Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Ir al confesionario

por Juan del Carmelo

De las sesenta glosas que llevo escritas y publicadas desde que me metí en este trabajo de blogger…

He visto con asombro, que las visitas de lectores, a varias glosas en las que me he referido al tema del sacramento de la penitencia, se han disparado, llegando una de estas a septuplicar la media normal de visitas del conjunto de todas. ¿Qué quiere decir esto? Veamos.

Lo primero de todo, es que esta estadística pone de manifiesto, que indudable este tema es de interés para los lectores. ¿Y ello porque? Si contestamos a esta pregunta desde el punto de vista puramente humano, veremos que este sacramento es el que más nos incomoda y sobre todo nos humilla. Nadie protesta cuando lo bautizan, aunque ridículamente se halla creado un movimiento de apostasía y pedido a los tribunales civiles que obligue a la Iglesia a borrarles de sus libros bautismales. Lo que no saben estas pobres gentes, es que les guste o no, estén inscritos o no, el bautismo imprime carácter.

 Tampoco a nadie le molesta y siempre hablamos dentro del conjunto de personas creyentes, que tratamos de vivir en gracia de Dios, que acudamos a la iglesia para casarnos, para confirmarnos, para la eucaristía, para la primera comunión, ni para que nos impartan una absolución de carácter general, o inclusive al final que se nos administre la extremaunción, porque nada de ello nos incomoda y sobre todo no nos humilla. Pero ¡ah! confesarse es harina de otro costal.

La capacidad de perdonar le corresponde a Dios, que es el ofendido, el pecado es la contravención de la ley de Dios y es a Él, al que ofendemos. Ya en época de Jesús, los fariseos se escandalizaban cada vez que el Señor después de realizar una curación o en otras ocasiones, dijo: “Y le dijo a ella: “Tus pecados quedan perdonados”. Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?”. (Lc 7,48-49). Y esta capacidad de perdonar, que como ocurre en la vida humana solo le corresponde al ofendido, en este caso, solo le corresponde a Dios, y ella, esta capacidad de perdonar, le ha sido transferida a la Iglesia.

La institución por Nuestro Señor de este sacramento en la Iglesia, comienza y se describe en el Evangelio de San Juan, cuando el Señor en una de sus apariciones le dijo a sus discípulos: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn 20,22-23). Hay que destacar aquí que Nuestro Señor, pudo haber escogido otro momento a través de su vida pública con anterioridad a su Resurrección, para la institución de este sacramento, pero no fue así, por lo que de una forma misteriosa este sacramento lo dejó vinculado al triunfo suyo sobre la muerte, desde el momento en que lo instituyó tras su resurrección. Por lo que podemos considerar, que este sacramento, también es un triunfo de resurrección del alma que estaba muerta por sus pecados, y que también resucita a la vida de la gracia.

Inicialmente se propagó la práctica de limitar el acceso frecuente a este sacramento, para evitar abusos, pero San Juan Crisóstomo no veía con buenos ojos esta restricción y otorgaba sin descanso el perdón de los pecados a los fieles que le llegaban arrepentidos. Estas restricciones en la administración de este sacramento fue aumentando en el siglo III y fruto de estos excesos, fue la herejía de Montano, que manifestaba la idea de no perdonar los pecados, para que los demás no pecasen más, a esta herejía lamentablemente se adhirió Tertuliano.

Estas restricciones y el rigor en el acceso a este sacramento, dio origen a la creación de la llamada “Orden de penitentes”, constituida por las personas que estaban en régimen penitencial, y a las que le habían sido perdonados sus pecados pero habían de cumplir la penitencia. Los penitentes, mantenía un tiempo largo de renuncia al mundo, semejante al de los monjes más austeros. Según la región, los penitentes llevaban un hábito especial o la cabeza rapada. El tiempo penitencial equivalía a un estado de excomunión, el penitente no podía comulgar. Al término de este periodo, el penitente era  reconciliado con la Iglesia, lo cual es el signo de la reconciliación con Dios. En toda esta época inicial, solo cabía ejercitar la reconciliación del pecador una sola vez en su vida.

Más tarde, aparecieron los manuales de pecados  o “manuales penitenciales”, algunos de los cuales fueron redactados por Padres de la Iglesia como San Agustín. Los manuales penitenciales establecían la penitencia según el pecado cometido y fueron muy importantes para evitar el "abaratamiento del perdón" y el relajamiento del compromiso cristiano. Avanzando históricamente en Irlanda se fue abriendo paso una forma de reconciliación, con la fórmula de una penitencia privada con un sacerdote. La forma actual de este sacramento, parte del Concilio de Trento, en el se da la confesión, por parte del penitente, y la absolución, por parte del sacerdote que preside el Sacramento y representa a Nuestro Señor. A este respecto se cuenta la anécdota de la reina Isabel la católica, que dada su autoridad humana con antiguos confesores tenía la costumbre de recibir el sacramento sentada. Cuando por primera vez la confesó el que luego sería Cardenal Cisneros, la obligo a que se confesara de rodillas, pues él representaba en ese momento a Cristo. La reina lo comprendió y humildemente se arrodilló.

En el confesionario el culpable que confiesa jamás es condenado, sino sólo absuelto. Pues quien se confiesa no se encuentra con un simple hombre, sino con Jesús, el cual, presente en su ministro, y nos cura como hizo en su tiempo con el leproso del Evangelio (Mc 1,40-42).

A todos nos cuesta confesarnos, me decía un amigo que para él había dos cosas muy duras en la Iglesia católica, una la aceptar del misterio de la transustanciación en la Eucaristía, porque es ir abiertamente contra nuestra razón y contra nuestros sentidos humanos y apoyarse solo en la fe, y la otra era la de confesarse. Excusas nunca nos faltan y como ocasiones frecuentes de confesarse raramente se presentan, vamos demorando y demorando el acercarnos a un confesionario.

Por otro lado todos tenemos la tendencia a minimizar nuestras faltas, sean estas de la naturaleza que sean: Pensamientos, ofensas, palabras, mentiras, deudas, engaños, sexo, odio, rencor…etc. Las analizamos para ver su dimensión, y nos refugiamos en la falta de intencionalidad por nuestra parte, o en el tamaño de la falta, o en el tiempo que ha pasado, como si este tuviese la virtud de lavar la falta, pero estas excusas y argumentos que mentalmente nos creamos nosotros mismos, nunca acaban de tranquilizarnos. Y luego tenemos también, las excusas para no ir al confesionario, como: ¿De qué vale vaciar el saco de los pecados, si luego voy a volver a llenarlo? 

Pero todo está en relación a los tragos de pasar la vergüenza: ¡A mis años, tenerme que acusar de esto!, como si los pecados según su clase solo fueran propios de una determinada edad y el terrible trago de la humillarse y de rodillas soltar el trapo. No hay virtud más perversa que el orgullo cuya antítesis da lugar a la virtud más excelsa de todas que es la humildad, la cual solo se adquiere por medio de la humillación. ¿Qué pensará de mí el confesor? Lo cual, nos fuerza a confesarnos con el padre Topete, que será el primero desconocido con el que topamos.

Me comentaba una vez un confesor, que a sus ojos, lo que más admiraba y le engrandecía a un hombre, era aquel que después de muchos años tenía el valor de acudir al confesionario. Todo el que se confiesa, es digno de admiración, por su valor en vencer todas las trabas mentales que el demonio nos pone a todos. Y ese valor tendrá su recompensa futura y la actual de sentir después de la confesión, la sensación de bienestar que uno siente al haberse quitado un peso de encima. El haber liquidado con el banco la hipoteca que tanto nos ha había estado agobiando durante años. La paz y tranquilidad que se siente, después de haber pasado por una operación a vida o muerte  o haber salido del acecho de un tumor maligno, y el médico le dice a uno: Amigo está Vd. ya sano como una manzana y fuerte como un toro.

Y todo ello, es el fruto que percibimos de la tremenda misericordia divina, que se desborda en amor sobre todos nosotros, porque Dios repudia el pecado pero ama al pecador contrito de sus pecados, y está con los brazos abiertos esperando que le solicitemos su perdón.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios le bendiga.

 

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