II Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Isaías 62, 1-5; 1 Corintios 12,44; Juan 2, 1-11
«Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor»
«Sé que lo que yo aporto nadie más lo aporta. Porque creo en el don que Dios siembra en mi alma. Sé que mi originalidad produce obras originales. Pero es Dios el que actúa en mí»
Me gusta pensar en el valor de las cosas que hago. Pienso en la fuerza que tienen mis actos, y a la vez, veo lo poco que logro con mis propias fuerzas. Hago mucho. Pienso más. Sueño y espero. Pero muchas veces mis acciones se quedan en pensamientos. Y las obras que acumulo apenan dejan ver los resultados que espero. Decía el Cardenal John Dearden: «De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda a tomar una perspectiva mejor. El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos, sino incluso más allá de nuestra visión. Durante nuestra vida, sólo realizamos una minúscula parte de esa magnífica empresa que es la obra de Dios. Nada de lo que hacemos está acabado, lo que significa que el Reino está siempre ante nosotros». A veces pretendo llegar a Dios cargado de obras, de méritos. Coleccionando las catedrales construidas con mis piedras, con mis actos de amor y de entrega. Creo que mis actos son una minúscula parte de la inmensa obra de Dios. Apenas aporto con mi entrega. Pero tengo claro que lo que yo hago con mi vida sí que importa, claro que suma, como un grano suma a la arena de la playa y una gota a la profundidad del mar. Claro que creo que vale más dar la vida en un gesto de amor que simplemente permanecer escondido sin hacer nada. Hacer siempre suma. No hacer nada resta. Creo en el amor que se expresa en obras, no sólo en palabras. Creo en el abrazo de perdón, más que en la palabra que lo expresa. Creo más en la vida silenciosa que se entrega que en mil promesas de fidelidad eterna. Creo en el sí dicho con el alma, con la vida. Y no sólo en el sí que se queda en una promesa. Sí, definitivamente creo en las obras. Porque nos definen como personas. Nos forman, nos hacen de nuevo. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Un gesto más que mil promesas. Por eso a veces me da miedo que me juzguen por mis obras. Una persona rezaba: «Temo, Jesús, que hablen mal de mí. O que simplemente hablen. Temo que juzguen mi vida desde lejos. Pensando en mis talentos y defectos. Que me analicen. Que juzguen mis actos y mis palabras. Déjame confiar Jesús en tu mirada y no tanto en la mirada de los hombres. Déjame creer en tu misericordia. En tu amor que se vuelca sobre mi vida». Yo también confío más en la mirada de Dios que en la de los hombres. Confío en su misericordia. Pero a veces veo que hay más cosas que no hago. Y mis omisiones aumentan. Quisiera llenar el mar a cubos. O retener la lluvia en el pozo del alma. Quisiera tocar el cielo con mis manos. Y ver el rostro de Dios detrás de todo lo que hago y consigo. Quisiera ser yo tan misericordioso como Jesús con los hombres. Quisiera construir inmensas catedrales. O recorrer esos caminos que Dios quiere que recorra. Pero noto que mis actos no me cambian tanto como la presencia del Espíritu en mi alma. Son sólo actos. Pasan por mis manos. Se deslizan en mis gestos. Son expresión del cambio del alma. Y yo pretendo a veces que haciéndolos me cambie todo por dentro. Y sigo pensando que soy yo en primera persona quien hace, quien logra, quien decide, quien cambia. Y no le dejo a Dios espacio en mi corazón para cambiar la vida. Para que mis obras sean sus obras. Para que su amor en mi alma sea mi propio amor. Y busco que mis palabras trasmitan lo que yo llevo dentro. Y me olvido que Dios en ellas se hace visible y obra lo que yo no obro. ¡Cuándo aprenderé de una vez por todas que mis actos son limitados! Pero no por ellos intrascendentes. Es cierto. Importan. Porque suman. Y porque Dios con ellos obra milagros. Y yo sólo soy su instrumento. Y le doy valor a todo. A lo que hago y a lo que evito. A lo que logro y a lo que fallo. Sé que lo que yo aporto nadie más lo aporta. Porque creo en el don que Dios siembra en mi alma. Sé que mi originalidad produce obras originales. Pero es Dios el que actúa en mí. Como hoy escuchamos: «Hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos». Cada uno tenemos un talento que entregar. Y no puedo dejar de dar gratis lo que he recibido gratis. Sé que Dios tiene una misión para mí sembrada en el alma. La descubro. La entrego. Cada acto que hago me define, me hace de nuevo. Es importante. Es valioso. Le digo que sí a Dios. Me pongo en sus manos por entero. Él obra los milagros.
