V Domingo de Cuaresma
por Al partir el pan
Isaías 43, 16-21; Filipenses 3, 8-14; Juan 8, 1-11
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ninguno, Señor. Jesús dijo: -Tampoco Yo te condeno»
«Puedo cambiar, puedo crecer. Tengo más luz que oscuridades. Más vida que muerte. Más esperanza que fracasos. Soy más de lo que yo mismo veo. Y, sobre todo, soy más de lo que otros ven»
Quiero aprender a definirme en positivo. Desde lo que soy, no desde lo que no soy, no desde lo que son los otros, no desde lo que me gustaría ser. Pero a menudo me veo usando negaciones. Y pienso a veces: «Yo no soy como esa persona. Yo no llego a hacer lo que este hace. Yo no caigo tan bajo, no peco tanto». No lo sé, me defino en comparación con los demás. Y uso negaciones. Busco definirme a partir de lo que no soy. De lo que no logro, de lo que no sufro, de lo que no hago mal. Es limitante. A veces queremos definir nuestra espiritualidad explicando en qué nos diferenciamos de las otras. Acentuamos lo que no somos. Hay políticos que se definen a sí mismos en relación a lo que no hacen, descalificando los actos de los otros. Se afirman negando otras realidades. ¿Acaso no hago yo lo mismo? Me defino en relación a los demás. Yo no soy como los otros. Pero, ¿qué soy realmente? No es tan importante lo que no soy, sino lo que de verdad soy. No es lo importante mirar al otro, sino mirarme a mí mismo, en profundidad, en mi verdad. No quiero compararme, quiero mirarme y afirmarme. Soy el que soy. Ni más, ni menos. Me gusta como soy. Quiero decirle al mundo quién soy. No me da miedo ni vergüenza. Estoy orgulloso de mi verdad. Soy un pecador, soy un hombre, soy un soñador, soy un idealista, soy un niño. ¿Qué me define? ¿Mi pecado o mi éxito? ¿Mis caídas o mis logros? Partir de mi verdad es lo que me sana, me hace libre y capaz de amar a los demás. Esta actitud me ayuda a no juzgar a los otros por lo que son. Pero, ¡cuánto me cuesta no juzgar y guardar silencio en el corazón! Un hombre que logró un día alcanzar la cima de una alta montaña será recordado siempre por su logro. Pero él será mucho más que esa cima, mucho más que todas las montañas anteriores en las que había fracasado. Me es fácil encasillar a las personas por sus caídas y por sus logros. Las recuerdo por un error que tuvieron, o por un golpe de suerte que los llevó a triunfar. Y por eso me gusta definirme a partir de negaciones. Yo no soy el hijo menor, decía el hijo mayor indignado con su padre. Yo no soy como ese pecador, decía el fariseo mientras oraba en el templo y miraba de reojo al publicano. Yo no soy como esa mujer adúltera, decían muchos hombres con piedras en las manos, despreciando a esa mujer por su pecado y queriendo el mal de Jesús. Es la tentación. Me defino a partir de lo que no soy. No soy un adúltero, no soy un mentiroso, no soy un traidor, no soy un infiel. Entonces, ¿qué es lo que soy? Uno no es un mentiroso por una mentira, pero esa mentira puede definirme para alguien cuando la sufre y le duele el desengaño. El otro día una niña pilló a sus padres en una mentira tonta, insignificante, y les dijo: «Es la primera vez que me mentís». Para ella sus padres eran mucho más que esa mentira. Me duele pensar en el daño que causan a veces mis debilidades. Las de los otros. Mi mentira genera desconfianza. Mi egoísmo me aísla. Mi orgullo me vuelve rígido. Mi avaricia me vuelve indiferente. No me definen mis caídas, es verdad, soy mucho más que ellas. No por una mentira soy un mentiroso, ni por un acto egoísta