V Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Isaías 6, 1-2a. 3-8; 1 Corintios 15, 1-11; Lucas 5, 1-11
«Remad mar adentro, y echad las redes para pescar»
«Por tu palabra, echaré las redes»
«El miedo a la muerte, a no dejar nada cuando nos vayamos, se supera si cada día lo vivimos detenidos en esa hora en la que Jesús viene a mi barca y me pide arriesgar, amar, dejarlo todo»
Creo que a veces en la vida podemos volver la mirada hacia atrás y preguntarnos por el sentido de todo lo vivido. Podemos sentir que hemos perdido el tiempo o no hemos logrado aquellas metas que un día, siendo jóvenes, nos planteamos. Nos desanimamos y dejamos de alegrarnos con todo lo que tenemos. A veces pensamos que algunos matarían por estar donde nosotros estamos, pero no nos basta. Sentimos que no es bastante, que nada de lo que hacemos justifica tanto esfuerzo. ¿Vamos a vivir así, de la misma forma, los años de vida que nos quedan? ¿Llegaremos a los noventa haciendo lo mismo que ahora? Surge la pregunta en el corazón de una vida rutinaria tal vez demasiado larga. A lo mejor hemos perdido la alegría, la ilusión, la capacidad de soñar. Decía Emilio Duró: «La gente que habla de felicidad no sonríe. Tenemos que recuperar las emociones. Volver a reír, llorar, tocar. Una persona que canta no puede ser infeliz. Tenemos que volver a ponerle pasión a la vida. Ponerle vida a los años y no años a la vida. Todo el mundo se queja de todo. No he visto a nadie que se dedique a ayudar a los demás y no sea feliz. No veo a nadie egoísta que sea feliz. Tenemos que hacer algo por los demás». Podemos vivir nuestra vida con pasión dándonos en la entrega o mirándonos a nosotros mismos sin encontrar la felicidad. Podemos alegrarnos con lo que tenemos o vivir quejándonos de lo que nos falta. Valorando el presente como un gran regalo o sintiendo que la vida nos debe algo. Creo que Jesús nos enseñó a vivir la cotidianeidad como algo sagrado. Treinta años en Nazaret, tres años sin un lugar donde reclinar la cabeza. Treinta años amando en el silencio, en la rutina. Tres años de vida pública, dando, entregando, amando a todos. La rutina de una vida sencilla es sagrada. Eso nos lo enseñó Jesús. Pero nos dijo que siempre amáramos, que siempre diéramos. En el silencio o en la vida pública, no importa. Pero siempre con pasión, con alegría, amando, viviendo para los demás y no pensando continuamente en lo que nos hace falta. Tenemos nuestra vida, nuestras costumbres, nuestros hábitos. Son nuestras redes y nuestra barca. Nos dedicamos a nuestras cosas como Pedro y Juan y Santiago. Tenemos nuestro oficio y nuestra vida hecha. Pero todo parece demasiado sencillo. ¿Qué dejaremos en esta tierra cuando ya no estemos? ¿Se acordarán de nosotros? En la película «La juventud» dice un director de cine al final de su vida: «¿Mi película un testamento espiritual? No sobreestimemos las cosas. La mayoría de los hombres mueren no sólo sin testamento, sino sin que nadie los reconozca». A veces pretendemos dejar nuestro nombre escrito en alguna calle. Hacer algo memorable que haya merecido la pena. Dejar páginas escritas que nos recuerden en muchos corazones. Hijos, árboles, canciones, obras. No lo sé. Tenemos el anhelo de eternidad grabado en el alma. El mar profundo nos llama con esa voz que nos evoca el infinito. Una llamada que nos impele a no vivir una vida sin sentido. Es verdad, no podemos negarlo, en todo corazón hay el deseo de seguir viviendo cuando ya no vivamos. De seguir estando en otros corazones, en otras vidas, cuando ya no estemos en la carne. El deseo inconfesable de navegar mares eternos venciendo el miedo al abismo que todos tenemos. Por eso a veces una vida común no nos parece suficiente. Queremos más. Soñamos con más. Nos parecen pobres nuestras redes. Pobres nuestras obras. Y