Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XXVII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Génesis. 2, 18-24; Hebreos. 2, 9-11; Marcos. 10, 2-13.

«Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como estos es el Reino de Dios»

«Queremos encendernos en la fuerza del primer amor. Un amor que sueña con ser eterno y lleva la semilla del cielo en su interior. Así nos ama Dios. Y así quiere que aprendamos a amarnos»

Muchas veces no resulta tan fácil conservar la alegría y la esperanza cuando las cosas no nos salen bien. La vida no siempre es sencilla. Hay alegrías y sinsabores. Momentos de paz y otros de dolor. No es fácil enfrentar el camino siempre con una mirada optimista. Mirando la botella medio llena. Viendo el día casi perfecto. A veces perdemos el ánimo y nos fijamos en lo que nos falta, en lo que no nos resulta, en lo que no conseguimos. Ser fieles al sueño que un día nos puso en camino es lo que nos mantiene vivos, alegres y confiados. Se trata de volver al entusiasmo del primer amor sin dejar de pensar que la vida es para siempre. Sin dejar de comprender que caminamos paso a paso, dando nuestro amor sencillo. El otro día leía el testimonio de Chiara Corbella: «No nos consideramos valientes. Porque en realidad lo único que hemos hecho ha sido decir sí, paso a paso»[1]. Tal vez por eso me gusta el título del libro: «Nacemos para no morir nunca». Nacemos para la vida eterna. Nacemos para volver a nacer. Por eso, tal vez por eso, merece la pena amar para siempre. Amar paso a paso, en cada recodo del camino. En la salud y en la enfermedad. Sin tener claro lo que viene. Sin temer demasiado como para dejar de confiar y seguir caminando. Amar volviendo siempre al primer amor, a ese amor que Dios sembró en el alma como una llama incipiente. Que nuestros pasos siempre estén movidos por el amor. No parece sencillo. Decía el P. Kentenich: «En la conducción de la propia vida tiene inmutable validez el principio: lo que hago y dejo de hacer, lo que digo, lo que arriesgo, nacen siempre primariamente de un movimiento de amor»[2]. ¿Todo lo que hago está movido por el amor? ¿Por el amor a Dios, a mí mismo, a los hombres? ¿Me mueve siempre un amor sincero y hondo, un amor verdadero? Creo que no. Me mueven muchas veces mi egoísmo, mis deseos enfermizos de buscar mi felicidad, mis ansias de poder y reconocimiento. ¡Cuánto me cuesta renunciar por amor, ceder por amor, sacrificar mi vida por amor! Por eso me gustan las palabras con las que rezaba una persona: «Hasta ahora mi pequeñez me ahogaba y no me dejaba abrir el corazón porque me quedaba en mi miseria. Pero Dios me ha mostrado que ser pequeño es precisamente alegrarnos de lo que somos, dejar a un lado todo lo que nos aparta de nosotros mismos y de Dios y dejar que Él actúe a través de nosotros». Mi miseria no puede ser motivo de desesperación, causa de desánimo. Mi incapacidad para amar de verdad no puede detener mis pasos, ni acabar con mi deseo de luchar por algo más grande. Mi miseria me hace más humilde y pequeño, más vulnerable y necesitado del poder de Dios. Él pone su corazón en mi miseria. Es misericordia para mí. Es amor que se derrama para levantar mi alma caída. Mi debilidad, mi incapacidad para amar con toda mi vida, no me pueden quitar nunca la sonrisa. Nacemos para no morir nunca. Ese convencimiento mueve mis pasos y mi amor. Somos ciudadanos del cielo. Sé que no es sencillo caminar siempre al mismo ritmo cuando las cosas no van bien. Confiar una y otra vez después de haberlo perdido todo. Sonreír al mundo aun habiendo sido decepcionados por la vida o las personas. Vivir sin desanimarnos cuando todos sienten lástima de nuestra suerte y se compadecen. No parece tan sencillo. Y verdaderamente no lo es. Es un don, una gracia que pedimos cada día para volver a levantarnos. No quiero perder la ilusión de vivir de cara al cielo. De espaldas a la muerte. Sin temer que mi sí se debilite con el paso de los años.

