III Domingo de Pascua
por Al partir el pan
«Jesús les dice: - ¿Tenéis pescado? Ellos contestaron: - No. Él les dice: - Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»
«Me gusta ser uno de esos discípulos tan amados de Jesús. A Él le importan mi vida, mi pesca, mi barca. Quiero sentirme amado en todo lo que vivo. En el fuego de ese primer amor a Jesús»
Han inventado un teléfono para hablar sólo por teléfono. Un teléfono que no permite nada más que la posibilidad de hacer y contestar llamadas. Ni whatsapp, ni mails, ni internet. Un teléfono aparentemente inútil en los tiempos que corren, pero muy práctico en realidad. Hay personas que pagan altas cantidades de dinero por tener un teléfono como los de antes. ¡Qué paradoja! Uno de esos teléfonos que antes costaban tan poco ahora valen mucho. ¿Qué ha cambiado? Tal vez hemos cambiado nosotros y nos hemos dado cuenta de que hemos perdido algo importante en la vida. Hemos dejado de estar presentes donde tenemos que estar. Nos ausentamos del lugar en el que nos encontramos. Dejamos de escuchar a las personas con las que hablamos. Dejamos de mirar al que tenemos delante. Tal vez hemos perdido el aquí y el ahora. Recuperar ese tesoro resulta caro. Me doy cuenta de que con frecuencia no estoy con la persona con la que me toca estar. El móvil tiene la capacidad de trasladarme a otro lugar. Lejos, muy lejos. El cuerpo está ahí, donde estoy, con las personas a las que quiero. Tal vez cenando, o simplemente esperando la cola del médico, o caminando por la calle. No importa dónde. El móvil me traslada a otra parte, a otro mundo. Estoy, pero no estoy realmente. Estoy ausente estando presente. Tal vez por eso uno ahora está dispuesto a pagar lo que sea por volver a lo de antes. A esa libertad sin llamadas, sin mensajes. Libres de esa necesidad que nos hemos creado de estar siempre localizados, siempre disponibles, siempre conectados. Siempre respondiendo a todo lo que nos piden. Nos parece muy difícil liberarnos. Dicen que lo que más nos cuesta hoy es superar el síndrome de abstinencia cuando tenemos que renunciar por algún motivo a estar conectados a todas las redes sociales posibles. Conectados pero desconectados de nuestra realidad. Conectados con los que no están. Desconectados de los que sí que están. Sería bueno que me preguntara cuánta dependencia real tengo del móvil y de internet. Nos parece imposible cambiar. Nos hemos introducido en un mundo que no conocíamos y nos hemos vuelto esclavos. ¿Es posible crecer en libertad en ese mundo desconocido? Sería bueno examinarme al final del día y preguntarme si he dependido mucho o poco de lo que me entra por la pantalla del móvil. Es una buena pregunta al final del día, al final de la semana. La independencia de esa necesidad de estar siempre ahí. A veces pienso que si no estoy conectado es como si no existiera. Y no es verdad. Pero el mundo me hace creer que sí. Por eso me pregunto cómo están mis relaciones, mis vínculos de verdad. Cómo está mi capacidad de amar y comunicarme en el día a día. Con aquellos con los que comparto la vida. A veces puedo comunicar cosas, contar anécdotas, inventar cuentos. Mandar fotos, decir lo que he hecho. Pero en el fondo nunca hablo de mí, de lo que estoy viviendo. Las redes sociales me han acostumbrado a una forma superficial de contar mi vida. Cuento lo que me ha pasado, pero no cómo lo he vivido. Cuento lo que he hecho, lo que he dicho, pero no lo que hay en lo más hondo del corazón. Tal vez ni yo mismo he pensado en ello. Vivo superficialmente mi vida pasando de una escena a otra. Sin profundidad, sin hondura. Y tampoco me preocupo de verdad por lo que ocurre en el corazón de los que están más cerca. No me detengo a mirar a los ojos de las personas. Creo que están bien. No pregunto mucho porque tampoco busco esa intimidad. Y me quedo a mitad de camino al encuentro del otro. En tierra de nadie. No pregunto. No cuento. No me abro. No escucho. No percibo la vida que hay en los demás. Pienso sólo en lo que a mí me ocurre. En lo que me preocupa. Me cuesta buscar en los ojos de aquellos que me aman y a los que amo la paz para seguir caminando. Una persona rezaba a Jesús, mirando sus ojos: «A