Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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I Domingo de Adviento

por Al partir el pan

Jeremías 33, 14-16; 1 Tesalonicenses 3, 12- 4,2; Lucas 21, 25-28. 34-36.

«Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación»

« ¿No tengo acaso necesidad de permanecer dentro, escondido, guardado, perdido en mí mismo, descansado, oculto, como Jesús que nace en una cueva? »

El otro día pude pasear por un jardín en este tiempo de otoño. Un parque lleno de árboles, arbustos y flores. De hojas caídas, de hojas a punto de volar. Un entramado de luces y sombras. De caminos y bancos. De fuentes y aguas. Un espacio de reflejos y aire puro. De sueños y anhelos. Un misterio de silencios y de paz. Un mosaico sorprendente lleno de vivos colores. Me dejé tocar por las sombras y enamorar de los claros. Me detuve ante el sol de la tarde, cansado, aturdido. De repente, rodeado de la naturaleza, uno se olvida de los agobios, de los miedos, de la violencia, de los dolores de este mundo, de las noticias. Toma distancia y espera, confía. En medio de ese jardín pensaba en Dios, pensaba en la paz de su corazón herido. Pensaba que la vida es don, es gracia, es fruto de su misericordia. Miraba caer el sol entre las ramas. Escuchaba el sonido apagado de los pájaros. Se me ocurría que pocas veces me detengo a escuchar el silencio. Tal vez no tengo tanto silencio porque estoy rodeado de ruidos, timbres y palabras. Me enamora ese silencio de hojas secas. Me gusta el sol que se detiene a bañar con su luz el atardecer de mi vida. Esa luz llena de esperanza. Me gusta pensar en mi alma como un jardín sellado, sagrado, guardado. Un espacio santo en el que Dios sale a pasear cada tarde, cada mañana. Entra y sale. Atraviesa el umbral de mi vida. Detiene sus pasos conmovido ante mi pobreza. Me gusta pensar en los árboles que viven dentro de mí. Esos árboles que me dan sombra. Con sus raíces hondas. Pienso en las fuentes de mi alma. En los caminos llenos de hojas. Me gusta mirar la altura de los árboles. Su tronco esbelto, sus ramas entrelazadas. Me gustan esos árboles que se imponen por su altura casi rozando el cielo, y las nubes, y el sol de la mañana. Me alegra pensar en las hojas caídas de mi otoño interior. Donde casi no distingo los caminos. Me gusta mirar el agua que brota de la fuente escondida en lo más hondo de mi ser. Un pozo que nunca se agota. Me gusta mirar mi jardín interior a veces tan oculto para mí mismo. Me gusta pasear yo mismo por mi interior. Con un ritmo tranquilo, sin prisas. Sin miedo. Sin temer encontrarme lo que no me gusta. Me gustan los jardines, los huertos, los bosques pequeños en los que luz y las sombras se juntan dibujando la tarde. Me gusta la luz tenue que atardece, y la luz cálida que amanece. No me gusta la oscuridad absoluta. Donde no hay luces que desvelen misterios. Me gusta que los rayos descubran lo que la noche esconde. Me doy cuenta, al mirarme por dentro, de todo lo que me falta, de lo lejos que estoy de lo que sueño. De la poca luz de mi alma. De la poca altura de mis árboles. Y veo que me falta agua, y paz, y silencio. Raíces y fortaleza. Y creo que a veces no es el sol la tonalidad que más poseo. No quiero que la tristeza mande en mi vida, ni el desánimo, ni la desesperanza. Quiero un jardín lleno de vida, de ramas, de flores, de hojas y de fuentes. Un bosque roto por los rayos de un sol que amanece. Decía una persona: «Guardo en el corazón la luz de los bosques de otoño. Esa luz cambia lo gris de mi vida siempre». Me gustaría guardar la luz de los bosques de muchos otoños. Me gustaría que en mi jardín los árboles no me impidieran ver el bosque, ni me quitaran la luz de la mañana. No quiero que las ramas impidan a los rayos darme su luz eterna y aligerar mi canto. No deseo que las hojas cubran en exceso el agua de la fuente, ni confundan mis caminos. Me gusta ver correr el agua y saber bien dónde piso, por dónde voy, de dónde vengo. El agua todo lo renueva, lo limpia. Todo lo llena de vida. Quiero cuidar mi jardín sellado, mi bosque interior lleno de otoño. Quiero hacerlo con mis manos, con las manos de Dios sobre mi alma. Quiero cultivar el verde y las flores, las ramas y el silencio. Quiero dejar que fluyan las aguas, que nunca escasee el manantial de mi vida. Quiero cavar hondo, sin descanso. Preparando la tierra para que muera la semilla. Confiando en un tronco firme que desafíe los vientos. Esperando milagros que sólo ocurren cuando me abro y espero, cuando le digo que sí a Dios y me dejo hacer. Con calma, con mi amor finito abrazado a su amor infinito. ¿Cómo es mi jardín interior, ese que a veces tanto descuido, ese que no guardo y custodio? ¿Cómo son mis bosques y mis árboles?

