Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XXIV Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Isaías 50, 5-9a; Santiago 2, 14-18; Marcos 8, 27-35

«El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará»

«Nuestro sí a Dios es el sí a nuestros miedos. El sí a lo que nos quita la paz. Es desear lo que tememos. Y no temer perder lo que deseamos. Es vivir anclados en el corazón firme de Cristo»

Muchas veces surgen en el alma miedos ante el futuro incierto, ante la vida que nunca tenemos asegurada. Miedo a no alcanzar lo que soñamos. Miedo al dolor y a la muerte. Miedo a que aquellos a los que amamos pierdan su vida. Miedo a perder lo que hoy poseemos. Lo que nos da seguridad, lo que nos alegra. Miedo a no ser fieles al camino trazado, a perder el sentido de todo lo que hacemos. Miedo a que no nos quieran como deseamos, a que no nos admiren y respeten. Miedo al fracaso y al olvido. Miedos del pasado que surgen súbitamente en el alma. Miedos que nos quitan la paz rápidamente. No sé cuántos miedos tengo en mi alma. Tampoco importa mucho el número. A veces no reconozco mis propios miedos. Me cuesta mirar en mi interior. Por eso de vez en cuando es bueno mirarlos a la cara. Enfrentarlos. El otro día leía: « ¿Qué necesito para superar mis miedos? Conozco la respuesta, por supuesto: necesito negarles el poder que ejercen sobre mí. Necesito saber que soy más fuerte que ellos. Me pregunto si los miedos se superan alguna vez, o si simplemente pierden su poder sobre nosotros»[1]. Habrá miedos que permanezcan siempre pegados al alma. Pero tal vez con el tiempo vayan perdiendo el poder que tenían sobre nosotros. Recuerdo miedos antiguos que ya no tengo. Quedaron desprovistos de su poder. Otros, sin embargo, siempre me acompañan. A veces con más fuerza. Otras más debilitados. La verdad es que a veces quisiera no temer nada. No pretendo ser valiente. Quiero simplemente que mis miedos no condicionen mi actuar continuamente. Quiero que no tengan tanto poder sobre mí. No quiero obsesionarme con guardar mi vida, por miedo a perderla. Como si poniendo más seguros lograra retener lo que es un don que Dios me regala cada día. No puedo evitar vivir con miedos. Sólo puedo luchar para que no tengan tanto poder sobre mí. Además, siempre surgirán miedos nuevos en el camino. Miedos antes desconocidos. Miedos que aumentan cuando más amamos. Porque el amor a la vida, a las personas, a los sueños, hace que el miedo a perder lo que amamos sea más fuerte. El que más ama es el que más teme perder. Sólo nos queda entonces entregárselo todo a Dios. Confiar en que su poder y su amor vencen todos los miedos. Sólo puedo entregarle mis síes. Los que más me cuesta dar. Los que encierran viejos temores. Se los entregamos cada día, cada noche. Sí de nuevo a su amor, a su presencia en mi camino. Sí a mis fracasos y a mis pérdidas. Sí a lo que amo. Una persona rezaba: «Quiero darle mi sí a mis sombras y a mis miedos. A mi anhelo de hacer el bien a veces no logrado. A mi torpeza para lograr una vida plena. A mi fragilidad tantas veces comprobada. A esa oscuridad que en ocasiones me turba. A mi mar con frecuencia convulso. A mi soledad que de nuevo me asusta. A mi falta de fuerza para vencer en las caídas. A mis tropiezos, cuando caigo y no logro aceptar haber caído. A mis egoísmos reconocidos, una y otra vez contrastados. A mi poca profundidad. A mi poca hondura y radicalidad. A mi poca generosidad. A mis manos que se escapan y acarician la dureza de la piedra. A todos mis miedos y falta de libertad. Te entrego la vida y mi sí». Esa oración expresa el deseo del alma. Darle el sí a Dios, a la vida. El sí más verdadero.

