III Domingo de Adviento-Domingo de la alegría
por Al partir el pan
«Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: - ¿Maestro, qué hacemos nosotros?»
«Dios me pide que coloque mi felicidad en el lugar correcto. Sabe que mi felicidad se construye sobre la confianza en Él, sobre el abandono en sus manos»
Hoy escuchamos una frase que siempre me ha dado qué pensar: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad siempre alegres». Es como si Dios me pidiera que estuviera siempre alegre. Que no me agobiara por la vida. Que descansara de verdad en sus manos y viviera confiado lo que tanto me turba. Pero, ¿es realmente posible estar siempre alegre? Yo no puedo. ¿Qué hago con esos momentos de melancolía que a veces me embargan? ¿Qué hago cuando la cruz me golpea y no sé bien cómo seguirán mis pasos? ¿Cómo puedo sonreír al tocar la muerte, al vivir el desprecio, al acariciar el odio? Muchas veces, ante la primera sacudida de la vida, tiemblo y pierdo la sonrisa. No logro estar siempre alegre, no logro alegrar siempre a los otros. ¿Dios detesta mi tristeza, mi melancolía, mi angustia y mis agobios? No, no creo en ese Dios que me pide que haga lo que no puedo hacer, lo que no me sale. No creo en un Dios que ordena la alegría y la pretende imponer. No creo en un mandato divino que me resulta imposible de cumplir. Su misericordia no exige sonrisas en el dolor y alegría en el drama. Conoce mi corazón. Sabe cuándo estoy turbado y se conmueve. Entiende mis tristezas y mis lágrimas. Ha pisado conmigo el camino de mi calvario y se conoce de sobra los clavos que me duelen. Ha llorado mis lágrimas y tocado mi herida en su herida. No creo en ese Dios que pide lo imposible. Pero es verdad que las palabras de hoy me alegran. Me gustaría estar siempre alegre. Suena como música celestial. Yo no puedo. Pero Dios lo puede hacer posible. No sé bien cómo. Pero para Él nada es imposible. Miro mi corazón y me pregunto: ¿Me han educado para la alegría? ¿Dónde me han enseñado a buscar mi felicidad? Tal vez he escuchado desde pequeño que la felicidad se encuentra en el éxito. Fuera de mí. En las circunstancias favorables. Y por eso me he turbado al cosechar fracasos, al lamentar la mala suerte. Me han dicho que sería feliz si mi aspecto era apreciado por todos. Y me he entristecido al escuchar críticas y desprecios. Me han dicho que sería feliz si lograba todo lo que anhelaba. Y me he quedado mudo y triste al acariciar la impotencia por no lograr las metas marcadas. No, no es esa la felicidad verdadera. Tal vez la verdadera felicidad se encuentra en mi corazón. Decía Jean Vanier: «La felicidad consiste en vivir y buscar la verdad, con otros, en comunidad, en ser responsable de nuestra vida y de la de los otros. Consiste en aceptar el hecho de que somos limitados, capaces sin embargo de entrar en una relación personal con lo Infinito, descubriendo así la verdad que trasciende toda cultura: que cada persona es única y sagrada». Miro a Dios. Le digo que quiero ser feliz así. Aceptando mi vida sagrada. Besando mi camino sagrado. Él sabe mejor que yo lo que necesito para llevar una vida plena. Me conoce y sabe hasta dónde llega mi fragilidad. Me sostiene. Una persona rezaba: «Cada vez veo más clara la misión que me encomiendas y cada vez veo más mi debilidad. Tú siempre has estado conmigo. Sosteniéndome y guiando cada uno de mis pasos. Señor, nadie mejor que Tú sabe dónde está la fuente de mi felicidad. En la medida en la que veo más claro lo que me pides, mejor veo mi fragilidad. Soy muy débil». La fragilidad no nos hace infelices. Al menos no debería. Porque cuando somos débiles experimentamos el abrazo de Dios sosteniéndonos. Tampoco el sufrimiento debería hacernos infelices. El otro día leía el testimonio de un matrimonio que vivió la cruz y se mantuvo firme ante el Señor: «Estamos poco acostumbrados a asociar el sufrimiento con personas felices»[1]. Nadie nos puede quitar la felicidad. Porque descansa en el corazón de Dios. Porque confiamos en su amor que nos sostiene en los momentos más delicados. Porque sabemos que no se baja de nuestra barca en medio de la tormenta. Jesús es el sentido de mi vida y la causa última de mi alegría. Cuando hoy me dice que esté alegre, no me impone un imperativo moral. No me exige una felicidad que no puedo fabricar con mis manos. Simplemente me pide que madure, que aprenda a colocar mi felicidad en el lugar correcto, que aprenda a confiar y a dejar en sus manos lo que yo no controlo y abarco. Me dice que sabe que habrá momentos en los que no sepa sonreír, o no me queden fuerzas. Y que no importa, porque sabe que mi felicidad está más allá de mis sonrisas. Que mi felicidad se construye sobre la confianza en Dios, sobre el abandono en sus manos.