soy un egoísta para siempre. Pero, ¡con qué facilidad me dejo llevar por mi debilidad cuando he caído una vez! Me acostumbro a no decir la verdad. Me acostumbro a no dar. Me acostumbro a pensar sólo en mí. Puede que entonces mi debilidad se convierta casi en una segunda naturaleza. Entonces sucede lo que decía el Papa Francisco: «Corrupción es el pecado que en lugar de ser reconocido como tal, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestro comportamiento y a nosotros mismos. El corrupto es aquel que peca y no se arrepiente. El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida»[1]. Dejo de ser pecador y me convierto en corrupto cuando lo que me define es mi pecado. Me acostumbro. Y mi nueva forma de vida, mi nueva forma de pensar, está marcada por mi pecado. Es cierto que no soy una mentira, no soy una infidelidad, no soy un error. En mi vida no sólo hay mentiras, egoísmos, infidelidades. Soy mucho más que mi pecado, que mi herida, que mi caída. Soy más verdadero que mis mentiras y más grande que mis errores. Pero puedo acostumbrarme y perder mi capacidad de arrepentirme. Quiero verme como soy en mi pobreza y experimentar que necesito perdón, misericordia, el amor de Dios, para volver a empezar. Necesito pedir perdón de rodillas. Quiero ser humilde. Lo que me salva es verme necesitado, arrepentirme de mis errores y volver a empezar. Saber que puedo ser mucho más que lo que soy. Puedo cambiar, puedo crecer, puedo aprender. Sé que tengo más luz que oscuridades. Más vida que muerte. Más esperanza que fracasos. Me gustaría definirme siempre en positivo y no quedarme en lo negativo que hago. Soy más de lo que yo mismo veo. Y, sobre todo, soy más de lo que otros ven.
Hay partes ocultas en mi alma que yo desconozco. Necesito parar, callarme y ahondar para poder descubrirlas. Necesito pensar en mi verdad más oculta. En lo que de verdad soy. En lo que sueño y anhelo. Es cierto que hay aspectos de mi vida que muchos no ven. Yo mismo tampoco los veo a veces. En ocasiones son los demás quienes me ayudan al decirme cómo me ven. Me muestran mi belleza, a veces también mis errores, mis debilidades y mis fortalezas. En ocasiones puede ser que algunos quieran retenerme en un corsé, en un molde, en una imagen que yo mismo proyecto sobre el mundo. En mi éxito, o en mi fracaso. Quieren que sea como ellos me ven. Como ellos han decidido que tengo que ser. No puedo defraudarlos. Pero yo me veo distinto, veo más de lo que ellos ven. Veo la hondura de mi alma. Veo mi propia superficialidad y mi pecado. Veo la belleza oculta y confusa en medio de mis límites. No soy sólo lo contrario de lo que no me gusta de los otros. Soy fuerte, soy débil. Soy hijo, soy niño, soy de Dios. Como decía el P. Kentenich: «No sólo estamos consagrados a la Trinidad, sino que también habitados por Ella. Soy un templo de Dios, de la Trinidad»[2]. Soy un templo de Dios. Soy su morada. Eso me impresiona. Soy infinito en mi carne finita. No sólo soy mis pecados y mis torpezas. Soy mucho más que todos mis límites. Como rezaba una persona: «Sabes que soy obsesivo y egoísta. Pero sabes también que mi alma sueña con la eternidad. Con un amor para siempre. Con una vida entregada. Sabes que lo quiero todo aquí y ahora. Sabes que soy impaciente. Y no quiero renunciar. Sabes que busco los cielos y me engancho sin cesar. Apresado por la vida. Apenas puedo volar. Sabes que me ato a las cosas que me quitan libertad. Sabes que el corazón arde y no quiere claudicar. Sabes que lo quiero todo. Y te lo