Esta actitud de entrega, de abandono, es lo que Dios quiere de nosotros. Claro que nos importa perder la vida. Pero sabemos que perder, para Dios, es ganar. Entregar es recibir. Amar es ser amado. Cuidar a otros es más que ser cuidado. Regalar nuestro tiempo, más que atesorarlo egoístamente. Dar lo que tenemos es mucho más que buscar que nos den siempre algo. Es el misterio del amor de Jesús. Su vida fue el camino para enseñarnos a vivir. La forma nueva de enfrentar los desafíos de la vida. En Jesús crucificado todo parece pérdida, y es ganancia. Todo parece olvido y es memorial. Todo parece muerte y es vida para siempre. La paradoja del cristiano que gana cuando pierde, y recibe cuando da. La paradoja de seguir un camino que está signado con la cruz, y en ella, por la resurrección. La paradoja de un amor sin límites que nos desborda en la pequeñez de nuestro corazón que quiere ser eterno. Ese amor de Cristo es el que queremos. Esa mirada que traspasa los límites más humanos. Esa herida abierta que no habla de pérdida sino de ganancia. Porque el que ama siempre gana. El que odia, el que desprecia, el que mira con una mirada mezquina su vida siempre buscando el mal del otro y persiguiendo su propia ganancia. Ese, que aparentemente triunfa en este mundo, es el que pierde. Aquí mi exigua ganancia no es nada. Es polvo que escapa con el viento. Es un fuego fatuo que no calienta. Es una sonrisa que se desvanece. Un abrazo débil que no nos retiene. Una alegría superficial que no permanece. El ganar en Cristo es distinto, tiene otra forma, otro color, otros términos. Y a veces nos afanamos tanto por ganar en esta tierra, por triunfar, por lograr sonrisas que duran tan poco. Ganar en Cristo es lo que queremos. Mi vida está en sus manos. Mi camino, mis pasos. El rumbo que sigo. Ojalá no olvidara nunca que hacer su voluntad es lo único que importa. Esa actitud es un milagro y es el milagro que pedimos cada día. Vivir como Él, vivir en Él. Es lo que el P. Kentenich llama inscriptio. La inscripción de mi corazón en el de Jesús. Decía: «Es, para nosotros, el más alto grado del amor. Pero, fíjense ustedes: Inscriptio cordis no es inscriptio voluntatis in voluntatem; es una fusión de los corazones. Se adentra inmediatamente en la región del subconsciente. Fusión de los corazones: esto prende en la vida subconsciente del alma. Y en mi concepto se trata de que purifiquemos y limpiemos la vida subconsciente de nuestras almas». Que nos limpiemos en lo más hondo de lo que no le pertenece. Que tengamos los sentimientos de Cristo. Que nos abandonemos en sus manos. Que deseemos lo que Él desea. Nuestro sí a Dios es el sí a nuestros miedos. El sí a lo que nos quita la paz. Es desear lo que tememos. Y no temer perder lo que deseamos. Es vivir anclados en el corazón firme y sólido de Cristo, ese corazón que nos sostiene por más que queramos huir. Es ser otro Cristo aquí en la tierra, una roca para muchos, un lugar de paz en el que la vida se detiene porque está en las manos de Dios. El sí de la inscriptio es un sí a vivir una vida diferente. Una vida en la que lo que tememos no nos reste pasión, entusiasmo, alegría, audacia, valor. Es el sí a hacer de la confianza nuestra forma de enfrentar las dificultades. Deseamos vencer los miedos caminando con ellos. Siendo portadores de una esperanza que vence a la muerte y nos asegura un triunfo final que no le tiene miedo a la derrota del momento. Como si morir un poco cada día fuera parte de nuestro equipaje de mano. Queremos llegar tan lejos como sueña el alma. Y no limitar nuestra vida por miedo a perderlo todo.