Los árboles inmensos me impresionan. Dicen que los árboles tienen tanta madera elevada al cielo, como madera oculta desde el tronco y las raíces hasta lo más hondo de la tierra. Me sorprende el dato. Lo que se ve y lo que no vemos, es lo mismo. Tan alto es y tan profundo. Llega a las nubes, se hunde en la tierra. Si no fuera así caería al ser tocado por el viento. Y perdería estabilidad con la primera ráfaga, con las primeras aguas. Por eso, igual que los árboles, lo que ven de mí por fuera tendría que ser igual a lo que no ven de mí por dentro. Me siento lejos. Soy más alto que profundo, más visible que invisible. A veces parezco alto, sólo aparento. Pero apenas soy profundo. Pocas raíces. Poca hondura. Tal vez porque la apariencia es más fuerte que lo que soy en realidad, hasta muy dentro. Y tal vez mi ramaje, aparentemente verde y lleno de hojas, no se corresponda con raíces profundas que busquen fuentes eternas que mantengan el frescor de mi esperanza. No lo sé. Lo que los demás ven, lo que yo soy y veo. Lo que ve Dios al mirarme por dentro. Cavando hondo en el alma me encuentro con mi misterio. Mis raíces, o son profundas, o me seco. Una persona rezaba: «A lo mejor yo no soy un árbol sano. A lo mejor no doy buen fruto. De vez en cuando me da miedo, Jesús. Y sé que el fruto es tuyo. Pero a veces pienso que es mío. Mis éxitos, mis logros. Sin tenerte en cuenta a ti. Quiero confiar en lo que Tú logras con tu mano. Quiero ser más niño. Sólo quiero estar contigo, ser tuyo. Sé que me falta la pureza de los niños. Quiero recuperar su inocencia. Dame la paz del alma. Quema en mí lo que es impuro. El ramaje seco. Dame la hondura que necesito». Me da miedo que el árbol de mi alma no tenga estabilidad en la base, no tenga profundidad. Me da miedo que mis raíces no rocen el agua de los pozos más hondos. Y busquen saciar su sed en charcos que pronto secan. Y temo que, si sopla el viento o corren las aguas, acabe todo sin que me dé yo cuenta. Puede ser que la altura no equivalga a la hondura. Y me quede corto. Todo puede ser porque vivo disperso, desparramado en el mundo, sin raíces. Dicen que los pozos se comunican por dentro. Cuando hay hondura, creo, las almas se comprenden mejor que cuando nadan en la superficialidad de esta vida. Se miran y se entienden, sin mediar palabras, comparten la misma agua. En la oración las almas se reconocen siempre. Rezan igual, o no rezan. En lo más hondo del misterio de ese amor que se hace silencio, abrazo y espera. En el amor entregado a Dios de rodillas, mirando hondo en el alma, mirando a Dios en mi alma. Allí, en el agua más pura que tengo, porque no es mi agua, porque es de Dios, veo con claridad lo que no poseo, y el anhelo de lo eterno es más verdadero y auténtico. Pero a veces siento que el peso del mundo es muy fuerte. Esas redes sociales que tejen vínculos, distintos a los que tejen las aguas de los pozos. Porque van por la superficie, son apenas charcos, riachuelos. Pero me sacan de mis raíces hondas. A lo mejor busco más lo que se ve que lo que hay en lo profundo. Y me contento con un amor superficial que nada calma. Me quedo más en lo que aparento que en lo que tengo y poseo. En la apariencia, más que en lo real, en lo que soy y siento.

