XXV Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Sabiduría. 2, 12. 17-20; Santiago. 3, 16; 4, 3; Marcos. 9, 30-37
«El que reciba a un niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado»
«Hacen falta hombres libres que no se dejen someter al querer de los que le rodean. Que no quieran ser superhombres y logren hacer del poder un servicio. De su vida una ofrenda de amor»
Muchas veces me he preguntado cómo se hace algo ordinario de forma extraordinaria. Así nos lo decía el P. Kentenich: «Hacer lo ordinario extraordinariamente bien por amor a Dios». En alguna ocasión he llegado a pensar que se logra haciéndolo de forma perfecta. Pero luego he visto que no, que no es así. A menudo las acciones perfectas no nos dan satisfacción. Y en realidad, pocas veces logramos hacer algo perfecto. Casi siempre cometemos errores, fallamos, no estamos a la altura soñada. Somos mediocres, hacemos las cosas rápido y mal, muchas veces para salir del paso. Además, no valoramos tanto lo que hacemos y rara vez pensamos que una obra nuestra pueda ser perfecta. Vemos detalles que no nos gustan. Nos comparamos. Vemos que los demás lo hacen mejor que nosotros. Nos decepcionamos con nuestra poca capacidad. En ocasiones el exceso de perfeccionismo en la vida nos acaba angustiando. Sufrimos ansiedad anhelando una meta que nos resulta casi imposible. Un sueño extraordinario nos parece un sueño inalcanzable. Queremos llevar una vida extraordinaria. La presión nos puede. ¡Cuántas veces dejamos de hacer algunas cosas porque nos da miedo que no salgan perfectas! Son muchas las ocasiones en las que el miedo a hacer algo mal nos paraliza. En otras ocasiones sufrimos con la presión, con las expectativas que tienen puestas en nosotros. Nos angustiamos. Nos obsesionamos con hacerlo todo bien, como corresponde, de forma extraordinaria. Lo extraordinario se convierte en un «deber ser» que nos pesa como una losa en el corazón. Por eso creo yo que lo extraordinario no tiene que ver tanto con la perfección, con hacerlo todo bien. Aunque a veces así lo interpretemos. Pienso que una vida extraordinaria es una vida fuera de lo normal. Pero una vida que todos podemos anhelar. La vida de Louis Zamperinni se considera extraordinaria. Tal vez porque vivió cosas extraordinarias y sobrevivió en circunstancias muy difíciles cuando fue tomado prisionero en la segunda guerra mundial. Él mismo confiesa: «Lo que quiero es que descubras que sólo soy un hombre ordinario con faltas, quien, enfrentado a circunstancias extraordinarias – en deportes, en la guerra, en la vida, en la fe- optó por no rendirse, por no ceder, buscó respuestas y luchó por mantener su vida a salvo hasta el último minuto»[1]. Tal vez las personas que consideramos extraordinarias son sólo personas ordinarias que tuvieron temple suficiente para hacer frente a la vida. Son aquellos que han vivido en circunstancias adversas de una forma fuera de lo común. Nuestra vida puede ser extraordinaria por la forma como la enfrentamos. No sé si hay muchas personas realmente extraordinarias. Pero me gusta pensar que sí. Conozco algunas personas extraordinarias, fuera de lo común. Personas fieles, alegres, audaces. Personas capaces de alcanzar metas inalcanzables. Personas que logran hacer las cosas ordinarias de forma extraordinaria. Viven llenas de luz. Si tuviera más a Dios en mi corazón, sería capaz de descubrir a muchas personas únicas, extraordinarias. Si fuera más humilde vería en las personas a las que amo la obra extraordinaria de Dios en ellas. Decía el P. Kentenich: «El don de la sabiduría infunde al amor una extraordinaria ternura y fervor. Entonces ya no seremos capaces de amar de manera puramente natural porque todo el fervor de nuestro corazón se orientará hacia Dios»[2]. Un amor único, un amor sagrado, un amor iluminado por Dios que descubre lo extraordinario en la vida ordinaria de la persona amada.