veces sin ver tus ojos, no lo sé. Aunque tu voz te delata, me delata. Aunque en el fuego las brasas, y en el silencio tu amor. A veces, sin ver tus ojos, no lo sé. Callo y, ya sin palabras, te abrazo como un niño que no sabe qué decir. Quisiera cambiar tus ojos, mis ojos. Mirar como tú me miras, mirar bien. A veces, sin ver tus ojos, no lo sé. Quiero recorrer la vida, caminar en tus pisadas. Soñar sueños que tú sueñas, descifrar voces al alba. Quiero verte y que me veas, eso siempre. A veces, sin ver tus ojos, no lo sé. No sé cómo hacer mi vida, cómo escribir mis historias. No logro entender qué vivo, no sé componer mis días. A veces, sin ver tus ojos, no lo sé. Pero cuando te miro y me miras, cuando logro ver tus ojos. Cuando me miras los míos. Entonces, aunque es de noche, sí lo sé. Sé cuánto amor llena el alma. Y sé que amado te amo. Aún sin saber». Estas palabras expresan mucho de lo que hay en esa relación de amor con Jesús. Expresan también ese amor a los hombres. Ese amor a los hombres en Dios. En la mirada, en el encuentro tiene lugar ese intercambio de corazones. Cuando sobran las palabras. Cuando simplemente basta con estar presente.
Hoy Jesús volvió junto al lago a encontrarse con los suyos. En total son siete los discípulos que estaban en el lago aquel día: «Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos». Vuelve al lago a revivir la historia compartida con ellos. Vuelve a ese lago en el que se habían conocido. Allí los había llamado. Allí habían vivido juntos. Habían soñado. Vuelve a Galilea, a su tierra, donde ellos habían regresado. Volver al lugar donde fui amado me abre el corazón y me hace volver a ser niño. Volver al lugar donde me encontré con mi vocación por primera vez, mi primer amor. Donde intuí por dónde iba mi camino. Donde ardió mi corazón. Uno siempre vuelve a los lugares donde ha amado y ha sido amado. El encuentro de hoy con los discípulos ya no es en Jerusalén, donde tenían miedo. Ahora no están escondidos. Vuelven a pescar. Jesús vuelve a la orilla, como la primera vez que los llamó. Hay dos discípulos cuyo nombre no aparece en la referencia que hace el Evangelio. Cuando lo leí me quedé pensando en ese dato. ¿Por qué no puso todos los nombres el evangelista? Era un encuentro importante. ¿No recordaba sus nombres? ¿No importaban? ¿Por qué no constan sus nombres? Son dos discípulos anónimos, escondidos, ocultos. No sabemos quiénes eran. Me sorprende que no aparezcan. Pero al pensar en ello me alegra esta ausencia de nombres. Pienso que yo puedo entonces ser uno de esos discípulos sin nombre. Hay un hueco para mí esa mañana junto al lago. Junto a mi lago. Junto a Jesús. En mi pesca. En mi orilla. Junto a las brasas. Me gusta ser uno de esos discípulos tan amados de Jesús. Saberme amado por Él, buscado por Él. A Él le importan mi vida, mi pesca, mi barca. Quiero sentirme profundamente amado en todo lo que vivo y sufro. En el fuego de ese primer amor a Jesús. ¿Dónde vuelve Jesús conmigo? ¿A qué lugar regresa? ¿Dónde fui yo el más amado? ¿Dónde está mi lago? Me puedo imaginar perfectamente la añoranza que sentían en Galilea los discípulos. Era volver a un lugar donde habían vivido tantas cosas con Jesús. Cuando alguien muere, cuando perdemos a alguien, duele mucho volver al lugar donde siempre compartimos. En parte es donde sentimos más su presencia. Y también más su ausencia. Es el hogar. Todo se llena de él y notamos el vacío. Ya no está en su sillón, en su cama. En parte necesitamos ir y recordar. Allí nos sentimos más seguros. Y es al mismo tiempo donde más lo echamos de menos. La misma vida pero sin Él. Para los discípulos parecería imposible imaginarse ahora su vida sin Él. Duele más su ausencia junto al lago, en esa barca desde la que calmó la tempestad, desde la que predicó a tantos. En esas aguas que acariciaron sus pies. En esa orilla en la cual tantas veces oraría. En ese paisaje donde siempre estuvieron juntos. Todo era muy familiar. Todo les hablaba de Jesús, de su ausencia. Recordarían. Y se preguntarían cómo seguir sin Él. Es imposible volver a lo mismo que antes. Jesús los había cambiado por dentro. Había cambiado su corazón y les había abierto el horizonte.