quiero entregar. Sabes que soy pobre y niño y que puedo fracasar. Sabes que mi amor te busca en los trazos de tu amor. Tejidos de carne humana y de amor que pasará». Soy infinito y eterno. Soy carne humana caduca. Soy juventud y vejez. Tengo sueños eternos que no siempre se cumplen en el camino de la vida. Caeré y volveré a levantarme. Por eso necesito mirarme con misericordia. Tal vez no puedo exigir que los demás me miren así, con amor. Pero yo sí puedo mirarme así, y si lo logro, seré más capaz de mirar con misericordia a los demás. Como decía Juan Pablo II: «La mirada explica lo que hay en el corazón». Y también sé, porque Jesús me lo dice, que «de lo que rebosa el corazón habla la boca». Lc 6, 43. Y yo tal vez no sé muy bien de qué rebosa mi corazón. Me gustaría que fuera de buenos pensamientos, de buenas ideas, de buenos deseos. De amor, de ternura, de generosidad. Me gustaría mirar a Jesús y agradecer por todo lo bueno que hace en mi vida. Me gustaría no quedarme sólo en lo que no tengo, en lo que quiero y no consigo, en lo que no me gusta y padezco. Me gustaría soñar despierto y pensar que mi boca sólo dirá aquello que hay en mi corazón. Me gustaría que mi corazón estuviera lleno de cosas buenas, un mar hondo lleno de bondad y misericordia. De pensamientos buenos, de miradas positivas sobre la vida, sobre las personas. No sé bien de qué rebosa realmente mi corazón. Es un mar revuelto de dudas y anhelos. De sueños imposibles. De fracasos contados. De deseos y proyectos. De desilusiones y alegrías. Sé que Jesús puede entrar en él si yo le dejo. Puede cambiarlo, puede hacerme de nuevo. Puede sembrar luz en medio de las sombras. Y vestirme de vida allí donde muero. Sé que sólo Él me comprende en toda mi verdad. Me conoce aunque me esconda. Y me acompaña aunque me aleje. Sé que Él me quiere por lo que soy, no por lo que vendo. Por mis caídas y destellos de belleza. Por mi pobreza y me fragilidad. Me quiere niño, me quiere humilde. Ojalá llenara Él mi corazón.
Hoy vemos la mirada misericordiosa de Jesús sobre una mujer adúltera: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: - Ninguno, Señor. Jesús dijo: - Tampoco Yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». No conocemos el nombre de esa mujer. No sabemos si además era una buena madre. No conocemos de qué está lleno su corazón. Sólo conocemos su pecado. Era una adúltera que fue llevada delante de Jesús porque había cometido adulterio. No conocemos las circunstancias de su pecado. No sabemos si hay atenuantes. No tenemos más información sobre su vida, ni sobre su cónyuge, ni sobre el adúltero. Sólo nos llega su pecado como una piedra lanzada con fuerza. Es adúltera. Y esa palabra despierta en nosotros diversos sentimientos. Nos sentimos engañados casi tanto como su marido. Una adúltera que no ha sido fiel. Una mujer pecadora que nos escandaliza con su pecado, con su debilidad, con su herida. A veces el pecado de los demás parece engrandecer nuestra virtud. Las críticas sobre los demás nos hacen sentir que somos mejores. Es curioso. Me digo: «Yo no soy como ese». Y sigo caminando feliz, más elevado, más santo. Al lado de una gran caída, brillamos más, nos elevamos. Me gusta mirar al que peca más, al que escandaliza. Es la tentación del corazón. En ese momento rebosa orgullo y vanidad. Yo sí que hago las cosas bien, no como este que peca tanto, que cae tanto, que no está a la altura. Yo sí soy puro. Y camino con mi piedra en la mano dispuesto a lanzarla. Me gustaría tener una mirada