sólo pensar que tendremos que coser y echar continuamente nuestras mismas redes durante años nos inquieta. Navegar cerca de la orilla con nuestra misma pobre barca. Y pescar pocos peces. Y realizar obras pequeñas, siempre las mismas. Sin haber destacado en nada importante. Sin haber logrado una pesca milagrosa, algo digno de ser contado. Nos asusta ese abismo de la sencillez, de la rutina, del silencio, del tiempo cadencioso que nos lleva de la mano hasta el último día de nuestra vida. Es un miedo inconfesable que todos llevamos grabado. El miedo a no vivir de verdad, en plenitud. El miedo a perderlo todo en ese intento por amar con toda el alma. El miedo a no lograr amar en plenitud, con un amor eterno. Y a no ser amado con ese mismo amor eterno. ¿Cómo vencemos ese miedo? Decía Steve Jobs: «Si cada día te miras al espejo y piensas: hoy puede ser mi último día. Un día acertarás». El miedo a la muerte, a no dejar nada cuando nos vayamos, se supera si cada día lo vivimos detenidos en el presente. Si vivimos suspendidos en esa hora en la que Jesús viene a mi barca y me pide arriesgar más, amar más hondo, dejarlo todo. Se juega aquí y ahora. Sabiendo que un día no estaremos. Se juega en este instante sagrado en el que puedo decirle que sí a Dios con toda el alma o alejarme taciturno buscando mi descanso. Se juega cuando acepto que todo lo que tengo por delante descansa sólo en Dios.
A veces puede surgir esta pregunta en el corazón: ¿En qué nos diferenciamos los cristianos de los que no creen? ¿En qué hace Jesús que nuestra vida sea diferente? ¿Dónde está lo sagrado, dónde los milagros en una vida sencilla aparentemente oculta y silenciosa? ¿Acaso no vivimos como todo el mundo? ¿No hacemos lo mismo que todos? ¿No amamos las mismas cosas? Ya lo decía una carta del siglo II dirigida a un tal Diogneto: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto». Es cierto. Vivimos donde los demás viven, y tal como ellos viven. A veces nos gustaría ser distintos, marcar diferencias, vivir en otros lugares. A algunas familias cristianas les gustaría vivir en un mismo poblado, para cuidar la vida de Cristo entre ellos. Protegiéndose un poco del mundo que a veces parece tan hostil. Pero me gusta pensar que ser cristiano sucede en medio del mundo, en las ciudades de todos, con un lenguaje común. Puede ser entonces que me gusten las cosas que les gustan a otros. El mismo lago, la misma barca. Las mismas realidades, los mismos sueños. Puede ser que nos esclavicemos de lo mismo y dependamos de los mismos amores. Que veamos las mismas películas y nos preocupen cosas parecidas. Entonces, ¿en qué nos diferenciamos de aquellos que no creen en nada? Continúa la carta: «Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida». Esta descripción de los primeros cristianos siempre me conmueve. La vuelvo a leer y me alegra tanto ser cristiano, ser de Cristo, vivir para Él. Pero a veces me siento tan lejos de ese ideal. Temo que ser del mundo me haga vivir como todos, sin diferencia. No quiero olvidar que soy ciudadano del cielo, aquí en la tierra. Quiero que Jesús venga a mi barca cada mañana para invitarme a ir mar adentro. Y me recuerde que tengo en el alma grabada la promesa de plenitud, la esperanza de una pesca milagrosa, de un mar sin orillas, de un mar hondo e inabarcable, de un sueño eterno que supera mis días grises. No quiero olvidar que Dios me ha creado para dejarme la vida entre los hombres, como Él, cada día. Amando lo que Dios pone en mi camino sin dejar de mirar más allá, mar adentro, trascendiendo la vida caduca que se me regala. Sueño con un mundo más pleno en el que amaré con el amor de Cristo. Sueño con vivir de acuerdo a las normas del mundo, pero sabiendo que las normas que de verdad me importan son las de Dios en el alma. A veces podré