Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Bautismo del Señor

por Al partir el pan

Isaías 42, 1-4. 67; Hechos de los apóstoles 10, 34-38; Lucas 3, 15-16. 21-22

«Mientras oraba se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él y vino una voz del cielo: -Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto»

«Quiero aprender a vivir descifrando signos. Buscando luz en las estrellas del cielo. Dios se esconde en los pequeños signos que la vida oculta. Su presencia silenciosa nos abraza y guía»

La vida está llena de misterios. Hay muchos secretos que sólo descubriremos cuando lleguemos al cielo. ¡Hay tantas preguntas para las que no encontramos respuestas! Y tal vez muchas de ellas en la vida eterna dejen de ser tan importantes. En ocasiones me veo queriendo saberlo todo, deseando conocerlo todo. El pasado, el presente y el futuro. El mío propio y el de los que me rodean. Me gustaría desvelar todos los secretos. Conocer todas las informaciones. Es un ingenuo afán por querer saberlo todo. Es una fuerza interior que me lleva a querer desentrañar todos los misterios de la vida. Para que todo esté claro. Para saber a qué atenerme. Para desvelar secretos ocultos. ¡Qué común es este deseo! ¿Por qué nos empeñamos en querer saberlo todo? Lo que ya ha sucedido. Lo que está por venir. Creo que el saber es un poder muy atractivo. Tener información nos hace poderosos ante los demás. Me encuentro con muchas personas que disfrutan poseyendo informaciones que los demás desconocen. O descubriendo verdades sobre otras personas que el mundo ignora. El morbo del escándalo. Ese deseo insano de querer saberlo todo de los demás. Conocer el futuro antes de que ocurra. Desvelar misterios y hacer así que la magia desaparezca. ¿Por qué no nos asombramos sencillamente ante los misterios de la vida sin querer resolverlos? No quiero tener respuestas a todas las preguntas. No quiero manejar tanta información que no sepa hacer buen uso de ella. Es un poder demasiado peligroso en nuestras manos pobres. Con el paso de la vida llegará un momento en el que no tenga el poder de la información. El tiempo se encargará de ello. Y me costará no ser tomado en cuenta por mis conocimientos. Me dolerá no poseer la última noticia, la que nadie conoce. No ser capaz de desvelar los misterios más interesantes. Quiero aprender a vivir la vida con sus luces y sombras. Con sus muchas oscuridades. Asombrado, sorprendido. Hay mucha noche en el camino. Quiero aprender a vivir descifrando signos. Buscando luz en las estrellas del cielo. En realidad, es la misión que tenemos por el hecho de ser cristianos. Dios se esconde en los pequeños signos que la vida nos oculta. Allí está su amor. Su presencia silenciosa. Allí nos abraza y guía. No nos da todas las respuestas. No hace lógica nuestra vida. Simplemente nos sostiene. A veces no notamos su presencia. Los Reyes que venían de Oriente buscaban al rey de reyes en las sombras de la noche. Y eran las estrellas las portadoras de buenas noticias. Me alegra mirar a esos sabios que levantaban la mirada al cielo buscando respuestas. Yo a veces me quedo mirando el suelo, o mi preocupación más pequeña y dejo de mirar las estrellas. ¿Hacia dónde tengo que seguir caminando? Las estrellas marcan el rumbo. Como las flechas amarillas en el camino de Santiago. Como las voces de Dios ocultas en los días de mi vida. Como sus huellas perdidas en las arenas de un desierto. ¿Cómo se descifran los signos de Dios en mi vida? No hay recetas para conocer el camino. Me gustaría poseer un manual de google para aprender a vivir. Algo así como unas instrucciones y muchos pasos que me indicaran la respuesta. Pero la vida no se encierra en un manual, en un montón de reglas claras. En respuestas bien formuladas a todas mis preguntas. La vida no se vive siguiendo instrucciones. Más bien la vida se vive empezando a andar. Dando el primer paso. Buscando entre las sombras un poco de luz. Cargados de incertidumbres, llenos de sueños. A oscuras, con la luz que brilla en el alma. Como esos sabios que dejaron de leer en los libros para vivir en el camino y desentrañar las sendas. El Papa Francisco nos dice: «Los magos nos enseñan a no conformarnos con la mediocridad». Me gusta esa mirada que se eleva y deja de mirar el suelo. Una mirada que no se conforma nunca, que no quiere llevar una vida mediocre. Una persona rezaba: «Quiero deslizar mi mirada entre las hojas caídas del jardín. Entre las ramas secas. Desentrañando las sombras. Descubriendo luces nuevas ocultas. Me asusta cuando me aferro a mis sueños egoístas. ¡Tanta incertidumbre me desconcierta! ¡Tanto tiempo de espera para saber lo que Tú quieres! Sin certezas. Con pobres deseos. Dame un corazón nuevo. Un corazón capaz de amar la vida siempre. Allí donde me encuentre. Allí siempre me encuentras. Quiero soñar con lo que ahora no sueño. Quiero aceptar las cosas como vienen. Con alegría. Pase lo que pase». Me gustan esos pies valientes que se ponen en marcha y dejan de lado seguros y apegos. Me gusta esa mirada que no se centra en la pérdida, sino en lo que está por venir. Sin querer saberlo todo. Me gusta esa audacia para iniciar con asombro un camino tan desconocido. Me alegraría tener un corazón así cada mañana. Un corazón que sueña y busca. Libre y valiente. Que mira las estrellas y se pone en camino. Dejándolo todo. Con las manos vacías. Sin temer las sombras del camino. Arriesgándolo todo.

Seguir al Señor por los caminos no siempre es fácil. Tal vez no resulta todo como habíamos pensado al partir. Pueden surgir desilusiones y perdemos súbitamente el amplio horizonte que movía el corazón. Habíamos esperado otra vida. Habíamos soñado con otra familia, con otros hijos. Teníamos otros planes. Era otro el trabajo que esperábamos. ¡Qué fácil es que nos desilusionemos en el camino! La vida con sus contratiempos nos desilusiona. Porque las expectativas eran distintas. Habíamos planificado todo de otra manera. La desilusión nos duele. Tenemos dos opciones. O subir más alto, navegar mar dentro, mirar hacia delante. O quedarnos en la desilusión y amargarnos. Podemos llegar a perder la esperanza de alcanzar la meta. No siempre es tan sencillo sobreponernos a la desilusión. Deseamos algo con fuerza y, al no lograrlo, perdemos la ilusión por todo lo demás. El corazón se centra en lo que no ha logrado y se olvida de las grandes y pequeñas conquistas de la vida. Las desilusiones pueden entonces aniquilar el deseo de alcanzar las más altas cumbres. A veces nos desilusiona Dios en el corazón. No logramos rezando todo lo que esperábamos. Nos desilusionamos. Decía El P. Kentenich: «Sequedad y desilusión en la oración son una prueba de que tengo que abandonar esa búsqueda de experiencias de Dios, de que tengo que abandonar mi ansia de posesión y ponerme ante Dios con toda simplicidad. Tendría que llegar, para abandonarme por completo en Dios, a estar sin pedir constantemente cosas como paz, contento, seguridad, gozo religioso»[1]. No queremos poseer a Dios. No queremos saberlo todo. Siempre más alto, siempre miramos las estrellas. Pero a veces no nos funciona y en esa lucha por la vida perdemos la alegría y pensamos sólo en lo que nos falta. Nos llenamos de amarguras y de quejas. Nos fijamos en lo que no poseemos. La vida es un don. Es gratuidad. Todo lo que poseemos es un regalo que no merecemos. Todo es misericordia. Pero lo olvidamos y exigimos recibir lo que es don. Casi como un derecho. Quizás hemos olvidado el significado de la palabra don. Es algo que se nos da sin haberlo tenido que ganar con esfuerzo, con lucha. Toda nuestra vida es un don. Pero la vivimos como un derecho. Me da pena escuchar que muchas familias se dividen al repartir la herencia. Me duele esa desunión por lo material. Olvidamos que todo lo que recibimos por herencia no es un derecho sino un don que no merecemos. No lo hemos ganado nosotros, lo recibimos como un regalo. ¡Pero cuántas veces nos separamos de aquellos a los que amamos por temas económicos! Creemos tener derecho a ciertas cosas, a más cosas, a mejores cosas. Nos negamos a renunciar a lo que creemos que nos corresponde. Y perdemos mucho más al final de lo que ganamos. En Navidad muchas familias viven con dolor la separación que les acompaña durante el año. Queremos celebrar en familia el nacimiento del que nos da la vida verdadera y nos encontramos con relaciones rotas, vínculos familiares deshechos. Tensiones, distancias. No es tan sencillo construir una familia unida en la que sea más fuerte el amor. Decía Jean Vanier: «Hoy es más necesario que nunca reencontrar el sentido de la casa como lugar de ternura y de acogida, en el que cada uno puede rehacerse y redescubrir los valores más íntimos de su ser: su corazón con su capacidad para recibir y dar». El camino para construir ese hogar no es fácil. Un hogar en el que poder descansar, en el que poder ser uno mismo. Un hogar en el que la vida sea don. Pero las desilusiones, las heridas en nuestra historia familiar, no se olvidan. Las guardamos y cuesta mucho perdonar y volver a empezar de nuevo. Cuesta dar amor cuando hemos recibido desprecios. Es un milagro que le pedimos a Dios en este tiempo de Navidad. Un corazón capaz de perdonar, de no medir lo que me corresponde, de superar las desilusiones y mirar las estrellas siguiendo el camino.

El tiempo de Navidad está marcado por la gratuidad. La fiesta de los reyes especialmente es un día para dar y de recibir regalos. Es una noche mágica en la que los ojos de los niños desbordan tensión y alegría. Una noche en la que esperamos lo imposible y soñamos con lo más grande. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Qué anhela mi corazón? A veces damos regalos que no tienen valor. Y no le damos valor a los regalos que recibimos. Vivimos exigiendo derechos. Sin agradecer, sin asombrarnos. Me gusta la comparación que Anselm Grün hacía con los tres regalos de los magos: «Transitan caminos tortuosos para entrar finalmente en aquella casa en la que verdaderamente pueden sentirse en casa. La casa en la que viven María y el Niño. Entran y se postran ante el Niño. Esparcen sus tesoros. El oro como símbolo de su amor, el incienso como símbolo de su anhelo y la mirra como símbolo de sus dolores»[2]. Los reyes, los sabios de Oriente, que lo habían dejado todo y se habían puesto en camino, van cargados de regalos. Llegan a una cueva y encuentran un hogar. Habían dejado su tierra y su seguridad. Sus planes y sus proyectos. Se habían puesto en camino llenos de valor. Buscaban lo más grande. Soñaban con lo más alto. Y entonces sus sueños se hacen realidad. Encuentran en un pesebre su hogar y se arrodillan turbados ante un niño. Dios hecho carne entre pañales, en una cueva, en un lugar escondido para los hombres, los estaba esperando. Me gustan los tres regalos que traen. El oro representa el amor. Como leía hace poco sobre Chiara, una esposa joven que muere de cáncer: «No se vive porque se respira, sino porque se ama. La vida sólo tiene sentido si te gastas por el otro. La fecundidad de Chiara es maravillosa. Para ella morir ha sido vivir de verdad»[3]. Esa mujer aprendió a amar sufriendo, a vivir de verdad perdiendo la vida. Dándole valor a cada paso, a cada día, a cada hora. Porque la vida es un don, y la salud, y el amor. Y nuestra vida sólo vale la pena si la perdemos amando, desgastándonos. Es el mejor regalo que podemos entregar al mundo, a Dios. Es nuestro oro más preciado. Lo más valioso que llevamos en el alma. Pero, ¡cuánto nos cuesta amar con generosidad, dejándonos la vida! Somos mediocres en la entrega. Amamos poco y egoístamente. Ojalá Dios me regale aprender a amar como Él me ama. Lo segundo que llevaban estos sabios en sus cofres era el incienso. Simboliza el anhelo, el deseo de alcanzar las cumbres más altas, los más vastos horizontes. No nos conformamos. En realidad nunca podemos decir que es bastante. Siempre podemos ser más, dar más. Me gustaría que mi corazón siempre estuviera buscando, en tensión, como el de esos hombres sabios y ya mayores que habían gastado su vida buscando. Me gusta su búsqueda mirando estrellas. A veces puedo sentir que me acostumbro. Y en lugar de desgastarme, me pierdo. Y todo por ese egoísmo que llena mi alma. Lo tercero que llevan los reyes es la mirra. Que representa mis dolores, mis heridas, mi sufrimiento. Sufrimos y ese sufrimiento tiene otro sentido cuando lo entregamos, cuando descansamos en Dios. Además, esa mirra alivia el dolor. Me gustaría ser un sanador herido. Un médico que alivie el dolor del que sufre en el alma. Son tantos los que padecen. El sufrimiento de los que sufren tiene que despertar nuestra compasión. Jesús siempre se compadeció. El otro día leía: «Jesús no es un místico en busca de armonía personal. Es el sufrimiento de la gente lo que le hace sufrir: la brutalidad de los romanos, la opresión que ahoga a los campesinos, la crisis religiosa de su pueblo, la adulteración de la Alianza»[4]. Jesús sufre con el que sufre, y calma con su mirra el dolor del sufrimiento y actúa: «Su actividad está propiamente orientada a aliviar el sufrimiento de quienes encuentra agobiados por el mal y excluidos de una vida sana. Es más determinante en su actuación eliminar el sufrimiento que denunciar los diversos pecados de las gentes»[5]. La mirra que recibe de los sabios se convierte en su propia vocación: aliviar el dolor del que sufre. Creo que es lo más importante que podemos hacer en nuestra vida. Me gustaría ser siempre mirra para otros y aliviar el dolor de los hombres. Si me apego a mis egoísmos y vivo centrado en mis propios sufrimientos, no seré capaz de ver al que sufre a la vera del camino. Si salgo de mí mismo y acojo al que sufre, entonces todo será distinto.

Dios se manifiesta de forma muy especial en tres momentos que la iglesia recuerda en este tiempo. El día de Reyes se manifiesta en su carne ante los magos venidos de lugares lejanos. En la fiesta del hoy del bautismo se manifiesta como Mesías a un grupo de hombres que siguen sus pasos. En el milagro de las bodas de Caná se manifiesta ante muchos que quedan asombrados de su poder. Dios se manifiesta en la vida del hombre. Dios se hace visible en medio de las sombras del camino. Nos permite ver su presencia y su amor. Todos podemos mirar nuestra historia buscando el rastro de Dios en ella. Buscando ese amor que a veces nos parece oculto. Miro mi vida buscando dónde se me ha manifestado su amor. Ese amor de misericordia que me levanta de mi barro y me invita a subir a las más altas cumbres. Ese amor se hace visible. ¿Cuáles son los momentos de mi historia personal en los que he visto ese amor de Dios de forma concreta? Necesito recordarlos para no olvidar que su amor es gratuito. Necesito mirar su rostro lleno de amor y compasión hacia mí. Quiero que me vuelva a mirar cada día, haga lo que haga. Que me prometa su abrazo siempre de nuevo, aunque haya caído. Es bonito volver a escuchar en el corazón la frase que su Padre le dice a Jesús: «Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: - Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Jesús en oración, mientras cae el agua sobre su cabeza, oye una voz. Una voz que se graba para siempre en su alma. Un amor incondicional, inmenso. Así es el mismo amor de Dios hacia nosotros. Necesitamos sentirnos amados, sabernos amados. Hemos nacido para dar y recibir amor. Como dice el P. Kentenich: «El instinto primario más importante no es el temor sino el amor. San Agustín habla del amor como fuerza de gravedad del alma. San Francisco de Sales destaca a su vez: - Así como el cuerpo para el alma, así ha sido creada el alma para el amor. El gran artista, el gran arquitecto del mundo, el Dios infinitamente misericordioso, bondadoso y todopoderoso, sabe que el instinto de amar del hombre se despierta de la manera más potente cuando toma conciencia de que está rodeado de un amor abundante»[6]. La Navidad es un tiempo para darnos cuenta de cuánto amor hay en nuestra vida. Pero nunca es bastante. Tenemos el alma rota, herida y la sed es infinita. Un anhelo infinito, un amor finito. No basta toda el agua del mundo. Tenemos sed. Quisiera cada día sumergirme en las misericordias de Dios en mi historia. Agradecerle de rodillas por tantos regalos que me hace en mi vida. Ser agradecido, y no quejumbroso. Me gustaría llenarme de tanto amor de los que me rodean. Pero a veces no veo ese amor y exijo más, no me basta. Quiero mirar a Dios hoy en mi corazón y sentirme hijo amado. Darle las gracias porque me ha llamado, me ha invitado a estar con Él, todos los días de mi vida. Abrazado a Él, en su presencia.

Jesús se dirige hasta el Jordán buscando su camino. Jesús no lo sabía todo. No tenía claro todos los pasos a dar. Al revestirse de su carne pobre Jesús renunció a su sabiduría infinita. Renunció a conocer el futuro en todos sus pasos. Y aceptó la condición de buscador que tiene todo hombre. Jesús se hizo peregrino. Buscador de cumbres. Soñador de cielos. No se quedó al lado del camino esperando una luz que le mostrara los pasos a dar. En Nazaret durante treinta años vivió de la mano de Dios, atado a María, anclado en José. Allí tocó el amor humano y se supo amado profundamente por Dios en su familia, en ese hogar que había recibido como don. Pienso que a veces es necesaria la hondura del alma antes de poder comenzar a compartir lo que llevamos dentro. Nazaret fue un tiempo de pozo antes de poder ser fuente. Un tiempo de raíz profunda en la tierra antes de poder ser tronco y fruto. Compartió la misma intimidad del alma de María. Esa intimidad de María con Dios fue la que la hizo capaz de estar un día junto a la cruz. La hondura y la roca de nuestra vida se mide hacia dentro, en su profundidad. En el océano interior. Si no tenemos vida interior, honda y profunda, cuando el viento sople con fuerza nos quebraremos. Pero al mismo tiempo es verdad que todo eso que tenemos dentro un día lo entregaremos. Y dejará de ser algo sólo nuestro. Se romperá la tierra y brotará la vida. Nuestra vida es para darla. Hoy Jesús comienza su camino fuera de su hogar, de sus raíces más hondas. Camina hacia fuera después de muchos años de caminos interiores, de hablar con su Padre, en silencio, en la intimidad de su familia de Nazaret. Jesús tuvo paciencia. Esperó señales. Buscó las estrellas cada noche intentando descifrar los misterios. Y un día se puso en camino. Dejó su tierra de Nazaret y se dirigió al Jordán. Jesús llega al Jordán como un hombre cualquiera. Dios se hizo uno más. Pisó mi camino como un hombre más. No comprendo tanto amor. Me desborda. En el himno de los filipenses S. Pablo habla de este misterio que me hace amar más a Dios: «Él, siendo Dios, se despojó de su rango, tomando la condición de esclavo. Y así, actuando como un hombre cualquiera…». Desde luego, sólo Dios puede ser así. Nosotros buscamos ser los mejores, señalarnos, destacarnos, queremos que nos valoren. Me gustaría ser sencillamente un hombre. Compartir con el resto de los hombres la vocación humana de peregrino. Somos todos tan parecidos en el fondo. Jesús no es como yo. El que no tenía pecado se puso en la fila de los pecadores en el Jordán. No sabemos lo que habría en su corazón en esa espera llena de anhelo. No sabemos las luces y sombras que habría en su alma. Sólo sabemos que se puso de pie detrás de otros hombres, detrás de hombres pecadores. Esperó su turno. Miró a Juan. Escuchó sus palabras apasionadas. No vino Él a predicar, a manifestarse ante los hombres. Simplemente se arrodilló ante el más grande nacido de mujer. Y se dejó hacer. Jesús aprendió a caminar dejándose hacer. Fue bautizado: «En un bautismo general, Jesús también se bautizó». En un bautismo general. Junto a muchos. Nada especial por ser el hijo de Dios entre los hombres. Y allí, arrodillado, postrado, tocó el amor de su Padre. Ese amor inmenso, ese amor que se abajaba para cubrir su cuerpo, su alma, su vida para siempre. Jesús ese día descubrió que Dios lo amaba con locura. Descubrió quién era en lo más profundo. Desentrañó parte del misterio de su vida. Treinta años esperando este momento. ¡Qué impacientes somos a veces! Hoy miramos a Jesús manso, a Jesús dócil al Padre, a Jesús humilde, humillado como otro pecador cualquiera. Uno más dentro de una fila. Uno más en un bautismo general. Un bautismo para cambiar de vida. Y era verdad, Jesús iba a cambiar de vida. Iba a dejar de ser un carpintero en Nazaret y se iba a convertir en un peregrino libre entre los hombres. Iba a cambiar sus hábitos, junto a María, junto a su padre José. Iba a vivir ahora sin un lugar sobre el que reclinar la cabeza. Iba a convertirse en profeta, en sanador, en anunciador del reino de Dios que viene a cambiarlo todo: «El pueblo no tiene ya que salir al desierto a prepararse para el juicio inminente de Dios. Es Jesús mismo el que recorre las aldeas invitando a todos a entrar en el reino de Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas»[7]. Jesús descubre aquí dónde comienza su camino. Da el primer paso al que seguirán muchos otros. Mira las estrellas y busca lo que Dios quiere para su vida. Me conmueve mirar hoy a Jesús arrodillado, postrado, humillado. Me conmueve porque yo le sigo a Él y me cuesta tanto postrarme, ser uno más, arrodillarme, pasar desapercibido en medio de una masa de hombres en el Jordán. Jesús me enseña con su vida a ser más humilde y a buscar el querer de Dios en medio de las sombras. Sin pretender tenerlo todo claro. Confiando en su amor y dejándome conducir por Él cada día. Arrodillándome antes de comenzar a andar. Pidiendo su bendición, su amor, su luz.

Juan espera a Jesús en el desierto. Juan espera a Jesús en el Jordán. No sabe cómo será. Aún no sabe quién es Jesús en lo más profundo. Pero si sabe quién es él. Sabe que él no es el Mesías: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Sabe que su misión sólo es preparar torpemente el corazón limpiando con agua. Eso me impresiona. Juan no pide que lo sigan a él, ni se deja alabar. Es honesto. Él se descentra. Sólo habla de otro. Sólo lava con agua para que otro cambie para siempre el corazón con su fuego. No cae en la tentación de creerse importante. Él sólo cumple su misión. Su humildad me conmueve. Es muy difícil ser así. A todos nos cuesta dejar que alaben a otro, y seguir hablando bien de esa persona. Juan ni siquiera se siente digno de ser su siervo, de arrodillarse ante Él y descalzarlo. No quiere engañar a nadie. No necesita la gloria, sólo cumplir con obediencia su misión. Es el hombre honesto e íntegro que sabe quién es y también quién no es. Hoy es el día y la hora. Juan y Jesús se encuentran. Es el encuentro entre Juan y Jesús ya adultos. Un día se habían encontrado en el seno de sus madres. Y Juan saltó de gozo. No sé si yo puedo decir el día en que me encontré con Jesús. El lugar. La hora. Lo que me pasó. ¿Qué me hizo reconocerlo? Hoy Juan y Jesús se encuentran. El corazón anhelante de Juan por fin se calma ante Jesús. Es el sueño de su vida. El misterio de su vida. El sentido de su vida. Lo primero que me llama la atención es que Jesús va hacia él. Sale de su vida. Deja su tierra. Va al Jordán donde se encuentra Juan. No espera a que Juan llegue a Él. Jesús siempre toma la iniciativa y se acerca a mi vida. Nos «primerea» en el amor como dice el Papa Francisco. No tengo que salirme de mi vida para llegar hasta Él. Jesús, así lo hará durante toda su vida en la tierra, se acerca, llega a mí. Es su estilo. Se acercará a unos hombres sencillos al borde del lago mientras pescan para llamarlos y cambiar su mar. Se acercará a la mesa de cambios de Mateo el publicano en Cafarnaúm para decirle que lo siga. Se acercará a la adúltera mientras la apedrean. Irá a Samaria. Llegará hasta Jericó y tocará al ciego, y se invitará a casa de Zaqueo. Llegará al pozo de Jacob y pedirá que le den de beber. Jesús llega siempre a mi vida. A lo que hago. Allí donde yo estoy. Se interesa por mí. Se mete hasta el fondo de lo que estoy haciendo y viviendo. En ese instante Él entra y me llama. Y entonces me abre el horizonte para vivir con más hondura. Ese estilo de Jesús de vivir me gustaría que fuera el mío, que conformara mi vida entera. Llegar hasta la vida de los otros donde ellos la viven. Compartirla, dejar mi esquema e implicarme. Así me lo enseña Jesús. Esa forma de Jesús de acercarse, de acoger la vida del otro, es lo que sana el corazón del hombre. Jesús se pone en mi lado, y no me juzga desde su vida. Todos sabemos que eso es lo único capaz de abrir y de curar las heridas. Jesús toca mi alma con respeto infinito. Así se acerca hoy Jesús a Juan. Va al Jordán. A su lugar de misión. Ha oído hablar de él. Jesús quizás no sabe todavía cuál es su misión. En su alma se va despertando la hondura de quién es, a quién pertenece, para qué está llamado. Poco a poco su mundo interior va haciéndose roca. Hoy es un día especial para Juan y para Jesús. Juan descubre quién es Jesús. Jesús se abaja y recibe del cielo la voz del Padre nombrándolo. Llamándolo. Diciéndole quién es. Diciéndonos quién es para el mundo. Jesús va al lugar de Juan. En ese momento, Juan era famoso y Jesús un desconocido. Pienso que Dios tiene ese estilo delicado de llegar hasta mí, a mi río, a mi Jordán, a mi misión, a aquello que me ocupa ahora mismo, allí donde yo soy famoso. ¡Cuántas veces tengo miedo de no encontrarlo, de no saber dónde buscarlo! Y Él siempre irrumpe. Debería confiar más. Ojalá siempre sepa reconocerlo en mi vida.

Juan fue capaz de reconocer a Jesús entre muchos hombres. Muchas veces tengo miedo de no ser capaz de reconocer a Jesús entre la gente. Hoy escucho: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu». Quiero aprender a mirar a Jesús como lo miró Juan esa tarde. Él fue capaz de descubrirlo sin conocerlo, oculto entre muchos hombres. A mí me da miedo no saber distinguirlo. Dejar que pase de largo en medio de mis agobios y preocupaciones. Me da miedo no verlo en los hombres que se acercan a mí. No descubrirlo en mi corazón herido. Me complico saliendo de mi vida buscándolo en lugares que me parecen más llenos de Dios. Y me olvido que yo mismo estoy lleno de Dios. Mi Jordán, mi río, está lleno de Dios. Mi hondura, mi jardín interior. Mis raíces, mi tierra. En lo más profundo de mi alma vive Aquel a quien yo busco. Jesús viene a mi Jordán y me dice que me quiere con locura. Allí donde estoy llega Jesús. Lo deja todo y viene a mí. Quiere estar conmigo, aunque no me sienta digno ni de desabrocharle sus sandalias. Jesús viene a sacarme de mi ceguera, de mi cárcel, de mi prisión: «Para que abras los ojos de los ciegos. Saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas». Jesús viene a liberarme. Le importo. Me busca. Me quiere. Parece imposible, pero es así. Se pone a la cola en mi vida. Espera paciente el tiempo que haga falta hasta que yo me dé cuenta de su presencia. Espera mi tiempo. Y allí, en lo más hondo de mi vida, en mi enfermedad, en mis palabras, en mis sueños. En aquello que ahora mismo me hace temblar y reír, llorar o temer. Allí llega Jesús, se pone a mi lado, en silencio, y comparte conmigo la vida. Y entonces el cielo se abre. Y yo tiemblo. Todo sucede no fuera de mi vida. Sino en medio de mi vida. En mi río. Jesús llega hasta mí. Y mientras Jesús ora, el cielo se abre. Jesús ora conmigo, por mí, toma mi vida tal cual es, lo que me inquieta y alegra, lo que simplemente me aburre o me cansa, lo que me parece imposible. Acoge mi momento. Y ora a mi lado. Entonces, se abre el cielo. Se rompe el muro. Y Dios me muestra donde está. Y dónde estoy yo en su corazón. El Dios de mi historia, de mi vida. Jesús responde al anhelo de mi vida como respondió al anhelo de la vida de Juan. Y me dice que me ama. Y mi vida cobra sentido. Porque eso es lo que yo necesito oír cada día para salir y liberar a otros. Para ser yo sanado y sanador. Liberado y liberador. Para sacar de su ceguera a los que no ven. Para dar la vida a los que están muertos. Decía el P. Kentenich: «Los santos se han hecho santos desde el momento en que comenzaron a amar. Y han comenzado a amar cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados»[8]. Así empieza el camino de la santidad. Cuando me sé amado por Dios. Cuando descubro que soy el hijo querido y esperado de Dios. Cuando entiendo que me quiere con locura, como soy, como estoy. Así comenzó Jesús su vida pública, sabiéndose amado profundamente. Desde entonces comenzó a curar, a pasar haciendo el bien, consolando: «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Sólo el amor profundo saca lo mejor de mí, lo que soy de verdad. Sólo ese amor me convierte en amante, en sanador herido, en liberador de hombres. Sólo ese amor me saca de mí mismo y me pone en camino.



[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 67

[2] Anselm Grün, Con el corazón y todos los sentidos.

[3] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 99

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios

[7] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[8] J. Kentenich, Dios, mi Padre, reflexiones sobre el mundo de la infancia espiritual

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