A veces temo no hacer las cosas porque pienso que no es el momento o porque me da miedo fallar en el intento. A veces me detengo y dejo de luchar, de amar, de entregar. En un acto egoísta pienso en mí, en mis planes y en mis deseos. Me miro a mí mismo. Lo que necesito. Lo que me hace falta. Lo que me alegra. Y temo que mis acciones no lleguen a hacerse realidad por miedo a la vida. Me da miedo perder lo que ansío, lo que poseo. El miedo a veces nos encadena. En un momento de la saga de «Starwars» el maestro yoda le dice a Anakin: «El miedo es el camino hacia el lado oscuro. El miedo lleva a la ira. La ira lleva al odio. El odio lleva al sufrimiento. Percibo mucho miedo en ti». El miedo que tenemos nos puede llevar a la ira, a luchar por no perder lo que amamos. El miedo nos puede encerrar en nosotros mismos y puede acabar provocando aquello que más tememos. Nos gustaría ser poderosos como Dios, ser dioses. Poder manejar la vida y la muerte. Pero somos frágiles. Somos dependientes de un Dios que nos ama y nos conduce. Tememos y muchas veces no somos libres para amar. El temor a perder lo que más ama, la vida de su esposa, hace que Anakin quiera evitar su muerte usando cualquier método. Quiere tener poder para salvar su vida, para que nunca muera. En realidad el corazón desea un amor eterno, una vida eterna. Es así que Anakin se pasa al lado oscuro, creyendo que así poseería un conocimiento más profundo de la vida y de la muerte. El miedo le lleva a la ira y la ira le aleja de aquella a quien tanto ama. Y es entonces, al pasarse al mal, que provoca la muerte de su mujer, que ya no quiere seguir viviendo. Siempre que pienso en ese momento de la película veo la fuerza que tienen nuestras elecciones. Optar por el bien o por el mal. Querer controlar la vida y la muerte o confiar en un Dios que nos conduce. Lo que elegimos nos forma y nos transforma. Nos hace mejores o peores personas. Nuestras decisiones marcan quiénes somos y lo que podemos llegar a ser. Y el miedo tantas veces decide nuestras elecciones. ¿Cómo manejamos nuestros temores mirando el futuro? ¿Qué es aquello que más tememos perder? ¿Confío en un Dios misericordioso que me quiere con locura y no deja que mis pasos se pierdan?
Me gustaría que mis actos fueran expresión de lo que sueño y de lo que amo. Manifestar en obras lo que quiero ser. Expresar en gestos lo que soy y siento. Pero sé que mis obras, mis actos, no son siempre definitivos. Soy más que mis actos. No me definen por completo. Dios mira mi alma y no sólo lo que hago o elijo. Soy mucho más en mi corazón herido. Decía el Papa Francisco: «Soy pecador, me siento pecador, estoy seguro de serlo; soy un pecador al cual el Señor ha mirado con misericordia». Dios mira mis obras y mis omisiones. Mis faltas y mis logros. Y actúa con misericordia. Sí, soy pecador y Dios me mira con misericordia infinita. Decía S. Claudio de la Colombiere: «Confíen otros en su riqueza o en sus talentos; en la inocencia de su vida, en sus buenas obras, o en sus oraciones. Yo sólo tengo mi confianza en ti. Tú, Señor, sólo Tú, has asegurado mi esperanza. Jamás frustró a nadie esta confianza. Estoy seguro de que seré eternamente feliz, porque firmemente espero serlo, y porque de ti, Dios mío, es de quien lo espero». No quiero dejar de hacer nada de lo que sueño. Pero no quiero poner mi confianza sólo en mis logros y en mis méritos. En la fuerza de mis manos. En el poder de mi ejército. No quiero contar los recursos con los que cuento. Ni descansar