Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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IV Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Jeremías 1, 4-5. 17-19; 1 Corintios 12, 31-13, 13; Lucas 1, 14; 49 14-21

«Todos en la sinagoga se pusieron furiosos y lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco con intención de despeñarlo»

«Ojalá siempre pudiera decir que cambio para mejor. Que soy mejor persona. Que me he escapado de algún cajón en el que me habían encasillado otros o bien yo mismo por miedo a vivir»

Es curioso, a veces no dejo que las personas cambien. Me cuesta renunciar a mi esquema, a la casilla elegida. Me exige esfuerzo quitarme los prejuicios y las ideas preconcebidas. Me da igual lo que hagan, lo que intenten, lo que luchen tratando de ser mejores, distintos. Un día las coloqué en una casilla, decidí cómo eran y siempre de nuevo las veo igual, no las dejo salir de mi imagen. Aunque hayan cambiado. Aunque hagan las cosas de forma diferente. No lo acepto. Me gusta mi modelo. No acepto que ahora sean generosas cuando antes no lo eran. No quiero asumir que ahora son más humildes porque nunca antes lo fueron. Son quienes he decidido que sean y de ahí no pueden salir. A veces no acierto en mi juicio, me confundo. Las coloco en la casilla incorrecta. Pero aunque esté errado, no las cambio. Alguien me sugiere que no es verdad, que estoy equivocado, que estoy difamando, pero no lo acepto. Sigo atado a mi percepción. Todo esto nos pasa con nuestros hijos, con nuestros padres, con nuestros amigos. Nos pasa precisamente con aquellos a quienes más amamos, con aquellos a los que más conocemos. Volvemos una y otra vez a nuestra idea preconcebida: «Siempre de nuevo con tus cosas, nunca vas a cambiar». Les decimos, cuando repiten un mismo gesto, o caen en un mismo juicio. Y si un día cambian de verdad y ya no actúan de la misma manera, no nos acabamos de creer la autenticidad del cambio. Seguimos anclados en nuestra idea. Pero también nos sucede con las personas más lejanas, aquellas a las que conocemos menos. Es más fácil todavía etiquetar a los desconocidos, criticarlos, condenarlos. Basta un juicio que escuchamos sobre su vida. De una persona o de varias. O basta un encuentro con nosotros, algo que nos dijo, algo que hizo, alguna torpeza que nosotros interpretamos viendo intenciones detrás que tal vez no estaban. Eso basta para encasillar, para prejuzgar, para decidir si tal o cual persona es digna de nuestro respeto y cariño. Nuestra percepción subjetiva se convierte en un criterio de juicio absoluto. Con frecuencia pasamos por alto un derecho a cambiar que tiene todo hombre. El paso del tiempo no sólo nos llena de canas y arrugas. Curiosamente puede llegar a cambiar aspectos de nuestra personalidad. Los años nos cambian. Sí o sí. Para bien o para mal. Nos puede hacer distintos. Crecemos, cambiamos ciertas ideas que teníamos sobre la vida, descubrimos nuevas facetas antes nunca descubiertas. Desarrollamos habilidades que teníamos ocultas, ejercitamos virtudes que no conocíamos. Encontramos nuevos ámbitos en los que poder desarrollarnos. Algunos de nuestros defectos los limamos con esfuerzo. Algunas de nuestros talentos, con el paso de los años y el trabajo, brillan más. Tal vez el tiempo nos hace más pacientes. O más alegres. O tal vez la vida, el amor, las heridas, nos hacen más flexibles y abiertos a los cambios. Muchas veces podemos convertirnos en mejores personas si le dejamos a Dios que actúe en nuestro corazón. Él puede obrar milagros en mi forma de ser, en mi forma de amar. Puedo crecer y ser mejor. Pero también sé que la repetición continuada de muchos actos de generosidad no necesariamente me hace más generoso. Las formas que repito porque estoy rodeado de un ambiente que lo favorece, no por ello se han grabado en el alma para siempre. Como decía el P. Kentenich: «Lo esencial no es la piedad de prácticas sino la piedad de convicciones»[1]. Nos gustan las formas externas. Nos dan seguridad. Pero muchas veces estas formas no van acompañadas de un convencimiento interior. Si mis pasiones y mi subconsciente no han sido captados, es muy difícil que las formas adheridas a la piel duren para siempre. Cuando vengan vientos fuertes todo se tornará mucho más difícil. Creo en los cambios. Eso sí. Creo en esos cambios que se producen en lo más hondo del corazón. En esos cambios auténticos del alma.