El otro día me hablaban de la importancia que tiene hoy para los jóvenes el llamado «postureo». Me gustó la palabra «posturear», buscar posturas, buscar poses para salir bien en esa foto momentánea que retrata mi presente. No es algo exclusivo de los jóvenes, todos podemos caer en esa tendencia. Tiene que ver con ese deseo insaciable de contar de mí al mundo entero, de desvelar los árboles de mi bosque, las entrañas de mi jardín y esperar que me digan que muy bien, que les gusta lo que ven. Que intuyen lo que no ven y también les gusta. Que imaginan lo que soy sin conocerme y me aceptan. Que me han puesto etiquetas para clasificarme. Y han descrito muy bien cuánto valgo. Por eso vivo a veces volcado sobre ese río que cambia, que no para, no se detiene. Hoy una cosa, mañana otra. Ese río inagotable que me confunde. Donde nada permanece, donde no hay raíces ni estabilidad. ¿No tengo acaso necesidad de permanecer dentro, escondido, guardado, perdido en mí mismo, descansado, oculto, como Jesús que nace en una cueva? Creo que ser de Dios es conservarme, guardarme, poseerme para poder entregarme desde lo que soy, desde lo que conozco de mí mismo, desde mi verdad. Mi alma es como ese jardín que no quiere quedar expuesto a los ojos de todos. Ese jardín guardado, sellado, en el que no hay «postureo». Ese jardín interior que sólo unos pocos intuyen y muchos desconocen. ¿No necesito protegerme un poco de tantas miradas curiosas? ¿No me hace falta, para guardar la paz, evitar que ojos extraños me escudriñen y me aprueben o rechacen? Quiero un jardín que no busque la exposición. Corro el riesgo, si no lo hago, de secarme por dentro. Si las ramas no tienen su equivalente en raíces, se secan. Si lo que ven los demás no equivale a lo que no ven, soy una cáscara sin vida. Si mi hondura no es mayor que mi altura, ¿dónde descanso? Si no ocupo por fuera lo mismo que ocupo por dentro, me falta peso. ¡Qué difícil cuidar mi jardín interior, el jardín de mi alma! ¡Qué difícil no caer en la tentación del «postureo», de estar ahí siempre, en el mundo, visible! Como si dependiera, para ser feliz, de ese estar presente, activo, escribiendo, apareciendo. Para que me vean y sepan que existo y que estoy vivo. Que tengo vida social, amigos, vacaciones, relaciones. Como si intuyera que si no estoy es como si no existiese. Pero hoy me detengo y miro ese jardín interior de mi alma. El que bien conozco y sé que sí que existe. Aunque no lo vean muchos. Aunque no haya fotos. Aunque parezca que nadie lo ve. Existe. Yo lo veo. Me da vida. Tiene hondura, agua, luz. Camino con Dios por sus caminos llenos de hojas. Y con Él a mi lado, acaricio los rayos de la tarde. Con mi alma guardada.

