Miércoles, 27 de noviembre de 2024

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¿Quién mató a la Universidad católica?

Juan Pablo II, durante su visita a la Universidad Católica de América en Washington, el 7 de octubre de 1979.
Juan Pablo II, durante su visita a la Universidad Católica de América en Washington, el 7 de octubre de 1979.

por Mientras el mundo gira

James F. Keating, profesor en el Providence College, en Rhode Island, Estados Unidos, acaba de publicar un artículo en First Things con un título impactante: ¿Quién mató a la Universidad católica? Tras leerlo, pienso que ese “asesinato” podría ampliarse, tanto para abarcar la inmediata educación previa al acceso a la universidad como, geográficamente, para poderse aplicar, al menos en lo esencial, también a Europa.

Keating empieza dándose un capricho literario, parafraseando al loco de Nietzsche, que aunque no es el meollo de su argumentación, resulta sugerente:

¿No habéis oído hablar de aquel profesor católico loco que encendió un farol a pleno día y corrió al mercado gritando: "¡Busco a la educación superior católica en Estados Unidos! ¡Busco lo que San Juan Pablo II estableció en Ex Corde Ecclesiae!" Como muchos de los que estaban alrededor ya no creían de verdad en la educación católica, provocó muchas risas. "¿Por qué, se ha perdido?", dijo uno. "¿Se perdió como un niño entre la multitud?", dijo otro. ¿O acaso ocurre que el célebre documento papal sobre las universidades católicas se ha escondido? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha ido de viaje? ¿Ha emigrado? Así gritaban y reían los de la plaza pública. El profesor loco saltó en medio de ellos y los atravesó con su mirada. "¿Adónde ha ido a parar la enseñanza superior católica?", gritó. "Yo os lo diré. Nosotros la hemos matado, tú y yo. Todos nosotros somos sus asesinos".

Lo que quiere explicar Keating con este brillante inicio es algo muy sencillo: más de treinta años después de la publicación por parte de Juan Pablo II de la constitución apostólica sobre las universidades católicas Ex Corde Ecclesiae hay que constatar que éstas (con algunas interesantes excepciones) han hecho caso omiso de lo que enseñaba el Papa.

Carátula de la constitución apostólica 'Ex corde Ecclesiae'.

Como explica el columnista, “el documento de Juan Pablo II pretendía inspirar una renovación de la auténtica educación católica en tiempos difíciles. Adoptó lo que el difunto John O'Malley llamó un estilo de 'invitación' propio del Vaticano II. En lugar de denunciar los abusos, el Papa invitó a los profesores y administradores católicos a la aventura de la educación superior católica. Una aventura que consiste en sostener una tradición educativa que une rasgos de la vida intelectual comúnmente considerados antitéticos: por una parte, la búsqueda sin trabas de la verdad por parte de la razón; por otra, la "certeza de conocer ya la fuente de la verdad", el Hijo de Dios, el Logos de todo lo que existe. (...)

»Ex Corde es un potente documento promulgado por un Papa santo. Debería haber entusiasmado y fortalecido a todas las órdenes religiosas, a todos los obispos, a todos los laicos católicos a los que se ha confiado la dirección de un colegio o universidad católicos. Pero no fue así. Releerla tres décadas después de su promulgación es una experiencia más amarga que dulce. Las palabras de Juan Pablo II cayeron en terreno baldío”.

¿Cómo fue su aplicación? Lo que Keating denuncia es que sucedió como con tantas otras cuestiones: se redactaron documentos y declaraciones, se habló de diálogo y colaboración en armonía… para no hacer nada: “Intentaron poner en práctica las exigencias del Papa sin provocar la reacción de los líderes de la enseñanza superior católica estadounidense ni artículos poco favorables en el New York Times, lo que significó, finalmente, asegurarse de que nada importante cambiara”.  

Las declaraciones formales incluyeron en las universidades jesuitas el lema "formando hombres y mujeres para los demás", los franciscanos optaron por "el conocimiento unido al amor" (en palabras de Keating, lo bastante católico para los entendidos, inocuamente agradable para todos los demás), y por supuesto aparecieron frases como “en la tradición de…”, “inspirado por…” o “fundado en…”, como si el hecho de un pasado significara algo en el presente. Y todo ello acompañado de la “excelencia académica” y la apertura a todo el mundo.

Los ejemplos de Estados Unidos a buen seguro que nos recordarán otros semejantes en nuestro entorno: el Aquinas College de Michigan prepara "a la persona en su totalidad", la Barry University de Florida fomenta "la transformación individual y comunitaria" y el King's College de Pensilvania transforma "mentes y corazones en comunidades de esperanza". Palabras duras como Dios, fe y catolicismo aparecen de vez en cuando, pero siempre compensadas por un compromiso con la inclusión y la diversidad. En muchas declaraciones, ser católico se equipara con acoger a los no católicos. Casi ninguna de las declaraciones habla, como hace Ex Corde, de ofrecer una educación "inspirada en los principios cristianos" para ayudar a los alumnos a "vivir su vocación cristiana de forma madura y responsable".

En definitiva, detrás de un lenguaje creado para salir del paso, “el discurso católico no ha tenido prácticamente ninguna repercusión en el trabajo real de la universidad o escuela superior, en la contratación y promoción del profesorado, en el desarrollo del currículum y en la vida que se esperaba de los estudiantes en el campus”.

Parafraseando a Chesterton, que decía algo así como que la religión católica no había sido probada antes de descartarla, podemos decir que las enseñanzas de Juan Pablo II no han fracasado porque es que ni siquiera se han intentado.

¿El motivo? Para Keating está claro: “En mi opinión, Ex Corde no fue recibida, no porque hubiera algo deficiente o poco práctico en la concepción de Juan Pablo II de un colegio o universidad verdaderamente católicos, sino simplemente porque reorientar el barco de la educación superior católica era demasiado difícil, y el coste en prestigio e ingresos mundanos demasiado doloroso… Una aplicación seria de Ex Corde habría exigido cambios significativos en las prácticas de contratación, reformas curriculares en contra de la creciente manía por la "diversidad" y códigos estrictos y contraculturales de conducta estudiantil. Se encontró un camino más fácil. Hubo que rehacer el material promocional, colocar algunos crucifijos en los edificios y tener alguna que otra charla amistosa con el obispo del lugar”.

El resultado lo tenemos ante la vista: universidades y escuelas “católicas” incapaces de ofrecer algo realmente católico pero dispuestas a imponer a cualquiera que se acerque a ellas todo el paquete woke: “Los que tenemos una cierta edad recordamos cuando, en los años setenta, los colegios empezaron a equiparar su misión religiosa con su compromiso con la justicia social, con la esperanza de ganarse a su profesorado y personal más progresista. Recuerdo que una religiosa me dijo que, aunque los alumnos de su colegio no iban a misa ni creían especialmente en Dios, se alegraba de que se hubieran vuelto políticamente más progresistas. Ahora que las escuelas laicas han reducido la justicia social a cuestiones raciales, de género y de identidad sexual, las escuelas católicas han seguido su ejemplo”.

Ahora que los resultados ya no se pueden disimular con palabrería hueca, ¿habrá quien se decida a tomarse la enseñanza de San Juan Pablo II en serio?

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