Creo que hacer algo de forma extraordinaria tiene que ver con nuestra forma de enfrentar las circunstancias, con nuestra manera de hacer de lo cotidiano algo mágico. Tiene que ver con todo lo que hacemos. Desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos cansados. Ser extraordinarios entonces no es tan imposible. Basta con vivir en presente, absorbiendo la vida con el corazón abierto. Con vivir enamorados allí donde Dios coloca nuestros pasos. Significa no caer en el aburrimiento de la rutina. Nunca dejarnos llevar por la monotonía. Que no nos acostumbremos a los ritos sagrados de nuestra vida. Que vivamos como si fuera la primera vez aquello que repetimos durante años. Creo que significa aprender a hacer nuevo lo viejo. De forma distinta lo de siempre. Significa volver a nacer siempre de nuevo, una y otra vez. Enfrentar los desafíos con una confianza plena, sin dejarnos llevar por los miedos. Como un niño en las manos de Dios, confiando en sus brazos que cobijan. Tiene que ver con descubrir la belleza en lo más oculto de lo cotidiano, desdibujada en los trazos confusos de cada día. Con encontrar a Dios en todo lo que vivimos, sin necesidad de que se nos aparezca de forma única y visible. Me gusta lo ordinario, donde Dios me habla de forma extraordinaria. Me apasionan las cosas cotidianas, las rutinas. Y me gusta lo nuevo, cuando venzo el poder de mis miedos y me aventuro en aquello que no controlo tanto y temo no hacer bien. Me gusta hacer las cosas con toda el alma puesta como prenda. Me gusta que mi amor y mi forma de amar sean diferentes cada día, aunque cada día parezca semejante al anterior. Porque la luz de un nuevo día, siempre es distinta. Porque mi forma de amar en presente es original y extraordinaria. Me gusta vivir el hoy sin quedarme prendido en el pasado, sin angustiarme con los problemas que el mañana pueda traerme. Cada día tiene su afán. Definitivamente, quiero vivir una vida extraordinaria. Quiero vivir de forma única. Porque mi vida es única, yo soy único y Dios me ama como soy. Ninguno de mis gestos es igual a otros gestos. Nunca mi forma de amar repite moldes. Sí, me gusta vivir de forma extraordinaria. Luchando por dar la vida. Abierto al misterio que se me regala en cada persona con la que me encuentro, a la que amo. Decía el P. Kentenich: «El santo pone extraordinario énfasis en esa entrega sin reservas. Cuando la entrega adolece de seriedad y profundidad radical, se da una confianza en uno mismo no purificada. El santo está convencido de que la bondad paternal de Dios no descansará hasta eliminar el último resto de afección enfermiza al propio yo o de confianza injustificada en las propias fuerzas y en ayudas humanas»[3]. Me gustaría hacer las cosas de forma extraordinaria. Me gustaría ser más santo en mi día a día. Sin calcular demasiado. Sin esperar tanto de las personas y de la vida. Sin obsesionarme con que Dios me trate bien y cuide mis pasos. Tantas veces me dejo llevar por lo que deseo. O pongo mi yo en el centro como si todos tuvieran que pensar en mí y tomarme en cuenta. O pienso que todo depende de mis fuerzas, de mi capacidad, de lo que soy y tengo. Me gustan las palabras de una persona mayor: «A través de los años mi corazón ha sufrido. Pero es el sufrimiento lo que nos da fuerza y nos hace crecer. Un corazón que no se ha roto, es estéril y nunca sabrá de la felicidad de ser imperfecto. Me siento orgullosa por conservar la sonrisa de mi juventud, antes de que aparezcan los surcos profundos en mi cara. Sé que no voy a vivir para siempre, pero mientras esté aquí, voy a vivir según las leyes de mi corazón. No pienso lamentarme por lo que no fue, ni preocuparme por lo que será. El tiempo que quede, simplemente amaré la vida como lo hice hasta hoy, el resto se lo dejo a Dios». Así es posible vivir una vida extraordinaria. A veces a mí me falta fe en lo extraordinario, fe en el poder de Dios. Fe en su amor que es extraordinario y me ama de una forma tan personal y única que cambia mi vida. La fe de la vida diaria me hace creer en la actuación extraordinaria de Dios en mi vida, en mis obras, en mis palabras, en mis actos. Sí, Dios está actuando siempre. Y yo dudo. Y me veo sólo a mí en medio de la tormenta sin contar con su amor y su cuidado. Y se me olvida que vivir de forma extraordinaria la vida tiene mucho de confianza y abandono en sus manos.