Hoy todo comienza con un deseo del alma: «Me voy a pescar». Pedro quería hacer lo que sabía hacer. No le importaba hacerlo solo. Tal vez le gustaba. Como a mí que muchas veces me gusta hacer las cosas que sé hacer solo, sin nadie más. Pero luego se le unen todos: «Vamos también nosotros contigo». Se acompañan. Se protegen, se cuidan. No saben bien qué hacer con sus vidas después de la ausencia de Jesús. Sin su mirada, no lo saben. No saben nada sin sus ojos. Sin sus certezas. Sólo saben hacer lo de siempre. Lo de tantas veces. Habían pescado muchas noches antes de Jesús. Vuelven a pescar ahora. Es lo que hacen bien. Vuelven a su rutina. Tal vez en ese deseo ingenuo de ser otra vez lo que siempre fueron descansa el deseo de saber lo que Dios quería de ellos. La letra de una canción me habla de lo que había en el corazón de Pedro esa noche: «Quizás me había olvidado de tu amor. O tal vez no quería recordar. Era tanta la ausencia y el dolor por no ser fiel. Que ya sólo quería navegar. Era lo que siempre supe hacer. Echar largas redes y esperar». Yo hubiera hecho lo mismo. Volver a lo que sé hacer. Muchas veces lo hago. En mi rutina. En lo que me gusta. No había nada malo en ello. Ellos hacen lo que les da alegría. Y en la rutina esperan saber lo que tienen que hacer. El otro día leía: «La voluntad de Dios se nos revela claramente en las situaciones cotidianas, si somos capaces de aprender a mirarlo todo como Él lo ve y como nos lo envía. La tentación es la de no ver en esas cosas la voluntad de Dios; pasar por encima de ellas precisamente por ser tan constantes, insignificantes, monótonas y rutinarias, e intentar descubrir otra ‘voluntad de Dios’ en teoría más noble que se ajuste mejor a nuestra idea de lo que debería ser»[1]. En las circunstancias que me toca vivir tengo que aprender a descifrar las voces de Dios. ¿Dónde me habla? En lo más rutinario. En lo más común. Decía el P. Kentenich: «Detectemos los golpes que Dios da a nuestra puerta en medio de la vida cotidiana. Dios llama a mi puerta en la vida de todos los días. Creo que hay muchas personas que llegarían a ser santos mucho más rápidamente en la vida cotidiana que en un monasterio de adoración perpetua. Estar en permanente adoración puede sumirnos en la laxitud. Nosotros adoramos la voluntad de Dios en la vida diaria y por lo tanto formamos parte de la adoración perpetua. A través de su unión con la vida, el apóstol recibe un fuerte estímulo para desplegar su vuelo hacia Dios; y eso es parte de su vocación misionera»[2]. Desde la rutina al corazón de Dios. En lo cotidiano. Entre los pucheros, como decía Santa Teresa. Allí está Dios escondido diciéndome qué tengo que hacer. Y lo primero es decirme que está bien que pesque. Que está bien que haga lo que sé hacer. Que está bien que viva las circunstancias de mi vida con alegría. Ahí está su voluntad. Luego tendré que seguir descifrando las voces, dibujando el camino. Pedro no se había olvidado realmente de su amor. Seguía amando. Pero no sabía qué rumbo tomar. Y mientras tanto esperaba. Muchos de nuestros deseos son nobles. Y no por ser deseos, anhelos, sueños, no los quiere Dios. Al contrario. Dios me habla en