pensar que no hago lo suficiente con mis pobres redes en mi intento constante de cambiar el mundo. Miraré mi vida con nostalgia y me gustaría que fuera más plena, más llena de vida. Puede ser. Pero vuelvo a mirar a Jesús y sé que Él sólo vivió tres años de un lado para otro haciendo milagros, curando, hablando de la misericordia. Y treinta años los pasó en una rutina santa en familia. Pienso que Jesús quiere que mi rutina sea sagrada. Mis redes y mi barca. Que me admire cada día de nuevo ante gestos que repito cada mañana, gestos integrados en el alma. Gestos sencillos que a veces no valoro porque ya son míos. Gestos que son de Dios en mí, aunque no me dé cuenta. Jesús quiere que yo tome mi vida con asombro sabiendo que es la misma que dejé la noche pasada, el mes pasado, el año anterior. Con la alegría de lo cotidiano. Puede ser que a veces descuide con mis prisas y superficialidades las fuentes que alimentan mi alma. Dejo entonces de lado esos pozos hondos en los que bebí durante tanto tiempo. Los olvido, tal vez se secan. Y me vuelvo más impaciente todavía con la vida que llevo. Y busco nuevas fuentes pensando que las antiguas ya no me dan vida. Y corro el peligro de no ser fiel a mi historia, a mi vida sagrada. Por eso no acabo de estar seguro de si cambiar es necesariamente algo de sabios. Sólo quiero cambiar si me lo pide Dios de forma clara. Cambiar por cambiar no me parece lo más oportuno. Creo que la santidad es algo cotidiano y sencillo. No sé por qué esa manía de algunos de querer dejar un testamento espiritual al mundo, obras que sean reconocidas, pescas milagrosas que sean recordadas. La rutina de la pesca diaria parece insignificante. Pero sí que vale la pena el esfuerzo de pescar y bregar todo el día intentando conseguir algo. De hacer y deshacer, de luchar hasta dejarnos la vida. No importa tanto el fruto final. Importa mi entrega generosa, callada. Creo en ese deseo de ser más feliz, más libre, más pleno. Pero la vida no se mejora simplemente cambiando las cosas que estorban. Se mejora en realidad cambiando la actitud del alma ante las cosas y personas que me cuestan. La mirada sí que importa. Pienso en tantos cristianos que han vivido en la misma tierra, en este mismo mundo sin ser del mundo. Y lo han vivido todo de forma diferente. Pienso que yo puedo hacerlo igual. Echar raíces sin dejar de pensar en el cielo. Amar la tierra sin dejar de amar a Dios en ella. Perder la vida sabiendo que la vida que siempre tengo es eterna.
De nuevo me lo pregunto, ¿en qué me distingo de los que no creen en nada? Me gustaría distinguirme en lo importante. En mi forma de amar y ser amado. En mi forma de darme cada mañana. En mi manera de llevar las contrariedades, de enfrentar el fracaso y la pérdida. Me gustaría ser diferente en la forma de mirar al prójimo. Mirar con misericordia, acogiendo, enalteciendo. Mirar sin juzgar, sin condenar, sin despreciar. Me gustaría ser más agradecido y más respetuoso con la vida que llevo, con mi barca vieja y cansada, con mis redes rotas, con los peces que pesco cada día. Me gustaría llegar a la noche lleno de esperanzas. Feliz de vivir la vida que vivo. Dispuesto a amanecer otra mañana con el alma llena de fuego y de pasión por la vida. Me gustaría aprender a respetar siempre la vida de los hombres. Sus creencias distintas a las mías. Sus tiempos que no coinciden con mis ritmos. Sus decisiones que no siempre comparto. Pienso que el respeto y el amor van muy unidos. No entiendo un amor que no respeta. No entiendo un respeto que no ama. Me gustaría distinguirme por la hondura de mi alma. Por mi mar profundo donde Dios me encuentra, cuando le dejo entrar dentro de mi alma. Me gustaría respetar siempre al que me ama y a veces con mi forma no lo respeto, y lo ato, y lo encadeno. Me gustaría respetar al