Hoy escuchamos hablar de hombres justos. Para el pueblo judío el justo era un hombre de Dios, un hombre santo, un amigo de Dios. Varios de sus rasgos los encontramos en la Escritura: «El justo vive confiado como un león. El justo reconoce los derechos del pobre». Prov 29. Es un hombre de Dios y un hombre misericordioso con el necesitado. S. Pablo afirma: «El justo vivirá por la fe». Rom 1, 17. El hombre justo se alimenta de su fe en Dios, de su confianza ciega. También leemos: «Que el justo siga practicando la justicia y el santo santificándose». Ap 22,11. Un hombre bueno, honesto, obediente a la voluntad de Dios en su vida. Un hombre que busca siempre la justicia. Jesucristo es llamado así: «Jesucristo, el justo». 1 Juan 2,1. Un hombre justo es un hombre extraordinario, podríamos decir. Un hombre que vive la justicia de Dios en su corazón. Un hombre honrado, que vive cada día a partir de una fe práctica en la Divina Providencia. La vida del hombre justo me recuerda a algo que leía el otro día: «La gente más feliz no necesariamente tiene lo mejor de todo: termina por sacar el máximo provecho de todo lo que viene en su camino». Y a veces queremos tener lo mejor de todo, todas las cosas que deseamos, pensando que así seremos más felices. Pero no es eso lo que nos hace felices de verdad. Retener nos vuelve egoístas y nos cierra a la vida. Dar sin miedo a perder, entregar sin miedo a no recibir, nos ensancha el corazón y nos llena de una alegría pura, verdadera. El hombre justo obra rectamente y se deja llevar por la verdad. Es un hombre pacífico y paciente. Un hombre que sabe hacer de la voluntad de Dios norma de su vida. Es verdad que no es un hombre perfecto como nosotros entendemos la perfección. No lo tiene todo conquistado. No lo sabe todo con certeza. Despeja dudas en medio de la niebla del camino. Resuelve problemas. Camina a veces conmovido. En ocasiones con la mirada abierta y alegre. Confía en medio de la tormenta y de la noche. Sí. El hombre justo siempre confía en que lo que Dios permite es para un bien más grande. Sabe que la vida tal vez no sea justa, pero es buena y merece la pena vivirla con pasión. El hombre justo hace lo que piensa y piensa normalmente lo correcto. Porque es amigo de Dios. Santa Teresa decía sobre su amistad con Jesús: «Estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama. Porque es muy buen amigo Cristo». El justo descansa en Dios como en un amigo. Descansa sobre roca, en su nido definitivo. Decía el Papa Francisco: «Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría». El justo se alegra en esa amistad con Dios. Y sufre cuando se da cuenta de tantas injusticias que hay a su alrededor. Sabe que no puede arreglarlo todo. Hace todo lo que puede. Y confía en Dios y recuerda que Jesús es el hombre justo por excelencia. Él vino a recordarle el amor de Dios a aquel hombre que sufría la injusticia en su vida. «Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente. Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo merezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende!»[4]. Jesús, el hombre justo, que defiende al que sufre y nos muestra el camino de la justicia. Hoy pienso que hacen falta más hombres justos en nuestro mundo. Hombres honestos que actúen con justicia. Hombres buenos y nobles. A lo mejor los hay, pero hacen falta más todavía. Hombres honrados, que no se dejen corromper por el dinero. Hombres para quienes el poder no sea una obsesión. El otro día leía: «Mi padre dice que los que desean el poder y lo consiguen viven aterrados con la idea de perderlo. Por eso tenemos que dar el poder a los que no lo deseen»[5]. Hacen falta más hombres con poder que no sean aquellos que más lo desean. Hombres poderosos que sirven con humildad. Hombres que siembren justicia en medio de tantas injusticias. Y mucha misericordia donde falta el amor. Hacen falta hombres libres que no se dejen someter al querer de los que le rodean, que no pretendan responder a las expectativas de todos. Que no quieran ser superhombres. Que confíen mucho en el poder de Dios y poco en sus propias fuerzas. Hombres que no se dejen arrastrar por la corriente y se mantengan firmes en sus criterios y principios. Hombres que logren hacer del poder un servicio. Y de la vida una ofrenda de amor. Me gustaría ser yo mismo más justo en mis juicios, en mi forma de vivir. En el trato con las personas con las que me encuentro. ¿Soy verdaderamente justo? ¿Trato con justicia a las personas? Me gustaría ser un hombre justo como S. José que era apodado el justo. Eso siempre me conmueve. Ser recordado por ser justo es lo que todo hombre de Dios desea. Justo a los ojos de Dios. Justo a los ojos de María, su esposa. Así quisiera vivir yo. Pero a veces en mi trato no soy justo, puedo ser arbitrario y no tratar a las personas como se merecen. Veo tantas injusticias a mi alrededor, que me gustaría hacer mucho más por cambiar este mundo injusto. Pero, ¿qué hago? No puedo acabar con todas las injusticias, pero sí puedo hacer más por ser más justo en el trabajo, en mi ambiente, en mi familia. Puedo sembrar justicia a mi alrededor.
Es cierto, eso sí, que cuando nos encontramos con un hombre justo, su vida justa puede incomodarnos. Hoy escuchamos: «Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito». Sabiduría. 2, 12. 17-20. Jesús era un hombre justo y su amor incomodaba. Pasó entre los hombres haciendo el bien y esas obras buenas despertaban sospechas. Su vida fue una vida justa, orientada hacia Dios, y su justicia le llevó a morir en la cruz. Su presencia despertó el odio de los que querían matarle, porque su excesiva bondad les incomodaba. Murmuraron sobre Él. Mentían sobre su vida. Lo difamaban. La presencia del bien muchas veces molesta. La presencia de los hombres justos en nuestra vida nos confronta con nuestra verdad, pone al descubierto lo que de verdad somos. Muchas veces nos incomoda tanta justicia, tanta bondad. Es difícil mentir delante de un hombre justo y verdadero. Criticar delante del que nos hace ver la bondad de lo que estamos juzgando. Hay personas justas que nos desnudan en nuestra mediocridad y pobreza. Su presencia pone en tela de juicio mis acciones, mis motivaciones, mis intenciones más profundas. Ante la luz que brilla en su mirada y en sus palabras, se revelan todas mis miserias y desaparece la oscuridad en la que me gusta ocultarme. A veces deseamos alejarnos de los hombres justos porque nos incomodan. No estar demasiado cerca de ellos para no tener que confrontarnos con nuestra verdad y realizar cambios. Para no tener que dejar la vida que llevamos, que nos acaba gustando, aunque sea injusta y mediocre. La justicia del hombre justo nos exige mucho y tal vez preferimos seguir en nuestro pecado, en nuestras mentiras, lejos de tanta justicia. Hoy nos recuerda el apóstol Santiago: «Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones». Santiago. 3, 16; 4, 3. A veces preferimos pedir que todo siga igual. Nos incomodan los cambios y queremos que las cosas no se muden. Nos da miedo salir de nuestro pecado, de nuestras injusticias, de las sombras de nuestra vida. Nos molesta tener que dejar nuestra vida ordinaria apegada al mundo para llevar una vida más justa cerca de Dios. ¿Por qué nos da tanto miedo emprender el vuelo de las águilas? Porque supone vivir en la luz de Dios. Nos damos cuenta con dolor de nuestro pecado. Una persona rezaba: «Querido Jesús, traigo ante ti mi alma herida y pobre. Mis pasiones desordenadas que vagan a sus anchas por mi alma. Mi falta de luz. Mi falta de alegría. Pienso mal. Juzgo con rapidez. Condeno sin misericordia. Me tienta la vida. Huyo de mí mismo recorriendo caminos que no deseo. No soy tan amigo de Dios como quisiera. No soy niño confiado. No soy pobre necesitado. Me apego a la vida. Me siento poderoso, infalible. Y toco súbitamente mi pobreza. Incapaz de hacer las cosas mejor. Me siento débil. El orgullo. Esa tentación de no querer que nadie me supere. El poder, la posibilidad de lograr lo que yo quiero. El saber y esa tentación de saberlo todo. La decisión, el poder decidir siempre lo que quiero. Me asusta mi fragilidad». Creo que la única forma de acercarnos a la luz de Jesús es reconociendo nuestra propia oscuridad. Sólo el que ve con claridad su pecado anhela con más fuerza la paz de Dios y la luz de su misericordia. Mi miseria se arrodilla ante el poder de su misericordia. Pero nos cuesta mirarnos con humildad. Nos resulta difícil ver todo lo que nos queda por recorrer.