ellos. ¿Qué es lo que deseo en lo profundo de mi corazón? En ocasiones se ha podido considerar que pasarlo bien y disfrutar de la vida, desear y soñar, no siempre es lo que Dios quiere. Y seguro que no siempre, porque la vida tiene mucho de exigencia y sacrificio. Pero también necesito aprender a pasarlo bien con las personas a las que quiero. Necesito disfrutar de la vida. Siempre me ha hecho gracia un dicho popular: «Todo lo bueno, o engorda o es pecado». Es una mirada pobre sobre la vida. Todo lo que me gusta, lo que me alegra, no necesariamente es pecado. ¿Cuántas cosas hago en la vida que me gustan, que me alegran, que me dan vida? Sería bueno pensar en mí, en las necesidades que tengo, en las aficiones que me alegran el alma. ¿Qué necesito hacer? ¿Qué me alegra hacer en mi tiempo libre? Pedro lo tenía claro. Y allí le habló Dios, vino a buscarlo. En lo que le gustaba hacer. En lo que hacía bien. En la rutina, en lo cotidiano. Aparentemente en ese lugar donde no parece estar tan claramente. Pero sí que está. En esa adoración perpetua que vivimos en nuestra vida cotidiana. Allí me busca, allí me habla.
Y es allí donde aparece Jesús. Ellos no han pescado nada y vuelven tristes. Toda la noche bregando para nada. Vuelven vacíos. Es lo que saben hacer, pero tampoco tienen fruto. Me conmueve que estén juntos en la soledad y en el desconcierto. En el fracaso, cuando Jesús ya no está con ellos. Juntos como cuando vivían los éxitos de antes de la muerte de Jesús. Cuando pensaban en el lugar que deseaban en el reino de Dios. Cuando la vida les sonreía y los milagros eran su alimento diario. Cuando las palabras de Jesús tenían vida eterna. Y su misericordia tocaba tantos corazones. Ahora estaban solos y se apoyan entre ellos, se sostienen, aunque no pesquen nada. Al deseo de Pedro se unieron todos esa noche. Comparten la vida y una pesca fracasada. Y cuando regresan cansados y con hambre en la orilla un hombre les pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: - No». Alguien al que no reconocen al principio. Alguien que se interesa por ellos. Ellos contestan con sencillez. No, no han pescado nada. Es lo que saben hacer y lo hacen mal. En ocasiones en la vida nos sale mal hasta lo que sabemos hacer bien. Y podemos perder la esperanza y desconfiar. Dejamos de creer en lo que Dios puede lograr con nuestra vida. Ni siquiera saben pescar. Están solos, sin Jesús, ya no hacen milagros, ya no liberan los corazones atormentados. ¡Cómo no desanimarse si ni siquiera pescan esa noche! Surge la desesperanza. Comenta el Papa Francisco: «A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, les digo: - Dios hace nuevas todas las cosas. Que nos ayude a reanudar con más coraje, esperanza y amor caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos». En esa noche sin frutos vuelven desanimados. El otro día leía: «El sentimiento de desesperanza que todos experimentamos nace en realidad de nuestra tendencia a introducir demasiado de nuestro yo en la escena. Al hacerlo así, es fácil que nos sintamos invadidos por sentimientos personales de impotencia o de pura incapacidad física cuando constatamos la aparente insignificancia de un solo