas nunca. Quiero que me ayuden a recordar siempre lo que estoy llamado a ser. Le pido a Jesús que pase por mi vida y me hable. Jesús dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará. Y vendremos a él, y haremos morada en él». Quiero que mi corazón sea su morada. Que venga a mí. Sé que Él está a la puerta, esperando y llama. Y yo a veces no le abro. Hoy le pido que pase dentro y me diga mis palabras. Las que me hacen reír, las que me emocionan hasta las lágrimas. ¿Cuándo me habla a mí Jesús? ¿Qué palabras son las que guardo dentro? Es difícil guardar todas las palabras de Jesús en mi vida. Las palabras que me ha dicho a mí personalmente han sido muchas. Desde que me enamoré de Él me ha ido diciendo palabras. Me ha ido guiando con su voz. Me ha desvelado el misterio de mi alma. Jesús me habla. Lo sé. Me habla cuando no lo escucho. Me habla cuando no le entiendo. Me habla cuando recibo tanto amor de sus manos. Son palabras en las que me dice que me quiere. Para toda la vida. Desde siempre. Una persona rezaba: «Tengo una hondura que yo mismo desconozco. Y a veces, cuando me callo, me hundo en ella y me pierdo. Y sé que estás ahí oculto hablándome, abrazándome y entonces dejo de temer y sueño. Y veo imposibles que se tejen entorno a mis manos. Y quiero hacerlo todo real de forma inmediata. Me falta la paciencia. Callo y escucho. Y me hablas en torrentes. Y de repente te callas. Siento que tu presencia infinita calma mi deseo de tener todo al instante contenido en mi mirada. Quiero abrazarte. Quiero tenerte. Retengo aquello que Tú me has dado. Conservo lo que recibo. No quiero perder ya nada. Y anhelo lo que no tengo. Pero sé que si me abrazas todo lo demás no importa. Y sé que si me sonríes tu sonrisa me da paz. Caminamos juntos. Delante o detrás me importa. A tu lado. Me sostienes. Y siento muy de repente que todo cobra sentido». Me gusta esa mirada puesta en Jesús. En sus palabras. En lo que me dice en el corazón. Al volverlas a escuchar en el Evangelio el corazón se emociona. Son esas palabras que resuenan y el alma vibra. Como las cuerdas de la guitarra al decir con voz aguda una nota determinada. Esa nota provoca que las cuerdas vibren. Esa resonancia la vivo yo muy dentro. Esa palabra que resuena en el corazón cuando la vuelvo a escuchar o a decir y toco el amor de Dios vibrando en mi vida. Porque le amo guardo sus palabras. Porque me ama guardo sus palabras. ¿Cuáles son esas palabras que han marcado mi camino? ¿Cuáles son esos momentos del Evangelio que guardo como un tesoro? ¿Cuál es esa imagen de Jesús que me hace vibrar y me conmueve? Esa imagen de Jesús en la que toco su amor. Pienso entonces en María que acogió la palabra de Dios en su alma y la palabra se hizo carne en Ella. Escuchó de rodillas, como una niña anonadada ante tanto amor. Pienso en su mirada virginal. En la pureza de su alma. Pienso en Ella que tenía el corazón abierto para acoger su palabra. Y Dios hace morada en Ella de repente, y para siempre. Lo mismo pasa en mi vida si yo me dejo. Miro a María y le pido que me haga capaz de abrazar esa palabra de Dios que me transforma. Le pido que limpie mi corazón de impurezas. Que lo abra en su cerrazón. Que elimine sus durezas. Le pido que me enseñe a amar como Ella ama para acoger, para no rechazar. Y ya no estoy solo. Su palabra me da la vida. Se hace amor tangible, amor que me abraza.
Hoy Jesús me da su paz en el alma. Quiero guardar esa paz que me da. Con esas palabras que me susurra. Con ese amor que me sostiene: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». Y me quedo pensando en esa paz que me da el mundo. Una paz fugaz y enferma. Una paz endeble. El otro día leía: «El hombre debe aprender que este mundo cambiante e inestable no puede ser la fuente de su seguridad, de la auténtica paz del corazón. Esa es la fuente de nuestra paz y nuestra seguridad últimas: la providencia divina. Saber que Él me guiaba en todas mis acciones, que me sostenía con su gracia, me proporcionaba un sentimiento de paz y de coraje indescriptible»[2]. Pero muchas veces me veo buscando la paz en el mundo, en las cosas del mundo. Y mi corazón se apega a la tierra. Hago mi voluntad y busco la paz. Camino solo sin pensar en lo que Dios quiere de mí, y pretendo tener paz. Construyo una paz frágil, enferma, apegada a mi yo. Una paz que consiste en no estar en guerra con nadie. Tan sólo eso. Quiero que me dejen tranquilo y no me molesten. Que me dejen en paz. Busco tal vez una paz insulsa, sin sustancia ni contenido. Una paz pobre construida sobre un mundo que fluye y va demasiado de prisa. Todo cambia. Los amores, las decisiones, las personas, los lugares. En un mundo así pretendo construir una paz asentada sobre mis decisiones. Muros frágiles. ¡Qué fugaz todo lo que decido! Caigo y me siento arrepentido. Me gustaría tener un corazón nuevo, un corazón en paz. Me gustaría abrir el alma y tocar una paz diferente, más honda, más verdadera. En la película «La guerra de las galaxias» decía el maestro Yoda: «Un jedi puede distinguir entre el bien y el mal cuando tiene el alma en paz». ¿Tengo mi alma en paz? Sólo si tengo paz en el corazón seré capaz de distinguir entre el bien y el mal y optar por el camino que Dios desea para mí. Sólo si tengo una paz verdadera que calma mi sed. Una paz de Dios, no una paz del mundo. Una paz que