No resulta tan fácil entonces cambiar la imagen que otros tienen sobre mí o la imagen que yo tengo sobre los otros. Me cuesta creer en los cambios bruscos de las personas, incluso en los cambios bruscos en mi propia alma. Uno no deja de ser quién es de la noche a la mañana. El cambio es lento, progresivo, desde dentro hacia fuera. Pero a veces los cambios son bruscos. Pienso en Saulo, pienso en Pablo y me impresiona su conversión. Se convierte y comienza un nuevo camino. Los cambios radicales impresionan. Saulo cambia de nombre, de vida, de amigos, de futuro. Es muy grande lo que puede hacer Dios cuando le dejamos. Saulo se queda ciego, y cuando comienza a ver de nuevo, todo es diferente. Despojado de todo, vacío de sí mismo, se llena de Dios y comienza a ser cristiano. De judío fiel y cumplidor se convierte en cristiano apasionado. Los cambios tan bruscos me cuestan. Puede que a veces me falte fe en ellos. El problema es mío. Dios lo puede hacer todo, lo sé. Pero me falta fe. Quizás a Pedro también le costó creer en ese Pablo que deja de perseguir cristianos para llegar a ser él mismo un cristiano. Asusta. Es como un cambio imposible. Todos a su lado aún temblaban al recordar su pasado, sus persecuciones, su mirada. Uno carga siempre con su pecado. Con su historia de dolor y alegrías. Con su pecado y sus milagros. Con sus heridas y sus manchas. Saulo lo sufrió en su piel. Llevaba en el alma las heridas de su vida. Tenía su historia grabada en el pecho a sangre y fuego. Su vida, su forma de amar y de ser, no se entendían sin sus días previos de persecuciones. Llevaba para siempre grabados los mantos de aquellos que apedrearon a Esteban, los gritos de dolor y el llanto, la sangre derramada mientras él aplaudía. El converso lleva para siempre en su piel la huida, el abandono, la pérdida, la ruptura, el pecado. Todos, en realidad, tenemos mucho de Pablo y de Saulo. Tenemos mucho de conversos. Llevamos dentro a un perseguidor de cristianos y a un seguidor de Cristo. Vivimos con la contradicción grabada en el alma. Queremos lo más sublime y abrazamos lo más detestable. En un mismo gesto nos hundimos y nos levantamos. Caemos y ascendemos. Amamos hasta dar la vida y rechazamos el amor sin miedo alguno. Estamos divididos por dentro. Rotos en lo más hondo. Los extremos se tocan en el corazón. Capaces de lo mejor y de lo peor. Así somos. De carne y de fuego. De agua y de viento. De espíritu y de tierra. Llevamos la gracia y el pecado en nuestras manos de barro. Y Dios llega para sanar nuestra herida más profunda. Él puede hacernos de nuevo. Nos acaricia y sostiene. Nos abraza y levanta. Puede cambiarnos si nos dejamos hacer. Puede reinventarnos cuando le decimos que sí. Los recuerdos pesan en el alma. Pero la misericordia de Dios es mucho más fuerte que mi culpa. Me gusta creer en ese Pablo que es Saulo. En ese Saulo que llega a ser Pablo. Pudo así llegar a adquirir una nueva actitud fundamental en su alma. Eso es posible. Pero Saulo seguirá viviendo siempre en Pablo. Es parte de él para siempre. Es parte de su identidad sagrada. Y al mismo tiempo, en esa caída del caballo, en ese cambio radical, surgirá en su alma una nueva forma de vivir. El P. Kentenich hablaba de lo importante que es llegar a tener una convicción fundamental en el alma, una actitud de vida. Más allá de actos concretos, lo importante es la actitud interior que subyace, la motivación fundamental. Decía: «No es tan grave si alguna vez se queda sin cubrir algún servicio o se comete una tontería. Eso constituye un derecho humano de alcance general. Pero debemos dar importancia a que se cree esta disposición de espíritu. Y si notamos que hacen cosas que brotan de una errónea disposición de espíritu, tenemos que intervenir. Cuando otros cometen grandes faltas que, sin embargo, no brotan de una errónea disposición de espíritu, podemos hacer un poco la vista gorda»[2]. Los actos externos pueden ser expresión de una verdad más honda o simplemente gestos formales que no se corresponden con la verdad de nuestra vida. Podemos cumplir, hacer cosas, respetar normas, satisfacer expectativas, seguir horarios y aceptar requerimientos. Podemos hacer buena letra, pero puede que no entreguemos el corazón en lo que hacemos, que no sea nuestro lo que vivimos, que no estemos dispuestos a dar la vida por aquello que realizamos. El corazón puede estar en otro lugar mientras nosotros sólo en cuerpo actuamos. Pero cuando la convicción que subyace está profundamente arraigada, importan menos las caídas y las faltas. Porque nos sostiene un hilo que no se rompe. Un hilo de fuego. Una fuerza interior que no se ahoga. Hay una unidad interior.

Me gusta creer en la bondad del alma. En lo que podemos llegar a ser si soñamos con las cumbres. El otro día vi un cortometraje con la historia del vendedor de sueños. Un hombre que vendía sueños en un autobús. Había vendido cientos de sueños que no costaban dinero. Sueños que estaban en el fondo del alma de cada uno, dormidos. Porque es así. Soñamos mucho, pero lo olvidamos, nos aferramos a la vida. O la vida nos lleva de un lado para otro exigiéndonos. Y nos acabamos conformando con lo que hacemos y vivimos. Con lo que hablamos y conquistamos. Y de ahí no salimos. No vamos más alto. No soñamos. Quiero hacer un momento de silencio y preguntarme: ¿Qué sueño? ¿Cuál es el sueño que mueve mi corazón? Puede que lo haya reprimido. Cuando es así, en momentos de sequedad, surgen tal vez esas crisis de la vida que nos confrontan con nosotros mismos, con nuestra pobreza. Se habla mucho de esas crisis en la mitad de la vida, cuando ponemos en duda tantas cosas vividas y nos planteamos hacia dónde navegamos. ¿Dónde quedaron nuestros sueños? ¿Hemos hecho algo bueno durante todos estos años? ¿Hemos logrado lo que anhelábamos cuando éramos más jóvenes? Muchas veces en la mitad de la vida nos preguntamos hacia dónde vamos. No son malas las crisis porque nos hacen quedarnos con lo más auténtico y verdadero de lo que vivimos. Y nos permiten dejar de lado lo que nos pesa y ata. Pero puede suceder que no asumamos bien estas crisis. El otro día leía: «Nos encontramos con dos comportamientos defectuosos en la mitad de la vida: uno consiste en no ver el contrario de la actitud consciente. Es el aferramiento a los antiguos valores, la caballaresca defensa de principios. De ahí la obstinación, el endurecimiento y la limitación. La otra reacción es echar por la borda los valores que hasta el momento de la crisis estuvieron vigentes. Así permanece la represión y solamente cambia de objeto. En la segunda mitad de la vida se trata no de una conversión a lo contrario sino del mantenimiento de los valores antiguos a la vez que se reconocen sus contrarios»[3]. Podemos reaccionar bien con los cambios y las crisis o rebelarnos por no aceptar lo que estamos viviendo. Me toca a menudo conocer personas que llegan a cambios pendulares que no siempre ayudan a madurar de verdad: «Cambios de profesión, separaciones, mutaciones religiosas, apostasías de todo tipo son los síntomas de este movimiento pendular hacia lo contrario. Se cree que por fin se puede vivir lo reprimido. Pero en lugar de integrarlo se cae víctima de lo no vivido y se reprime lo vivido»[4]. Siempre hay algo reprimido en el corazón, algo no vivido. Para ser realistas, es imposible que lo vivamos todo. Vivimos algunas cosas y no vivimos otras. El P. Kentenich solía hablar de la ley de la vida no vivida que siempre se acaba haciendo presente: «La generación que llega quiere afirmar, acentuar y hasta sobre-acentuar el lado de la vida que la generación anterior postergó. Esta ley debe ser tomada en serio»[5]. Cuando algo en nuestra vida ha quedado reprimido y no se ha vivido, puede suceder que en una cierta edad surja con fuerza el deseo de vivir lo que no hemos vivido antes. Los años pasan y no queremos dejar pasar el tiempo. Pero esta actitud tiene siempre sus riesgos. Es importante no tomar decisiones precipitadas, ni tirar por la borda todo lo vivido hasta entonces. Como decía Carl Gustav Jung: «La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir». Si lo enfrentamos mal, podemos llegar a hacer cosas que no queríamos hacer. A tirar por la borda una vida entregada por grandes ideales. Tenemos que tomar en cuenta las cosas no vividas, es verdad. Valorar lo que no se ha desarrollado en nosotros y respetarlo. Pero siempre buscando lo que Dios nos pide. A veces se pueden dar sobre-acentuaciones. Son manifestación de que olvidamos algo, reprimimos algo y puede que haya llegado el tiempo de cambiar. Los cambios son buenos siempre que nos ayuden a ser mejores, a amar más y mejor, a ser más santos. Cambiar por cambiar no tiene sentido. Sólo tiene sentido si el cambio me lleva a purificar lo que hay en mí, a ser más auténtico en mis relaciones, a llevar una vida más honesta, a ser más fiel a mis decisiones. Todos cambiamos en la vida. Pero no siempre cambiamos para bien. Ojalá siempre pudiéramos decir que estamos cambiando para mejor. Que somos mejores personas que ayer y algo peores que mañana. Que nos hemos escapado de algún cajón en el que nos habían encasillado otros o bien nosotros mismos por miedo a la vida. No lo sé. Cambiar es propio de la vida. Nos permite desarrollar aspectos de nuestra personalidad no desarrollados. El vendedor de sueños que antes mencionaba vendía un sueño cada vez que alguien, en un momento de silencio, pensaba en su sueño imposible y se ponía en camino para hacerlo realidad. Cada vez que alguien dejaba sus miedos y prejuicios y se lanzaba a la vida dispuesto a amar más, con más hondura, sin miedo. Cada vez que una persona escuchaba la voz del alma y obedecía sabiendo que asumir riesgos era la única forma de avanzar en la vida. Creo que cambiar lo que hacemos tiene que ser siempre escuchando a Dios en el alma, buscando sus deseos más verdaderos y dejando de lado nuestra tendencia a la comodidad.