hombre en un mundo corrompido. Tendemos a concentrarnos en nosotros, a pensar en lo que podemos o no podemos hacer, y nos olvidamos de Dios, de su voluntad y de su providencia. Dios, sin embargo, no se olvida nunca de la importancia de cada uno, de su dignidad y su valor y del papel que nos pide que desempeñemos en la obra de la providencia»[3]. Dios puede hacer nuevas todas las cosas. Y yo me olvido. Puede cambiar la oscuridad en luz y puede quitar los obstáculos que no me permiten avanzar. No puedo dejar de creer. No puedo dejar de confiar. Hoy les pide Jesús que echen las redes a la derecha: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Y sucede. Ellos se fían de alguien en quien no ven necesariamente a Jesús. A mí me pasa muchas veces. Cuando me desanimo, cuando no veo una puerta abierta en medio de mis problemas, desconfío. Y a veces, cuando me dicen que haga algo nuevo, no siempre hago caso. Tal vez quieren que cambie la manera de hacer las cosas, mis hábitos, mis deseos, mis aficiones. Quieren que las haga de otra manera. Alguien en la orilla en quien no siempre veo a Dios. Y no siempre hago caso. Voy a lo mío. Pero cuando obedezco, y hago lo que me dicen, resulta que hay peces. Me impresiona esa fecundidad que yo no controlo. Si tengo fe hay peces en abundancia donde antes sólo había un vacío inmenso. Y yo no hago caso a menudo del hombre en la orilla. No escucho sus voces. ¡Es tan difícil descifrar la voluntad de Dios! Sobre todo cuando me centro en mi yo y me olvido de Dios. Cuando me quedo en la muerte y no vivo la resurrección. Cuando calculo mis fuerzas y capacidades sin darle importancia a la fuerza de Dios en mí. Y al ver la cantidad de peses en las redes, resulta que sólo pienso en los peces como si estuvieran ahí gracias a mi esfuerzo. Como si todo fuera gracias a mis habilidades, a mi destreza. A veces es así. Menos mal que de repente alguien cerca de mí grita al alba: «Es el Señor». Y entonces yo me vuelvo y salto hacia Él. Creo. Igual que Pedro. Me parece impresionante ese acto casi reflejo de Pedro. Cree y corre. Todo va unido. Yo también quiero creer y correr hacia Jesús cuando escuche que es Él el que me llama, el que me invita a echar de nuevo las redes, aunque yo esté cansado y desanimado. Me invita a creer contra toda esperanza. Me invita a soñar con los imposibles. Sé que soy limitado. Conozco mi pecado y mi pobreza. Pero como dice el Papa Francisco: «No debemos temer nuestras miserias. Cada uno tiene las suyas. El amor del Crucificado no conoce obstáculos y borra nuestras miserias». Jesús se aparece en mi orilla y me hace confiar en mí mismo. En mi sí tímido y pobre. En mi entrega escasa. Me empuja para que vuelva a intentarlo. Es un desafío. Pero me da su fuerza. Como una persona rezaba: «Y cuando sola, preocupada o rota mi alma te grita: - Padre, ¿dónde estás? Tu cálida voz susurra en mi oído: - Hija, estoy aquí, a tu lado. Mientras tu mano grande y fuerte acaricia suavemente mi pelo. Yo me apoyo en tu mano y me dejo caer». En medio de mi desánimo Jesús me empuja, me abraza, me sostiene. Su voz me lleva donde no pensaba volver. Me hace volver a creer en aquello en lo que ya no creía.