Hoy quiero volver al primer amor. Al primer sueño. Al primer paso del camino. Todos tenemos un primer paso, un primer amor, un momento mágico. El amor a nuestros padres, el amor a nuestros sueños de joven, el amor a nuestro Dios cuando se hizo carne en nuestras manos, el amor a ese amigo, el amor al primer trabajo, a la vocación consagrada, a una persona con la que soñamos ser una sola carne, el amor a los hijos, el amor a la vida. Sí, siempre hay un primer amor. Un amor que nos puso en movimiento, que nos hizo cambiar, crecer, saltar, confiar. Un amor que nos removió los cimientos. Un amor que cuestionó nuestras prioridades. Todos hemos vivido ese amor. A lo mejor no lo recordamos, pero estuvo. Como nos recuerda el Papa Francisco: «Siempre está el riesgo de olvidar el amor que Dios nos ha mostrado». Ojalá todos recordáramos nuestro primer amor a Jesús, a María. El amor que nos tienen. Leemos en el Apocalipsis: «Has sufrido, has sido perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor». Ap 2, 3-4. A veces podemos hacer muchas cosas sin amor. Luchar y esforzarnos olvidando nuestro amor a Dios. Ese sí sencillo y pobre con el que se abrió el corazón y se rompió el alma para dejarle entrar en nuestra vida. El primer amor es un sí loco, radical, profundo, herido, dispuesto. Tal vez pecó de inmadurez, porque la vida era larga y lo eterno se dibujaba como un sol tenue sobre la mañana de nuestra vida. Ese momento de luz y de vida en el que pensamos que la vida era nuestra, y que teníamos la fuerza suficiente para cambiar el mundo. Ese primer amor cambió las prioridades, revolucionó nuestra forma de ser. Volver al primer amor consiste en recuperar la sonrisa de esa capacidad nuestra para soñar con lo imposible. Lo importante es que nunca dejemos de luchar. Leía el otro día: «Tienes que tener esperanza. Eso rejuvenece el alma. No puedes permitirte un pensar negativo. No te preguntes por qué. Pregunta mejor: ¿Y ahora qué? Si no puedes controlar tu actitud, olvídate. Vas a sanar lentamente o vas a morir joven»[3]. ¿Y ahora qué? Cuando algo o alguien me decepciona. ¿Ahora qué? Cuando las cosas no salen como esperábamos. ¿Y ahora qué? Cuando fracasamos en la entrega y nos quedamos vacíos, solos, abandonados. ¿Y ahora qué? Me gusta la pregunta. Me desafía. Me inquieta. Quiero volver al primer amor. En esos momentos en los que nos llegamos a arrepentir de haber luchado tanto, no podemos dejar que ningún pensamiento negativo nos quite la esperanza. Miramos el cielo y las estrellas. Hemos renunciado, hemos caminado, hemos luchado. Miramos nuestra vida, nuestra miseria, la misericordia de Dios. Sí, tenemos que seguir subiendo, luchando, dejándonos la vida. Hay que volver al primer amor. Decía una oración del «Hacia el Padre» del P. Kentenich: «Cuando mi pecho está oprimido y a punto de estallar y las alas del alma se repliegan exánimes; cuando giro aún demasiado en torno a mí. Entonces mi alianza suscita todas mis fuerzas diciéndome: ¡Ha llegado la hora de tu amor!». Llega la hora de mi amor cuando me fallan las fuerzas, cuando me tambaleo cansado. La verdad es que no quiero dejar de confiar en todo lo que Dios ha pensado para mí, en toda su historia de amor conmigo, en su camino de alianza. Esa alianza que sellamos con María pidiéndole que no nos dejara nunca solos. No quiero pensar que Dios se ha bajado de mi barca en medio de la tormenta. Una persona rezaba: «Tú llevas el timón de mi barca. ¡Cuánto me cuesta creerme que es así! Me quiero abandonar en ti, pero mi mano no suelta el timón. Me aferro a la esperanza del que cree que la vida está en sus manos. Confiar significa abandonar y creer contra toda esperanza. Pero yo rara vez lo hago del todo. Déjame quererte tan torpemente como te quiero. Déjame caminar contigo aunque sienta que no te sigo. Déjame vaciarme en tus manos aunque intuya que en mi interior me he guardado aún mucho. Confío en que estás siempre en mi vida, pero me cuesta confiar cuando las nubes se cierran y parece que no hay salida. Está todo oscuro y temo con toda mi alma». Así sucede en la vida tantas veces. Tememos. Se acaba la esperanza. Miramos hacia atrás confundidos. Queremos volver a encendernos en la fuerza de nuestro primer amor. Ese primer amor que nos llevó a dar el primer paso confiados.

Hoy escuchamos una frase que a mí siempre me ha conmovido: «No es bueno que el hombre esté solo». Dios se conmueve ante la soledad del hombre. Y el hombre agradece a Dios por la misteriosa alegría del encuentro humano. ¡Es impresionante cómo nos conoce Dios! Conoce nuestro límite antes que nosotros. Antes de que el hombre se queje. Antes de que se dé cuenta de su soledad y de ese hondo vacío que hay en su alma, Dios lo sabe. Es verdad, no es bueno vivir solos. Dios no nos ha creado para la soledad. Dios se conmueve al vernos limitados en la capacidad de crecer y amar: «Voy a hacer a alguien como él». Dios busca la manera de hacer pleno al hombre que ha creado. Así pienso que Dios nos mira siempre. Nos conoce por dentro, y susurra su plan de amor. Dios mismo no está solo, es comunidad, es Amor trinitario. Por eso nos ha creado para el amor. Para la plenitud del amor en esta vida y el ciento por uno en la vida eterna. Dios se asoma a mi vida cada día, y piensa en mí, en mi soledad. No se desentiende de mí, no me deja solo en la vida como tantas veces pienso. Le conmueve verme solo. Dios sabe que mi corazón limitado necesita a otras personas para caminar hacia Él. No puedo solo. Es el misterio más bonito de mi vida. Y que también me hace sufrir. ¡Cuántas veces sufrimos en nuestras relaciones personales! Nos necesitamos. Para ser felices, para cumplir nuestra misión, para descubrir hasta dónde podemos llegar. Dios lo sabe. Y a todos nos ha puesto en el camino a personas que llenan ese vacío, que responden a nuestra sed y nos ayudan a ser nosotros mismos. Personas que nos hablan del amor de Dios. Porque nos miran con ternura. Porque creen en nosotros. Porque tienen algo que deseamos desde siempre. Porque son hogar, parada hacia el cielo. Porque sacan de nosotros lo mejor, cosas que desconocemos. Porque los reconocemos. Dios, al mirarnos, al crearme, ya lo sabía. Que necesitaba a esa persona, o a esa otra. Para conocerle más. Para conocerme más. Para conocer juntos, o mejor dicho, para tantear juntos el sentido de la vida. Para que me muestre el cielo cuando yo lo olvido. Para que me ate a la tierra cuando me despisto. Me ha invitado a compartir la vida, los sueños, los pasos del camino, con otras personas como yo. Nos ha llamado a caminar juntos en un camino de esperanza. Y hoy vemos tanta soledad a nuestro alrededor. Tantas relaciones truncadas. Tantos fracasos en los vínculos. Hasta tal punto que muchos dejan de creer en el amor, en la amistad, en la fidelidad, en la familia. El vacío es enorme. Hay un ansia de comunidad en el corazón del hombre que no encuentra plenitud. El hombre sueña con pertenecer a algo, a alguien, y tantas veces no lo consigue. Fracasa. Al mismo tiempo sueña con la autonomía y cae en el individualismo. Es una aparente contradicción. Hay un deseo profundo de compartir la vida, amar en lo profundo, ser amado de forma única e incondicional para siempre. Y un ansia de no ser esclavo de nadie, ni dependiente.