El mayor miedo viene a mi alma cuando no soy capaz de controlar la situación, cuando la vida y sus circunstancias me superan. Son esos momentos tensos en los que no tengo el mando sobre lo que ocurre. Es el miedo a perderlo todo en un instante sin poder evitarlo. Lo común de todos mis miedos es que surgen por no poder controlar la situación. En el camino de Santiago, en medio de una tormenta, experimenté un día la impotencia de no controlar nada. El no poder controlar la situación nos asusta. No había un pueblo cercano donde encontrar refugio. Diluviaba. Caían rayos demasiado cerca. Tenía miedo. El viento soplaba por todas partes. Sólo me quedaba seguir caminando con miedo. Miedo a empaparme y no poder seguir caminando, miedo por no poder detener esa lluvia constante. Sólo podía mirar mis pasos, uno tras otro. Necesitaba seguir caminando hacia delante. Y, sobre todo, necesitaba confiar. Me olvidé de mis ropas mojadas. Pensé que mi vida, en ese momento, como siempre, no me pertenecía. Estaba en sus manos. Me recordaba ese momento en la barca en el que, en medio de la tormenta, los discípulos temen por su suerte. Puede hundirse la barca, pueden morir. Conservar la vida ya no está en sus manos. Sólo pueden confiar y mirar a Jesús. Le despiertan con sus voces. Jesús calma la tormenta, calma su alma. Tal vez ese día del camino no calmó inmediatamente la tormenta, pero calmó un poco mi corazón bajo la lluvia. Sé que no tener miedo es imposible. Caminar con miedos en el alma es lo único real. Sin mirar hacia atrás. Mar adentro. Seguir siempre hacia delante, avanzando por el camino, esperando en Dios, confiando en sus planes. Él lleva nuestras vidas en sus manos. Creo que muchos miedos tienen que ver con ese afán de controlarlo todo. Como si todo dependiera de nosotros. Controlar nos parece muy necesario para vivir tranquilos. Nos aseguramos de que las cosas se hagan bien. ¡Cuánto nos cuesta delegar en otros, confiar en que lo van a hacer todo bien, como nosotros lo haríamos! Controlamos demasiado y confiamos poco. Perdemos muchas fuerzas. Queremos estar al tanto de todo, que nos informen bien, no perder el control. A mí me gustaría aprender a colocar mi impotencia en las manos de Dios. Aprender a sentirme desvalido y dejar que María reine y gobierne mi vida. ¡Cuánto me cuesta entregárselo todo! Decía el P. Kentenich: « ¿Soy una gallina? ¿O soy más propiamente, bueno, no una gallina, sino una cigüeña o un avestruz? ¿Qué podríamos y deberíamos hacer prácticamente para tratar de que la gallina se convierta en águila? La pregunta es importante. Y por eso creo que le deberíamos dar una respuesta»[2]. ¡Cuánto me cuesta soñar con llegar a ser un águila! A veces sueño en diminutivo. Soy más una gallina, una cigüeña, un avestruz. No soy un águila. Me empeño en llevar yo el timón de mi barca. Controlar yo hacia dónde voy. Me falta una verdadera conversión del alma. Tengo miedo a entregar mi vida del todo, a perderla. Hoy nos lo recuerda Jesús: «Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará». Ganar la vida. Perder la vida por amor a Jesús. No contemporizar con mis gustos y caprichos. No aceptar continuamente lenitivos que desvirtúan la radicalidad del seguimiento a Cristo. Darlo todo. Perderlo todo. Es fuerte la tensión que siento entre controlar y soltar el control. Decidir yo y obedecer. Entre querer dominar la vida y dejar que Dios sea el Señor de mi camino. Una persona rezaba: « ¿Es el miedo lo que me protege o es el miedo lo que me limita y me frena? ¿Es una confianza sin sentido común o es una confianza en el Dios de la vida? ¿Cómo avanzo si tengo miedo y limitaciones y no sé si es fe y confianza o es falta de sentido común?». Miedo que nos limita o protege, que nos impide arriesgar, perder la vida. Ese miedo que a veces me paraliza. Hace falta valor para saltar con miedo, para arriesgar. En mi indigencia me gustaría ser más confiado y menos incapacitado para abandonarme. La confianza no es locura, es libertad. Aunque un poco de locura nos vendría bien. A veces creo que soy demasiado prudente. Guardo, cuido, conservo y no arriesgo. Y el miedo me bloquea. Y me doy cuenta tantas veces de mi debilidad. Jesús navega mar adentro y confía. No se detiene ante sus miedos. No cree sólo en sus fuerzas. Mira el horizonte nuevo y no pierde la paz. Mira hacia dentro de su alma y cree en su Padre que tiene en sus manos su vida. No teme el horizonte abierto. No se angustia ante lo que no controla. No se agobia ante la inseguridad que provocan las olas. Navega. Se adentra. Siempre lo hace así en mi alma. Siempre lo hizo así en su vida entre los hombres. Y me invita a mí a navegar con Él por el océano. Confiando en medio de mis miedos. Arriesgando la vida. Que el temor a lo desconocido no me impida arriesgar. Que la alegría de saltar no quede limitada por mis miedos.