Tiene la vida mucho de ese estar de Jesús con sus discípulos sin decir nada. Aparentemente perdiendo el tiempo. Dejando pasar la vida sin hacer nada verdaderamente importante. Estamos tan acostumbrados a producir y aprovechar el tiempo. Ese estar con el otro es algo que se pierde cuando sólo buscamos la productividad. Estamos con alguien para hacer algo. Vamos a un lugar para hacer algo. Y olvidamos que ese estar con el otro es algo sagrado. Hoy Jesús está con los suyos en torno a un fuego y ya sólo eso vale la pena. Bastan unas brasas, unos peces y un poco de pan partido: «Vamos, almorzad. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado». Hay silencio en esa hoguera, en esos peces asados. Silencio y emoción al estar con Él. Sentados frente al fuego, comiendo algo. Perdiendo el tiempo. Creo que nuestra vida va demasiado deprisa. Vamos de un lado a otro. Solucionando problemas. Llegando tarde a los sitios. Respondiendo a expectativas. Con prisas. Sin pausa. No nos detenemos a mirar, a descansar. Siempre tenemos la cabeza centrada en ese móvil que nos cuenta lo que está por venir, lo que ya ha ocurrido, lo que tenemos que hacer, lo que sucede en otras partes. Nos centramos en tantos gritos de los ausentes a los que tenemos que responder. Porque todo va muy rápido. Y siempre nos demandan en algún sitio diferente. Una llamada perdida. Un mensaje sin contestar. Una cita que se viene encima. No alzamos la mirada para buscar a Jesús, para buscar a los hombres. No es tan sencillo estar con Jesús sin hacer nada. Estamos muy ocupados. ¡Cuánto nos cuesta parar! Por eso nos encontramos con un mundo en el que el hombre pierde las ganas de luchar, de vivir. Pierde la esperanza. La Pascua nos muestra a Jesús resucitado que viene a comer conmigo, a perder el tiempo a mi lado. Jesús que se aparece en mi vida cuando menos lo espero. Viene a darme ánimos, a darle sentido a mi pesca, a mostrarme por dónde caminar y echar las redes. Viene para estar a mi lado en el dolor y la ausencia. Cuando desconfío de la vida. Viene tantas veces y yo dudo. O no estoy presente cuando llega. O miro en otra dirección. Una persona rezaba: «Me gustaría verte siempre, pero no lo consigo. Verte en la ausencia cuando pierdo y no logro lo que sueño. Verte en la abundancia de la vida cuando todo me sonríe. Vienes sin reproches a mi vida. No me echas nada en cara. Y haces milagros conmigo. Yo no hago esfuerzos y los frutos son tuyos. A veces me empeño tanto en sacar todo adelante yo solo. Quiero confiar siempre en ti. Yo me fío. Me quiero fiar. Aunque parezca absurdo confiar. Quiero tener fe en tus promesas. Sentarme callado junto a ti, con mis hermanos, en silencio. Sabiendo que eres Tú el que vienes a quedarte a mi lado». Es la confianza en ese Jesús que viene ahacer en mí todo nuevo. Él hace todas las cosas nuevas. Cambia mi forma de mirar, de hablar, de confiar, de creer. Me cuesta pensar en ese poder imposible. ¿Cómo va a cambiar mi forma de mirar la vida? ¿Cómo va a enseñarme a amar superando todas mis barreras? Cuando no creo en su poder cierro la puerta de entrada. No le dejo actuar. No me fío. No hago caso a sus deseos y Él no logra transformar mi corazón. Jesús quiere que eche las redes donde Él me pide y yo no me dejo. Quiere que camine en la dirección que me señala. Yo dudo. Quiere entrar en mi barca. Quiero confiar.