en los talentos que Dios me ha dado. Sólo vivo consciente de que Dios es quien me utiliza, quien gobierna mi vida. Como decía el P. Kentenich hablando del santo de la vida diaria: «Se esfuerza en la realización de buenas obras, pero no repara tanto en dichas obras cuanto en la misericordia de Dios, a la que se confía sin reservas, a la que considera como el derecho que la asiste y sobre el cual se afirma»[1]. Esa es nuestra forma de actuar, de vivir, de amar. La misericordia de Dios es nuestro derecho. Quiero actuar siempre confiando, abandonándome en Dios. Así me gustaría vivir cada día. Confiado. Entregándolo todo como si de mí dependiera. Pero sabiendo que todo descansa en las manos de Dios. Y que yo soy un siervo inútil que se pone al servicio de Dios. El amor de Dios no me deja tranquilo. Me mueve a dar, a hacer, a entregar: «Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha». Dios me ama y su amor me hace pensar que no puedo quedarme con los brazos cruzados viendo cómo pasa la vida. Quiero ponerme en camino. Quiero dejar atrás mi comodidad. No quiero quedarme quieto. La zona cómoda en la que me muevo es pequeña. El horizonte que Dios me abre es inmenso. Y a veces no arriesgo más por miedo a perder, a perderme. Ese miedo a perder lo que más amo, lo que me da seguridad. Ese miedo humano a perder la comodidad, el bienestar. Ese miedo a la enfermedad y la muerte. No quiero dejar de amar, de dar, de entregar. Quiero dar la vida por grandes ideales. Desgastarme por entero. Quiero amar con un amor profundamente humano y profundamente de Dios. Sin querer controlarlo todo. Sin pretender ser dueño de la vida y de la muerte. Sin el deseo de hacerlo todo bien. Muchas veces no actuaré bien. Pero el amor de Dios me urge, me enciende, me pone en camino. Que mi sabiduría sea descubrir la voluntad de Dios en mi propio corazón, en diálogo íntimo con Él. Ahí desaparecen los miedos y surge la confianza. Mi vida está en sus manos. Y yo a veces pretendo ser el dueño. Quiero confiar en su misericordia, en ese amor suyo que me impele cada día a ponerme en camino.
En un monte de México se apareció la Virgen de Guadalupe a un indio. Irrumpió un día en su vida y le dijo: «Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?». María aparece en su vida y le pregunta algo tan sencillo. ¿Qué haces, Juanito? María amaba a Juan Diego. Lo amaba en su vida concreta. Mucho antes de aparecerse en aquel monte. Lo amaba desde antes incluso de su conversión, desde antes de ser bautizado. Era su hijo más pequeño. Juan Diego era un hombre viudo, que había sido bautizado y amaba con ternura a Dios. María viene a su vida de repente. Ella busca los corazones más sencillos. Lo mismo hace con nosotros. Jesús también se acercó a Juan Bautista en el Jordán. María irrumpe y se aparece en mi vida. Quiere que sea feliz. Ella quiere que vivamos en su pecho, que aprendamos a confiar. Juan Diego tiene esa relación de hijo con María y a su vez, también la ve como una niña: «Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía». ¡Cuánto cariño en tan pocas palabras! ¡Cuánta ternura! Me sorprende ese amor niño de Juan Diego. Ese amor filial que lo hacía sentirse hijo, niño en las manos de Dios, de María. Una filialidad que sana el corazón. Decía el P. Kentenich: «Una filialidad capaz de calar hasta el subconsciente y obrar allí milagros de transformación»[2]. Quiero aprender a ser niño. María también es niña. Para Juan Diego es su niña, una más de sus hijas, la más