El otro día me hablaban de un libro para niños. Me hablaban de «Pollyanna». Era una niña huérfana de padre y madre que es enviada a vivir con su estricta tía Polly. Aprendió en las dificultades de la vida a practicar el juego de la alegría. Esta huerfanita cambió por completo su vida y la de toda una ciudad. Educada con optimismo por su padre es capaz de encontrar siempre el lado bueno de cualquier situación para alegrar la vida de los que la rodean. Así lo hace con su propia tía, con un hombre solitario y triste, y con una mujer deprimida por su enfermedad, que la tenía postrada en cama. Esta niña que sufre muchas desgracias, hace siempre una lectura positiva de su vida. ¡Cuánto nos cuesta mirar así la cruz! En seguida nos turbamos y dejamos de confiar. Me gusta el juego de la alegría. Me gustaría ser siempre capaz de jugar a mirar lo positivo, a sacar el lado bueno de las cosas. Siempre existe un lado bueno aunque a veces me cueste descubrirlo. Donde se cierra una puerta se abre una ventana. Me gusta la descripción que el Padre Melchor Nunes hace de S. Francisco Javier: «Siempre riendo con rostro afable y sereno. Siempre ríe y nunca ríe. Siempre ríe porque tiene siempre una alegría espiritual. Y a pesar de ello nunca ríe porque siempre está recogido en sí mismo y nunca se disipa con las creaturas». ¡Qué forma tan bonita de vivir! Vivir riendo. Reír viviendo. Vivir contenido. Vivir entregado. Con una mirada franca y alegre. Con una alegría contenida. Con una risa que todo lo llena. La risa es contagiosa. También lo es el llanto. La risa rompe los silencios. Esa risa verdadera, pura, cristalina. Como una cascada. Esa risa que todo lo ilumina. Me gustan las personas que ríen, que sonríen, que ríen con los ojos y con la boca, con ruido o sin ruido, no importa. Me gusta la alegría contenida y el sentido del humor. Me gusta una mirada que ríe. No es fácil reír con los ojos. Me gustan las palabras alegres en los momentos más tristes. A veces reír en momentos difíciles parece no ser lo más indicado. Tenemos que cuidar la empatía y sufrir con el que sufre y llorar con el que llora. Y no reír cuando no toca. Pero tener sentido del humor en momentos de dolor sana el corazón. ¡Cuánto nos ayuda! También es una ayuda aprender a reírnos de nosotros mismos, de nuestras torpezas, de nuestros miedos y no aprovechar siempre para reírnos de los errores de los demás. Reírnos sin burlarnos, sin menospreciar a los otros. Reírnos con cosas inocentes, sin caer en ese humor sarcástico, irónico, hiriente. La sonrisa fácil. La risa inocente. La mirada franca. Me gusta la risa del Jesús del castillo de Javier. Ríe sin reír, en el silencio del dolor de su muerte. Ríe y me mira tratando de darme algo de su pena para alegrar mi alma, para que no llore. Ríe para decirme que ya estoy en Él, contenido, descansando en sus brazos. Ríe y me sonríe, invitándome a seguir sus pasos, diciéndome que no he de temer, que Él está conmigo para siempre, que no se va nunca: «Estad siempre alegres en el Señor. Nada os preocupe». Estamos alegres cuando nada nos preocupa, cuando no vivimos angustiados por lo que escapa a nuestro control. ¡Qué difícil que nada me preocupe! La vida me asusta. Me suelen preocupar las cosas que pueden suceder. Me suelo agobiar por el futuro incierto. Jesús me pide que viva sin dejarme llevar por el peso del pecado, de la pérdida, del fracaso. Sin abrumarme por la vida que como una cascada se lo lleva todo por delante. El Señor está conmigo, ¿por qué me angustio tanto por lo que ha de venir? ¿Por qué temo tanto las pérdidas? Sonrío. Me río. De mí mismo, de mis miedos. Me río con la vida que Dios me regala. Con las pocas certezas que manejo. ¡Ese afán absurdo por querer tenerlo todo controlado! Esbozo una sonrisa como el Cristo de Javier. Me conmueve esa imagen. Me alegra. La miro. Confío. Sonrío.