que no me ama y me desprecia y me difama. Sí, el respeto es sagrado. Quiero también aprender a respetar a Dios en sus planes conmigo. Aunque no me gusten siempre. Una persona comentaba: «Y hablando de oración, cuando exigimos a Dios explicaciones, lo que estamos haciendo es entrar en la profundidad de su alma con pies de elefante. Él nos deja entrar, y nosotros entramos como remolinos que todo lo levantamos, olvidando todo respeto y delicadeza. Quizás el primer respeto, es ante el alma del Señor. Nunca lo había visto así. Ahora le preguntaré cada vez si puedo entrar». Me gustaría entrar en el corazón de Dios, en el corazón de los hombres, con un respeto infinito, de rodillas. ¡Qué fácil es herir cuando no respeto! A veces hiero y ofendo, cuando intento convencer al otro de que lo mío es lo verdadero. No respeto cuando impongo, cuando quiero que los demás sean como yo quiero. Cuando no acepto las diferencias, los gustos distintos, las decisiones que no son las mías. No respeto cuando voy a lo mío sin tomar en cuenta lo que los demás sienten. No respeto cuando decido por los otros lo que más les conviene y opino sobre su vida, y la juzgo. Cuando abuso de mi autoridad para que hagan lo que yo deseo. No respeto cuando dejo de arrodillarme ante la puerta sagrada del alma que se me confía. Y juzgo y deduzco intenciones y pretendo adivinar porque creo que lo sé todo. No respeto cuando hablo mal de aquel con el que comparto el camino, porque no es como yo o tal vez no me quiere. Hiero su fama al pensar mal. Desprestigio sin miedo por rabia o envidia. No respeto cuando no sé escuchar lo que hay en el otro. Y sólo quiero hablar contando lo que yo siento. No respeto cuando pongo tantas normas al otro que casi no tiene espacio para ser él mismo. Y decido por él, para que él no arriesgue. Estoy convencido de algo: quiero aprender a respetar la vida ajena. Es un don. Ya lo sé. Lo pido. Decía el P. Kentenich: «Educar consiste en servir desinteresadamente a la vida ajena»[1]. Educar es servir la vida ajena con infinito respeto. Y añadía: «El educador debe situarse frente al educando con respeto y amor; entonces también despertará respeto y amor». No se puede entender el respeto sin el amor. Ni un amor sin respeto. El respeto a la intimidad de la persona amada. Respetar sus tiempos para contarme lo que guarda con recelo. No tengo derecho a saber. Sí a esperar paciente lo que él desea. La actitud de respeto es fundamental en la vida. Sólo podemos educar respetando. Cuando se pierde el respeto en el amor todo se corrompe. Un amor verdadero siempre se sostiene sobre el máximo respeto. Un respeto sagrado a la vida que se nos regala. Me pregunto si yo trato con respeto a las personas. Y también me pregunto a quiénes respeto yo más. El P. Kentenich decía: «¿Conocen muchos hombres mayores, hermanos de comunidad, que despierten espontáneamente su respeto? ¿Saben por qué en la ancianidad suele ocurrir que desilusionemos terriblemente a los demás? Porque descuidamos mucho el amor, que es lo más importante de nuestras vidas, la fuerza que nos puede transformar interiormente»[2]. Pensaba en que por nuestras acciones podemos perder el respeto de los que nos aman. Podemos descuidar el amor y dejar de ser respetados por nuestros actos cuando no somos coherentes. Cuando las palabras y las obras no coinciden. Me da miedo perder el respeto de los hombres, su amor. Soy yo el que lo pierde y el que lo gana. ¿Quién me respeta de verdad? Y yo, ¿a quién respeto? Respeto al que da la vida con generosidad, al que no teme el desprecio ni el fracaso. Respeto la coherencia, la santidad, el amor, la verdad. Respeto al que no espera nada y obedece humilde a Dios. Al que arriesga sin miedo su vida, dispuesto a perderlo todo por seguir la voz de Dios que le pide ir mar adentro.