pequeña. Y a la vez es su Señora y su Madre. Ante Ella se siente pequeño. Tan débil y tan hijo confiado en sus manos seguras de Madre. Se sentía niño. Y veía a María como una niña. El amor asemeja y acerca. Hace que se intercambien los papeles. Somos padre e hijo, madre e hija al mismo tiempo. En un amor que nos aproxima, que nos hace casi una sola carne. Juan Diego y María unidos por el fuerte lazo de su amor. De un amor profundo y cálido. De un amor de niño. El otro día vi un cuadro que me llamó mucho la atención. S. Juan apóstol le daba la comunión a la Virgen María. Me conmueve pensar en esa escena. Nunca antes lo había pensado. María se fue a casa de Juan. En el cuadro Juan se parece mucho a Jesús. El amor asemeja. Juan quiso mucho a Jesús. Y Jesús a Juan. Tal vez tuvieran un cierto parentesco. Pero me quedo con el amor que asemeja. Juan mira a María y le da de comulgar a su propio hijo. Nunca lo había imaginado. Pero pudo ser así. Las primeras comunidades celebraban la eucaristía desde un tiempo temprano. María pudo haber recibido a su hijo en su corazón de nuevo hecho carne. Me conmueve mirar a María arrodillada otra vez, como en la Anunciación. Otra vez diciéndole que sí a Dios. Diciendo que sí a la voluntad de Dios. Otra vez haciéndose niña la que es Madre. Niña, la que es esclava del Señor. Niña, la que tiene todo el poder y nos da seguridad en los caminos. Me alegra mirar a María niña. Parece indefensa, pero lleva a Dios en su seno. Parece incapaz de entregar toda su vida. Pero su corazón de niña confía y se entrega totalmente. Hay una gran devoción a María como la Divina Infanta. Yo a veces no la miro como niña. Tiendo a ver a María antes como Madre que como niña. Pero hoy me quiero detener en sus ojos de niña, en su mirada tan pura, en la inocencia de sus labios. Parece indefensa y está llena del poder de Dios. Su fortaleza me conmueve. Y su fragilidad aparente. Me quiero detener en sus manos de niña alzadas hacia Dios, indefensa, humilde, esclava. Quiero cuidarla y protegerla entre mis brazos. Cuando es Ella la que siempre me protege. Me siento, como Juan Diego, un padre de Ella, siendo su hijo. Es el amor que intercambia los papeles. La miro como niña dócil. Es una niña que tiene su seguro en Dios, en el corazón de Dios. Teme y confía. Se abraza y se pone en camino. Desde el primer día María vivió lo que nosotros tenemos que vivir. Desde el día en que el Ángel le dijo que era llena de gracia y su corazón se ensanchó ante el horizonte inmenso del océano. Temió, confió, lo dio todo con sus manos de niña abiertas al cielo. Decía el P. Kentenich: «No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios y no hay misión más grande en estos tiempos que la de reconquistar para la humanidad el perdido sentir de niño»[3]. Miramos a María niña, como Juan Diego, para recuperar el sentir de niños. La miramos niña para ser nosotros como Ella, también niños. Queremos volver a ser como niños. Confiados. Con una mirada pura y llena de Dios. Con inocencia y belleza. Frágiles pero llenos del poder de Dios. Con el tiempo perdemos la inocencia y es la mayor tragedia de nuestra vida. Desconfiamos. Sospechamos. Tememos la muerte. Nos asusta la vida. El horizonte infinito nos parece imposible. Si dejamos de ser niños la vida se vuelve difícil, dura. Como si todo a nuestro alrededor estuviera contra nosotros. La mirada de los niños no desconfía. No ve segundas intenciones. Cree con ingenuidad en la bondad de los hombres. Siempre espera.
María fue niña y también fue Madre ante Juan Diego. Y le dio seguridad cuando él dudó de su poder, cuando temió por la muerte de su tío que estaba enfermo: «No se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó». Me alegra ese corazón de niño de Juan Diego que cree. Un corazón que confía y teme. Que se asusta ante la vida porque ve su debilidad. No acaba de creer en los imposibles. Me gusta mirar así a María, como lo hizo ese indio niño. Como la que sostiene mi vida. Como ese manto protector en el que me refugio cada día al renovar mi alianza de amor con Ella en el santuario. Y María dejará entonces impreso su rostro en mi pecho. Para que no la olvide. Para que no olvide que soy su hijo. Entonces, ¿por qué me turbo tantas veces en la vida? ¿Por qué me asustan los peligros y temo fracasar en mis proyectos? María me pide que no tema, que no me angustie, que no me agobie por cosas sin importancia. Me pide que la mire y crea. Para Ella soy el más pequeño y el más valioso de sus hijos. Me gusta arrodillarme ante María y confiar de nuevo como los niños. Saber que estoy en su regazo, seguro, protegido. Que Ella sostiene mi vida y me conduce. Necesita mi amor, mi entrega confiada, mi sí, como un instrumento dócil en sus manos. María puede pedírmelo todo, porque me lo ha dado todo. El Papa Francisco comentaba a los sacerdotes el jueves santo hablando del cansancio: «Estén seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y no se fija en nada más. Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?, nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella. Y a su Hijo le dirá, como en Caná: - No tienen vino». Es el amor de Madre de María. Está cerca, ¿por qué temo? Es el amor de una Madre que a la vez es hija y aprendió a vivir confiada en las manos de Dios, su Padre. Sabe que me falta vino, sabe que tengo sed. Se preocupa por todo lo que me preocupa. Con su vida me enseña el camino de mi descanso. El camino para poner mi vida en sus manos y descansar de verdad. ¡Tantas veces me canso queriendo gobernar el timón de mi barca! ¡Tantas veces quiero salvar el mundo con actos generosos! Una persona le rezaba así a María: «Querida María, te entrego mi pobreza. Soy pequeño. Te entrego mis amores humanos, mis miedos a perderlo todo. Tú sabes cuánto te amo. Y cuánto anhelo tu cielo. Pero tengo un corazón herido que se apega a la vida. Me conoces. Sabes que tropiezo a veces. No quiero perder lo que poseo. No quiero quedarme sin lo que amo. Tú me quieres como soy. Con mis torpezas. Conoces mi debilidad. Mi pobreza. Y me quieres. Y me llamas. Me encanta mirarte como niña. Te pido perdón cuando te fallo. Dame paz. Quiero soñar con lo imposible». Me gustaría mirar siempre así a María y confiar. Mirar con ojos de niño. Ella tiene en sus manos mi vida y sabe lo que más me conviene. Sabe lo que yo necesito antes de que yo lo sepa. Se preocupa de todo lo mío, hasta de lo más pequeño. Está donde yo no llego y actúa a través de mi vida. Pero yo a veces me ofusco y deseo sólo lo que me inquieta en ese preciso momento. Y pierdo la perspectiva de la vida. Porque todo es más grande, y más vasto, de lo que yo veo. No quiero dejar de soñar. No quiero empeñarme en lo que a mí me parece lo mejor, lo más necesario. No quiero esa mirada mía que a veces es tan mezquina, tan reducida, tan pobre. Quiero ir más lejos, mar adentro. Y creer en lo que María me pide. Hacer sus planes, no los míos. Hoy escucho de nuevo su voz: «No les queda vino». Es verdad. Lo veo cada día. Falta vino a mi alrededor. También a mí me falta el vino verdadero. Falta el vino de la alegría, del amor auténtico, de la vida más plena. Falta ese vino de la felicidad que el mundo ansía y busca torpemente. Falta el vino de las relaciones humanas sanas, verdaderas y profundas. El vino de una vida con sentido. El vino de una vida pacífica y pacificadora. El vino de un caminar en el que Dios sea quien mande y gobierne mis pasos. Falta el vino que da alegría al corazón del hombre y lo llena de luz. Los hombres quieren beber unvino verdadero, el mejor vino. María lo ve y me pide que yo les dé vino. Y yo a veces le digo que no es mi hora. Que no es mi momento. Que sólo tengo agua. Que no puedo, porque estoy cansado, porque tengo sed. Le digo que tengo otras cosas más importantes que hacer, otras preocupaciones y problemas. Doy un rodeo al monte como hizo Juan Diego cuando, después de la negativa del obispo a escuchar sus ruegos, y preocupado por la salud de su tío, quiso evitar a María dando un rodeo por el monte. Pero María lo buscó e irrumpió de nuevo en su camino. A veces quiero evitar a María y hago lo mismo. No quiero que vuelva a pedirme aquello para lo que no me siento capaz. Pero me vuelve a encontrar. Irrumpe en mi camino y me lo pide de nuevo. Y me dice en el corazón: «Falta vino». Y yo no quiero escuchar. Pero me calmo y asiento. Lo sé, necesitan vino.
La hora de Jesús es el momento en el que comienza su vida pública. El momento en el que comienzan los milagros y el anuncio del reino: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Parecía que no había llegado su hora. Parecía que no iban a comenzar los signos. Pero al final Jesús ve que sí ha llegado la hora. Mucho se ha escrito sobre esta afirmación de Jesús y su significado. Parece una contradicción teniendo en cuenta que al final sí actúa: «En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en Él». Comienzan sus signos y aumenta la fe de sus discípulos. La hora de Jesús es el momento en el que sale del anonimato. María mira a Jesús. Jesús mira a María. ¡Cuánta ternura! Jesús deja de ser un hombre oculto entre los hombres y se hace visible. María está a su lado, más oculta. Llega la hora y Jesús manifiesta su poder. Es el hijo de Dios. Es el Mesías que viene a salvar a los hombres. Jesús ha venido para saciar la sed de amor que tiene el hombre. Ha venido para cuidar todas nuestras necesidades. Ha llegado la hora del amor. La hora de salir al encuentro del que sufre. Como leía el otro día: «Dios está ya aquí, actuando de manera nueva. Su reinado ha comenzado a abrirse paso en estas aldeas de Galilea. La fuerza salvadora de Dios se ha puesto ya en marcha. Esa intervención decisiva de Dios que todo el pueblo está esperando no es en modo alguno un sueño lejano; es algo real que se puede captar ya desde ahora. Dios comienza a hacerse sentir. En lo más hondo de la vida se puede percibir ya su presencia salvadora»[4]. Una presencia salvadora. Jesús está entre los hombres. Siempre pienso en este momento. Jesús ya ha sido bautizado en el Jordán. Ya está con sus discípulos. Los ha ido llamando. Los ha rescatado de sus redes de peces y les ha abierto los ojos a un horizonte nuevo. Come con ellos. Ríe con ellos. Descansa con ellos. Comparte una vida sin un lugar donde reclinar su cabeza. Pero todavía no había llegado su hora. Es curioso. Ya les ha hablado del reino, pero todavía no ha comenzado a actuar. Tal vez ese tiempo fue muy importante. Un tiempo a solas con los suyos y con su madre. Un tiempo de hondura, de paz, de silencio. Un tiempo de preparación, de oración, de calma. Antes de que sus signos le hicieran visible a todos los hombres. Antes de que la muchedumbre lo buscara por todas partes sin dejarle tiempo para el descanso. Antes de que todos quisieran curar sus heridas y ser tocados por su manto. Todavía nadie conocía su poder. No eran conscientes de lo que Jesús podía llegar a hacer. Ni siquiera aquellos que compartían su vida hasta ese día. Ahora, al ver el milagro, aumenta su fe. Jesús actuaba antes silenciosamente en los que amaba. Los instruía. Les hablaba de su reino. Pero ahora su fuerza salvadora se ha hecho presente, asequible para todos. Jesús ya no sólo habla, ahora actúa con un poder que no es humano. Un poder divino que transforma la realidad y le da un sentido. Ya no es un sueño lejano, no. Es una presencia que salva, una realidad nueva. Una mano que obra milagros. Jesús es mucho más que un hombre, sin dejar de ser un hombre más entre los hombres. Es mucho más que sus palabras. Es una presencia que salva. Ha llegado su hora y Jesús desvela su poder.
Ha llegado la hora y Jesús transforma el agua en el mejor vino que se puede servir. Me impresiona ese milagro aparentemente tan sencillo, tan innecesario, pero que marca el momento crucial en la vida de Jesús, en la vida de los hombres. Hacía falta vino para poder continuar la fiesta y Jesús les da vino, pero no cualquier vino, el mejor vino: «Tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». El vino mejor lo sirve Jesús al final de la boda. Un gesto de amor, delicado e innecesario. A veces todos los milagros nos parecen necesarios. Jesús cura al leproso. Libera al endemoniado. Hace andar al cojo. Devuelve la vista al ciego. Pero hoy, simplemente convierte el agua en vino. El primer milagro tal vez no hacía falta. Y, sin embargo, es el primero, el más importante. Hace algo poco productivo. Porque Dios lo quiere. Porque para Jesús lo primero es el corazón del hombre. Es María la que ve la necesidad y habla con Jesús. Es Ella la que ha movido el corazón de su Hijo para que se ponga en camino. Ha llegado su hora. Cuando parecía que todavía no había llegado, sí, parece que es el momento. Y María entonces lo dice muy claro: «Haced lo que Él os diga». Nos lo dice a nosotros. Nos dice que hagamos lo que Jesús dice. Y Jesús hace el milagro. El mejor vino. Nosotros no sabemos lo que Jesús quiere. Nos preguntamos: ¿Qué me dice? ¿Qué tengo que hacer? «Llenad las tinajas de agua». A veces no sé lo que Dios quiere. Paso la vida escuchando a los hombres y me detengo poco a escuchar a Dios. Tampoco veo a Dios en los hombres. No sé dónde están las tinajas. No sé de dónde sacar el agua. Pierdo las fuerzas y no descubro lo que Dios me pide. No sé dónde hago más falta. No veo la necesidad de los que me rodean. Mi agua es mi vida. Con lo poco que tengo y con lo que soy. Con mis escasos talentos pero también con mis debilidades. ¡Hace tanta falta el mejor vino! El camino es sencillo. No parece tan complicado llenar unas vasijas de agua. Jesús no me pide un milagro. Simplemente me pide que llene unas tinajas vacías. Pero a veces no lo hago. No me doy cuenta. Dejo de darle sentido a mi entrega. No valoro que mis carencias e incluso mis pecados valen tanto como el agua. Es el milagro. Jesús no transforma mi vino en un mejor vino. No. Eso no sería un milagro tan grande. Toma mi agua, sin sabor, incluso sucia, y la convierte en el mejor vino. Eso me impresiona siempre que lo pienso. Mi agua en vino. Mi debilidad en gracia. Mi pecado en el vino más valioso. ¡Qué milagro más maravilloso! Y yo no lo valoro. ¿Por qué me cuesta tanto llenar de agua la vasija? Porque no pienso en la tinaja. Porque me olvido de ella y pienso sólo en calmar mi sed. Y no valoro lo que tengo y soy. Y no pienso en todo lo que puede hacer Dios con mi vida si la pongo en sus manos. ¡El mejor vino! Eso es lo que le puede dar a los otros. Mi vida convertida en el mejor vino que alegra el corazón de los hombres.
María sabe mirar lo que nos hace falta, lo que nos gusta y hace ilusión. No sólo lo que necesito. Ve más allá de la necesidad. Es verdad que el vino no era tan necesario. Aunque en la cultura de Jesús, en ese momento histórico, en una boda de grandes celebraciones, el vino era fundamental. María sabe que para los invitados y para los novios era imprescindible. El vino alegra el corazón. A veces me quedo sólo en lo necesario. Y María mira más hondo, en mi alma. Lo que me da alegría, lo que me ilusiona. ¿Qué hago yo? ¿Cómo miro yo a los otros? ¿Doy sólo lo necesario, lo importante? Me gustaría pensar más en lo que el otro sueña. En lo que le hace ilusión y le da alegría. Me gustaría saber sorprender. Aparecer con un plan nuevo, original, creativo. Llegar con un regalo cuando no toque. Me gustaría saber adelantarme a los deseos de las personas a las que amo. Eso hizo María. María siempre se adelanta. Va por delante, como Jesús. Ella vela. Mira antes que nadie y ve lo que hace falta. Se fija en los detalles. En lo pequeño, en la alegría secreta que cada uno tiene. Es una verdadera madre. Sabe qué es lo que más me ilusiona. ¿Lo sé yo? ¿Conozco el deseo de mi cónyuge, sus anhelos más hondos, lo que más le gusta? ¿Sé lo que quieren mis hijos, mis hermanos, mis amigos, mis padres? Aquello que les gusta y pocas veces piden. Lo que sueñan. A veces no sé ni siquiera lo que yo necesito, lo que me hace falta a mí, lo que me causa alegría. Leía el otro día: «Si desconocemos nuestras necesidades reales empleamos nuestro tiempo y nuestra energía, procurando satisfacer necesidades falsas, necesidades que parten del no ser, que tienen que ver con programaciones, deseos de otros, reclamos surgidos desde la coraza del carácter». ¡Qué importante saber lo que de verdad necesito, lo que llena mi alma! Me gustaría conocerme bien y saber lo que me viene mejor, lo que alegra mi corazón, lo que de verdad deseo para mi vida y no lo que otros desean para mí. María lo sabe y me mira con ternura. Ella sabe cuál es mi sed, la sed del hombre y quiere que Jesús la calme con el mejor vino.