Nuestro pedestal
por Juan del Carmelo
Todos nosotros de una forma u otra, nos creamos un pedestal en el que subirnos, para que se nos contemple y así alimentar nuestro ego y satisfacer nuestra vanidad.
Lo grande, es que no somos conscientes de habernos creado este pedestal y haber así arrinconado nuestra humildad, que es la virtud por excelencia. Y sin embargo más grande o más pequeño, todos tenemos nuestro pedestal, no lo vemos pero está ahí y nosotros encima de él.
En lo alto de nuestro pedestal nos hemos creado nuestra propia verdad. Hay dos verdades la de Dios y la nuestra. Mantenerse uno en la Verdad de Dios y olvidarse de nuestra propia verdad, es ser conscientes de la grandeza de Dios y de nuestra propia y miserable condición. Pero adolecemos, de una tremenda falta de conocimiento de nosotros mismos, no conocemos nuestra verdad, nuestra realidad espiritual, porque nuestro pedestal en el que nos hemos montado, nos impide ver a ras del suelo, que es donde todos nos tenemos que encontrar, si es que queremos ver a Dios y entregarnos a Él. Cuanto más alto es el pedestal que tenemos, más orgulloso estamos de lo que somos y de lo que hemos conseguido y más alejados estamos de la que debe de ser nuestra verdad y de la Verdad del Señor, porque nuestra altura nos nubla la vista y nos achica la grandeza del Señor.
En la parábola del hijo pródigo (LC 15,11-32), se ve con claridad la profundidad de esta dualidad entre la Verdad de Dios y la verdad del hombre. En esta parábola el Señor nos dice que nos ama tal como somos, aunque no seamos como a Él le gustaría que fuésemos. Nos ama con todas nuestra miserias, con todo nuestro fango, nuestra suciedad nuestra inmundicia y nuestra iniquidad. Y nosotros para ponernos delante de Él, delante de su Verdad, tenemos derribar el pedestal de nuestro orgullo.
Nuestro pedestal nos encumbra e impide que seamos humildes, porque la humildad es una virtud que depende del verdadero conocimiento que tengamos de nosotros mismos, y este conocimiento se adquiere tomando conciencia, de lo que somos nosotros, de nuestra verdad que es la de saber que no somos nada y de lo que es la grandeza del Señor. Y para ello hemos de bajarnos de nuestro pedestal y destruirlo, y para destruirlo hemos de conocernos a nosotros mismo, descubrir nuestra propia verdad, la verdad de cómo somos, de lo que somos y de lo que representamos, la verdad de nuestras miserias.
La verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, La reveló el Señor a Santa Catalina de Siena diciéndole: “¿Sabes hija mía, quien eres tú y quién soy yo? Si sabes estas dos cosas, serás feliz: Tú eres la que no es: Yo, por el contrario, El que es soy. Si hay en tu alma este conocimiento, el enemigo no te podrá engañar, te librarás de todas sus insidias, jamás consentirás cosa contraria a mis Mandamientos y sin dificultad conseguirás toda gracia, toda verdad y toda luz”. Es decir, tú eres la nada porque de la nada has salido, ya que crear no es transformar, que es lo que el hombre hace, es hacer algo de la nada y eso solo lo puede hacer el Señor.
Conocer nuestra verdad es conocer a Dios como fuente y origen del ser que uno tiene, de que todo lo hemos recibido de Él. Escribe el teólogo dominico Reginald Garrigou-Lagrange: “La humildad nace de la visión del abismo que separa a Dios de la criatura. Dios le había hablado ya a Moisés en el Horeb, en el episodio de la zarza ardiendo diciendole: “Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy”. (Ex 3,14)
Nada somos y nada tenemos. Es San Agustín el que nos pregunta diciendo: ¿Qué es lo que tiene tú hombre que no hayas previamente recibido? Ni nada tenemos, ni nada bueno hemos hecho, que no nos haya sido previamente donado por el Señor. ¿A qué viene eso de crearnos un pedestal y montarnos en él? ¿No es acaso nuestro pedestal el medio que nos impide conocer nuestra verdad y conocer a Dios?
Santa Tersa de Jesús, escribía: “Y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes”. Y su amigo el franciscano San Pedro de Alcántara, decía: “Jamás nos conoceremos a nosotros mismos si no conocemos a Dios”.
Escuchamos en la iglesia o leemos el pasaje evangélico, del la oración de fariseo y la del publicano, y no nos damos cuenta, de que somos unos nuevos fariseos orantes. El fariseo que oraba en el templo se había creado su propio pedestal y desde él, de pie, miraba despreciativamente al publicano y decía: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias” En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”. (Lc 18,1114). Nos falta humildad por los cuatro costados, nos creemos buenos e inclusive llegamos a pensar que como somos buenos Dios nos ama por nuestros méritos. ¡Que, tremendo error! Que desconocimiento de Dios y de su amor, porque subidos en nuestro pedestal no alcanzamos a conocernos a nosotros mismos a conocer, nuestra verdad la realidad de nuestras miserias, y con este desconocimiento no alcanzamos a conocer a Dios.
Escribe Slawomir Biela: “Deformo cada vez más mi conciencia, porque cuando actúo mal, me convenzo de que no he hecho mal alguno y encuentro cientos de argumentos para justificarme, Con el tiempo la conciencia deformada lava mis suciedades, de manera tan hábil que ya casi ni siquiera se ven. Por eso no percibo la resistencia tan grande que opongo a la gracia. En este proceso que se realiza de forma gradual e imperceptible construyo el pedestal ficticio de mi propia irreprochabilidad. De este modo comienzo, al final, a creerme de verdad que estoy muy bien y que si todavía me falta algo para llegar a la perfección, dentro de poco tiempo seguramente lo alcanzaré. Progresivamente va desapareciendo de mi vida el Padre misericordioso que me ama. ¡Pero que me ama siendo yo pecador! En su lugar aparece en mi mente una imagen falsa de Dios que me sugiere inconscientemente, que me ama por mis méritos y mis esfuerzos. Y así me adentro cada vez más por el camino del hijo mayor hermano del hijo pródigo, camino que cierra la conciencia del hombre a la verdad de la Redención”.
En síntesis, si queremos avanzar en la vida espiritual, si queremos que la gracia divina entre a raudales en nuestra alma, hemos de romper nuestros pedestales, hemos de humillarnos como el publicano que oraba de rodillas, hemos de amar la humildad que es la reina de todas las virtudes, pues todas las demás tiene su apoyo en la humidad, al igual que todos los vicios tienen su apoyo en la soberbia. Muchas de las contrariedades y sufrimientos de las que se nos vienen encima, son permitidas por Dios, para que nos bajemos de nuestros pedestales. Cuantas conversiones de almas han tenido su punto de arranque en una desgracia humana, que a muchos les ha obligado a volver sus ojos al Señor. Porque tengamos siempre presente, que:
Sea bueno o malo lo que recibamos,
de sus divinas manos viene,
y es lo que más nos conviene,
aunque no lo comprendamos.
Dios solo tiene un deseo y es el de que le amemos a Él, y que nos salvemos y todo lo organiza con esa finalidad. Todo lo que nos pasa en la vida, directa o indirectamente aunque no lo veamos ni lo comprendamos, está dirigido a llevarnos al amor del Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.