de misericordia sobre los hombres. A veces puedo no tenerla. Me gustaría mirar como Jesús mira. Él, que sí está libre de pecado, no condena a la mujer. La mira y no la juzga, no tira ninguna piedra. Deja que se vaya sin castigo. Me gustaría aprender a vivir en la misericordia, sin condenar. Puedo mirar la vida de los demás, y también mi propia vida, sólo desde los errores, desde las caídas y pecados. Puedo llamar adúltero al que comete adulterio, mentiroso al que miente, estafador al que estafa, egoísta al que no da nada, impuro al que mira con impureza. Y entonces tal vez paso por alto la belleza de la vida, las cosas buenas que consigo, los logros que obtengo en la entrega. Lo tengo claro, a veces la mancha sobre el mantel ensucia todo el mantel que era blanco. Es sólo una mancha, pero eso basta para estropearlo todo. Es solo una mancha, me repito, no es todo el mantel. En el Taoísmo, el ying y el yang indican que nada existe en estado puro ni tampoco en absoluta quietud, sino en una continua transformación. No hay mantel blanco que no tenga una mancha. Es imposible. En el mal siempre hay algo de bien. En el bien algo de mal. Nada hay totalmente blanco, nada totalmente negro. Pero a veces, en mi afán de perfección, me asustan mis límites y mi mirada impura. Me asusta la mancha y el pecado. ¿De qué rebosa mi corazón? La mirada de Jesús rebosa misericordia y perdón.
La mujer se sabía pecadora. No se justifica. No grita. No se rebela contra su suerte. Sólo espera el juicio en silencio. Nadie la condena. Han huido todos con sus piedras. Sólo queda ella allí, ante Jesús: «Se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante». Sólo Jesús y ella. Ella sucia, impura, pecadora. Sólo ella ante esa misericordia infinita desbordada sobre la arena. Esa mirada que descubre la pureza en su impureza, la luz en su oscuridad. Es la desnudez frente a Dios. Cuando ya no hay nadie. Se alejan los que la condenan. Es el encuentro más importante de su vida, de mi vida. Cuando lo he perdido todo. Cuando no tengo nada que defender. Cuando me han abandonado todos. Desnudo frente a Dios. Él y yo. Jesús se conmueve ante la indefensión de esta mujer que ha pecado. También los otros pecaron de indiferencia, de dureza, de hipocresía. Pero ellos no tenían la categoría de pecadores en su alma. Ella sí. Todos pecamos. Todos caemos. No todos pedimos perdón. Me conmueve esta escena. Miro el corazón de Jesús. No le vale con restaurar la dignidad de esa mujer. La levanta. No está perdida para siempre. Jesús la rescata de su muerte. Le da la vida. Ella se arrepiente de su caída. Jesús es misericordiosos y borra su pecado. La perdona, la abraza, la deja ir en paz. El otro día leía: «La palabra ‘misericordioso’ significa: tener corazón para los pobres o tener corazón para lo que de pobre y huérfano, de mísero y débil, hay en mí y en los demás. La misericordia tiene sobre todo como meta el corazón. Hay una bella sentencia de Pambo, padre del desierto del siglo IV: - Si tienes corazón, puedes ser salvado»[3]. La misericordia de Jesús mira el corazón pobre y herido de esta mujer pecadora. Su corazón puro se detiene en el corazón de esta mujer impura. Ella tiene corazón. Jesús sana su corazón, la salva. Se fija su amor en su pobreza, en su pecado, en su debilidad. Si tengo corazón puedo ser salvado. Me gusta esa afirmación. ¿Cómo es mi corazón? Tal vez se ha endurecido por mi propio pecado, por mi egoísmo. Me he cerrado en mi carne y no tengo una mirada de amor sobre el que es distinto.