Pienso que cada hombre tiene un alma eterna capaz de sorprenderme siempre de nuevo. Es un reflejo del cielo que no abarco. Y quizás, por mis prejuicios, puedo perderme lo que esa persona me puede ofrecer si yo me abro. Porque a veces creo que lo conozco ya y no hay nada nuevo por conocer. Eso es lo que le sucedió en Nazaret a Jesús. Comienza su cruz ese mismo día. Treinta años con sus amigos y familiares, perdiendo la vida, entregando su tiempo, amando y dejándose amar. Y ahora, cuando vuelve con los suyos, cuando sabe ya quién es en lo más profundo y se lo dice a los que ama. Ellos, sus amigos y familiares, dudan de Él. Desconfían de Él. Y se enfurecen con sus palabras: «Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo». Me impresiona mucho este relato. Pero quizás yo no soy tan distinto a ellos. Tengo una idea preconcebida de Jesús, de María, de Dios. Tengo expectativas, una esperanza grabada en el alma, una forma de ser de Dios que espero que se dé en mi vida. Y me digo en el corazón: «Si Dios es tan bueno y justo, si Dios es tan misericordioso, si Dios lo puede todo… ¿Por qué ha ocurrido esto?». Y me enfado con Dios y me gustaría despeñarlo por un barranco. Es la reacción de muchas personas piadosas, religiosas, que, ante las dificultades de la vida, parecen perder la fe. Una fe débil, demasiado frágil e infantil, que no resiste la frustración. Yo mismo tengo en mi alma una idea de Dios. Esa idea que me he hecho desde siempre, por mi historia, por la formación que he recibido, por el ejemplo de mi familia. La he vivido en casa, en el colegio de pequeño y luego ya de mayor. A veces creo que me lo sé todo y que mi idea de Dios es la verdadera, la única correcta. Intento encasillarlo en mis criterios tan humanos. Lo reduzco, lo limito. Una persona me comentaba: «Yo quiero mucho a María, me concede todo lo que le pido». Me llamó la atención. ¿Y si dejara de ocurrir? ¿Y si de repente lo que le pido no se cumple? ¿Y si rezando yo y muchos por lo mismo no conseguimos evitar lo que tememos? Creo que a veces encasillamos a Dios. Lo convertimos en un Dios que me concede deseos y hace milagros. Y mi amor, claro, está condicionado a que lo siga haciendo. Por eso me cuesta entonces que siga caminos diferentes a los que yo deseo y que la injusticia que no quiero se haga realidad. ¡Qué frágil es a veces el amor a Dios! Hoy me pregunto si soy capaz de abrirme a descubrir a Jesús de otra forma, en otros caminos que hasta hoy no conocía. Me pregunto si soy capaz de volver a empezar, de volverme a enamorar de Jesús hasta lo más hondo. De aprender nuevas formas de oración y no pensar que las mías son las únicas, las verdaderas, las válidas. De aceptar otros carismas en su belleza, abriéndome a lo que me puedan enseñar, sin obsesionarme con sólo vivir mis formas, a mi manera, según mi criterio. ¡Cuánto nos cuesta aceptar lo nuevo, enriquecernos y alegrarnos con la vida ajena!

Hoy me gustaría viajar en el corazón hasta Nazaret. Entrar en la Sinagoga y escuchar las palabras de Jesús. Sentir que esas no son las palabras que yo esperaba. Como les pasaba a muchos de los que allí estaban. Es verdad que eran palabras que despertaban admiración. Eran palabras de esperanza y vida. Pero no eran las palabras que ellos buscaban. No lograban ver los milagros que tanto deseaban y habían escuchado que Jesús hacía en Cafarnaúm. ¿No eran ellos más dignos que muchos de esos hombres con los que Jesús había comenzado a hacer milagros? Ellos sentirían que ese Jesús que hablaba de misericordia, de milagros, de paz, no venía para ellos, sino para otros. ¿No lo siento yo a veces cuando me comparo con otros? A veces pienso que no viene para mí que cumplo, que respeto la ley, que soy de los elegidos. Para mí que lo conozco y lo quiero. Viene precisamente para los extranjeros, para los alejados, para los que no creen en Él. Tal vez me cuesta entenderlo. Los habitantes de Nazaret también pensaban de esta forma. Y Jesús les dice: «En Israel habla muchas viudas en tiempos de Elías, sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio». Tal vez me costaría querer a ese Jesús tan distinto a lo esperado. Hacedor de milagros con otros, pero no conmigo. Un Jesús que me dice que Dios busca al que no cree, al que está en enfermo, al pecador. Y yo me siento entonces como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Justo, sin mancha, pero abandonado. Y siento que yo cumplo. Y me comparo. Comparo mi vida con otras vidas. Veo milagros en otros que en mí no veo. Muchas viudas, muchos leprosos en Israel y Dios cura al extranjero. Podríamos decir que sana al enfermo, al que no cumple, al que está lejos. Yo me siento, como ellos, mejor. Más digno. Y me enfurezco cuando Dios no cumple mis expectativas. Cuando no se detiene ante mí. Pero me olvido de lo esencial. Dios es el que elige en su misericordia. Es el que me ama. No pasa nunca de largo por mi vida. Va más allá de mis expectativas. Por eso tal vez no encaja en mi esquema. No ratifica mis seguridades y por eso tantas veces lo rechazo. Sana cuando quiere. Levanta cuando quiere. Y yo lo encasillo y le pido que actúe en mí, porque yo he cumplido. No le entiendo. Me he portado bien y no obtengo nada. La injusticia de Dios nos cuesta a todos. Esa aparente injusticia que brota de su misericordia. Una persona rezaba: «Yo te elijo a ti, Jesús, no a mi esquema. Yo sé, Señor, que Tú también me eliges a mí, no el esquema que los demás tienen de mí, ni siquiera el esquema que yo tengo de mí mismo. Me amas a mí. Ayúdame a amar sin prejuicios. A mirar como los niños, asombrado. Creyendo que todo es posible. Porque todo es posible». Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Su forma de pensar y amar no es nuestra forma. Quisiera parecerme más a Él, amar como Él, vivir como Él.

Allí, en Nazaret, ese día cada uno de los que oyó sus palabras eligió en su corazón. Unos decidieron creerlo a pesar de que sabían de dónde venía y seguirlo arriesgándose a perderle todo. Otros prefirieron seguir con su idea y dejar que Jesús pasase de largo abriéndose camino entre ellos: «Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba». Hoy Jesús abre su corazón un poco para que vean quién es de verdad. Se muestra, se desvela. « ¿No es éste el hijo de José?». No le insultan. Ser hijo de José, de María, hijo del carpintero, era algo que guardaría Jesús como un tesoro. Me encanta ese título de hijo de José. Hijo de ese lugar, de esa tierra, de esa historia común que todos compartían. Pero ellos simplemente no le dejan ser otra cosa. Está encasillado. Ya saben quién es. Y no les interesa que cambie nada. En su esquema Jesús es aquel joven que han conocido, es esa imagen que tienen de Él. Jesús les dice lo que ha descubierto en su alma. Su identidad más honda. Su misión. Más allá de ser hijo de José y María. Creo que lo que Jesús descubrió fue su forma de amar y de mostrar el rostro de Dios. Su forma de acercarse, de tocar, de consolar, de sanar y levantar al caído. Con misericordia. Con delicadeza. Su alma comenzó a desdoblarse. Pero ellos no quieren escuchar. No querían su luz, ni su novedad. No les interesaba escuchar a Jesús en lo que quería regalar. No querían salir de su vida de siempre. Y además, no querían tampoco que nadie de los de alrededor saliese de su esquema. Si sé quién eres te puedo dominar, controlar en mi mente. Si me sorprendes me siento inseguro. Si no haces lo que espero de ti no me interesan tus sueños. Si no haces lo que siempre pensé que harías no quiero conocerte. No quiero descubrir tu hondura. Sólo quiero que para mí seas lo que siempre he creído que eras. Ni más, ni menos. Esto, a cada uno de nosotros, nos pasa ante Jesús. Y no sólo ante Él, también nos pasa ante los que amamos. El alma de cada hombre es más profunda que el océano. Es eterna. Jesús se ha conmovido al descubrir parte de su camino. Y asume el riesgo que trae consigo decir la verdad. El riesgo de no ser tan político ni tan educado. El riesgo de decir las cosas como son. Nos sucede lo mismo cuando nos abrimos y nos mostramos así vulnerables ante una persona, ante un grupo. Necesitamos saber qué piensan los demás y nos asusta el rechazo. Si nos acogen o nos rechazan. Y, ¡cuánto nos duele cuando nos mostramos y no nos acogen en nuestra historia, en nuestra verdad más honda! La herida es grande. Todos lo sabemos. Construimos un muro entonces para escondernos detrás. Jesús comenzó a sufrir. Quería a su pueblo, a su familia, a los suyos. Y muchos de los que Él conocía desde siempre lo rechazan, se burlan y quieren tirarlo por un barranco. El mismo lugar en el que los habitantes de Nazaret echaban las basuras. Aquel al que acababan de admirar era ahora digno de ser arrojado como una basura. No quieren acoger la buena noticia de su vida y de su corazón. ¡Qué duro sería para Él! Y para María que estaría allí viéndolo todo, escuchando los comentarios. Jesús perdía su fama y era rechazado. Por otro lado, ¡qué alegría para Jesús poder obedecer hoy y comenzar el camino que va desde Nazaret a la resurrección! Ese camino nuevo que llevaba desde lo hondo de su alma al corazón de cada hombre. Es una mezcla de sentimientos. Él le entregaría todo a su Padre. Y confiaría sólo en Él. Hoy me pregunto. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Ha cambiado mi imagen de Él a lo largo de los años? ¿Me dejo sorprender por Él en medio del camino? ¿Qué he descubierto de Él últimamente? ¿O mi fe es la misma desde que era un niño? Me gustaría estar siempre abierto a Él. A lo que Él me quiera contar de su vida, de su misterio. Una persona rezaba: «Yo quiero seguirte. Ir donde vayas. No quedarme en mis esquemas, en mis ideas. Mi vida está a tu lado. Te pido que me enseñes a darme como Tú. Que una y otra vez me digas al oído que soy amado por ti, para poder entregarte mi corazón». Así me gustaría seguir a Jesús siempre. Sin miedo a la opinión de demás. Quiero dejarlo todo por Él. Incluso mi pequeño esquema en el que le he metido. Ojalá pueda volver a empezar siempre que Él llegue a mi pueblo, a mi historia, y lea en el libro de mi vida como leyó el libro de las escrituras aquel día en Nazaret. Y yo le escuche sin turbarme ante el rechazo. Sabiendo que Él camina a mi lado.