Esta semana hemos mirado a María. Hemos entrado en el año de la misericordia cruzando el umbral de su puerta santa. Siempre me emociona la fiesta de la Inmaculada. Miro a María. María mira mi pobreza. La miro a Ella como la mujer llena de luz, de vida, de esperanza. La mujer contenida, guardada, sellada como el lugar más sagrado en el que vino a nacer Dios. Me conmueve hacerme niño en sus manos. No me siento inmaculado. Veo el pecado y la pequeñez. ¡Estoy tan lejos de lo que sueño! Me impresiona la fragilidad de mis pasos. Miro a María, su pureza, su virginidad, su pertenencia a Dios por entero sin dejar de pertenecerle a todos los hombres, a todos sus hijos. Tengo claro que pertenecerle a Dios no me quita nada, me lo da todo. No me priva de amar, me enseña a amar. María me lo deja claro. Su pertenencia a Dios se me muestra como un camino. Su ser inmaculado se manifiesta en ese amor indiviso. ¿Cuándo está mi amor dividido? No cuando amo a muchos. Sino cuando amo mal, con egoísmo. Como decía San Francisco: «Lo contrario del amor no es el odio sino la posesión». El amor verdadero libera, enaltece, hace crecer, ensancha el alma. El amor egoísta posee, retiene, teme perder, es celoso, tiene envidia. Miro a María, y me gustaría mirar a los hombres como Ella me mira a mí. Me devuelve mi dignidad cuando la pierdo. Rezo como esa persona que rezaba: «No quiero perder la pureza de la mirada. A veces la pierdo. El corazón herido guarda rencores que no olvida. Me da miedo volverme rencoroso, guardar en el alma oscuridades. Quiero confiar de nuevo, Jesús. Quiero creer que Tú lo puedes todo». Esa mirada que transforma mi mirada. Mi forma de ver las cosas, de vivirlas, de pensarlas. Tal vez la pureza no está tanto en las cosas, en los hechos, fuera de mí, como en la mirada que yo tengo sobre la vida. La pureza surge del interior, de lo más hondo de mi corazón. Allí donde sólo Dios habita y habla, en lo más sagrado. Allí donde le dejo entrar, cuando me dejo tocar por sus manos. Me gustaría que mi amor a María cambiara mi corazón por completo. Decía S. Vicente Pallotti: «María nos ama inmensamente. Por eso queremos entregarnos por completo a Ella. Así con nuestras palabras y actos seremos apóstoles entusiastas. Seamos hijos y apóstoles de María. Llenos de confianza en Dios nos esforzaremos por transformarnos tanto en Ella que nuestro corazón, nuestras mociones, nuestras palabras y miradas, nuestros pasos, todo, absolutamente todo lo que hagamos o dejemos de hacer, le pertenezca a Ella»[2]. Es el milagro más profundo, menos visible, más verdadero. La transformación que no es efímera, sino duradera. La que empieza por dentro. Desde dentro hacia fuera. Las formas a veces pueden no encauzar la vida. Pueden ser sólo expresiones vagas de una vida que va por dentro. Cuando las formas guardan la vida sí tienen sentido. Cuando la vida se aleja de las formas, estas se vuelven rígidas y dejan de tener tanto sentido. María me enseña a mirar en profundidad mi vida. Así hablaba el P. Kentenich de María citando a san Vicente Pallotti: «Acostumbraba decir, señalando la imagen de María: -Ella es la gran Misionera, Ella obrará milagros. Se refería a milagros de transformación moral, junto con la gracia del arraigo y de la fecundidad apostólica»[3]. María obra milagros. Me falta fe. Para ver inmaculada mi vida llena de faltas. Para ver la pureza en mi mirada que se queda detenida en lo impuro. Para ver cómo sembrar luz en ambientes en los que reine María. Quisiera vivir en mi corazón grandes milagros. ¿No los he vivido ya alguna vez? Si soy sincero reconozco todo lo que María ha hecho en mi vida. Cuando me he abierto a Ella y a su poder. Cuando le he consagrado todo lo que tengo y soy. Mis sueños y deseos. Mis pensamientos más míos. Necesito más fe para creer en los milagros. Ella hace milagros interiores. Si la dejo actuar.