¡Cuánto bien me hace reconocer mi pecado! Primero, para sentirme necesitado de misericordia. Segundo, para no creerme mejor que nadie, por encima de nadie. Jesús quiere tocar también el corazón de los que están allí. Unos con rabia. Otros masificados. Otros simples cumplidores de la ley. Jesús quiere que sean misericordiosos como Él. El otro día leía: «Jesús envía a los suyos no como titulares de un poder o como dueños de la Ley. Los envía por el mundo pidiéndoles que vivan en la lógica del amor y de la gratuidad»[4]. Quiere que sepan mirar como Él mira. Les anima a mirarse a sí mismos. A mirarse con honestidad. Son como esa mujer. No son mejores. No son perfectos. Quiero sentirme pequeño y necesitado para no querer ser perfecto, totalmente puro. Una persona rezaba: «Padre, quiero ser niña ante Ti. Abandonarme sin miedo entre tus manos sabiendo que Tú conduces mi vida. Soy pequeña y débil. Me equivoco y caigo una y mil veces, pero Tú me quieres así, tal como soy y me sonríes. Me cuidas y me proteges. Cada día me sorprendes con regalos que a veces ni percibo con mi ajetreo. Confío y sé que Tú me sostienes. ¿Por qué me preocupo si Tú te encargas de todo? Padre, te entrego el timón de mi vida, conduce mi barca aquí en la tierra». No soy dueño de la ley. Cuando veo a alguien que ha caído, quiero pensar: ¡Quién sabe lo que haría yo en sus mismas circunstancias! Jesús me anima a mirar mi corazón. Me anima a mirarla a ella. Hoy los hombres se van porque no pueden mirar a Jesús a los ojos. Ni a esa mujer que no puede defenderse. Quiero pedirle a Jesús que llegue a mí cuando vaya yo a tirar una piedra a alguien. A hacer una crítica, un juicio, una condena. Que llegue a mí y se incline y me ayude a mirar mi pequeñez y me enseñe a mirar más allá, como hacía Él. Que me enseñe a escribir en el alma de los demás palabras de vida, de misericordia. Dios siempre me perdona: «Dios lo perdona todo, ofrece una nueva posibilidad a todo el mundo, difunde su misericordia sobre todos aquellos que la piden. Somos nosotros los que no sabemos perdonar»[5]. Quiero aprender a perdonar como Él lo hace conmigo. Y le pido, que cuando peque, se acerque, se incline, se ponga frente a mí, me perdone y me levante. Seguro que esa mujer no volvió a ser adúltera. Alguien miró su alma, no su cuerpo. Miró su pureza, no su impureza. Alguien la miró más allá de su condición de pecadora. Jesús miró hondo en su alma. Y creyó en ella. Pronunció su nombre. Seguro que esta mujer siguió a Jesús hasta la cruz.
Los fariseos y los escribas buscan realmente el mal de Jesús y usan a una mujer que ha pecado. No la miran a ella. Le quieren a Él: «Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: - Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; Tú, ¿qué dices? Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo». La usan a ella para arrinconar a Jesús. Quieren que se equivoque. Quieren que al tomar una opción u otra pierda su crédito. Su corazón es duro. No la ven a ella, no les importa. Quieren que Jesús se pierda. Él ha pasado la noche en el monte de los olivos. Rezando. Llenando el pozo de su alma. Descansando en su Padre para que otros pueden descansar en Él durante el día en Jerusalén. Y entonces le preguntan. Quieren saber qué piensa. ¡Cuántas veces le pregunto así a Dios! Le pongo dos opciones. Mis opciones. ¿Tú qué dices? Queremos que Dios opte. Que me muestre su verdad. Aveces a los sacerdotes nos hacen la misma pregunta. Quieren que optemos entre dos posturas. ¿Dónde nos situamos? Tantas veces no sé mirar como Jesús mira. No veo matices. No sé detenerme y mirar en profundidad. Sólo veo a una pecadora. Sólo veo a un hombre demasiado compasivo. Demasiado misericordioso. Me rompe mi esquema