Nunca sé si Jesús quería preparar a los suyos para la pasión o sencillamente compartir lo que lleva dentro. Quizás las dos cosas: «Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; Él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: - El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará. Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle». Jesús los ama y se preocupa por ellos. Y necesita contarles su misterio. Es curioso porque es verdad que no comprendieron nada. Jesús habla con claridad, con fuerza, ellos no entienden. En la pasión siguieron superados y encontrándose con algo que no esperaban, ante lo que no tenían fuerzas. Quizás no escuchaban, no comprendían, tenían miedo y no les convenía. Tal vez por eso no se lo creían. A veces nos pasa algo parecido en nuestra vida. Nos cuesta mucho escuchar lo que no nos gusta, aceptar lo que no queremos cargar, entender que hay cosas que tenemos que cambiar. Es difícil tomar bien las críticas y aceptar lo que tememos sin miedo. Entonces preferimos cerrar los ojos y seguir confiando en que al final ocurrirá algo que cambie lo que tanto tememos. Tal vez influía en los discípulos que junto a Jesús no tenían miedo. Con Él en su misma barca no podía pasarles nada. ¡Cuántas veces algo que he oído miles de veces, se ilumina de repente y me doy cuenta! Súbitamente todo encaja. Quizás Dios me lo ha dicho durante toda la vida a través de circunstancias, de su palabra, de personas. Y un día, lo comprendo. Los discípulos sólo comprendieron todo en la resurrección, cuando Jesús se apareció en el Cenáculo, o en el camino de Emaús y les decía: « ¿No os acordáis que os decía que tenía que morir y resucitar?». Y entonces se les abrieron los ojos. Hoy, al leer este evangelio, comprendo que no entendiesen nada. A mí me pasa igual. Tal vez no eran capaces de escucharle de verdad. Jesús comienza a desvelar el misterio, y ellos no comprenden. Piensan en el ahora, en lo que les preocupa de verdad. En sus planes y sueños. En sus anhelos a veces egoístas. Era imposible que comprendieran. Me consuela pensar que a los apóstoles también les pasaba. Como a mí. Hoy le entrego a Jesús todo aquello que no comprendo. Yo también, quizás, necesito toda la vida a su lado para comprender algunas cosas, sólo algunas. Pero sí sé, como sabían los apóstoles, que vivir con Él es la única manera en que merece la pena vivir la vida de verdad. Al mismo tiempo, me gustaría tener la paciencia de Jesús. No se enfada por su incomprensión. No sufre por tener que contar lo mismo siempre de nuevo. Lo hace con paciencia. Jesús es paciente conmigo, con mi falta de comprensión, con mi incapacidad para ver lo que tengo que hacer. Siempre me espera. Siempre me vuelve a repetir lo mismo. Y yo tantas veces me molesto cuando no me comprenden, cuando no entienden lo que digo. En la educación de los hijos nos puede pasar muchas veces. Decimos algo mil veces y los que nos escuchan parecen no comprender. Es como si nuestra voz se perdiera en el vacío del desierto. Cada uno tiene su momento para comprender la vida. No siempre estamos capacitados para entenderlo todo. A veces tenemos que esperar y ser pacientes. Con nosotros mismos. Con los demás. El tiempo nos puede ir abriendo el oído y el corazón para comprender de verdad. Esa paciencia que nos falta. Nuestras palabras no caen en saco roto. Son semillas sembradas en la tierra, a veces en la roca o en las zarzas. Jesús mira nuestro corazón y sabe que la semilla algún día dará su fruto. Espera, aguarda, ama. Calla a nuestro lado y camina esperando, porque cree en nosotros, en nuestra alma herida que un día estará preparada para seguir sus pasos, para dar un salto audaz, para creer contra toda esperanza. Es verdad que a veces vivimos de forma mediocre una vida que Dios sueña que sea plena. Él tiene para nosotros un camino que asciende a las alturas. Pero sabe esperar a que nuestro corazón esté abierto a la vida, a la gracia. Más allá de lo que nos suceda en la vida, lo más importante es la actitud con la que vivimos las dificultades del camino. El otro día leía: «La vida no se juega en cómo vives el triunfo sino en la forma en cómo enfrentas la derrota. En ocasiones las cosas van bien, en otras mal. Pero al final todo es para un bien»[6]. Todo se juega en nuestra forma de enfrentar la cruz y la muerte, el dolor y el abandono. La actitud interior cuando no todo sucede como nos gustaría. Por eso Jesús les habla de la cruz. Para que entiendan lo que significa seguir sus pasos hasta el final. Abre su corazón para que sepan que el camino a la vida pasa por la muerte y el abandono. Y eso no es fácil de comprender. Preferimos el éxito y la gloria, la fama y alcanzar todo lo que nos proponemos. Destacar sobre los demás y nunca ser olvidados. ¿Cómo aceptar que nuestra vida tenga que pasar por el sufrimiento?
Nuestra gran tentación es querer ser los primeros en la vida. Es lo que van hablando hoy los discípulos de Jesús: «Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntaba: - ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor». Jesús les habla de la pasión y de la muerte, y ellos piensan en la gloria. Les habla de la eternidad y ellos se quedan en el presente. Les abre el alma para soñar con las alturas y ellos permanecen en sus cálculos tan humanos. A veces me pasa a mí lo mismo. Dios quiere que levante la mirada y no me quede en los detalles del momento. Detalles que serán insignificantes al lado del amor de Dios, de todo su plan de amor por los hombres. Yo pienso en días y en horas. Él piensa en lo infinito. Hago cálculos humanos, Él me habla de eternidad. Yo le cuento lo que hoy me preocupa, Él sólo me pide que confíe. Hoy les habla a los suyos del sufrimiento que va a padecer, y ellos sólo se preocupan de una gloria humana. Una gloria cimentada sobre el poder, sobre la grandeza de una vida llena de méritos. Cada uno quiere ser el mayor de todos, el primero, el único, el mejor. ¡Qué triste! ¡Qué habitual! Piensan en llegar a tener un día poder sobre los otros. ¡Cuánta vanidad! ¡Qué tentador es el poder para el hombre que experimenta con frecuencia su impotencia! Sentimos tanto nuestra indigencia que deseamos tener poder sobre la vida, ser reconocidos y admirados. Es tan grande nuestra falta de amor que queremos llenar esa herida que lacera el alma. Soñamos con ser los primeros para calmar nuestra sed de infinito. Nos gustaría estar a la derecha o a la izquierda de Jesús, muy cerca. Nos gusta más ganar que perder, el éxito que el fracaso. La fama que el desprecio o el olvido. Nos preocupamos por asegurar nuestra vida y el lugar que ocupamos en ella. Sufrimos cuando perdemos posiciones y no somos tomados en cuenta. Los celos, las comparaciones, las envidias, el afán de ser reconocido más que otros, el deseo de que me valoren a mí y de que no valoren tanto a otros. El afán por rebajar a los demás para poder brillar yo. ¡Cuánto tiempo perdemos en esas cosas! Le quiero pedir a Jesús que me regale la mirada limpia para alegrarme siempre del primer puesto de otro. Que sea más admirado, más querido, más valorado que yo. Le pido que me regale la inocencia de alma, la pureza de corazón y de la mirada. Que me enseñe a no criticar, no pensar mal, no juzgar. Que me dé el poder de saber retirarme y replegarme ante otros. Si en mi camino me preocupo demasiado por el lugar que ocupo, por el poder que detento, no logro escuchar a Jesús susurrándome su misterio y el mío. Su amor. ¿De qué voy hablando por el camino cuando Jesús me cuenta lo que hay en su corazón? Esa pregunta es la misma que le hace Jesús a los discípulos de Emaús. Es la misma que le hace hoy a los suyos. Es la misma que me hace a mí al final del día. Porque Jesús va conmigo, hablando, escuchando. Va compartiendo mi vida paso a paso.
A veces necesito, al llegar a casa, sentarme junto a Él, y preguntarle, escucharle. Necesito oír su voz y sentir su abrazo. Me basta, simplemente, con estar con Él y escucharle, mirarle un rato y mirar juntos el día. Cada noche me pregunta lo mismo, aunque lo sabe: ¿De qué ibas hablando hoy por el camino? ¿Qué has soñado? ¿Qué ha inquietado tu corazón? ¿Has estado triste por algún motivo? ¿Qué te pasa en ese mar confuso de emociones que hay en tu alma? Y yo me callo. Y me quedo como ese niño en el centro del círculo: «Entonces se sentó, y llamó a los Doce, y les dijo: - Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: - El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado». Marcos. 9, 30-37. Me quedo como un niño pequeño e indefenso en su presencia. ¡Tantas cosas hay en mi vida que no logro hacer de forma extraordinaria! Y me callo. En medio de un círculo. Y tal vez temo que me juzgue, que me condene. Que me hable de un futuro de cruz y sufrimiento. Y quisiera tener más méritos que ofrecerle. Decirle que mi vida ha sido fecunda. Y callo delante de Él, como ese niño. Y oigo que habla de mí y me abraza. ¡Cuánto añoro ese abrazo de Jesús cada noche! ¿Quién sería ese niño? ¿Por qué estaba en medio de los discípulos? No lo sé. No sabemos su nombre, ni su historia antes o después de ese abrazo. Sólo tenemos recogido, como en una foto, un abrazo infinito. Me conmueve mucho pensar que el más importante sea un niño. Me impresiona que cuanto más niño logre ser, más importante seré en su corazón, más fuerte abrazará mi vida. Porque Jesús hoy abraza al niño delante de los discípulos. No los abraza a ellos, abraza a un niño. Me conmueve. Pocas veces nos dice el Evangelio que Jesús abraza a alguien. Hoy lo hace. Abraza con fuerza de hombre a un niño frágil. Jesús se abaja hoy a la altura de un niño. La altura de un niño es tan escasa. No importa un niño, su opinión no cuenta. Para los judíos un niño no era una persona a la que se pudiera colocar en el centro. No tenía conocimiento de la vida. No tenía fuerza. ¿Por qué lo coloca Jesús en el centro? Para decirnos que tenemos que ser como niños y para explicarnos que tenemos que acoger con misericordia a todos, como a ese niño y detrás de cada uno, ver a Jesús. Es un misterio. La paradoja de la vida en Cristo. Jesús se acerca y toca, se abaja y toca. Y quiere que hagamos lo mismo. Que nos dejemos abrazar confiados como los niños. Que abracemos con fuerza al niño que vive en cada hombre. Jesús, con su abrazo, hace sentir a ese niño la persona más privilegiada delante de Dios. El primero a los ojos de Dios es un niño. Es el que tiene un corazón de niño. Por eso le pido que me enseñe a ser como ese niño que está en el centro en la noche de Cafarnaún, abierto y sencillo, agradecido. Ese niño que tiene una capacidad intacta de asombrarse y de asomarse a la vida con ojos limpios. Nosotros perdemos la inocencia y la confianza. Nos angustiamos en la vida ante el futuro incierto. Le quiero pedir que me ayude a ser como ese niño. Le pido que me enseñe a abrazar como Él lo hace. A tener sus sentimientos, su mirada pura e inocente. Quiero que eduque mi corazón. ¡Cuántas veces quiero ser el mejor, el más grande, el primero! Me hago niño. Me hago pequeño. El último.
[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in, lessons from an extraordinary life
[2] J. Kentenich, Hacia la cima
[3] J. Kentenich, Cuarto Hito
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] Verónica Roth, Divergentes (Trilogía)
[6] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in, lessons from an extraordinary life