Me conmueve el sí de María. En la anunciación abre la puerta de su corazón a Dios. Bueno, ya la había abierto desde siempre. Pero ese día dice sí a Dios que está a la puerta y llama. Es lo que celebramos al pensar en María. Ella, la mujer llena de Dios, dice que sí. No puede pecar porque en Ella todo en su interior es armonía. No está dividida. No puede hacer el mal. No puede hacer daño a Dios. No puede hacerse daño a sí misma ni daño a los hombres. Está llena del Espíritu, de gracia. Pero necesita decirle que sí a Dios, a su querer. Necesita descubrir el querer de Dios y abrazarlo. A veces pensamos que pecamos cuando desobedecemos a Dios y no seguimos sus planes. Pero no siempre es verdad. María podía haber dicho que no a la voluntad de Dios. No fue forzada al sí. Era libre, plenamente libre. En la vida muchas veces le decimos a Dios que no a sus planes y no por ello estamos pecando. Nos alejamos de su querer, pero Dios no se aleja de nosotros. No pecamos al no hacer su voluntad. Elegimos otro camino que no es pecaminoso. Simplemente no hacemos lo que Él quiere. Nos casamos con una persona que Él no había soñado, pero nos acompaña en ese nuevo camino. Decidimos no irnos a trabajar al lugar que Él quería para nosotros, pero se queda en la decisión tomada a nuestro lado. No se desentiende de nuestras decisiones. Es fiel a su amor aunque nosotros no siempre lo seamos. En la vida hace falta mucha fe, mucha claridad en el alma, para saber bien lo que Dios nos pide y elegirlo. Mucha fe también para seguir adelante cuando sentimos que nos hemos confundido, que no hemos hecho lo que Dios nos pedía. Es la fe que le pedimos hoy a María. Ella empezó ese camino el día en que le dijo a Dios que sí y obedeció. Abrió su alma, y el Verbo se hizo carne en su seno. Y fue colmada de gracias para siempre. Como dice el P. Kentenich: «Fue colmada de gracia como ninguna otra creatura, como ningún ángel»[4]. Llena de gracia, libre de pecado. Llena de luz, de Dios, libre de sombras. Me impresiona esa verdad tan profunda. María, sagrario de Dios, templo del Espíritu, custodia viva, morada del Dios Trino. ¿Cómo podía no saber lo que Dios le pedía cuando estaba tan llena de Dios? Cuando uno está lleno de Dios es más fácil saber su querer. Cuando uno vive volcado en el mundo, cerradas las puertas del corazón, es mucho más difícil. Pero Dios nunca fuerza a seguir sus pasos, no obliga, ni presiona. Respeta, aguarda paciente. Dios nos deja libres para amarlo cuando Él nos ama, para seguirle cuando Él nos abraza. Esa verdad me conmueve. Un amor infinito que respeta que mi amor finito lo ame torpemente o lo ignore en mi apego al mundo. Sabe que mi respuesta puede ser un sí o un no, y Él espera. Es la paciencia de Dios. Ese respeto infinito me parece un milagro. Le doy gracias a Dios.