Me consuela pensar en esos días de pascua en los que los discípulos no reconocen a Jesús. A mí me cuesta tanto saber dónde me habla, en qué personas, en qué circunstancias. Ellos, que habían vivido con Él, no lo reconocían en su cuerpo glorioso. Y hasta que Él no hacía un gesto o decía una palabra que les recordaba su amor, no eran capaces de descubrirlo. Ese gesto o palabra que sólo ellos conocían. Siempre he pensado en esto. ¿Qué tengo yo cuando amo que me hace reconocible para las personas a las que amo? ¿Cuál es mi gesto compartido con ellos? ¿Qué palabras uso? Un hombre le propuso a su mujer: «Cuando estemos separados por cualquier motivo nos echaremos de menos. Y necesitamos algo que nos recuerde siempre cuánto nos queremos. Por esto te propongo que elijamos una estrella del cielo. Cuando la miremos, sabremos que es nuestra estrella. Y estaremos unidos». Ya mayores él se fue al cielo antes que ella. Y ella, al recordarle cada noche, miraba la estrella. El dolor de la ausencia se teñía de una profunda calidez. Otro matrimonio hizo un pacto. Y se dijeron: «El que muera antes de los dos, cuidará al otro desde el cielo. La señal será un gesto, una forma de abrazar que sólo tú y yo conocemos». Ese gesto de amor que viven en la intimidad. Es bonita esa promesa de eternidad. Una estrella. Un abrazo. Jesús tenía sus gestos de amor con los discípulos. Eran los suyos. Jesús llega donde están ellos y los ama de nuevo. Sale a su encuentro allí donde están. Caminando, escondidos, pescando. Llega a mi vida y la toca de nuevo donde yo estoy. Pero yo no sé que es Jesús. ¿Cuál es su señal para mí? ¿Qué lenguaje personal y único usa Él para que yo lo reconozca? En el lago Juan es el que lo ve y lo reconoce. Algo le dice en su interior que es su maestro. Y grita: «Es el Señor». No puede ser otro. Su corazón no falla. El amor de Jesús hacia él le hace verlo antes que los otros. Pero quizá es más bonito cómo lo reconoce Pedro. Se fía de Juan. Pedro ve a Jesús a través de los ojos de Juan. Sabe que Juan ve con el corazón lo que él no sabe ver. Y se fía. No duda de su amigo. Yo también necesito que alguien grite para que me dé cuenta de la presencia de Dios. Yo sólo veo a alguien en la orilla. Un hombre, una circunstancia. Veo un rostro sin nombre. Una voz demasiado humana. No veo a Dios en sus ojos, en su mirada. Pero gracias a Dios alguien cerca de mí grita, y yo le creo. Creo en su voz. Como Pedro creyó en la voz de Juan ese día en su barca. Juan lo sabía en su corazón. No lo duda. Y Pedro se viste y salta. ¿De quién me fío yo para ver a Jesús en lo que me pasa, en las personas, detrás de la neblina? ¿Quién es ahora mismo en mi vida la persona que me grita: «Es el Señor»? Sin Juan es imposible. Sin Pedro es imposible. Uno mira. Ve con el corazón. El otro se lanza, como siempre, sin pensarlo. Sin medir. Me impresiona esta ingenuidad de Pedro. Había caído. Y ahora ve a Jesús de lejos y no teme su rechazo. Se lanza a por Él y sabe que podrá abrazarlo. No es prudente. Estaba desnudo frente a Jesús en su alma. Jesús ya conocía su pecado. Su caída. Pero Pedro confió en el amor misericordioso de Jesús. Hay algo de niño en el alma de Pedro. Yo también quiero ser así. Quizás tenía grabada en su corazón la mirada de Jesús aquella noche después de negar, antes de llorar. Hoy Jesús lo espera. Luego Juan relatará ese diálogo maravilloso entre Pedro y Jesús. Y esas tres preguntas que tocan su corazón: «Pedro, ¿me amas?». Jesús se acerca a Pedro. No le pide fidelidad eterna. No le exige no fallarle nunca de nuevo. Le pregunta sólo si le ama. Pedro había fallado aquella noche de la cruz. Pedro no le reconoció hoy tampoco desde la barca. Juan estuvo firme al pie de la cruz y hoy lo reconoce y lo señala. Pero no es a Juan a quien Jesús le pide que pastoree sus ovejas. Siempre de nuevo me sorprende. Jesús hace roca en mi debilidad. Como leía el otro día: «Tu condición de perdonado está más llena de bendiciones que tu inocencia original». Pedro era un perdonado. Jesús construye sobre mi barro herido. Hace que mi herida sea fuente de vida. Mi herida redimida, salvada, rescatada. Por eso elige a Pedro que ha fallado. Le pregunta a Pedro que no ha sido fiel. Se arriesga con el barro de Pedro que es frágil. Esta escena siempre me conmueve.