El otro día me comentaban que, según estudios americanos, sólo vivimos en presente y con quien tenemos delante de nosotros, la mitad de nuestro tiempo. La otra mitad del día la pasamos fuera de lugar en el que nos encontramos, lejos de las personas con las que estamos. Ajenos a las conversaciones que escuchamos. Pensando en el pasado que queda atrás. Preocupados por el futuro que nos inquieta. Sólo la mitad del tiempo. Es poquísimo. ¡Y la vida pasa tan rápido! Los segundos corren. Apenas pienso en el comienzo de un año y ya celebro su ocaso. Parece que fue ayer cuando comenzaba el camino de mi vida, y ya me siento mayor. Se me escapan mis pasos delante de mi alma sin poder casi decidir cómo camino. Las cosas suceden precipitadamente a borbotones, como si yo no pudiera elegir lo que me ocurre. ¡Cuántas veces vivo fuera de donde estoy, con personas ausentes, en lugares que no piso! ¡Cuántas veces mi pensamiento vuela a otros lugares, estoy ya en el futuro o sigo escarbando en el pasado! ¡Con cuánta frecuencia me distraigo de lo que hago volcado en un mundo que vuela! Me gustaría vivir en presente. Aquí y ahora. Ahora quiero estar de pie en la puerta del Adviento. Vislumbrando parte del camino. Después arrodillado en una cueva. Adorando sorprendido. No quiero adelantarme a lo que viene. No quiero quedarme atrás del umbral que traspaso. El Adviento me habla de espera en camino. De movimiento pausado. De mirada callada. De silencio lleno de gritos de alabanza. Pero quiero vivir hoy cada paso aquí y ahora. Sin agobiarme. Sin pensar más en mañana que en hoy. El otro día leía: «Los deberes de hoy los cumpliré hoy. Hoy acariciaré a mis hijos mientras son niños aún; mañana se habrán ido, y yo también. Hoy abrazaré a mi mujer y la besaré dulcemente; mañana ya no estará ni yo tampoco; hoy le prestaré ayuda al amigo necesitado; mañana ya no clamará pidiendo ayuda, ni tampoco yo podré oír su clamor. Hoy me sacrificaré y me consagraré al trabajo; mañana no tendré nada que dar, y no habrá nada que recibir. Viviré este día como si fuese el último de mi existencia»[1]. Eso haré. Viviré el hoy, el momento, el presente. Viviré con la persona con la que estoy. Desconectado, me conecto. Echo el cable a tierra y permanezco anclado a la vida que pasa ante mis ojos. Sin pensar que pierdo el tiempo por no estar en más partes al mismo tiempo, con más personas, haciendo más cosas. No me dejaré aturdir por mis miedos y aceptaré la realidad como un tesoro. Tal vez muchas veces no puedo elegir lo que me toca vivir. No puedo cambiar el curso de los acontecimientos. Detener el sol, parar las aguas del río. El presente se me impone sin que yo decida. Una enfermedad, una crisis, una situación que no controlo. Yo no decido lo que ocurre, pero sí puedo elegir lo que la vida me impone. Puedo elegir mi cruz y mi vida como es hoy sin pretender cambiarla. Puedo decir que sí porque soy libre. No soy esclavo. Puedo elegir vivir el hoy en presente, no fuera de mí, no fuera de mi vida. No buscando salvación en otras vidas, en otras decisiones. Dios se encarna hoy en mi presente. Y me pide que lo siga, que le dé mi sí. Me gusta cuando la Madre Teresa nos dice: «No es lo importante lo que uno hace, sino cómo lo hace, cuánto amor, sinceridad y fe ponemos en lo que realizamos. Cada trabajo es importante, y lo que yo hago, no lo puedes hacer tú, de la misma manera que yo no puedo hacer lo que tú haces. Pero cada uno de nosotros hace lo que Dios le encomendó». Es el misterio de vivir en presente. En el que importan más el cómo que el qué. El cómo que el dónde y con quién. El misterio de besar mi vida como es, no como me gustaría que fuera. Eso es vivir aquí y ahora. Eligiendo lo que me sucede. Eso nadie me lo puede quitar. Nadie me puede robar mi libertad nunca. Podrán atar mis manos, clavarlas a la cruz como a Jesús, pero no podrán impedir que siga abrazando con mis manos atadas y caminando con mis pies clavados. Vivir así, en tensión, esperando y en camino. Sentado y con los pies ya en marcha. En vela, atento. Callado y pronunciando sin voz mil palabras. Construyendo desde lo que soy, desde los cimientos. Aceptando mi vida y mi pasado. El Papa Francisco comenta: «El desafío de asumir lo pasado, aunque ya no flote y de utilizar las herramientas que ofrece el presente de cara al futuro»[2]. Aceptar lo que no puedo cambiar con alegría. Acoger mi historia con sus rupturas sin querer escribirla de nuevo. Besar el presente aunque me duela el alma. Mirar al futuro sin perder nunca la esperanza. Es lo que hoy escuchamos: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación». En medio de mi presente y mis miedos se acerca mi liberación. ¿No se alegra mi corazón? En medio del dolor de la guerra y del terrorismo surge la esperanza en una cueva escondida. En medio de tantas muertes y tanto horror surge la vida.

En medio de la oscuridad, va a nacer la luz que ilumina mi jardín interior. Puedo elegir cómo vivir mi vida. Puedo elegir cómo aceptar las cosas que no puedo cambiar. ¡Cuántas veces nos rebelamos contra nuestra vida! Contra este mundo lleno de violencia. Contra las desgracias que nos duelen con su fuerza. Quisiéramos vivir en otro tiempo, en otro lugar, en otras circunstancias más tranquilas. Tenemos tanto miedo al futuro. Decía el P. Kentenich: «No sé lo que me sucederá en el próximo instante; no, no lo sé, pero sí sé que ello será lo mejor para mí. Aunque yo fuese el que pudiese elegir, creo que no podría hacerlo tan bien como Dios»[3]. No sé lo que sucederá, pero sólo puedo confiar en que será lo mejor. Le digo a Dios que sí, que le quiero, que confío. Que creo en su plan de amor, que confío con toda el alma. Confío entregando mi vida hoy aunque me duela. Es el camino de la verdadera felicidad, como decía Jean Vanier: «La felicidad no viene del exterior, de las cosas que poseemos o del poder de nuestro grupo, sino del interior, de ese lugar sagrado en nosotros. ¡Nos resulta tan fácil ilusionarnos pensando o bien que somos el centro del universo, o bien que no valemos nada! La felicidad consiste en aceptar y elegir la vida, no en padecerla a desgano. La felicidad viene cuando nosotros elegimos ser lo que somos, ser nosotros mismos aquí y ahora; cuando elegimos la vida tal cual es, con sus alegrías, sus sufrimientos y sus conflictos». Vivir aquí y ahora. Elegir nuestra vida, no una vida distinta. Vivir en presente todo el tiempo y no la mitad del tiempo que tenemos. Vivir eligiendo la vida como es. Eligiendo la enfermedad que me confronta. Aceptando el presente complejo y el futuro incierto. La luz del día y la oscuridad de la noche. El jardín lleno de vida, de hojas y de sueños. Me gusta por eso quedarme mirando la vida sin intentar cambiar el paisaje. Contemplando pausado. Me gusta observar callado. Subyugado por la belleza. Turbado por el ímpetu de las aguas. Me gusta quedarme en mi banco sin querer andar caminos que nadie me pide, sin querer rehacer los muros que nadie ha derribado. Vivir el hoy, en presente. Vivir tranquilo lo que desconozco. Vivir sin miedo lo que me supera. Elegir lo que me toca vivir. Sí, para eso soy libre. Puedo elegirlo o rechazarlo. Puedo aceptarlo o dejar de mirar la vida como un don. Puedo volverme exigente y amargado. Caminar confundido buscando fuera la felicidad que sólo puede nacer de dentro. Puedo vivir turbado o confiado en la fuerza de Dios que gobierna mi vida. ¡Cuánto me cuesta vivir sólo para Dios, sólo en Él, sólo a su lado! ¡Cuánto me cuesta elegir sus caminos y no los míos! ¡Cuánto me alejo a veces de mi presente y vivo embargado por lo que no ha sucedido aún o me quedo turbado en lo que no he podido evitar! Elijo vivir con Dios mi vida hoy. Mi camino, mi espera, mi jardín. Elijo mis sueños y mi realidad. Elijo mis heridas, y no otras. Mis dolores, mi cruz, mi miedo. Decía el P. Kentenich: «Nuestro sí no es desesperado, sino valiente y alegre, aun cuando a veces esté unido a muchas situaciones de angustia. Mi sí tiene que estar iluminado y esclarecido por la luz de la fe. ¡Cuántos hombres hay que no toman ninguna decisión! Siempre encuentran una excusa para abstenerse de decisiones. Esperan y esperan. Él, respetando plenamente mi libertad personal, y así mismo en razón de su amor, dispone y guía todo para que ese plan universal y el plan de mi vida se cumplan hasta el final, hasta la última jota»[4]. Su plan en mi vida se cumplirá entero. Doy mi sí y elijo vivir sólo para Dios aunque me tiente vivir de cara al mundo. Elijo contenerme en mi alma y no vivir desparramado. Elijo amar y no buscar siempre ser amado. Elijo la paz y la bendición. El abrazo y el encuentro. Elijo a Dios en lo que hago y evito. En lo que sueño y espero. Lo elijo a Él en mi vida, para no quedar turbado cuando no encuentre el camino.

El Adviento es un tiempo de gracias que se nos regala. Un tiempo de luz en medio de la noche. Un tiempo de promesas y viento que me ayuda a confiar. El Adviento es espera en el presente y sueño en el futuro. Es raíz y ramas tendidas al viento. Es pozo y fuente, río y mar. Hondura y silencio. Es tiempo de sueño y de alegría. Es luz y música que llena mi alma. Es tiempo para dar y recibir. Tiempo para abrazar y caminar callado. El Adviento me conmueve. Hoy escuchamos: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre». Lucas 21, 25-28. 34-36. En vela preparando el corazón. En medio de tiempos convulsos. Cuando la esperanza es frágil. Me gusta la imagen del sueño y la de permanecer despiertos, en vela, custodiando. ¡Qué difícil velar a Dios! Pesan los ojos. Quiero dormirme. Pero sé que Dios quiere que permanezca en vela con mi luz encendida. Con el fuego que no quiero que se apague. Con mi lámpara llena de aceite. Se me pasa el tiempo entonces, se me escapa la vida. Me despierto mirando hacia delante. Quiero despertar como esos hombres a los que Jesús tocaba: «Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud»[5]. Los tocaba y quedaban sanos. Me conmueve. Los tocaba y despertaban a la vida. Él pasaba y ellos despertaban. Quiero que me toque Jesús y despertar frente a la puerta de su vida. Quiero que se haga carne en mi interior y me toque, y me sane. Quiero velar para ver la puerta abierta, el umbral que me muestra horizontes infinitos. Quiero que nazca y me toque, me abrace, me levante. El otro día leía: «Se acerca a los que se consideran abandonados por Dios, toca a los leprosos que nadie toca, despierta la confianza en aquellos que no tienen acceso al templo y los integra en el pueblo de Dios tal como Él lo entiende. Estos tienen que ser los primeros en experimentar la misericordia del Padre, la llegada de su reino»[6]. Jesús me toca en medio de mis miedos. Me toca a mí que estoy herido y me sana. Me abraza. A mí que estoy aturdido por el ruido de los muertos, por las amenazas que paralizan países. Por ese miedo a perderlo todo que compartimos todos los hombres. El Adviento es esperar a que Dios se haga carne y me toque. A que Dios nazca sin previo aviso, con calma, en silencio. Esperar a que brote la luz de las ramas secas y llene mi noche de vida. Aunque parezca que no cambia nada. El Adviento es soñar con el abrazo de Dios, el abrazo de su misericordia infinita, ese abrazo que tanto anhelo. Adviento es espera y deseo. Plenitud en crecimiento. Vida que comienza con un brote.

Hoy Jesús está en Jerusalén en los días previos a su pasión y pronuncia estas palabras que quieren darnos esperanza. Son las palabras que abren este tiempo de Adviento. Me conmueve pensar en el miedo de Jesús y en su obediencia al Padre en esas horas. Me impresiona algo que yo no hago, pero sueño. Sabe ya lo que va a suceder en su vida y sigue haciendo cotidianamente lo mismo. Para mí eso es signo de una profunda paz interior. De un arraigo hondo en su Padre. Cada día va al templo a predicar. Públicamente, frente a todos los que buscan matarlo. Cada noche se va con los suyos a Betania, a reposar en el amor de unos amigos. Y a rezar al huerto de los olivos, para pedir fuerza, para recibir el abrazo de Dios Padre. Pienso mucho en su corazón en esos días y me ayuda para pensar en mi corazón en este Adviento, ante los dolores de la guerra que nos inquietan. Miro a Jesús y su miedo tan humano. Pienso en su decisión de amar hasta el extremo. De perdonar. De dar todo de sí mismo. Su sí cotidiano se hace roca en Getsemaní dentro de unos días. Hoy Jesús habla en la explanada del templo, como cada día, en esa espera tensa hasta su prendimiento. Buscan matarlo. Es curioso escucharlo al comenzar el Adviento. Es para decirnos que Jesús vino en Belén, y volverá. Ese es el sentido de este pasaje hoy. Jesús nos dice: «Volveré. No os dejaré solos nunca. Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Es la promesa de que vendrá de nuevo. Ya vino en Belén. Ya vino y tocó la tierra con sus pies humanos, haciéndonos capaces de tocar el cielo. Me impresiona mucho que Jesús quiera en esos días antes de su pasión, dejarnos la promesa de su vuelta. Piensa en nosotros. Eso es lo que hoy nos dice: «No temas Vendré. Estoy contigo, a tu lado, sosteniéndote en tu camino, no me he ido, estoy cerca siempre. Pero este mundo pasará y vendré a buscaros para llevaros conmigo». Me gusta esa palabra de «No temáis, se acerca vuestra liberación». En ese «no temas» reconozco a Jesús en tantos pasajes. A veces cierro los ojos al rezar y me imagino que me dice lo mismo: «No temas». Cuando camina sobre las aguas. Cuando el Ángel anuncia a María. Cundo los pastores oyen el anuncio de Belén. «No temáis. No temas. Porque estoy contigo». Esa es la promesa de Dios, la que repite mil veces desde que el ángel se lo dijo a una niña muy pura de Nazaret. «No temas porque estoy contigo. Porque soy Yo. Porque no te dejo. Porque eres mi hijo amado y mi mirada no se separa de ti». Me gustaría escuchar eso cada día. No tengas miedo. No quiero olvidarlo. Todos tenemos tantos miedos. No pasa nada. Jesús también los tenía. Es el miedo a perder el amor, el miedo a lo desconocido, el miedo a la injusticia, el miedo al odio, el miedo al pecado, a lo que no controlo, a la muerte, a la enfermedad, a perder la libertad. Decía el P. Kentenich: «La crisis de nuestra época estriba en una inseguridad y desamparo extraordinarios y globales. La bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de sus hijos»[7]. Todos tenemos miedos, y eso nos hace humanos. Pienso en el miedo de Jesús estos días de Jerusalén. Por su madre. Por los que ama. Por la tierra entera. Por los enfermos. Por su soledad. Hoy Jesús nos habla del futuro. Habla en el templo, que en ese momento parece el centro del mundo, como tantas cosas nos parecen ahora el centro de nuestro mundo. Y pasarán. ¡Cuántas cosas que ahora