Me gusta la rutina de una barca y unas redes caídas junto a un lago. Me gusta la vida de Pedro y Juan y Santiago que eran pescadores antes de que Jesús llegara. Me gusta imaginarlos limpiando las redes después de un día de pesca: «Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara, un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente». Me gusta ese cuadro en el que Jesús entra en sus vidas y ellos siguen con sus cosas. Limpiando, recogiendo. Seguramente ellos escucharon sus palabras desde la orilla. Limpiaban sus redes mientras escuchaban. ¿Qué dijo Jesús ese día? No lo sabemos. Me interesa. Debió hablar con autoridad. Seguramente esos hombres sencillos quedaron prendidos de sus palabras, eso seguro. Su forma de hablar. Su mirada. Tal vez ese día surgió en su corazón un respeto infinito hacia Jesús. ¿Qué hace que sigamos a alguien en la vida dejando atrás nuestros seguros? El respeto y el amor. Los discípulos se supieron amados por Jesús. Respetaron esa autoridad con la que Jesús hablaba. El amor lo tocaron de cerca. Se enamoraron. Por eso fue luego más fácil decir que en su nombre echarían las redes. Aunque estaban cansados y ya habían probado todo tratando de lograr peces. Esa escena sagrada en la vida de estos hombres me recuerda mi propia vida. Muchas tardes llego al final del día y pienso que no he pescado nada, que no he hecho nada relevante, que no he logrado frutos. Llego con ese cansancio que me da Dios cuando entrego la vida, cuando la pierdo con un sentido. Sí, ellos habían trabajado toda la noche. Ahora querían dormir y descansar después de una jornada dura de trabajo. Sus barcas estaban vacías. Había algo de tristeza en sus vidas. Y no es bueno estar tristes. Ya lo decía Santa Teresa: «Tristeza y melancolía, no las quiero en casa mía». Ellos estarían desanimados. No habían pescado nada. ¡Qué ingrata es a veces la vida con nosotros cuando intentándolo todo no logramos lo que soñábamos! Lo damos todo y no obtenemos nada. Llega la tristeza. Invertimos nuestro tiempo y esfuerzo y no logramos lo que deseamos. Perdemos la alegría, nos secamos lentamente. Nos olvidamos de esas fuentes en las que antes calmábamos la sed. Una persona rezaba: «Mi corazón está seco cómo una mecha sin fuego. Duro como una piedra. Hay veces en que estoy triste y no sé qué decirte, Jesús». Al final del día el corazón puede estar así. Seco, duro y frío. Y entonces escuchamos a Jesús mientras lavamos las redes. Nos sentamos junto al lago a escuchar sus palabras. Y surge el respeto, y el deseo de cambiar. El deseo de llevar una vida más plena, más digna, más llena. El deseo de no seguir como hasta ahora apegado a la orilla. Surge en el alma un deseo hondo de amar más, de subir más, de anhelar más.
Todo comienza con una petición que parece no tener tanto sentido cuando el corazón está cansado y abatido. Han pescado toda la noche. No han conseguido nada: «Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: - Remad mar adentro, y echad las redes para pescar». Jesús mira la vida cotidiana de unos pescadores. Jesús le dice a Pedro: «Haz lo mismo pero conmigo. Lo mismo pero más hondo. Lo mismo pero a mi lado». Mira cuando salieron aquella noche, mira cuando volvieron con las manos vacías, mira sus corazones tristes y cansados. Y les dice que echen de nuevo esas redes, pero que lo hagan más hondo, con más confianza y a su lado. Pienso que eso es vivir en profundidad la vida. Vivirla con sentido. Hacer todo con Jesús. Lo mismo que hacemos siempre pero con Él. Es así de sencillo. Esa es su invitación. Nos pide que vayamos con Él y Él hará que nuestra vida, tal como es, tenga frutos. Sólo me pide que confíe en Él. Porque con Él todo es distinto. Me pide que vuelva a echar las redes vacías. En el mismo mar que yo ya conozco. Pero esta vez con Él, en su palabra. Más hondo. Más lejos. Con menos certezas. Creo que la clave no es que Jesús les diese la orden y confiasen en Él. La clave, lo que lo cambia todo, es que Jesús se subió a la barca con ellos. Se fue a pescar con ellos. No los envió, fue con ellos. Lo que marca la diferencia, no es sólo obedecer a Jesús y hacerlo siguiendo sus indicaciones. Lo que tiene más valor es salir con Él. Ir en la barca con Él. Darle el timón de mi vida a Él. E ir mar adentro, donde solos no nos atreveríamos nunca a navegar. Lo que cambia todo es creer que todo es posible a su lado. Hasta llenar esas redes vacías. Son las mismas redes y los mismos pescadores. La misma barca, el mismo mar. Jesús usa siempre lo que tengo, pero lo hace en lo más hondo de mi vida, en lo más profundo. Él da frutos que me desbordan. Usa lo que soy y lo que tengo para lograr una pesca milagrosa. Jesús no trae redes nuevas. No me entrega una barca más potente y mejor. No me cambia el mar. Sólo me pide que le permita ir conmigo, en mi barca. Sólo me pide que confíe y que eche de nuevo las mismas redes. La diferencia es que Jesús va conmigo, porque yo le dejo, porque me dejo. La diferencia está en alejarme algo más de orilla, de esa zona en la que estoy más cómodo. Me pide que vaya a lo más profundo, donde la vida no es tan controlable. Me pide que confíe en su palabra. Para mí la pregunta de hoy es si quiero dejar que Jesús se suba a mi barca. Si creo que de mi vida Él puede sacar más. A veces pensamos que seremos más plenos y felices cuando logremos un mejor trabajo, o nos casemos con la persona soñada, cuando tengamos un hijo o cuando ese hijo crezca. Siempre vemos obstáculos en la realización de nuestra vida plena. Ya va a comenzar, pero antes hay que salvar otro obstáculo. Falta de peces, redes viejas, barca rota. Siempre un obstáculo. Jesús nos dice que nuestra vida tiene que ser plena con Él en esos obstáculos de los que ahora me quejo. Es lo que hace hoy. Sube conmigo en mi barca para enfrentar los mismos miedos y desafíos de mi vida hoy. Y así me hace fecundo.
Después de toda la noche pescando parece normal la respuesta de Pedro: «Simón contestó: - Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada». Es la respuesta normal, la esperada. Me emociona siempre esa petición y esa respuesta. Casi no los conoce y les pide que echen las redes de nuevo, que naveguen mar adentro renunciando a su merecido descanso. Parece demasiado. Ellos saben pescar, conocen el mar, entienden. Y Jesús es carpintero. ¿Cómo fueron capaces de creer a un inexperto? No lo sé, pero se fiaron. ¿No es lo normal que reaccionemos con orgullo cuando creemos saberlo mejor todo? Muchas veces yo creo saber hacer las cosas mejor que Jesús. Sé de lo mío y creo que lo sé todo. Controlo lo que hago y sé que si no me sale algo, es que no tiene que salir. Creo que conozco mi oficio, que tengo mis formas, mis hábitos aprendidos, mis maneras y no me gusta que me quieran cambiar. Los discípulos ese día ya estaban lavando las redes después de la noche pescando. Querían ir a descansar. Estaban secos y cansados. No habían pescado nada. No me sorprende la respuesta de Pedro. Es la misma que yo le doy a Jesús cuando me pide que eche las redes de nuevo en mi vida. Pienso que no va a cambiar nada si le obedezco. Yo sé cómo es el mar, lo controlo todo y mi orgullo a veces es más fuerte. Jesús entonces me pide que navegue mar adentro. Que arriesgue todo dejando la orilla y me exponga a perder el tiempo en una misión absurda. Me vencen la comodidad y el cansancio. Decía el P. Kentenich: «Quiero llegar a ser santo. Aquí no podemos permitir que la comodidad lleve la batuta»[3]. Me gusta ese anhelo y esa fuerza. Si me dejo llevar por la comodidad no me alejaré nunca de mi orilla. Le pondré excusas a Jesús para no seguir sus pasos. Temblaré al oír su petición, pero no le haré caso. Es muy fácil caer en una rutina aburguesada. Hago lo mínimo, lo que tengo que hacer. Y ya está. Sigo a lo mío. Pero hoy Pedro reacciona y hace lo que Jesús le pide: «Pero, por tu palabra, echaré las redes». ¡Cuánto respeto! ¡Qué docilidad! Me sorprende. Vence su comodidad. Quiere estar con Jesús. A mí me gustaría ser como Pedro. Escuchar su voz y obedecer sus órdenes, ponerme en camino, navegar mar adentro, echar las redes y confiar más. Es lo que me pide Jesús. Me gustaría decirle siempre que sí, que en su nombre quiero echar las redes. Aunque tiemble al decírselo. Quiero vaciarme para que tenga más vida en mí. Y confiar en que después las redes estarán llenas de peces, porque Él lo quiere. Quiero atreverme a dejar las redes que estoy lavando para seguir sus pasos. Me gustaría tener esa fe, esa confianza ciega. Yo desconfío a menudo de Dios y tengo miedo de perderlo todo, de perder mi tiempo. Me da miedo errar el tiro. Y no arriesgo. Por eso temo ofrecerle mi vida por entero. Y a la vez me da miedo quedarme preso de mis gustos, de mis aficiones, de mis tiempos. Me da miedo que la pesca no sea milagrosa y tenga que volver a casa de nuevo fracasado. Y también me da miedo perder las seguridades de la orilla y no conseguir nada en un mar profundo. Tengo miedo a navegar tan hondo. No me atrevo a veces a hacer las cosas como Él me pide.
