No son las estructuras, soy yo
No son las estructuras, soy yo
por Duc in altum!
La Iglesia Católica, con tantos siglos de historia, ha necesitado reestructurarse muchas veces en cuanto a la forma. Los primeros cristianos se reunían en casas, luego en pequeños templos y así se dio un crecimiento significativo de construcciones según se fueron necesitando. Por lo tanto, hay que hacer ajustes, cambios, mejoras, etcétera; sin embargo, existe un riesgo o, mejor dicho, una tentación latente: culpar a las estructuras; es decir, proyectar en el número de casas o instituciones, un problema que no es de ladrillos, sino de actitudes. La cuestión no es la residencia, sino el estilo de vida de los que viven dentro de ella. “A” será “A” en Lima o Ciudad de México. El cambio verdadero, como decía la M. Teresa de Calcuta, empieza por uno mismo.
La falta de vocaciones religiosas no se debe a que el convento sea grande o pequeño. Para que surjan, hay que restructurar las formas, los modos, sabiendo conservar la “chispa” del carisma original. ¿Te fundaron para educar?, ¡educa!, ¿para curar?, ¡cura! Y así en cada uno de los casos, de las diferentes espirituales que enriquecen el ser y estar de la Iglesia. La fórmula es sencilla. De esto –y no de la estructura- depende el futuro de la fe en el mundo. Cuando sobran lugares y faltan habitantes, hay que destinarlos a otro tipo de uso, pero dentro de la misión de la Iglesia. Por ejemplo, acogiendo familias necesitadas para enseñarles algún oficio que les permita ir superando los estragos de la pobreza u organizando espacios que formen a los laicos en un mayor sentido de pertenencia y liderazgo. Hay que reorganizar las cosas, pero con visión a largo plazo, porque no se trata de actuar por imagen, pero tampoco de auto anularse, perdiendo la necesaria incidencia para motivar un cambio que favorezca la sociedad que todos queremos.
Las instituciones, no son para cerrarse. Antes bien, revitalizarlas, adaptarlas a las nuevas necesidades. Cambiar la forma, pero conservando el fondo. La dimensión institucional, aunque no debe entenderse en términos absolutos, permite organizar mejor la misión y esto es algo que no se puede obviar. Por lo tanto, todo cambio debe ser una reforma interior; es decir, trabajar por convertirnos (en el sentido cristiano de la palabra) para construir una nueva cultura vocacional.
La falta de vocaciones religiosas no se debe a que el convento sea grande o pequeño. Para que surjan, hay que restructurar las formas, los modos, sabiendo conservar la “chispa” del carisma original. ¿Te fundaron para educar?, ¡educa!, ¿para curar?, ¡cura! Y así en cada uno de los casos, de las diferentes espirituales que enriquecen el ser y estar de la Iglesia. La fórmula es sencilla. De esto –y no de la estructura- depende el futuro de la fe en el mundo. Cuando sobran lugares y faltan habitantes, hay que destinarlos a otro tipo de uso, pero dentro de la misión de la Iglesia. Por ejemplo, acogiendo familias necesitadas para enseñarles algún oficio que les permita ir superando los estragos de la pobreza u organizando espacios que formen a los laicos en un mayor sentido de pertenencia y liderazgo. Hay que reorganizar las cosas, pero con visión a largo plazo, porque no se trata de actuar por imagen, pero tampoco de auto anularse, perdiendo la necesaria incidencia para motivar un cambio que favorezca la sociedad que todos queremos.
Las instituciones, no son para cerrarse. Antes bien, revitalizarlas, adaptarlas a las nuevas necesidades. Cambiar la forma, pero conservando el fondo. La dimensión institucional, aunque no debe entenderse en términos absolutos, permite organizar mejor la misión y esto es algo que no se puede obviar. Por lo tanto, todo cambio debe ser una reforma interior; es decir, trabajar por convertirnos (en el sentido cristiano de la palabra) para construir una nueva cultura vocacional.
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