Jesús también me ama a mí y me pide que yo lo ame. Jesús viene a mí en mi vida, en mi fragilidad. Viene y me pregunta si lo amo, si estoy dispuesto a amarlo siempre. Pase lo que pase. En medio de mis dudas y mis miedos. Me lo repite hasta tres veces, como queriendo que quede grabado su amor en lo profundo de mi alma. Sabe cómo soy. Conoce mis miedos al fracaso. El corazón humano tiene miedo al compromiso. ¡Cuántos jóvenes hoy no se atreven a prometer un amor eterno! El miedo al fracaso. El miedo a que pase el amor. Jesús me pregunta si estoy dispuesto a amarlo siempre. A acompañarlo a pescar siempre. A dejarme tocar por su amor siempre. Esa pregunta puede parecerme excesiva. Me siento débil, incapaz de ser eterno. Es verdad que Jesús se queda para siempre conmigo. Ya no se va. Pero yo no siempre me veo tan fiel a su amor. Y aún así le digo que sí, que lo amo. Y el Señor me sostiene en mi pobreza. De eso estoy seguro. Vuelve siempre de nuevo a buscarme cuando caigo. Se acerca hasta mí cuando no soy capaz de reconocerlo en el camino, y lo confundo entre tantos rostros. Cambia mi pesca baldía en la mejor pesca. Cocina para mí en medio de mi rutina. Mira mi corazón y siente compasión por mi fragilidad. Arde de nuevo a mi lado para que yo sea capaz de arder por los hombres y consumirme por amor. Y entonces creo, y amo. Y me sé amado por Jesús en medio de mi barca, en medio de mi vida. Jesús está vivo para siempre en mi historia personal. No una vez hace dos mil años. Está vivo hoy. Resucita hoy. Para mí, para que mi vida se llene de luz y de verdad. Ahora creo más que nunca en su amor hasta el extremo, un amor incondicional, un amor vivo. Sueño con un amor así. Y me uno a ese sueño que siempre tuvo María. Ella se supo amada siempre por Dios y repitió su sí tantas veces en su corazón. María me enseña en sus manos a sentirme amada por Dios. Así lo hizo con los discípulos esos días estando Jesús ausente. Les ayudó a confiar en medio de sus miedos. Los sostuvo en la debilidad. Oró con ellos. Los unió. Les recordó el amor de Jesús por cada uno. Eso es lo que siempre hace Ella conmigo. Me abraza, me sostiene, me hace creer en medio de la noche. Me da valor en la tormenta. Y me enseña a creer en la pesca milagrosa que pondrá en mis manos. Aunque por momentos no vea ningún fruto. Aunque vea a veces que me persiguen como a Jesús. Así sucedió con los discípulos: «Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús». Me perseguirán como a Él. No querrán que hable de Él. Me acusarán. Me rechazarán. Tantas veces experimento el rechazo cuando quiero ser fiel y pastorear su rebaño. Jesús me vuelve a preguntar lo importante: « ¿Me amas?». Y yo vuelvo a confiar en su amor, en su poder, en su presencia en la orilla de mi vida diciéndome lo que tengo que hacer. Porque es Él el que le da sentido a mi vida y me abraza. Hoy Jesús me invita a sus brasas, a su pescado asado. Quiere que descanse en la orilla de mi vida. Quiere que descanse en Él y que mis raíces lleguen a lo profundo de su corazón. El P. Kentenich decía: «Lo que podemos constatar, es que puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en lo Eterno»[4]. A veces puede ser así. Sabemos cosas. Tenemos certezas. Pero el corazón no ha echado raíces en Dios. No descansa en Él. Pensamos de una determinada manera. Pero el corazón sigue otros caminos. Jesús quiere educar mi corazón para que se asemeje al suyo. Me pregunta: « ¿Me amas?». Y yo le respondo que lo amo. Que quiero amarlo con toda mi vida. Pescar en los mares que me diga. Seguirle allí donde se adentre. Confiando. Abandonado en su amor.