El sí de María abre la puerta santa de su corazón a Dios. Comienza así en el seno de María Inmaculada el año de la misericordia. Un año signado por la alegría. Un año de perdón y de gracia. De reconciliación y de paz. Un año de un amor misericordioso que se derrama sobre mi vida. Decía el Papa Francisco en la bula: «Los confesores están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre que no conoce confines». Es la alegría del padre que ve regresar al hijo pródigo a su casa y lo abraza conmovido. El Papa Francisco abrió la puerta santa en el día de María Inmaculada: «La Virgen María es llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor ha hecho en ella. La gracia de Dios la ha envuelto, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, hasta el misterio más profundo, se convierte para ella un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia puede transformar el corazón, y lo hace capaz de realizar un acto tan grande que puede cambiar la historia de la humanidad. La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no es sólo quien perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva». El sí de Dios se anticipa y abre la puerta de su corazón a María librándola de todo pecado. Me conmueve esa puerta abierta en el corazón de Dios por la que entra María. Me impresiona esa puerta sagrada del corazón de María por la que entra Dios de rodillas. Esa puerta abierta en el corazón de María por la que pasan también los hombres, humillados, avergonzados, amados. María me invita a abrir la puerta de mi corazón a la misericordia de Dios. La puerta siempre se abre hacia fuera, no hacia dentro de forma egoísta. La puerta de la misericordia se abre para recibir el amor de Dios en mi miseria. Y se abre para entregar yo amor a tantos. Para entregar alegría y esperanza. Para ser yo portador de misericordia. ¡Hace tanta falta!
Hoy Juan Bautista vuelve a ser el protagonista. Juan «exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio». Predicaba el perdón de los pecados. Exigía la integridad de vida y la limpieza del alma. Juan pide un cambio, pide la conversión. Hay que preparar los caminos. Sabemos que es importante. Cambiar de vida. Transformar el corazón. Decirle que sí a Dios, que estamos dispuestos. El P. Kentenich decía: «Una transformación y conversión profundas. Esto último es lo más importante. Tenemos que transformarnos»[5]. El amor de Dios transforma mi vida. Mora en mí. Deseamos vivir de forma diferente. Es lo que Juan esperaba de los hombres. Aún no había llegado Jesús, aún no lo conocía. Jesús, cuando llega, habla del perdón de Dios a todos, se dirige a los pecadores a los que Dios perdona y ama. El otro día leía: «El pueblo se ha de convertir, pero la conversión no va a consistir en prepararse para un juicio, como pensaba Juan, sino en ‘entrar’ en el ‘reino de Dios’ y acoger su perdón salvador. Dios llega para todos como salvador, no como juez. Pero Dios no fuerza a nadie; sólo invita. Su invitación puede ser acogida o rechazada. Cada uno decide su destino»[6]. Jesús vivió entre los hombres, comió con cualquiera y caminaba con cualquiera. Jesús se dejaba tocar y tocaba. Era la misericordia que abraza a todos. Juan, que vivía en penitencia, fue elegido para anunciar la misericordia infinita de Dios que se abajó hasta nosotros. No habría nadie tan grande como Juan, siendo entre todos los hijos de Dios el más pequeño. Juan debió sorprenderse al conocer a Jesús y ver su estilo tan diferente al suyo. «Jesús abandona también el lenguaje duro del desierto. Comienza a contar parábolas que el Bautista jamás hubiera imaginado»[7]. Aunque eso Juan ya lo intuía. Sabía que vendría Aquel que bautizaría con fuego mientras él lo hacía con agua. Jesús cambiaría también a Juan, rompería sus esquemas. Llenaría su corazón de vida. En su alma allanaría montes y elevaría valles. También a él debió cambiarle la vida cuando vio a Jesús. Siempre pienso en mi segunda conversión. En cambiar de nuevo el corazón. Me siento muy lejos. Me hace falta cambiar desde lo profundo. Juan recibió una llamada de Dios en el desierto. La siguió, la guardó en el corazón y la entregó. Esa llamada le decía quién era él, para qué estaba en este mundo, y sobre todo, que era amado y escogido. Pero tiempo más tarde, al encontrarse con Jesús, al preguntarse en la cárcel si Jesús era el esperado, volvió a empezar de nuevo. Es la segunda conversión, la segunda llamada. Despojado de todo Juan le dijo que sí a Dios. Lo entregó todo, se abandonó como los niños. Volvió a mirar su vida a la luz de Jesús, volvió a darle su sí con libertad, como María. Comprendió que su misión estaba cumplida. A veces, nosotros, tenemos nuestra idea de Dios, por nuestra historia, por lo que hemos recibido, por experiencias personales previas, por esa llamada que un día sentimos en el corazón. Y Jesús una y otra vez viene a nuestra vida a cambiarnos nuestras formas, a empezar juntos de nuevo. Jesús llega y me abre el corazón para volver a mirarlo como si nunca lo hubiera visto antes. Juan habló de Jesús. Esa fue su vida. Anunció a Jesús. Y Jesús llegó y le sorprendió. Y Jesús llegó y superó cualquier anuncio, cualquier idea. Ante su mirada de amor, ante su humanidad, Juan volvió a creer.