Y al final la pesca es milagrosa. Y entonces, asombrados, lo dejan todo y le siguen: «Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Jesús dijo a Simón: - No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron». Jesús sabe de mi lucha, de mis manos vacías, de mis desilusiones, de mi necesidad. Sabe de mis tempestades y de mi oscuridad. Quizás me empeño en hacerlo todo yo, tratando de agarrar fuerte las redes, sin lanzarlas. Y vuelvo con las manos vacías a casa. Entonces Jesús me dice que vaya más allá de mi seguridad. Allí donde la orilla no siempre se ve. Que deje mis redes y lo siga. Me pide que navegue mar adentro con Él. Porque Él es mi verdadera ancla, mi hogar, mi reposo. A veces tengo miedo a vivir la vida superficialmente. Miedo a no vivir a fondo. Jesús me pide que me entregue por entero y que vuelva a empezar cuando algo ha fallado. Tengo miedo a repetir los mismos moldes. Quiero navegar con Jesús. Le necesito en mi barca cotidiana. Ojalá tuviese esa fe sencilla de creer en lo imposible como la tuvo Pedro. Pedro confió en su palabra. Y Jesús lo convierte en pescador de hombres. Hoy hemos escuchado las palabras de Isaías: «Entonces, escuché la voz del Señor, que decía: - ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: - Aquí estoy, mándame». Eso dice Pedro. Y Jesús se sube a su barca. Me gusta la prontitud para dejarlo todo y seguir a Jesús por los caminos. A veces he tenido la tentación de quedarme en la orilla, tranquilo, repitiendo lo mismo, cómodo, acostumbrado, con esa cuota de seguridad que necesito. Me gustaría hoy volver al día en que sentí en mi corazón la voz de Jesús diciéndome que fuera con Él, mar adentro. Cuando me dijo en el corazón que no temiera por el futuro, por dejar la orilla de mis seguridades. Las redes caídas, la barca abandonada. Quiero volver a sentir que va conmigo en mi barca, en mi mar hondo sin orillas. Porque Él es mi orilla siempre. Me gustaría decir lo que hoy dice S. Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy. Su gracia no se ha frustrado en mí. No he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo». Me gustaría sentir que no he traicionado su voz, que no he olvidado su llamada a darlo todo, que su gracia está conmigo siempre. ¿Alguna vez he sentido que Jesús me decía que hiciera lo mismo que ya hago, pero con Él? ¿Acaso no me ha llamado nunca a vivir una vida más plena allí donde me encuentro? Creo que cada uno de nosotros recibe esa voz a lo largo de la vida muchas veces. En realidad, la escuchamos cada día. Nos pide que cavemos más hondo, que naveguemos más adentro. Cuando me desaliento Jesús me invita a seguir adelante, a no desfallecer. Cuando he dejado las redes tiradas me pide que las recoja y las eche de nuevo. Cuando creo que lo tengo todo dominado y siempre pesco en el mismo lugar, de la misma forma, Jesús me abre nuevos horizontes para que me arriesgue. Jesús llega, se sube a mi barca, va conmigo y me pide que vuelva a echar las redes en un mar más hondo. Y me dice que lo haga con más fuerza, con más confianza. Y yo, que no veo nada, sí confío en su palabra y le hago caso. Confío en que si Él va conmigo todo va a salir bien. Y sé que se desbordarán mis límites si creo en Él. Me asusta el mar adentro, pero me abre al infinito. De la mano de Jesús todo es posible. Dios usa lo mío, pero lo multiplica para otros más allá de mí mismo. Multiplica la pesca para que muchos tengan vida. Pero necesita mi sí, necesita que confíe y entregue mi vida. Necesita mi tiempo, mi barca y mis redes. Necesita subirse a mi barca y navegar conmigo.