nos inquietan pasarán y serán olvidadas! Jesús hoy nos dice que vendrá de nuevo. «Volveré siempre. No os dejaré solos. En medio de dificultades, persecuciones, injusticias, en el temblor del mundo, de vuestro corazón, allí estaré siempre. Tened ánimo». La venida de Jesús siempre libera, nunca da miedo. No queremos saber cuándo ocurrirá exactamente lo que dice. No queremos saber cuándo vendrá exactamente. Confiamos. Dios siempre da paz, esa es su señal. El lenguaje apocalíptico tan difícil de comprender está lleno de esperanza. Dios siempre nos calma, siempre cuida, siempre sostiene, siempre da, nunca quita. Y mientras tanto, ¿cómo esperamos? Adviento es venida y es espera. Miramos la cuna vacía en una cueva vacía. José y María comienzan su camino a Belén. Buscan un hogar. Como nosotros que también queremos un hogar. Muchas veces perdemos la confianza. Una persona rezaba: «Hoy he visto tu cuna vacía, la he mirado y no estabas allí. Tendría que ser motivo de esperanza, pero me he sentido vacío. He recordado que te pedí llegar con mucha humildad a Navidad. Me has recordado mi nada. Va a ser lo único que podré darte esta Navidad. Mi nada que me cuesta. Te entregaré el dolor de no poder a veces aceptarla, el dolor que me provoca ser consciente de ella, tomar conciencia cada vez que interiormente me elevo creyéndome digno de amor humano o digno de ti. Tan vacío mi yo, como lo está hoy tu cuna. Quiero despertar para velarte, para estar contigo al pie de esta cuna vacía». Hoy me siento vacío y espero. Puedo darle a Dios mi nada. Lo que soy y sueño. Lo que pierdo y lo que poseo. Jesús me dice que volverá. Que llenará la cuna vacía de mi jardín, de mi alma. Me pide que espere, que sea valiente. Que esté despierto. Que esté alerta escuchando mi corazón. Viviendo con un estilo diferente. Que no se embote mi corazón con las cosas de este mundo, con los apegos que tengo, con las preocupaciones de la vida. A veces me agobio tanto por lo inmediato que el corazón se bloquea para lo importante. Quiero ver a Dios en mi rutina. Hay un sentido más allá de mi cotidianeidad. Hay un rumbo. Un amor que me conduce más allá de mi preocupación de hoy. Vivir con sentido es lo que da paz al alma, raíces a mi jardín. Saber que mi vida está sostenida, que va hacia un lugar. Dios pronuncia mi nombre. Hay alguien que vela por mí. Esa es la espera del Adviento. Yo confío. Dios confía. Yo espero. Él espera. Yo velo. Él me vela. Vendrá a encontrarse conmigo, a liberar la tierra de injusticia y de dolor. Me da tanta esperanza. Hoy quiero pedirle, al inicio de este Adviento, que me enseñe a esperar confiando, orando, a despertar el alma para verlo en mi vida y en los demás: «Ven Señor. Toma mi miedo. Toma mi vida tal como es. Toma mi corazón para que habites en él y pongas de nuevo tus pies en este mundo que te necesita mucho». Quiero aprender a amar mejor en este Adviento: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos». 1 Tesalonicenses 3, 12- 4,2. Que mi Adviento sea siempre progresar en el amor a Dios y a los hombres.



[1] Og Mandino, El vendedor más grande del mundo

[2] J. Bergoglio, El Jesuita, S. Rubin y F. Ambrogetti

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

[4] J. Kentenich, Niños ante Dios

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[7] J. Kentenich, Niños ante Dios

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