nadie pueda arrebatarme a fuerza de golpes. Una paz honda que no esté asentada sobre las circunstancias que cambian sino sobre la estabilidad definitiva de Dios en mi vida. Sé que tener paz me da la seguridad de seguir lo que Dios quiere que haga. Es Él quien me da la paz. Decía el P. Kentenich: «Vuelvo hacia Santa Teresita. No tomaba mucha consideración de sus propias obras. Esto no quiere decir que no las había hecho, pero que no prestaba mucha atención a eso. Consideraba la santidad como resultado de la actuación de Dios y no de su propia actuación. De ahí las expresiones: elevador, escalera, víctima de misericordia»[3]. La paz me la da saber que es Dios quien me guía, quien me construye. Es Él quien me sostiene, me eleva, me hace suyo. Podré ser santo porque Él me hace santo, me santifica. Así descanso de mi vano intento por hacerlo todo bien, por cumplir, por ser perfecto. Me da paz saber que puedo abrazar y besar sus deseos. No quiero vivir huyendo de la realidad que no acepto, de la vida que no quiero, de las circunstancias adversas que me indignan. Le pido a Dios la paz honda del corazón. Una paz perfecta. Una paz fundada en su amor. Dios necesita mi sí para poder entrar con paz en mi alma. Para poder colocar su morada y darme una alegría que dure. Esa alegría que se mantiene en todos los momentos de mi vida. Estoy llamado a ser feliz aquí y ahora, a vivir con paz, no en tensión. Quiero vivir en paz en medio de las tensiones. Con libertad, amando. Hacen falta hombres que vivan anclados en el corazón de Dios. En paz consigo mismos, con su historia, en paz con Dios y con los hombres. Decía el P. Kentenich: «Mientras más desprendido, más noble, puro, intocable y elevado sea el hombre, tanto más podrá volverse padre o madre de su pueblo. Ahí está un ser que es como de otro mundo, que conduce más allá de sí, a todos lo que le están próximos»[4]. Si tengo el corazón anclado en Dios, seré de este mundo sin serlo. Seré ciudadano del cielo en la tierra. Decía San Agustín: «Nuestro corazón fue creado para Ti y no descansará hasta que repose en Ti». Tendré paz cuando mi corazón esté apegado a Dios. Cuando abrace su voluntad. Tendré esa paz que no logra darme el mundo. Eso es lo que sueño. Una paz verdadera. Una paz para siempre. ¡Hay tantas cosas que logran quitarme la paz! Quiero que Jesús venga y haga morada en mí, y me dé su paz, y me quite los agobios.
Sé que si confío más en Dios no tendré tantos miedos metidos en el corazón. Sé que Jesús no quiere que tiemble mi corazón ante las adversidades de la vida: «Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». No quiere que me acobarde. Pero yo muchas veces tengo miedo y me acobardo. Dejo de hacer cosas por miedo. Dudo, me detengo. Quiero seguir creyendo, pero dudo. Siento que a veces tiembla mi corazón ante las dificultades. Tiembla y se acobarda. No confío en ese amor infinito que me sostiene. Tal vez es porque quiero controlar la vida y no lo consigo. Digo que sí a Dios, pero en cuanto la enfermedad golpea mi carne quiero un milagro, deseo un cambio de rumbo, un nuevo camino, una solución que me dé una paz nueva. Y le pido a Dios milagros. No le pido fuerza para llevar la enfermedad. No le pido paz en medio del sufrimiento. Le pido que me quite la cruz, que aleje el sufrimiento, que acabe con mi dolor. Sí, me falta fe. Quiero pedirle que viva conmigo mi cruz, que permanezca dándome la mano en medio de mi dolor. Pronunciando palabras de amor para que sepa sostener el cáliz que he de beber. Me falta fe. El otro día leía: «Creemos que dependemos de Dios, que su voluntad nos sostiene en cada instante de nuestra vida. Pero nos da miedo comprobarlo. En lo más hondo de cada uno de nosotros queda una pequeña duda persistente, un pequeño nudo de temor al que nos negamos a enfrentarnos o que no reconocemos ni siquiera ante nosotros mismos, y que nos dice: - ¿Y si no es así? Nos da miedo abandonarnos totalmente en las manos de Dios por temor a que no nos sujete cuando caigamos»[5]. Quiero tener esa fe que me permita seguir creyendo cuando aparentemente todo esté perdido. Que me permita soltarme en manos de mi Padre y confiar de verdad en su amor. No quiero que se pierda mi fe en mitad de mi camino. Quiero ser capaz de amarlo siempre, también cuando no note su mano suave sobre mi vida. Pero me falta la fuerza. Quiero confiar en todo momento. También cuando parezca que caigo y no hay nadie esperándome al final de mi caída. No quiero temblar ante las dificultades de la vida. Cuando no salga todo como yo quiero. Decía el P. Kentenich: «Oh, mi Dios y Señor, despréndeme de mí mismo y hazme enteramente tuyo. He aquí la cima de la sencillez. Si nos animásemos a orar de una manera similar, habría entonces que estar dispuestos a asumir lo que venga con mucha seriedad. Seamos veraces en la oración, aun cuando nuestro pobre corazón tiemble de miedo»[6]. Quiero ser fiel a la palabra dada y repetir esa oración sencilla. Que me desprenda de mí mismo. Que mi palabra dada valga siempre. Que no se lleve el viento mis buenas intenciones. Quiero permanecer a su lado aun cuando otros se alejen de su amor. Que su Espíritu me recuerde cada día todo lo que Jesús me dice, cuánto me quiere, cómo me acompaña siempre. Me recuerde la plenitud a la que estoy llamado. Que Jesús camine a mi lado. Abrazándome despacio.