María es Reina de nuestra vida. Sabemos que Ella tiene el poder sobre nosotros. A veces lo olvido. Me gustaría asemejarme a aquella persona que rezaba en un monte al pie de María. Había recorrido un largo camino entre bosques sin saber bien a dónde iba. Cuando llegó a lo alto de la cumbre vio una estatua grande de la Inmaculada. Se quedó callado, sobrecogido, mientras el sol se abría paso entre las nubes, y rezó así: «Llego a un alto en el camino, en la cumbre de un monte, y doy con tu estatua, María. Me emociono. Dominas el monte. En las sombras del bosque no te veía. Tienes las manos abiertas para recibirme. Llego cansado. La luz se abre paso entre las nubes. Me consagro a tus pies. Peregrino. Hijo. Eres mi columna, mi refugio, mi sosiego. Llevo tantos miedos pegados al alma. Llueve. Tengo frío. Eres mi faro cuando me pierdo. Te doy mis síes. Te confío mi vida. Te entrego todo de nuevo. Mi vida es tuya, ya lo sabes. Mi camino lo haces conmigo. Mis sueños de vivir con Jesús son siempre grandes, eternos. Mi cuerpo y mi alma te pertenecen por entero. Sale el sol. Se abre el cielo. Mi alma se llena de paz». Ante María me gustaría entregarle todo como ese peregrino. Ante Ella quiero reposar y dejar mis miedos en sus manos. El P. Kentenich nos enseñó a coronar a María como reina de nuestra vida cuando empezamos a ver que la vida se nos escapa de las manos. Cuando no controlamos nada. Cuando tenemos miedo a perderlo todo. Cuando hay tantos cabos sueltos que todo puede pasarnos. En esos momentos queremos aprender a confiarle nuestros miedos en medio de las dificultades. Decía el P. Kentenich: «En todos los cruces de caminos, cuando las cosas eran cada vez más difíciles, no sólo hemos profundizado nuestra entrega como un abandono, sino que, en cierto modo, también hemos coronado a la Madre de Dios, es decir, le hemos dicho conscientemente: - Tú te has hecho responsable de nosotros, nosotros te confirmamos eso, y tú lo confirmas al aceptar la coronación»[3]. Al coronar a María, al aceptar Ella nuestra corona, acepta conducir nuestros pasos. Ella es Reina, siempre ha sido Reina, Madre y Reina. Nosotros reconocemos sólo su poder sobre nuestra vida. Le damos nuestro sí. Lo ponemos como niños en sus manos. Confiamos. Al poner en sus manos nuestras incertidumbres, recibimos su paz como regalo. Al dejar en su corazón nuestras angustias Ella nos llena de esperanza. Al dejar a sus pies nuestras tristezas se convierten en una alegría profunda. Cuando no controlamos la vida, lo que suele ser habitual, le entregamos a Ella el control. Ya lo tiene, pero se lo decimos de nuevo: «María, eres mi Madre, eres mi Reina. Toma en tus manos mi vida. Es toda tuya». Es nuestra Reina. Tiene poder sobre nosotros. Y nosotros, como niños desprotegidos, le cedemos nuestro escaso poder. ¡Cuánto me cuesta confiar de verdad en Dios, en María! Escucho en mi corazón como un susurro: «Todo va a salir bien». Y me calmo rápidamente. Ella lleva mi barca. Ella tiene la corona. Ella reina de verdad en mi corazón roto, herido, lleno de miedos. Ella me sostiene cuando yo me tambaleo. Me gusta mirar a los ojos de María. En ellos descanso. En su mirada llena de paz. Me gustaría mirar como María. Sin juzgar, sin escandalizarme, sin agobiarme. Mirar como mira Ella mi corazón tan frágil. Mirar los corazones de los hombres, frágiles, rotos. Sí, me gustaría tener sus ojos de misericordia. Mirar así a tantos hombres que buscan hoy un lugar de paz donde hallar misericordia. Un lugar en el que descansar. El otro día leía: «Puede que consigamos crear un hogar dentro de nosotros mismos, llevarlo con nosotros adonde vayamos»[4]. Un hogar nuevo en nuestro corazón. Un hogar en el que muchos puedan encontrar paz y descanso. María es nuestro seguro. Nuestro hogar. Ella forja un hogar en nuestro corazón. Para que siempre podamos ser hogar para otros.

Hay personas a las que les gusta decirte lo que te espera, lo que te va a suceder. Como si supieran el futuro antes de que llegara. Obsesionados por lo que ha de venir juegan a adivinos. Me sorprenden aquellas personas tan seguras de sí mismas que siempre tienen una respuesta ante la vida, una opinión sobre las cosas, una conclusión irrefutable ante cualquier problema. No aceptan otras opiniones cuando no coinciden con las suyas. Creen ellas tener siempre certezas. No sufren aparentemente la inseguridad del camino, la incertidumbre de la vida, el miedo ante los peligros. O lo esconden muy bien detrás de su aspecto frío. Parecen no tener miedos. Detrás de su aparente impasibilidad puede que escondan temores comunes. No lo sé. O tal vez no se conocen bien y no perciben la realidad de sus vidas como es. Hay personas a las que les cuesta aceptar un no como respuesta. Siempre piensan que ellos tienen razón. Están convencidos de su verdad. A veces son demasiado autoritarios. Porque lo suyo tiene que ser lo verdadero. No creen tampoco en las puertas cerradas de Dios. Siempre la culpa está en los otros. Y no ven a Dios donde no les conviene. Empujan las puertas cerradas y pretenden abrirlas con sus manos. No quieren aceptar las cosas como vienen. No entienden que Dios pueda estar escondido detrás de un no que parece bloquear el grito de su alma. Temen perder la vida y la guardan queriendo retener lo que poseen. Se niegan a interpretar en Dios los errores de los demás, en los renglones torcidos, creyendo que siempre son errores demasiado humanos. Juzgan y condenan. Como si cualquier opinión distinta a la que ellos tienen fuera necesariamente falsa o estuviera marcada por los prejuicios que esa persona guarda en el alma. Sufren si son contrariadas. Se enfadan contra el mundo y contra Dios porque no parecen atender sus necesidades. Decía hace unos días el Papa Francisco a nuestra Comunidad de los Padres de Schoenstatt: «No hay que tenerle miedo a la realidad. Y la realidad hay que tomarla como viene, como el portero cuando patean la pelota y de allí, de allí, de donde viene, trata de atajarla. Allí nos espera el Señor, allí se nos comunica y se nos revela. El diálogo con Dios en la oración nos lleva también a escuchar su voz en las personas y en las situaciones que nos rodean. No son dos oídos distintos, uno para Dios y otro para la realidad. Cuando nos encontramos con nuestros hermanos, especialmente con aquellos que a los ojos nuestros o del mundo son menos agradables, ¿qué vemos? ¿Nos damos cuenta de que Dios los ama, de que tienen la misma carne que Cristo asumió o me quedo indiferente ante sus problemas? ¿Qué me pide el Señor en esa situación? Tomar el pulso a la realidad requiere la contemplación, el trato familiar con Dios, la oración constante y tantas veces aburrida, pero que desemboca en el servicio. En la oración aprendemos a no pasar de largo ante Cristo que sufre en sus hermanos. En la oración, aprendemos a servir». A veces falta una mirada más sobrenatural para enfrentar la vida y los problemas. Para acoger las pérdidas y vivir con más naturalidad el fracaso. Nos falta vida de oración, nos falta contemplación. Para mirar a los demás, a los que nos rodean, con más humildad. En ellos, en su humanidad, a veces también en su pecado, Dios me habla. Y me cuesta mucho escuchar su voz. Hoy escuchamos: «El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eche atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tape el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor». Quisiera tener esa sensibilidad para descubrir su voluntad en todas las personas. En aquellas en las que confío. En esas otras que me resultan más difíciles. También allí Dios me pide algo. La capacidad para ver a Dios oculto en el dolor, en la enfermedad, en la cruz de cada día, en la pérdida que tanto temo. Aunque no sepa bien lo que quiere de mí, lo que espera. Quisiera tener ese oído atento, esa sensibilidad para descubrir sus pasos. Ese olfato para encontrar siempre sus pisadas.

Hoy Jesús les pregunta a los discípulos y nos pregunta a nosotros quién es Él: «Por el camino, pregunto a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que soy Yo? Ellos le contestaron: - Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas. Él les pregunto: - Y vosotros, ¿quién decís que soy? Pedro le contesto: - Tú eres el Mesías. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie». Esta pregunta resuena siempre en mis oídos. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Quién es Él en mi vida? Miro a Pedro en esa tarde. Su respuesta entusiasta. Miro a Jesús que me mira y me pregunta. ¿Quién es realmente Jesús en mi vida? ¿Respondo con pasión que Él es el sentido de mi vida? Pero, ¿estoy realmente enamorado de Jesús? Decía el Papa Francisco: «Ese primer amor renovado día a día, en la disposición a escuchar y responder con generosidad enamorada. En la contemplación, al abrimos a la novedad del Espíritu, a las sorpresas, dejamos que el Señor nos sorprenda y abra caminos de gracia en nuestra vida. Y se opera en nosotros ese sano y necesario descentramiento, en el que nosotros nos apartamos para que Cristo ocupe el centro de nuestra vida. Por favor, sean descentrados. Nunca en el centro». Quiero tocar su rostro cada día, mirar con sus ojos. Renovar el primer amor. Volver a encender la llama de mi amor a Él. El amor asemeja. Quiero que mi amor me haga más semejante a Él. Quiero repetir sus palabras con su misma voz. Quiero amar como amaba Él, con toda el alma, con todo su cuerpo. Quiero tener sus sentimientos. Jesús tuvo miedo, pero no se detuvo. Entregó su vida de rodillas, sudando sangre. Confió amando hasta el extremo. Quiero que Jesús sea norma de mi vida, mi último criterio. Él nunca temió amar sin medida. Jesús no tuvo miedo y fue audaz, dio un salto de fe. Renovó así el corazón de los hombres. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es el que me muestra el camino a seguir? Hoy escuchamos: « ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?». Si tengo fe en Jesús y no cambio mi forma de vivir, vana es mi fe. Si digo que le amo, pero luego no le sigo, vana es mi fe. Una fe sin obras es una fe vacía. Jesús es hombre como todos, como yo. Creyó en el amor de su Padre. Creyó, no dudó. Y su fe se hizo obras. Gestos de amor. Actos de libertad. Me impresiona su sí hecho carne, hecho sangre, hecho vida. ¡Cuántas veces creemos muchas cosas y luego no hacemos lo que creemos! ¡Cuántas veces decimos que pensamos de una determinada manera y luego actuamos de manera contraria! O nuestra fe es muy débil y no logra plasmar lo que cree. O nuestra fuerza interior es escasa y no logra alzarnos por encima de nuestros miedos y debilidades. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es el motor que mueve mi alma? ¿Es presencia en mi soledad, plenitud en la ausencia, éxito en mi fracaso, abundancia en la escasez? A veces me quedo en las ideas y mi fe no se hace carne, no toca el alma, no llega al subconsciente. Mi fe en Jesús, en el que ha de ser el centro de mi vida, en aquel por el que debería estar dispuesto a dejarlo todo, es débil. Es verdad que me llevó un día a dejarlo todo por Él. Pero, ¿basta con dejarlo todo una vez? No basta, en cada etapa del camino se vuelve a llenar la alforja, vuelvo a estar apegado, vuelvo a tener lleno el corazón de tantas cosas que no le pertenecen a Dios. Vuelvo a seguir mi camino, no el suyo. Y Jesús me invita de nuevo a dejarlo todo, a perder la vida, a seguir sus pasos. Quiere que me lance con audacia. Quiere que vuelva a decirle con orgullo que le quiero y le sigo. Quiero perder la vida por amor a Él.

No quiero tener miedo a ser santo. Como dice el Papa Francisco: «No tener miedo a la vida de santidad. Eso es renovar la Iglesia». Pero, ¿qué significa ser santo? Jesús le grita a Pedro: « ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios! Después llamo a la gente y a sus discípulos, y les dijo: - El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Marcos 8, 27-35. Porque Pedro no cree del todo. Tiene una imagen de Jesús, de sus planes, de su proyecto, de su Reino. Pero no se ha abierto del todo a Jesús. Piensa como los hombres. Como yo tantas veces. No pienso como Dios. Pedro tiene miedo. Su pensar es muy humano. Y entonces duda en su corazón: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo». Quizás duda tanto como yo dudo. Pedro teme que no salgan sus cálculos, que no funcione su estrategia. Tiene miedo a esa muerte de la que habla Jesús. Miedo al dolor y a la cruz. A perder la vida, a sufrir: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Yo también tengo ese miedo de Pedro. El mismo miedo a la cruz que cargo. El miedo al fracaso. El miedo a sufrir. El miedo a la muerte. Digo seguir a Jesús, pero temo tanto su cruz. ¿Quién soy yo? ¿A quién sigo de verdad por los caminos? Muchas veces a mis propios deseos y egoísmos. Decía el Papa Francisco: «La difusión del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor». En la cruz de Jesús, allí donde todo parece perdido, de allí es de donde brota la vida verdadera. Los discípulos lo habían dejado todo y seguían a un hombre con muchas preguntas y algunas respuestas. Un hombre con voz calmada. Un hombre misericordioso, que se detenía conmovido ante el que sufría. Un hombre enamorado de la vida, de su Padre, de los hombres. Sí, lo sabían, seguían a un hombre que amaba con la mirada, con los gestos, con palabras nuevas. Un hombre que daba paz llenando el alma con una cascada de vida y esperanza. Un hombre de caminos inciertos, que no prometía seguridades. Sí, yo quiero seguir a Jesús. Pero me da miedo el Jesús del Calvario, del olvido, del silencio. El Jesús callado ante la muchedumbre que quiere su muerte. El Jesús difamado, injuriado, despreciado. El Jesús que muere solo, abandonado. Es verdad, yo quiero ser santo. Pero tantas veces, como Pedro, tengo miedo. Me gustaría no tener miedo a ser santo. Me gustaría no dudar. Ojalá mi fe fuera capaz de mover montañas. A veces es frágil y dudo. Y mi fe no logra plasmar en obras todo aquello en lo que cree. Creo en la misericordia y me cuesta tanto practicar obras de misericordia, hablar con misericordia, mirar con misericordia. En estos días asistimos atónitos a esa riada de hombres que mueren buscando un hogar, una nueva tierra, un lugar donde vivir. Muchos de ellos no llegan a la meta que soñaron. Otros son acogidos como refugiados. Hombres que a veces no logran darles a sus hijos un futuro mejor que el presente. Buscan un hogar. Un lugar en el que echar raíces. Como todos los hombres. Sí, todos necesitamos un hogar, un lugar de descanso donde dar vida. Decía el P. Kentenich: «El hombre es un ser ligado a un nido. Es algo que está en la esencia de su condición de creatura. Dios mismo es un ser ligado a un nido, no por debilidad, sino por plenitud de vida. Porque Dios es Trinidad, tres personas»[5]. Necesitamos un nido. Necesitamos raíces. Sin un hogar somos hombres a la deriva. Ahora que vemos que tantos hogares se cierran por miedo a ser invadidos, perturbados en su comodidad. Quisiera que mi fe se hiciera obras de misericordia. Nos tocan las palabras que escuchamos: «Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: - Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago. Y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?». A veces se puede cerrar mi corazón. Me quedo en mi comodidad sin hacer nada. No me abro. Es verdad, por otro lado, que me conmuevo al ver corazones que abren sus casas. Que salvan vidas. Que ven a Jesús en el que sufre. Pero, ¿qué hago yo? ¿Quién es Jesús para mí? Jesús nos pregunta de nuevo en lo profundo del corazón. Quiero verlo en el que sufre, en el que no tiene hogar, en el que busca respuestas. Pero me guardo a veces en mi comodidad. Me da miedo ser santo. Arriesgar, perderlo todo. Quiero guardar mi vida porque así creo que no la perderé. Me equivoco. Quisiera mirar hoy a Jesús como sus discípulos. En realidad me siento turbado como ellos. Quiero ser como Él. Quiero ser Jesús en medio de los hombres. Quiero que mi fe se convierta en obras. No quiero una fe muerta, sino una fe viva. Le pido a Dios que haga más firme y joven mi fe. Que me enamore de Él cada día más.



[1] Verónica Roth, Leal (Trilogía)

[2] J. Kentenich, Terciado Madison, 1952

[3] J. Kentenich, Terciado Madison, 1952

[4] Verónica Roth, Leal (Trilogía)

[5] J. Kentenich, Que surja el hombre nuevo

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