Hay un esquema en la vida de Jesús que se repite. La primera época en Galilea es exitosa, todos lo buscan y se admiran. Quieren oír sus palabras y tocar sus milagros. Cambian de vida muchos y lo siguen. Pero más tarde, en Jerusalén, se encontrará solo y abandonado. Es el camino que va desde la multitud a la soledad. Desde el éxito y la fama hasta la incomprensión y la cruz. Son etapas de la vida. También nos sucede a nosotros. Habrá momentos en nuestra vida en los que todo nos saldrá bien y nos sentiremos queridos y valorados. Nos buscarán. Tendremos esa fama efímera de todo hombre. Nos conocerán. Nos adularán. Serán momentos en los que correremos un peligro claro: la vanidad, la prepotencia, la sensación de que solos, sin contar con nadie, lo podemos todo. En esos momentos sería bueno mirar a Jesús y preguntarnos cómo lo vivió Él. Siempre se retiraba a la soledad a orar, a poner las cosas en su sitio. En ese descanso en su Padre el corazón recobraría la paz. Jesús necesitaba de nuevo estar solo y encontrar su apoyo más necesario en su Padre. Así debería ser con nosotros. Que nunca los halagos nos debiliten, porque nuestra felicidad y nuestra paz no descansan en el éxito, en la fama, en los logros. Es fácil decirlo, pero, ¡cuánto nos cuesta vivirlo así de verdad! El éxito nos puede quitar la paz. En el éxito podemos dejar de mirar a Dios. Me gustaría recodar las palabras que hoy escucho: «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré». En ese momento en el que logro lo que quiero, que no olvide nunca de dónde vengo. Vengo de Dios, descanso en Dios. Pero también sé que llegarán momentos de desierto, de incomprensión, de soledad, de fracaso. Jesús los vivió. Vivió la persecución y la muerte. El abandono y el rechazo. Y en esos momentos volvió de nuevo la mirada a su Padre. Como esa noche oscura de Getsemaní, y se lo entregó todo. En la oscuridad, vacío de todo, estaba Dios. Siempre está Dios cuando todo lo demás me falta. Pero mirando más en profundidad, veo que en realidad en las épocas duras hay cosas muy bellas. Y en los momentos de éxito hay cosas duras que podemos entregar. Mirando más allá es así. No es todo tan blanco o tan negro. Hay personas felices en el dolor. Hay gente amargada en el éxito. En sus inicios, cuando muchos le siguen por sus palabras y sus milagros, no todos lo adulan. Hoy vemos que algunos quieren matarlo. Y son los suyos. Sus familiares y amigos de Nazaret. Seguramente serían muy cercanos y queridos por Él. ¡Qué dolor tan grande en el alma de Jesús! No pudo cambiar a los suyos. No pudo mover sus corazones y no creyeron en Él. Es verdad que todo se juega en creer o no en Jesús. Jesús sintió pena, desilusión, impotencia. Igual que en los momentos finales de su vida también tuvo personas en las que descansar como en Betania, en Juan, en María, en José de Arimatea, en Nicodemo. Pienso que tenemos que pedirle a Jesús una mirada profunda para no dejar de sentirnos pequeños, limitados y necesitados en los momentos de éxito. Y una mirada pura para saber ver la belleza de alguien que nos consuela, que nos apoya y nos acoge, en los momentos de dolor y de cruz. Me gustaría pedirle hoy a Jesús un amor como el que S. Pablo describe. Un amor auténtico con vocación de eternidad. Un amor que reúna todas esas características que me parecen casi imposibles: «El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». Es el mayor milagro que le podíamos pedir en nuestra vida. Que en el éxito y en el fracaso. En medio de los hombres y en la soledad. Mi amor sea siempre así. Un amor paciente y puro, un amor generoso y servicial. Un amor así no se improvisa. Es un amor que madura en la entrega. Que no depende de qué momento estemos viviendo. Un amor así es un don que pedimos cada mañana para poder seguir a Jesús por los caminos, amando como Él nos ama.



[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[3] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 92

[4] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 92

[5] J. Kentenich, Un paso audaz, textos sobre la misión del 31 de mayo

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