Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Los ‘novísimos: muerte, juicio, infierno y cielo (escatología)

por Catholikblog

 

Entre las verdades de nuestra fe que Dios nos da la gracia de creer – la fe como sabemos, es también adhesión a las verdades que Dios ha revelado y que la Iglesia nos transmite – hay algunas a las que prestamos menos atención, o que nos asustan un poco y nos hacen sentir incómodos, y de las que a los sacerdotes tampoco nos gusta mucho hablar. Esto quizás se debe a la forma en la que se predicaba acerca de estas verdades en el pasado. Estas verdades tienen que ver con lo que en los catecismos se llaman los ‘novísimos’, es decir ‘las últimas cosas’, lo que acontece después de nuestra muerte. Los ‘novísimos’ son cuatro: muerte, juicio, infierno y cielo, a los que se añade a veces un quinto, el purgatorio. En la teología cristiana todo esto recibe el nombre de ‘escatología’.
 
Pero aunque sean verdades que tenemos un poco arrinconadas y de las que no nos gusta hablar, todos tenemos conciencia de lo importante que son. Muchas veces la vida misma nos las pone delante de un modo inexorable, como cuando experimentamos la enfermedad o la muerte de un ser querido. O cuando nos damos cuenta del paso del tiempo, como el día de nuestro cumpleaños, como me pasa a mí hoy. Otras veces es la Iglesia, con su amor y sabiduría maternal, la que nos las pone delante, como en estas fechas, al final del año litúrgico, cuando quiere que escuchemos el discurso escatológico de Jesús. Discurso difícil de interpretar por su lenguaje apocalíptico tan alejado del nuestro y por los distintos acontecimientos que Jesús anuncia y que se entremezclan. En el texto evangélico de San Lucas, Jesús habla del final de los tiempos, del día de su segunda venida, de la Parusía, pero también de falsos mesías que aparecerán, de persecución de los discípulos y también de la destrucción del templo de Jerusalén y de la ciudad que tuvo lugar en el año 70, poco tiempo después de que Jesús hablara de ello.
 
No es este el lugar para tratar detenidamente la escatología cristiana ni de hacer un resumen de sus contenidos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo, infierno, juicio universal, parusía, etc. Todas estas verdades las tenemos expuestas en cualquier catecismo, como el Catecismo de la Iglesia Católica, que es el más autorizado y que debe ser para todos nosotros un libro de referencia, acompañado quizás por el Compendio, que es de más fácil lectura y asimilación. Pero sí es este lugar y tiempo para reflexionar a la luz de la Palabra de Dios sobre nuestra forma de situarnos ante nuestro fin, ante nuestra muerte, y ante el cielo, cuyas puertas nos ha abierto Cristo. La vida misma nos va preparando para ello. La enfermedad y la vejez son preparación para el cielo. En la enfermedad, si la vivimos con fe y esperanza, aprendemos a unirnos a la cruz de Cristo para la salvación de la humanidad. La vejez para el creyente es un camino de descendimiento en el que aprende la santa humildad, aprende a hacerse cada vez más niño que, como dice Jesús, es condición necesaria para entrar en reino de lo cielos. La muerte de seres queridos también nos cuestiona y las palabras de la Escritura de que todos deberemos presentarnos ante el tribunal de Cristo nos interpelan.
 
Pero los cristianos vivimos todo esto con esperanza, esperanza que tiene su fundamento en la resurrección de Cristo, que es el centro de nuestra fe y del mensaje de la Iglesia. Cristo nos ha abierto el cielo y no debemos dejar que se cierre, que perdamos la esperanza, lo que tristemente pasa con frecuencia. Cuando vivimos con esperanza todo cambia, todo tiene una luz distinta, como nuestra enfermedad y muerte y la de los seres queridos. Con esperanza percibimos a los hermanos difuntos como presentes y experimentamos la fuerza de su intercesión por nosotros. Con esperanza, sentimos como María está presente en el de momento de la muerte, como gran intercesora para vencer nuestra testarudez y contumacia. Con esperanza vemos como el cielo y el infierno son la plenitud de lo que ya vivimos. ¡Cuántos infiernos hemos experimentado a lo largo de nuestra vida! Infiernos de soledad, de pecado, de líos de los que no sabíamos cómo salir... ¡Con qué facilidad podemos imaginarnos el infierno como extrema soledad, como ausencia de Dios, como imposibilidad de comunión con los demás, como odio...! Del mismo modo, ¡cuántas experiencias de cielo nos ha regalado el Señor a lo largo de nuestra vida! Al sentirnos perdonados y perdonar, al vivir la amistad profunda y verdadera, la comunión sincera y el amor más fuerte que la muerte, al participar en la liturgia espléndida de la Iglesia... No es difícil imaginamos el cielo como la plenitud desbordante de todo esto.
 
No nos dejemos cerrar el cielo por nuestros pecados o por amoldar nuestra mente a la sociedad en la que vivimos con su secularismo y materialismo. No perdamos la esperanza. Es lo que da sentido a nuestro peregrinar por esta tierra muchas veces complicado y nos da fuerza y alegría al saber hacia dónde vamos. ¡Qué distinto es celebrar un funeral con gente creyente y otro con gente que viene por compromiso, con poca o ninguna fe! Es muy distinto lo que siente y lo que percibe el celebrante: en un caso tristeza sin esperanza o con una esperanza débil y sin convencimiento; en otro caso, tristeza sí, pero junto a una alegría y a un consuelo profundo que nace de la fe en Jesús resucitado y vencedor de la muerte.
 
Lo que más desean los verdaderos cristianos es encontrarse con Cristo, estar con Él, que Él vuelva para establecer definitivamente su Reino, para hacer justicia, para traer ‘el cielo nuevo y la tierra nueva’ donde ya no habrá llanto, ni sufrimiento, ni pobreza. Es lo que expresa ese grito de los primeros cristianos, que conservamos en la Escritura y en la liturgia en su lengua original y que repetimos nosotros en Adviento: Maranathá, ‘Ven, Señor, Jesús’. San Pablo dice a sus amados cristianos de Filipos, que él lo que desea es ‘emprender la marcha para estar con Cristo, que es muchísimo mejor’, aunque acepta lo que el Señor quiera, que él prevé será quedarse para continuar su ministerio apostólico. Nuestra gran Santa Teresa de Jesús, decía que esta vida es ‘una mala noche en una mala posada’ y se quejaba: “muero porque no muero”. No nos dejemos arrebatar el cielo, no perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena noticia de la resurrección que es la que fundamenta todo el edificio de nuestra fe y de nuestra vida.
 
Entre los predicadores de las cosas últimas han habido muchos Santos. 
 
Por ejemplo:
 
San Vicente Ferrer, a fines del siglo XIX tomó el tema del Juicio Final como centro de su predicación y con ello conmovió a Europa entera. 
 
San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, a mediados del siglo XVI predicaba también en Europa sobre el final y sus predicaciones fueron recogidas por escrito en un libro titulado "Las últimas cuatro cosas: muerte, juicio, cielo e infierno".
 
San Alfonso María de Ligorio, libro: Preparación para la Muerte: "Mas ya comienza el Juicio, se abren los procesos, que serán la conciencia de cada uno. Sentóse a juzgar -dice Daniel- y se abrieron los libros (Dn. 7, 10) ... Testigo será, finalmente el mismo Juez, que ha presenciado todos los ultrajes que le ha hecho el pecador. Yo soy Juez y también testigo, dice el Señor (Jer. 29, 23). Y San Pablo añade que el Señor en aquel momento sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas (1 Cor. 4, 5). Hará público delante de todos los hombres los pecados de los condenados, aun los más secretos y vergonzosos ... Descubriré tus infamias ante tu misma cara (Nah. 3, 5). Opina el Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo, siglo XII) y con él otros teólogos, que los pecados de los elegidos no serán entonces declarados, sino que permanecerán ocultos, como dice David: "Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos (Sal. 31, 1)".
 
El autor de Imitación de Cristo trata así el tema del Juicio: "Mira al fin en todas las cosas, y de qué suerte estarás delante de aquel Juez justísimo, al cual no hay cosa encubierta, ni se amansa con dádivas, ni admite excusas, sino que juzgará justísimamente. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a Dios, que sabe todas tus maldades?".
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