En el Evangelio de hoy muchos llegan a Juan buscando respuestas. Buscan el amor de Dios, buscan el sentido de sus vidas y descubrir qué tienen que hacer: «¿Entonces qué hacemos?». Esa es la pregunta de los discípulos a Juan. Han escuchado sus palabras y quieren cambiar de vida. No era su voz una voz perdida en el desierto. Esa pregunta indica que la voz hizo vibrar el corazón de algunos que creyeron en ese hombre honesto. Ese profeta que anunciaba al Salvador que estaba a las puertas. Ojalá yo creyese igual. Han escuchado esa voz que parecía que nadie escuchaba. Esa es también mi pregunta hoy, en mi desierto, en mi Adviento: «Entonces ¿qué hago?». Me gusta ese «entonces». ¡Dice tantas cosas! Resume esa fe sencilla de creer, de esperar. Entonces implica un momento en el que estoy y creo. ¿Y entonces? Entonces tal como soy, con mi hoy, tal como estoy, con mis miedos, con mis necesidades. ¿Qué hago? Entonces, porque Jesús viene pronto. Entonces, porque hay que preparar el alma. Entonces, en el desierto de mi corazón. Entonces, en mi Adviento. ¿Qué hago? En mi desierto es donde puedo pensar mis «entonces». Cuando me detengo. Cuando escucho y hago silencio. Cuando cesan los ruidos y me miro. Y dejo que la voz del que anuncia a Jesús toque mi corazón. ¡Cuántos ángeles en mi día a día me anuncian a Dios y yo no escucho! Pero cuando paro y escucho, oigo su voz. Y pienso: «Entonces, ¿Puede cambiar algo en mí? ¿Hay algo que no está en orden? ¿Qué más puedo hacer?». Todo es susceptible de mejora. Suele ser así. Siempre podemos amar más y mejor. Llegar a más personas. Dejar nuestra zona de confort. Podemos vivir más intensamente lo que hacemos, con más amor. El otro día estuve largo rato con una persona mayor. Con ella no hay mucho que hacer. Sólo estar. Sólo contemplar. Sólo mirar. No hay conversaciones con sentido. No importa. La mirada basta. Los silencios son suficientes. Pienso que es como estar con Jesús. No quiero sacar conclusiones, tomar decisiones. Simplemente quiero estar con Él, como estoy con ella. Como en esas noches de estrellas infinitas en el desierto. Ante un horizonte amplio. Parece que uno pierde el tiempo. Pero no es así. Estar lo es todo. Es acompañar y cuidar. Velar y amar. En silencio. Sin palabras. «Entonces» implica una parada. A veces nos detiene un dolor, algo que no entendemos, una enfermedad, la vejez, y nos hace parar un momento en medio de la rutina. O quizás nos detiene un miedo nuevo que nos lleva al desierto. Entonces. O algo que irrumpe en la vida y nos descoloca. Ese «entonces» tan sencillo implica que he salido de mi vida cotidiana. Es un momento sagrado. De Dios. Como el de esos hombres que han ido al desierto, han escuchado a Juan, y han creído. «Entonces» supone un acto de fe. «Entonces» sólo sucede en el desierto. Miro mi vida con algo de profundidad. ¡Cuántas cosas tengo! ¡Cuántas cosas me faltan! Mi vacío lo puedo tocar. Le pido a Jesús que venga: «Ven, Señor Jesús». Eso significa «entonces». Es una súplica humilde. ¿Le digo que venga, una y otra vez? ¿En qué situaciones de mi vida ahora mismo no está Él? ¿En qué sentimientos quizás más ocultos necesito que venga, que los toque, que me sane? Me detengo frente a Dios. Eso es el Adviento. Despojado de mí mismo, en mi desierto. Así, tal como soy, con mi vida, con mis incoherencias y mis dones, con mi pecado y mis opciones, con mis amores y mis heridas, con mis pasiones y esos momentos cotidianos que me dan vida, con mi búsqueda. Me paro frente a Él y le digo: «Entonces, Señor, aquí me tienes. Entonces, ven. Entonces, te necesito». «Entonces» me sitúa en el ahora. En el instante que vivo y que ya parece que se va. Tal como soy, con lo que soy, así, en mi momento. Necesito que Jesús pise el camino de mi vida. Es una parada para mirar al cielo. Eso es el Adviento: «Entonces ¿qué hago?». Creo que Dios se conmueve ante esta mirada al cielo y esa pregunta. Se conmueve ante mí. Ante mí que no lo sé todo. Quiero contar con Él, pero no sé cómo hacerlo. Y pregunto. Los discípulos se lo preguntan a Juan. En realidad es la pregunta del hombre a Dios desde siempre. Es una pregunta que habla de hechos, de acciones, de misión. De plasmar en obras que abran el camino al Señor. El amor se toca en las obras, en detalles hacia otros. La voz y los hechos. Son las dos cosas importantes de la vida. Escuchar y salir de uno mismo en hechos, en obras, en acciones. María escucha, dice que sí y se pone en camino.
Los que le preguntan a Juan quieren respuestas concretas. Y Juan les da respuestas: «El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo. No exijáis más de lo establecido. No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga». Les habla de obras de justicia. Les dice que vivan con honestidad. Que no abusen, que no se aprovechen, que sean generosos. Propone unos «noes». A veces hay que saber decir que no en la vida. «No» a manipular, «No» a justificarnos en el trabajo y apoderarnos de lo que no nos corresponde. «No» a ambicionar más. «No» a conseguir cosas tratando mal a otros. Queremos ser honestos en nuestra vida. Ser justos e íntegros. ¡Cuántas veces los cristianos no damos ejemplo con nuestra vida! Rezamos mucho, hablamos de Dios, pero luego no actuamos con justicia, no sabemos decir «No». Y nos dejamos llevar por lo que los demás hacen. ¿Cuáles son mis «noes» hoy, esos «noes» que preparan mi camino a Jesús en este Adviento? ¿Qué «no» concreto me cuesta dar? Al inicio del año de la misericordia el Papa nos invita a vivir las obras de misericordia. Son «síes». Los «síes» que nos propondrá Jesús cuando llegue. Una invitación a ir más allá de lo justo, de lo correcto, de lo que no nos mancha. Más allá de una vida que no escandaliza, que cumple mínimos. Jesús pide tener un alma magnánima, grande, inmensa. Nos invita a ir más allá del mínimo, más allá de la línea del pecado. Arriesgándonos. Cayendo, pero amando con toda el alma. Ese es el camino que comienza en la puerta de Belén, ante un hombre y una mujer que lo dan todo, que lo esperan todo. Ante un Dios que se hace niño para que lo podamos abrazar. El «Sí» que pronunció María en Nazaret y mantuvo siempre. El «Sí» a consolar al triste con nuestro abrazo, a escuchar, a dar buen consejo a quien está perdido, a acoger al que no tiene hogar, a enseñar al que no sabe, a dar de comer, a dar de beber, a rezar por los difuntos. El «Sí» a sufrir con paciencia los defectos de los más cercanos, a cuidar a los que lo están pasando mal. ¿Cuáles son los detalles de amor que puedo dar? ¿Dónde puedo ser más generoso, más magnánimo? Juan sólo anuncia y prepara. Estar con Jesús supera cualquier preparación. Esa es nuestra experiencia. Su llegada siempre nos desborda. Juan bautiza con agua y ya enciende en los que lo escuchan el anhelo del bautismo de fuego que traerá Jesús. Jesús nos enseña a amar con el fuego de Dios a cualquiera, hasta dar la vida, consolando, perdonando, rompiéndonos. Jesús superará todo ese mundo de «noes», necesario para vaciarnos y despojarnos. Y lo llena con los «síes» que nos abren a la vida. De la renuncia a la misericordia que cambia el corazón. La presencia y el abrazo de Jesús nos cambia de verdad. Esa es nuestra esperanza. Entonces, ¿qué hacemos? Miro a María y a José. Ellos caminan en silencio. Aguardan. Se cuidan. Confían en que Dios no les dejará nunca. Me conmueve. Quiero caminar con ellos a Belén.
[1] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65
[2] J. Kentenich, Hacia la cima
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
[4] J. Kentenich, Kentenich Reader II
[5] J. Kentenich, Jornada de octubre 1950
[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[7] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica