V Domingo de Pascua
por Al partir el pan
Hechos de los apóstoles 14, 21b-27; Apocalipsis 21, 1-5a; Juan 13, 31-33a. 34-35
«Amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros»
«El amor de Jesús es un amor lleno de misericordia. Un amor hondo, que no necesita palabras. Vive en los silencios y en las miradas. Es un amor de abrazos y ternura. Un amor que se da sin medida»
Me gusta mirar a María. Me gusta arrodillarme ante Ella y pensar que mi vida está en sus manos. Delante de Ella comprendo la belleza que hay en medio de las dificultades, de las catástrofes, de las pérdidas. Una persona me comentaba: «¿Cómo es posible que exista un Dios que permita catástrofes, terremotos, muertes injustas?». Es la misma pregunta que late en muchos corazones. Un Dios que ama no puede permitir que muera. No puede permitir mi dolor. El sentido del mal nunca lo entenderé en esta tierra. Sólo sé que María me sostiene cuando me duele la injusticia, el mal o la muerte. Y tienen eco en mi alma las palabras que escribió Ana Frank: «No veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda». Y comprendo que la vida tiene más de bello que de oscuro. Aunque no lo parezca. Más de luz que de noche. Más de amor que de odio. Aunque muchas veces me turbe la miseria, la muerte, el dolor. ¡Qué difícil desvelar todos los misterios del camino y entender ese plan de amor que tiene Dios para mi vida! Sé que la aventura de la vida se juega en tomar decisiones, en atravesar puertas que se abren, en superar obstáculos y no darme nunca por vencido. Sé bien que no todas las puertas estarán abiertas, como me recuerda Antonio Porchia: «Se me abre una puerta. Entro y me encuentro con cien cerradas». En la vida es así. Abrimos una puerta. Hay mil cerradas al atravesar el umbral. Mil puertas que no son la mía. Mil puertas por las que no tengo que pasar. Sólo necesito encontrar esa primera puerta abierta y pasar por ella. Y luego, otra, la siguiente. El camino de mi vida tiene muchas puertas abiertas. He atravesado ya muchas. Otras estaban cerradas. A veces me da vértigo arriesgarme en esa puerta abierta. Pero confío. Yo mismo tengo una puerta en mi alma. Un corazón con puerta muchas veces cerrada. Sé que se abre hacia fuera. Eso lo tengo claro. Tiene su riesgo abrirla. Se abre dando, no recibiendo. Aunque me endurezco en medio de la vida y no dejo que nadie pase. Estoy herido. A mí me gusta atravesar puertas de misericordia. Para tocar al pasar por ellas el amor de Dios prendido en el dintel. Que se pegue algo. Pero luego yo no abro mi puerta, por miedo, por pudor, por vergüenza. María siempre tiene abierta la puerta de su alma. Yo llego y me arrodillo ante Ella y le pido que me enseñe a abrir mi puerta. Su puerta siempre está abierta. Miro a María. ¿Cómo se puede saber qué puertas se abrirán con el paso del tiempo? ¿Cómo sé qué puertas permanecerán siempre cerradas, o, estando hoy abiertas, un día se cerrarán? No lo sé. Me gustaría tener esa gracia de Dios para descubrir bien por dónde ir. Conocer el futuro. Pero no importa tanto. Sé, eso sí, que mi vida descansa en María, vive de María. La puerta está abierta. María me espera. Decía el P. Kentenich: «María ha inscrito nuestro nombre, con sangre y fuego, en su corazón, imborrablemente»[1]. Me conmueve pensar en ese amor que ha grabado mi nombre para siempre. Ella me inscribe en su corazón para la eternidad. A sangre y fuego. Ha inscrito mi nombre en el corazón de Jesús. Mi verdadero nombre. No ese que llevo desde la pila del bautismo. Un nombre que sólo yo sé cuando lo acaricio en el alma. Ese nombre que pronuncia Dios al llamarme. Me emociono al escucharlo. Sé que soy yo, es sólo mío. Y así, inscrito en el corazón de María, escucho mejor los latidos de Dios. Allí se oyen con mayor nitidez. Escucho la voz que tantas veces desconozco cuando me alejo y me pierdo por los caminos y las puertas cerradas. Quisiera saber siempre qué puertas atravesar, qué puertas abrir. Qué puertas tengo que dejar cerradas sin insistir. Qué puertas ceden si empujo suavemente. No todas las puertas son igual de importantes. Algunas sí, las que marcan mi camino para siempre. Las que me hacen optar por un estado de vida. Las que definen mi vida. No sé si siempre atravesé la puerta correcta. No importa tanto. Sé que después de decisiones importantes no siempre hay paz. Pero Dios está ahí, conmigo. Decía Edith Stein, después de ingresar al Carmelo: «No podía tener una alegría arrebatadora. Era demasiado tremendo lo que dejaba atrás. Pero yo estaba muy tranquila en el puerto de la voluntad de Dios»[2]. Es difícil imaginar a María llena de paz camino de Ein Karem con Jesús en su vientre. Cuando había dicho que sí al ángel con el corazón turbado. Tenía el alma inquieta y segura al mismo tiempo. Sabía que era el camino correcto. Pero no sabía cómo superaría las adversidades. Las decisiones importantes, que suponen un cambio radical en mi vida, normalmente dejan el alma inquieta. Lo sé. Suele ser así. El alma tarda en apaciguase. Pero es importante saber que uno ha hecho lo que Dios le pedía. O al menos tiene esa intuición. No es sencillo abrir la puerta correcta. Acertar. Muchas veces llegan al corazón las dudas: ¿Me estaré equivocando? ¿Y si luego me doy cuenta de que este no es el camino? Toda decisión es un salto de fe. Y la fe está unida al amor. Porque me sé amado cruzo el umbral de esa puerta que se me abre. Y cuando me lanzo, cuando me abandono con el corazón. Cuando me abandono en Dios y le digo: «Es tu vida, haz con ella lo que quieras». Entonces todo parece más fácil. Aunque no lo entienda todo. Aunque en medio de la noche tenga que seguir caminando y confiando. Lo que Dios me pide es lo que importa. Lo que Dios quiere de mí. Lo que me hará más pleno. ¿Y si me equivoco? Entonces sigo adelante, o retrocedo, o tomo otra puerta. Pero Jesús va conmigo, María va conmigo. Sé bien dónde está ese lugar en el que podré descansar en sus manos. Miro a María de rodillas. He atravesado la puerta del santuario y me postro. Me encuentro con su misericordia. A veces me empeño en golpear puertas cerradas. Con los puños. Incluso algo enfadado. Pero más me valdría elegir las puertas abiertas. Aunque sólo vea una rendija.
El otro día me quedé pensando en Santa Bernardita. Cuando tuvo que explicarle al escultor que quería reproducir la imagen de María, lo hizo expresando en palabras lo que había visto. No era tan sencillo. Al acabar la escultura, ella no estaba conforme. María era mucho más bella de lo que ella había podido expresar. Más bella incluso que lo que retuvo la retina de sus ojos. ¿Cómo recoger en mármol esa experiencia tan honda de Dios? Imposible. Si tuviéramos que hacerlo nosotros, con la mirada interior que tenemos de María o de Jesús, tampoco quedaríamos conformes al ver el resultado. Akiane Kramarik es una mujer que pinta desde que tiene cuatro años. Ella pinta lo que ve en su alma. Con ocho años pintó el que es hasta ahora su cuadro más reconocido: El Príncipe de la paz. Se trata de un retrato de Jesús, en el que aparece de frente con una expresión serena y unos llamativos ojos verdes. Su imagen de Jesús no coincide con la que yo tengo de Él. No importa. Ella lo veía así en su alma. Y pinta con pasión los ojos. Lo explica así: «Lo que más me gusta es pintar los ojos, ya que me imagino toda una vida dentro de ellos». En la mirada tenemos escondida toda nuestra vida. Son las ventanas del alma. Ella pinta lo que ve en los ojos, lo que ve en el alma. ¡Qué difícil pintar a Dios, pintar a María! ¡Qué difícil reducirlos al mármol, a la pintura, a las palabras! Ese Dios todopoderoso reducido a algo perecedero. Esa mujer revestida de sol que reina sobre los cielos retenida en un pedazo de mármol. Es cierto que todos necesitamos imágenes, cuadros, esculturas, para tocar de cerca a Dios, para que algo de lo sagrado se nos pegue. Al mirarlas nos acercamos más a Dios. Pero su ser no se acaba en una imagen. Es imperfecto todo lo que hacemos, limitado. Por eso creo que todos, con nuestra imagen interior, formamos el rostro de María. Todos componemos esa melodía en la que está Dios oculto. Me gustaría dibujar con mis palabras el rostro misericordioso de Dios. La mirada profunda de María. Dibujar torpemente sus rasgos. Componer la canción que mejor exprese ese amor que todo lo llena. Ese amor ilimitado que me desborda, sana mis heridas, le da sentido a mi camino. María es esa puerta abierta de la misericordia que yo atravieso cada día. Hacen falta palabras, cuadros, esculturas. Hacen falta personas, rostros, manos. Es necesario para llegar a Dios tocar lo más humano. Y en lo humano encontrar el reflejo imperfecto de un amor perfecto. No importa que sea imperfecto. Lo importante es que me evoque un amor imposible, eterno, ilimitado. Por eso sé que dibujar ayuda, lo mismo que escribir y esculpir. Lo mismo que amar con todas mis fuerzas, aunque sea torpe y limitado. Es mi vida la que mejor puede reflejar su amor, su rostro, su mirada. En mis ojos se esconde una vida entera. En mis ojos, cuando en ellos miran los ojos de María. En mi forma de darme, de tratar a los demás. En mi manera original de hablar a otros, de contarles lo que veo de Dios. En mis pensamientos y en mis deseos. Miro a María en mi pobreza. ¡Qué lejos estoy de la paz de su mirada! ¡Qué lejos de sus manos que acogen y abrazan! ¡Qué lejos de ese amor infinito que me sostiene! Miro a María buscando la paz. Necesito reflejos de María que me acerquen a Ella. Que en la tierra me muestren su abrazo, su rostro, su mirada. Cuando nos faltan esos reflejos humanos nos quedamos huérfanos. Y tenemos que buscarlos en una imagen. Es lo que vivió Teresa de Jesús al morir su madre: «Acuérdome que cuando murió mi madre quede yo de edad de doce años. Como comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra señora y supliquela fuese mi madre. Con muchas lágrimas. He hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella». O lo que hizo Catalina Kentenich al consagrar a su hijo José Kentenich a María en la entrada del orfanato. Para que no se quedara huérfano. Y María se convirtió en su Madre. Necesitamos lazos humanos para llegar a Dios. Lo decía el P. Kentenich: «Dios nos quiere atraer con lazos humanos. Por eso procura que nos dejemos vincular por el amor filial, conyugal, paternal. Pero Dios tira de ese lazo hacia arriba, y no descansa hasta que todo esté ligado a Él»[3]. Y cuando faltan esos vínculos humanos, tenemos que pedirle a Dios la gracia de arraigarnos para siempre en su corazón. Un regalo de Dios. María quiere grabar su rostro en mí para que yo pueda ser un reflejo limitado y torpe de su amor infinito. Mi amor finito un reflejo de su amor más hondo. Quiero dibujar con mi vida el rostro de María. Quiero que su misericordia se refleje en mi amor. Estoy tan lejos. Me faltan las palabras. Me faltan los gestos. Tal vez si me dejo hacer verán otro rostro. Verán otra mirada honda en mis ojos. Y escucharán en mis palabras otras palabras verdaderas, con vida eterna, las suyas. No lo dudo. Dios lo puede hacer posible. Si yo me dejo.
La señal por la que me conocerán es el amor. Hoy lo escuchamos: «La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». No me reconocerán por respetar las normas litúrgicas, por cumplir ciertos preceptos morales, por tener un alma sin pecado, cosa muy improbable. La señal que me hará reconocible será la forma como ame a los demás. Me impresiona pensar en ello. Un amor que se ve. Gestos que se ven y dejan traslucir un amor verdadero. Un amor sagrado, un amor de Dios. ¿Es mi amor verdadero, auténtico, generoso? ¿Ven otros en mi amor que soy de Cristo? Dudo. Creo que a los cristianos no se les reconoce hoy por su forma de amarse. Nos reconocen más a veces por nuestras prohibiciones, por los límites que le ponemos a la vida. No me gusta. Quiero que me reconozcan por una forma de amar que no es humana. Acaso es humano el amor de los mártires que perdonan al que les quita la vida. O el amor de tantos santos que arriesgaron su vida sirviendo a los despreciados, a los enfermos, a los más abandonados. Creo que mi amor ha de ser como ese amor de los santos. Un amor fruto del amor de Dios en mi vida. ¿Qué rasgos ha de tener ese amor? El Papa Francisco cita a S. Pablo en relación con el amor verdadero: «El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7). Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Pablo quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo ‘amar’ en hebreo: es ‘hacer el bien’. Como decía san Ignacio de Loyola, ‘el amor se debe poner más en las obras que en las palabras’. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir». Amar es hacer el bien. Es querer el bien de la persona amada. El verdadero amor busca la felicidad de aquel a quien amamos. No busca el propio interés. Aunque sea verdad que necesitamos amarnos antes para poder amar bien a los demás. Comenta el Papa Francisco: «Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los demás». Si no soy generoso conmigo mismo, si no me quiero bien, si no me cuido, es difícil que pueda querer bien y cuidar a otros. El amor a los demás presupone el amor a uno mismo. ¿Cómo es el amor que me tengo? No soy egoísta cuando me cuido. Cuando me centro en lo que quiero, en mis planes, en mis sueños. El amor a uno mismo es un amor maduro que sienta las bases sólidas para poder amar bien a otros. Ese amor me sostiene, me mantiene firme. Me amo como soy, en mi pobreza, en mi grandeza. Me amo en mis límites. Me quiero bien. Me cuido. Me respeto. Es un amor enaltecedor. Porque sé bien que cuando no me cuido a mí mismo es difícil que cuide bien a otros. Me desgasto descuidando lo que Dios me ha dado. El amor a uno mismo no es egoísta. Es la base sobre la que construyo. El amor a mí mismo conlleva respeto, aceptación, alegría. La capacidad de gozarme en mi fragilidad. Disfrutar con mi vida como es y aceptarme sin pretender ser distinto. Reconocer mis límites. Besar mis conquistas. Felicitarme por mis logros. Admirarme por los talentos que Dios ha sembrado en mi alma. Ser positivo. No perder en seguida la confianza. Saber ser objetivo en las pequeñas pérdidas. No amargarme ante la primera derrota. Una actitud madura ante la vida. ¡Qué difícil resulta a veces ser maduro! El corazón se resiste. Nos volvemos exigentes. Tan duros e inflexibles que no aceptamos el más mínimo error o caída. Y entonces, ¡qué difícil no ser exigentes con los demás! Amarnos a nosotros mismos es el punto de partida para poder amar bien a otros. Hoy falta mucho ese amor verdadero a la propia vida. La satisfacción por lo que vivimos. La alegría por saber que mi vida es maravillosa. Claro que puede ser mejor. Pero me alegra como es. Con sencillez, con humildad.
El amor a los demás es la señal por la que me tienen que reconocer: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como Yo os he amado, amaos también entre vosotros». En el cenáculo. A punto de morir, les deja en palabras lo que han vivido con Él en la tierra. Hay un modo de amar nuevo. ¿Por qué dice Jesús que es nuevo? Jesús nos pide algo nuevo, nos pide amar de forma diferente. Comenta S. Agustín: «¿Es que no existía ya este mandato en la ley antigua: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo? ¿Quizá la novedad de este mandato consista en el hecho de que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo? Porque renueva al que lo cumple, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual el Señor, para distinguirlo del amor carnal, añade: Como Yo os he amado». ¿De qué amor setrata entonces? ¿Cuál es la novedad? Un amor que desciende. En griego se expresa con la palabra ágape y en latín caritas. Este amor es un impulso interior que busca el bien del otro. Quiere que el otro llegue a ser lo que está llamado a ser. Decía el P. Kentenich hablando de este amor ágape: «Yo postergo mis intereses, estoy aquí para hacer feliz el otro. A través de mi amor el otro debe alcanzar como persona la felicidad»[4]. Un amor que renuncia para que el otro tenga una vida plena. ¡Cuánto nos cuesta renunciar a lo propio por amor al otro! ¡Cuánto nos pesa dejar lo que nosotros queremos por buscar lo que el otro quiere! La renuncia duele en el alma. La novedad de la cruz es el amor al que Cristo nos llama. La novedad de una vida entregada hasta el extremo. Es nuevo porque nos saca de nuestro egoísmo, de nuestra forma vulgar de amar a los hombres. Puedo hacer algo por alguien, algo bueno, algo valioso. Puedo amar de verdad, hasta el extremo. Pero puede suceder que no sepa amar en realidad. Hoy se habla de amor con mucha ligereza. Cualquier cosa nos parece amor. Pero tal vez no lo sea. El amor verdadero hace todas las cosas nuevas. El amor verdadero permanece, no es algo pasajero. Es ese amor al prójimo, al que está más próximo a mi vida. La medida de ese amor es amar sin medida. Eso es lo que Jesús nos muestra. Con su medida. En su molde. Amar como Él nos ha amado. Su modo, su estilo, su extremo. ¿Cómo es ese estilo? Amar a cualquiera, amar acercándose a cada hombre, amar al pecador y vivir a su lado compartiendo el camino, amar con ternura, amar siempre. Amar con alegría. Ese amor de Jesús es personal, se hace vida tocando, nombrando, mirando. Es el amor que lava los pies en el cenáculo, que se agacha, se parte y se derrama en un trozo de pan y algo de vino. Se deja prender sin oponer resistencia. Se deja condenar y guarda silencio. Perdona siempre. Cree en el hombre. Abre los brazos en la cruz. Se deja atravesar. Ese es el amor nuevo. Un amor incondicional. Que no recrimina nunca, que espera siempre, que confía siempre. Un amor que promete el paraíso al ladrón al final de su vida sólo por una palabra. El amor crucificado. El amor poderoso que se hizo impotente. El amor que da oportunidades cada día. Que sale a buscarme, sea cual sea el camino en el que esté. ¿En qué cosa concreta de mi vida tengo que amar de forma nueva? ¿En qué se ha vuelto vieja mi forma de amar? El P. Giovanni Marini comenta: «Para todo lo que es importante estudias, te esfuerzas, inviertes muchas energías. Y, ¿para el amor?». No nos preparamos para amar bien. No nos formamos para llegar a vivir un amor maduro, para poder hacer feliz a la persona amada. Tal vez me busco demasiado en el amor. Le pido a Jesús que me dé más fe para creer en todo lo que puede hacer Él con mi amor. Puedo amar con madurez. Puedo amar en profundidad. Una persona rezaba: «Tengo poca fe. Me gustaría creer y no dejar nunca de creer. Pensar que Tú obras a través de mis manos, de mis palabras, de mi vida. Pero dudo. Y pienso que tu poder no es tan grande. Y no creo en un amor imposible. Dame fe Jesús en ese amor tuyo en mí que obra milagros. Déjame creer en el poder de tu amor». Quiero hacer todas las cosas nuevas. Su amor, que parece impotente, es capaz de cambiar mi vida y hacerla nueva. Es el milagro que pido cada día.