de vida. Me pone en evidencia. Su luz en realidad pone de manifiesto mi oscuridad. Eso les pasaba a los fariseos y escribas. Solo ven a una mujer pecadora. No saben su nombre ni si historia. No han mirado en su alma. No saben de su miedo. No conocen su sed. Sólo saben que no ha cumplido la ley. Pero la vida de esta mujer les da igual. Sólo quieren usarla para poner a prueba a Jesús. Su intención no es recta. Las personas nunca somos medios para lograr un fin. Para Dios somos lo más sagrado. Una sola persona merece toda una vida. ¡Qué estrechez de mente! Ellos van a lo suyo. Quieren a Jesús. Con astucia. Con artimañas. Siguen la línea curva, el camino indirecto. Me cuestan las personas retorcidas, que no son claras. No me gustan los que dan rodeos, los que no van de frente. Así actúan hoy los fariseos y los escribas. Quieren que Jesús se ponga en evidencia. Jesús se acerca. Es libre ante las expectativas humanas. Le interesa esa mujer, su corazón tan herido. No pasa de largo ante ella, la mira. Se pone frente a ella. Se fija en ella. Le devuelve algo de su dignidad al ponerse frente a ella. Se inclina. Escribe en la arena. ¿Qué estaría escribiendo Jesús? Ha dado mucho que pensar. ¿Escribiría los pecados de los allí presentes? ¿El pecado de esa mujer? Pecado escrito sobre la arena, no sobre la roca. Pecado que se desvanece ante su mirada. Pecado que puede borrarse y desaparecer rápidamente. Tal vez escribe su nombre, el que no han mencionado al traerla. O escribe que la ama, que la conoce. O le dice sobre la arena que no tema, que la acoge, que sabe del anhelo hondo que tiene. Ese deseo de cambiar de vida y hacerlo mejor. ¿Qué palabra escribió ese día en la arena? La mujer lo vio. Pienso mucho en ese momento. Jesús se inclina. Escribe algo, y ella espera. ¿Qué escribiría Jesús en la arena ante mis ojos? ¿Ante mi pecado, ante mi pequeñez, ante mi caída? No lo sé. Me gustaría que escribiera: «Te quiero más que nunca». O quizás solamente mi nombre. ¿Qué escribe Jesús en la tierra de mi vida?
Me gusta pensar que con el perdón comienza una nueva vida. Con el perdón que damos, con el perdón que recibimos. Como leía el otro día: «Jesús es el Salvador misericordioso, que se acerca y trata a cada persona con misericordia, perdonándole los pecados y curándole sus heridas, haciendo posible que empiece de nuevo una vida plena»[6]. Y el profeta Isaías nos habla de esa vida que surge casi sin darnos cuenta: «Así dice el Señor: mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto. Ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo». Dios lo hace posible. ¿Cómo es posible llegar a perdonar? Dios nos capacita para perdonar. Perdonándonos nos hace misericordiosos. Y es que todos somos pecadores. Todos hacemos el mal a veces casi sin darnos cuenta. Jesús hoy nos dice: «El que no tiene pecado, que le tire la primera piedra». Y yo tengo pecado. Y muchas veces tiro la primera piedra. Me creo con derecho a juzgar y a condenar cuando yo también merezco el juicio y la condena. Me siento mejor que otros. Voy por la vida al amparo de mi vanidad. Escudándome en la pureza de mis intenciones, justificando mis actos. En la confesión basta con decir los pecados sencillamente. Sin adornos, sin excusas. ¡Qué dura suena mi fragilidad dicha en voz alta! ¡Cuánto pecado escondido en mis actos y mis omisiones! Me gustaría pedirle a Jesús no perder nunca la conciencia de mi fragilidad. Soy pecador. No estoy libre de pecado. Cuesta mucho reconocer el mal de mi pecado: «El pecador, al reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o se adhiere, es falso»[7]. Cuando soy desenmascarado en la maldad de mi pecado, sólo me queda esperar como don una vida nueva. No puedo lanzar la primera piedra, ninguna piedra. No puedo condenar ni juzgar. Sólo puedo sentirme vacío. Frágil. El pecador que confiesa su pecado queda desnudo ante Dios, ante los hombres. Pero lo sé, antes tengo que reconocer mi pecado. Veo cómo Jesús lo escribe sobre la arena. Lo conoce. Me conoce hasta lo más hondo de mi corazón. Me ama. Lee mi alma. Sabe de qué rebosa mi corazón, mi pozo. Sabe lo que hay en lo más profundo. No se queda en la apariencia. Y escribe sobre la arena, no sobre la roca. Como diciéndome que ya me perdona, que sobre la arena será pronto borrado. Y que mejor no juzgue, no ataque, no condene, porque tengo el alma herida. Y yo me callo. Pero no quiero alejarme como aquellos que traían a la mujer adúltera. Porque ellos se van y se pierden el perdón de Jesús. También ellos tenían su pecado, pero se alejan. A veces parece que no queremos el perdón. Estamos tan acostumbrados a nuestro pecado que no queremos una vida nueva. Queremos la misma, aunque no sea perfecta, aunque no sea plena. Pedir perdón nos expone a un cambio demasiado brusco. Pedir perdón nos lleva a mostrarnos frágiles, vulnerables. Y nos exige cambiar de vida. Una persona rezaba: «Señor, quiero cambiar, pedirte que este sea el nuevo inicio de mi conversión». Una conversión profunda, una vida nueva. A pesar de todo, aunque sea un don, prefiero tantas veces mi vieja vida de pecado. No quiero cambiar tanto. Es demasiado esfuerzo. Estoy bien como estoy. Tal vez me he aburguesado en mi pecado y ya no me arrepiento. ¿Me habré vuelto corrupto? Sé cuál es mi pecado recurrente y me doy por vencido. Dejo de luchar. ¿Cuál es mi pecado recurrente? ¿Cuáles son mis tentaciones más comunes? Tal vez no me perdono. No tengo misericordia y me escandalizo de mi propio pecado.
Al mismo tiempo veo tantas veces que yo mismo no quiero perdonar a los que me han hecho daño. «También a nosotros, a veces, nos gusta castigar a los demás, condenar a los demás»[8]. Su pecado o su limitación ha dejado heridas en mi alma y no quiero perdonarles. Llevo la marca del rencor o de la ira al recordar lo que me hicieron, lo que dijeron de mí. Y no quiero perdonar. ¿Qué me causa dolor en mi vida? Si me callo, si me detengo, siento el dolor como una punzada. A veces es porque no me tuvieron en cuenta. No me valoraron como esperaba. Hablaron mal de mí a mis espaldas. No fui tratado como merecía. O quizás tomé un comentario que me hicieron como algo personal, y salí herido. Tal vez fue por una traición en el amor, en la fidelidad. O fueron esas promesas incumplidas, esas expectativas que yo tenía y no se hicieron realidad. Puede ser por algo que me quitaron, algo que creía que me correspondía, algo a lo que tenía derecho. Puede ser también porque alguien se aprovechó de mí, o abusó de su poder y me hizo daño con sus comentarios y gestos. Hay muchas raíces de mi dolor. Muchas causas que me han dejado herido. Y sé que sólo perdonando puedo volver a comenzar. Pero siento que es como si al perdonar tuviera que olvidarlo todo. Y no soy capaz. Quiero tirar la primera piedra para seguir recordando. No quiero que piensen y sientan que ya no importa todo el mal que me han hecho. Que todo da igual, que está olvidado. Sé que el olvido nunca sucede porque forma parte de mi historia sagrada. A veces pienso que perdonar al que me hace daño con sus gestos, con sus palabras, con su vida, es como darle una palmada en la espalda, un abrazo definitivo. Como si no hubiera habido ofensa y estuviera todo ya olvidado. Pero no es verdad. Tal vez me gusta tener atadas a las personas que no acabo de perdonar de corazón. Las retengo en mi juicio, en mi condena. Las tengo atadas, y las miro con desprecio, con rencor. Pero sé que esa falta de perdón me enferma