Dios le da la creación al hombre solo: «Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver como los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre les diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo». Pone a sus pies toda la belleza. Todas las cosas. Y es tan respetuoso que deja al hombre poner nombre a los animales, a las plantas, a la vida. Y Dios llama a las cosas según nosotros las hemos llamado. ¡Qué respeto más sagrado a nuestra libertad! Dios llama con el nombre que el hombre pronuncia. Poner nombre implica de alguna forma controlar algo. Lo que no podemos nombrar, como a veces el miedo o la sed, o nuestra inquietud incansable, nos asusta. Nos hace vulnerables. Nombrar hace que tomemos distancia de las cosas. Y se llenan de luz. Decía William Faulker: «Una cerilla en medio de un campo en mitad de la noche no ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor». Nombrar es poner un poco de luz en la oscuridad. Nos hace libres frente a aquello que nombramos. Tomamos la vida con las dos manos, y la aceptamos. Así lo quiso Dios, así lo queremos nosotros. Pienso en lo importante que es saber nombrar nuestros sentimientos. Dejan de ser oscuros e inabarcables cuando los nombramos. Nos dejan de dominar. Dejan de tener poder sobre nosotros. ¡Cuánta gente se desconoce! Siempre me impresiona. No saben cómo son, no le ponen nombre a lo que sienten, a lo que les pasa. ¡Cómo proyectamos nuestras heridas sobre los demás sin saber lo que nos pasa por dentro! Dios nos ha dado un alma, y un corazón, una vida, y nos pide que le pongamos nombre. Y que después se lo entreguemos con un corazón libre. Nombrar nuestro miedo es un paso importante. Nombrar nuestros sentimientos. Nombrar nuestra sed. Nombrar nuestro vacío. Nombrar nuestra tendencia más honda. Nombrar nuestra herida. Nuestra cruz. No es una cruz cualquiera, tiene un nombre. Nombrar nuestra carencia. Nombrar ese defecto principal en el que tropezamos ciegos tantas veces. Nombrar nuestro don principal, que ilumina la vida de otros. Poner nombre a nuestra renuncia, aquello que al optar en la vida hemos perdido. Nombrar nuestros sueños, los posibles y los imposibles. Poner nombre nos hace hombres. Nos hace semejantes a Dios. Y todo lo que nombramos, al pronunciarlo ante Dios, nos enriquece y nos hace más hijos. Dios nos nombra a nosotros mismos al crearnos. Nos pone un nombre original. Y comparte con nosotros esa capacidad sagrada de nombrar la vida. De optar por un nombre u otro. De ser soberanos y no dejar que las cosas nos dominen. Nuestra alma es imagen del cielo y el mundo no es suficiente para llenar el alma. Hoy le entregamos al Señor nuestra soledad, le ponemos nombre y le damos gracias por las personas que ha puesto en nuestra vida. Todos tenemos miedo a que nos dejen de querer. Es la herida de soledad que a veces duele. La herida que tapamos con cosas, con las prisas, con miles de planes. La herida que se calma con el encuentro, con el amor. La herida que nos hace reconocer a Dios en otros y nos hace vulnerables. Nos rompe. Nos acerca a otros. Nos abre a Dios siempre. Es la herida de soledad que me recuerda que estoy incompleto. Que otros me ayudan a completarme.

Pero luego en la vida no siempre los vínculos nos ayudan a vivir en paz con nuestra soledad. Nos duele el roce áspero de la soledad. Sin importar la vocación a la que nos llama. En todos los caminos experimentamos la soledad y tenemos que aprender a vivir en paz con ella. Porque es parte de nuestro equipaje. Rezaba una persona: «Estamos unidos por la misma soledad. Como tu soledad, Jesús, en el Sagrario, que nos une a todos. Yo sí que sé que Tú me amas, Jesús, en mi soledad. No sé si lo veré siempre, pero ahora lo sé de corazón. En eso es en lo que tengo más fe. Como es un don y no mérito mío, te pido Jesús no perder esa fe nunca. Quiero creer en tu amor». Es la soledad en la que Jesús nos dice que nos ama. Esa soledad a la que a veces queremos huir cuando el mundo con sus tensiones nos quita la paz, cuando los lazos humanos se rompen, cuando el fracaso del amor nos cercena el alma. A veces la búsqueda de soledad puede ser una tentación, una huida fuera de aquello que nos incomoda. Es como si en la soledad de nuestra celda quisiéramos estar en paz con el mundo sin apenas tocarlo. Ya lo decía la misma Santa Teresa de Jesús: «Aquí, hijas mías, se ha de ver el amor, que no en los rincones, sino en mitad de las ocasiones. Y creedme que, aunque haya más faltas, sin comparación es mayor la ganancia nuestra. Por lo que digo que es ganancia, es porque se nos da a entender quién somos y hasta dónde llega nuestra virtud. Porque una persona siempre recogida, por santa que a su parecer sea, no sabe si tiene paciencia ni humildad, ni tiene cómo saberlo. ¿Cómo se ha de entender, si no se ha visto en batalla?». Santa Teresa fue una enamorada de la soledad, enamorada de Jesús hombre, enamorada hasta lo más profundo del alma. Pero veía la necesidad de amar en comunidad, sufrir en comunidad y probar allí la virtud. Aprender a vivir en los otros, con los otros y a ver a Cristo en aquel a quien amamos y con quien sufrimos. Anhelamos el amor. Anhelamos una familia en armonía. Pero, ¡con cuánta frecuencia surgen los desencuentros, los malos entendidos, los desprecios, las críticas! Vivir en comunidad supone renuncia y sacrificio. ¡Qué escasas son las relaciones sanas! ¡Qué difícil un amor matrimonial eterno! ¡Cuántas veces vemos el fracaso de ese primer amor que no llegó a su plenitud! Tantas veces no queremos estar solos y nos acabamos quedando solos. ¡Qué contradicción! Queremos una intimidad sagrada donde Dios haga pleno nuestro amor humano. Deseamos un entendimiento de corazón a corazón, casi sin palabras. Anhelamos un amor verdadero donde no haya mentiras ni falsedades. Y tantas veces vivimos lo contrario, el pecado, el dolor del abandono. El desencuentro. El corazón del hombre no está hecho para estar solo. Y sueña con vivir en Dios en todos sus amores humanos.

No es buena la soledad y vemos con frecuencia cómo en la misma vida matrimonial hay tanta soledad. Hoy escuchamos: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne». Una sola carne. Una unión íntima y profunda. Una unión que sueña con ser eterna. Pero tantas veces fracasa en el camino. Es duro vivir el fracaso en el matrimonio. Siempre que reflexiono sobre las lecturas de este día me gusta recordar a tantos hombres y mujeres que han visto truncado el sueño de sus vidas. Iniciaron el camino con la pasión de ese primer amor. Creyeron, confiaron, esperaron. Le entregaron a Dios su debilidad y confiaron en que el amor de Dios haría sagrado su amor humano. Pero el tiempo, el desgaste, las decepciones de la vida, el estrés del camino, las exigencias de la vida familiar, la infidelidad, fueron haciendo disminuir ese primer amor. La dureza del fracaso se queda grabada en el alma para siempre. Sin querer buscar culpas el dolor permanece. Es el momento de volver a entregarle la vida a Dios, poniendo nombre al propio fracaso. El anhelo de plenitud y de amor verdadero permanecen, no mueren. ¡Qué importante es no perder nunca la esperanza y seguir caminando con una sonrisa en el alma! Se puede empezar siempre de nuevo. Estamos hechos para un amor verdadero. El Papa Francisco escribía al final de la primera sesión del sínodo en el año 2014: «Es necesario aceptar a las personas con su existencia concreta, saber sostener la búsqueda, alentar el deseo de Dios y la voluntad de sentirse plenamente parte de la Iglesia, incluso de quien ha experimentado el fracaso o se encuentra en las situaciones más desesperadas. Jesús ha mirado a las mujeres y a los hombres que ha encontrado con amor y ternura, acompañando sus pasos con paciencia y misericordia. ¿Qué posibilidades tienen los cónyuges que viven el fracaso de su matrimonio? o ¿Cómo es posible ofrecerles a ellos la ayuda de Cristo por medio del ministerio de la Iglesia?». ¿Cómo es posible rehacer la propia vida después de haber vivido el fracaso? ¿Cómo volver a creer en el amor después de haberlo perdido? En la vida fracasamos muchas veces. Y nos levantamos. El amor no es perfecto y a veces nos sentimos engañados. Hoy rezamos por tantas personas que sueñan con un amor renovado, verdadero. Hoy pedimos por tantos corazones rotos que quieren seguir amando.

Las lecturas de hoy son un canto a la fidelidad en el amor sencillo. Jesús, cuando le vienen con casuísticas para ponerle a prueba, les pide que miren más allá. Intenta hablarles del amor de Dios sin límites, cuando ellos vienen con los límites de la ley. Quieren saber hasta dónde. Buscan distinguir lo que es lícito de lo que no lo es. Buscan normas claras y estrictas. Quieren que Jesús mismo se encasille en una postura o en la contraria. Ellos hablan de mínimos. Dios de un alma grande. Ellos de cumplir con la ley. Dios del amor verdadero. Ellos son como nosotros tantas veces cuando hablamos del amor. Queremos que nos digan lo que es pecado y lo que no lo es. Lo que está bien y lo que no corresponde. Lo que doy yo y lo que da el otro. Hasta cuándo amar y cuándo dejar de hacerlo. Pero la vida es mucho más que eso. El amor es mucho más grande. Jesús nos dice que Dios nos ha creado para el cielo, no para trampear. Quiere que ensanchemos la mirada y el corazón: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Lo que Dios unió, lo que Dios creó. El amor que Él puso en el corazón de aquellos que se entregan para siempre. Quiere que miremos en profundidad. Generosamente. No en pequeño. Más allá del mínimo. Moisés escribió la ley del divorcio como un mal menor por los desmanes, para proteger a las mujeres de los abusos. Jesús pide más que sólo cumplir la ley. El amor y el respeto. Jesús amplía la mirada de los que se acercan a Él. Le pido que me ayude a mirar en profundidad. Más allá de la ley, más allá de cumplir o no cumplir. De quedarme en los mínimos. Le pido que me regale un corazón como el suyo, sin medida. ¡Cuánto nos gusta medir y contar! Leía el otro día unas palabras sobre el amor, unas palabras sencillas: «Amar a una persona significa: aceptar no entender todo de ella, estar dispuesto a cambiar y por lo tanto a sufrir, renunciar a algo por ella»[4]. Amar significa estar dispuesto a no comprenderlo todo de la persona amada, de la vida, de Dios. Significa aceptar vivir con dudas e interrogantes. Con preguntas sin respuestas. El amor a una persona, a aquella que Dios pone en nuestra vida para formar una familia, forma parte del camino que recorremos. Así como en la vida cada paso sigue a otro paso, sin saber todo el futuro. Así en el amor cada gesto de amor es una entrega total, sin medir, sin esperar lo mismo a cambio. El P. Kentenich nos invita a permanecer fieles al amor primero: «Fidelidad es el acrisolamiento firme y la perpetuación victoriosa del primer amor»[5]. El amor es esa fuerza que mueve el universo, que transforma el alma y nos hace capaces de darlo todo sin escatimar nada. Un amor renovado y fiel. Un amor probado y maduro. Permanecemos fieles a nuestro sí primero. «Nuestro sí primero, el del primer amor, se ha de renovar cada mañana, cada noche, a cada hora. En momentos de luz y en momentos de oscuridad. En días de Tabor, cuando lo vemos todo claro y en días de Calvario, cuando el cielo parece oscurecerse. Es el sí primero, el de la fidelidad a nuestra vocación. Ese sí a veces trémulo y vacilante, ese sí que se hace roca al descansar en Dios. Sabemos que sólo cuando vivimos cerca de Dios, de la fuente de vida, tenemos una luz diferente»[6]. Un amor así es un amor que sueña con ser eterno, que lleva la semilla del cielo en su interior. Así nos ama Dios. Y así quiere que aprendamos a amarnos.

¡Qué difícil resulta hoy creer en un amor eterno! En un amor que dure por encima de las dificultades, de las contrariedades de la vida. Estar dispuesto a cambiar, a sufrir, a renunciar por amor. No es tan sencillo el amor humano. Amar sin egoísmos, sin ponernos en el centro, sin buscar ser los primeros. Amar de forma incondicional a alguien y para toda la vida requiere renovar ese sí cada mañana. El sí ante el altar bendecido por Dios. El sí a esa fidelidad de Dios con nosotros. El sí sincero y cotidiano. El otro día leía: «Me enamoré de él, pero no me quedo con él por inercia, como si no hubiera nada más a mi disposición. Me quedo con él porque así lo decido todos los días al despertarme, todos los días que nos peleamos, nos mentimos o nos decepcionamos. Lo elijo a él una y otra vez, y él me elige a mí»[7]. El amor cotidiano en el matrimonio se conjuga en presente, no ya en futuro. Podemos hacer muchas promesas, pero el amor se concreta en hechos, no en bonitas palabras. El verdadero amante es aquel que no deja nunca de amar. ¿Es eso posible? Miramos el ideal desde nuestra torpeza y debilidad. ¡Qué difícil amar de verdad y para siempre! Es como si viéramos que el amor se debilita con el paso del tiempo. El amor de esposos, si no se cuida cada día, se enfría y languidece. El amor que quiere ser eterno se difumina en el alma. ¿En qué quedaron las promesas de eternidad? Jesús quiere que los esposos sean una sola carne. El ideal se presenta como una meta casi imposible. Para Dios nada hay imposible. Como rezaba una persona: «Creo, Jesús, que este amor humano que se desvanece entre mis dedos, es el reflejo pálido de ese amor inmenso que Tú me tienes. Por eso confío en ti, Señor». Creemos en Jesús que puede cambiar nuestra vida, nuestro amor. Puede hacernos subir a las cumbres más altas por encima de nuestros límites. Decía el P. Kentenich: «Que nuestra alianza de amor sellada como esposos sea expresión de la Alianza de Amor con Dios y con María. Que en la práctica nuestro amor mutuo de esposos sea expresión del amor a Dios y a María»[8]. El amor humano como puente al amor a Dios. El amor a Dios como seguro y pilar de nuestro amor humano. Ambos amores están íntimamente unidos. La fidelidad es la gracia que pedimos cada día anclados en Dios. El matrimonio que vive su vida en oración, de la mano de Dios, camina seguro. Porque nacemos al amor para vivir para siempre. El sentido de nuestra vida es aprender a amar. Así lo dice el P. Kentenich: «El sentido fundamental de nuestra vida es aprender a amar correctamente, con abnegación, con constancia, con fidelidad ¡Cuántas oportunidades tenemos en el matrimonio y la familia para ser héroes del verdadero amor cristiano!»[9]. Es la meta de nuestra vida, aprender a amar como Jesús nos ama. Con ese amor que supera nuestro egoísmo y nuestro amor propio a veces enfermizo.

Por eso hoy Jesús nos invita a mirar la vida con los ojos de los niños. Quiere que miremos como ellos. Porque su mirada es pura e inocente. Porque los niños ven lo importante, la verdad que se esconde en el corazón. La mirada de los niños es diferente. Es una mirada limpia. Una mirada llena de asombro. Jesús vuelve a hablar hoy de los niños: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, de los que son como estos es el Reino de Dios. Os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él. Abrazaba a los niños y los bendecía imponiéndoles las manos». Marcos. 10, 2-13. Jesús, de nuevo, como el domingo pasado, está rodeado de niños. Jesús los abraza y los bendice. Toca y se deja tocar. ¡Qué importantes son los abrazos para crecer seguros! ¡Qué importante ser bendecidos y amados! ¡Qué necesario el abrazo para entregar el amor! El que se sabe amado tiene una base sólida sobre la que construir. Tiene la seguridad de conocer un hogar al que puede volver siempre. La mirada de los niños la perdemos con las heridas del camino, con los desencuentros, con la falta de amor. No nos sentimos amados y dejamos de mirar con inocencia. Nuestros ojos pierden la luz, desconfían. Por eso a veces ponemos muros para que no nos hagan daño. Nos sentimos lejos los unos de los otros. Perdemos la inocencia y la pureza. Construimos barreras. Dejamos de ser como niños. Y Jesús nos dice que ser como niños es el requisito para entrar en el Reino de Dios. Ser como niños es el camino para que el amor se renueve cada día. Le pido a Jesús que me abrace como a un niño, que me sostenga en la vida y me dé seguridad, que me ayude a creer y a confiar como los niños. A no temer al futuro, a vivir el hoy con una sonrisa dibujada en el rostro. A vivir con asombro ante Dios, ante el otro, ante la belleza de la vida. A dar gracias por todo. Quiero aprender a vivir como un niño. Jesús me invita a tener el corazón y la mirada de un niño. Quiero conservar esa pureza.



[1] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 21

[2] J. Kentenich, Pedagogía de las vinculaciones

[3] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[4] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 23

[5] J. Kentenich, Los lunes por la tarde

[6] Carlos Padilla, ¿Me amas? Una mirada sobre la castidad matrimonial

[7] Verónica Roth, Leal (Trilogía)

[8] J. Kentenich, Los lunes por la tarde

[9] J. Kentenich, Los lunes por la tarde

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