Creo que siempre oscilo entre lo nuevo y lo de siempre. Entre la novedad y la rutina. Tengo personas de siempre, las que me han hecho ser quien soy y siempre han estado ahí. Y tengo personas nuevas, que conozco cada día. Tengo pensamientos de siempre que se han hecho roca con el tiempo. Y pensamientos nuevos que rompen mis esquemas. Me gusta lo que conozco. Me emociona lo nuevo. Esa tensión me da vida. Pero me puede suceder que me asuste la novedad. ¿Tengo cabida para ideas nuevas? O puede ocurrir que me hastíe lo de siempre. Los extremos me hacen daño. Vivir la novedad y la rutina es el camino. Mis maneras de hacer las cosas de toda la vida. Mi apertura a posibilidades nuevas. Las raíces y las alas. Son mi equipaje en la vida. Los sueños y las nostalgias. El paso nuevo, el paso de siempre. Pienso que camino así, mirando hacia delante y recogiendo mis pasos. A veces creo que lo sé todo de Dios. Y me turbo ante lo nuevo. Me quedo rígido apegado a mis costumbres viejas. Hábitos sagrados que me encantan. Pero no quiero renunciar al asombro ante todo lo que aún me queda por aprender. No quiero perder la posibilidad de recordar. Pero tampoco la de empezar de nuevo y ser creativo. Revivir. Cambiar. Aprender y ser fiel. Conservar lo que merece la pena y liberarme de cosas de siempre que quizás no son tan mías y están pegadas en mi alma. Sobre todo, le pido a Dios que me dé cada día una mirada nueva, capaz de mirar con trasparencia la vida, sin mis prejuicios y mis rencores viejos. Sin mis esquemas sobre los demás. Así lo hizo Jesús. Me mostró una forma nueva de vivir, de amar. De mirar. Hoy escuchamos: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado». Jesús cambió todo desde que acampó entre nosotros. Todo lo hizo nuevo. Jesús ha cambiado mi mirada. Veo lo que antes no veía. Veo un amor de Dios cercano, tierno, misericordioso, que me abraza, que me espera. Dios va conmigo. Sosteniéndome. Pienso muchas veces en que mi encuentro con Jesús tiene que renovar mi vida del todo. Mi corazón. Mi pensamiento. Mi forma de mirar. Me gustaría dejarme hacer de nuevo por Él, cada día, a cada paso. A veces soy tan duro, tan rígido. Le pido que me ablande, me modele según Él, no según mis esquemas de siempre. ¿Cuál es el bagaje de cosas viejas y nuevas que llevo conmigo? Hay personas que cambian todo el rato, les gusta ir probando, experimentando, saltando. Quizás les falta profundidad. Otros al revés, son rígidos y cerrados y lo nuevo les da miedo. Lo que siempre han pensado o hecho es la norma que cuenta. Hoy pienso en la tierra de mi corazón. Le pido a Dios que la haga de nuevo.
El amor del que hoy Jesús me habla es un amor lleno de misericordia. Es un amor hondo, que no necesita palabras. Vive en los silencios y en las miradas. Es un amor de abrazos y delicadeza. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «El amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. ‘Todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean’ [5]. Cada día, entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón». Es un amor auténtico, generoso, hondo, trasparente. Un amor cálido, lleno de ternura, de bondad, de gestos delicados y verdaderos. Jesús nos pide que nos amemos como Él nos ha amado. Me parece imposible. Seguramente es imposible sólo para mí, con mi escaso poder, con mi corazón tan duro. Él me ha amado dando la vida. Desde su pobreza. Y yo tantas veces no soy capaz de dar algo de mi tiempo, de mis cosas, de mis talentos. Jesús quiere enseñarme a amar hasta lo más hondo. Él me ha amado de una forma nueva. Acompaña mi fragilidad. Me sostiene en mis caídas. Hoy escuchamos: «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor». Acampa en mi vida. Me quita las lágrimas y el dolor. Es mi Dios. Yo soy su pueblo, su tierra, su morada. Me impresiona. Viene para estar conmigo, a mi lado. Es un amor que me hace capaz del amor. Pero tantas veces me olvido de ese amor y vivo mendigando amores. Vivo esperando caer bien a todos, ser aceptado por todos. Cada uno tiene sus medios. La simpatía, las palabras amables, el decir que sí a todos, el responder a todos los requerimientos. Es la necesidad casi enfermiza de ser aceptado y querido por todos. Sangra la herida. Esa herida honda de amor que viene de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud. Esa herida por no haber recibido tanto amor como esperaba, por no haber sido tan querido como lo fueron otros. Es un misterio. Esa herida está abierta en el alma. La intento tapar para no sentir su dolor. Para que no supure, para que no me recuerde mis pequeños fracasos. Necesito amores humanos que calmen el dolor. Lo sé. Esa ausencia de amor. Y necesito volver a tocar el amor de Dios en mi vida. ¿Cuándo noté su brazo abrazando mi dolor? ¿Cuándo lo vi alegrándose por mí en el camino? ¿Cuándo volvió a buscarme cuando yo me encontraba solo y olvidado? Me veo en mitad de una calle esperando la llegada de Dios. Espero, lloro, noto la ausencia. Y Él, súbitamente, viene y se pone a mi lado. Ese amor inmenso que me desborda. Inmerecido. Ese amor que me sacia por un momento. Luego sigo caminando y noto otra vez el vacío. Y de nuevo vuelve. Ese hecho de volver por mí ha marcado siempre mi vida. Me emociono al pensar en esos discípulos de Emaús que descubrieron a Jesús caminando a su lado. Por ellos hizo ese largo camino. Por ellos caminó a su lado esperando a responder todas sus preguntas. Por amor a ellos. Sólo dos discípulos desconocidos que caminaban hacia Emaús. Tristes, abandonados. Me emociona Tomás que gracias a su herida pudo experimentar ese amor inmenso de Jesús que volvió para que tocara sus heridas abiertas. Me conmueve pensar en ese Jesús que piensa en mí, me busca, me sigue, pierde el tiempo por estar a mi lado. Esa experiencia de mi propia vocación es la que me da paz cuando yo mismo no la encuentro. Rememoro ese momento. Me adentro de nuevo en el recuerdo. Y vuelvo a pedirle que venga a mí y que me busque siempre.
Jesús me ama y yo me olvido. Me ama y quiere que yo lo ame. Me ama y me busca, pero a mí se me olvida y me vuelvo mendigo de amores pasajeros. Yo quiero amarlo como Él me ama. De nuevo imposible. Una persona rezaba: «Señor, te amo y quiero sólo amarte. Te amo a veces mal, pero te amo. Te amo a veces de palabra y sin obras, pero te amo. Me gustaría amarte bien. Tú que haces imposibles, ayúdame a quererte incluso cuando sólo salga mi ego, mi orgullo, o mi soberbia. Tú me amas, Señor. Suples el amor que me falta. Incluso después de pecar, me abrazas». Es el amor imposible que yo no sé dar a Jesús. Ese amor hondo que toca mis entrañas. Pero Él me ama siempre. Sé que todo lo puedo hacer si amo. Puedo hacerlo todo nuevo. Él me lo promete: «Todo lo hago nuevo». El que ama no se equivoca nunca. Porque el amor verdadero nos hace actuar bien. Un amor verdadero, un amor sin doblez. Un amor en el que la luz reina y huyen las sombras. Un amor hondo y auténtico. Necesito saberme amado por Jesús para poder amar así. Él hace en mí lo imposible. A través de mis manos puede llegar su amor a otros. Amar desde Dios. Me usa como instrumento. Parece imposible amar como Dios me ama. Para Él sí es posible. Amar hasta el extremo, dando la vida. Amar bien, amar con respeto, con humildad. Me gustaría ser capaz de amar así. Pero muchas veces amo dando sólo algo de mí, de mi tiempo, de mi vida. No amo como Jesús me ama. Mi amor no siempre es generoso. Aislado del amor de Dios puede llegar a ser hasta contrario a Dios. Puede esclavizar, puede ser egoísta. Mi amor no siempre es cristiano. El amor en Jesús es el que ayuda al otro a ser mejor, más pleno, más feliz. Es el amor que no da sólo lo justo, sino lo imposible. Es el amor que va más allá de los límites. Supera lo que corresponde. Ese amor es el que desea mi corazón.