a mí, no a ellos. A mí me aísla y me envenena, quizás ellos no saben nada. Los que me hirieron. Si no perdono, no sano. Lo que sucede es que a veces ni siquiera sé que no he perdonado del todo. Pienso que sí, que no guardo ofensas, que está todo ya olvidado. Pero luego ciertas reacciones mías me muestran que no es así. ¿Cuáles son esos síntomas que me indican que algo no está en paz en mi alma? Cuando reacciono de forma exagerada ante un comentario, ante una crítica o un juicio. Cuando me lleno de amargura y veo todo lo negativo o resalto lo malo antes que lo bueno. Cuando caigo en la envidia y en los celos. Cuando me siento menos que otros y me cierro, y me aíslo. Todo ello suele ser una manifestación de mi falta de perdón. En lo oculto del alma se encuentra mi herida. Y tal vez pensaba que ya estaba todo perdonado, pero no es así. Sigue en el recuerdo la misma rabia, el mismo odio, el mismo rencor. Entonces está claro que no he logrado perdonar del todo. Y esa falta de perdón me hace daño a mí, no al que me ha ofendido. No al que dijo tal o cual cosa. No al que me hirió con sus actos o con sus omisiones. Es real. La falta de perdón es un veneno que puede llegar a cambiar hasta mi forma de ser y de mirar. Puede volverme huraño y desconfiado, triste y callado. Puede encerrarme entre muros por miedo a ser herido de nuevo. Y muchas veces no damos el paso de perdonar porque pensamos que tenemos que decírselo a la persona a la que perdonamos. Pero no es así. Cuando perdono a alguien, no necesariamente tengo que decírselo. Tal vez ha pasado mucho tiempo. O simplemente no quiero decírselo. No pasa nada. A veces los que me han hecho daño ni siquiera son conscientes. Y si los perdono, no es por ellos, es por mí. Es a mí a quien salva el perdón. Es a mí a quien cura hasta lo más hondo. Y me libera. A veces no perdono porque espero que el otro cambie su actitud, mejore, me trate de otra forma. Y eso no sucede. Y su falta de amor o sensibilidad hace más honda la herida. Otras veces espero que me pida perdón, que se humille, que se arrodille ante mí y se dé cuenta de sus errores, del mal que me ha causado. Y como eso no ocurre, tampoco le perdono. A veces exijo que el otro se dé cuenta del mal que hacen sus palabras, sus gestos, sus omisiones. Pero puede ser que no se dé cuenta, y yo no perdono. Lo importante del perdón es que sana mi alma. Perdono por mi bien, no por el bien del otro. No busco que mi perdón sane el alma de aquel que me ha hecho daño. No pretendo cambiarlo. No es eso. Es un perdón egoísta, podríamos decir. Aunque nunca es egoísta pensar en la salud de mi alma. Perdono porque sé que al hacerlo se curarán mis heridas. No olvidaré lo ocurrido, eso es imposible. Pero al recordarlo no brotarán sentimientos de rabia, de odio, incluso deseos de venganza. Todo lo contrario. Mi perdón me abre a la misericordia de Dios. Me llena de esa luz que viene de lo alto. Me da una nueva vida. Sé que el perdón no es fruto de mi esfuerzo, de mi lucha titánica por suturar la herida. Lo intento de esa forma y no lo consigo. Quiero perdonar y no perdono. El perdón es un don. El perdón tengo que implorarlo cada día. Jesús es el que me ayuda a perdonar, el que viene con su misericordia y libera mi alma herida. Se mete en mi alma y me sana. Me da lo que no tengo. Una nueva mirada.
[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
[2] J. Kentenich, Hacia la cima
[3] Anselm Grün, Entrañas de misericordia
[4] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
[5] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
[6] Anselm Grün, Entrañas de misericordia
[7] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
[8] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia