Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XVII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

2 Reyes. 4, 42-44; Efesios. 4, 1-6; Juan. 6, 1-15

«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?»

«Me gustan los niños con mirada sencilla. Me gusta el niño que llevo dentro. El niño que se esconde y sale a veces, cuando se siente en casa. Jesús fue niño, amó a los niños, rió como niño»

Me gustan las personas sencillas. Viven a tu lado sin darse importancia. No presumen de sus logros. No cuentan las hazañas de su vida. No hacen nunca alardes de nada. Me gusta la sencillez de una vida en que la rutina es sagrada y los momentos de cada día son tan de Dios que parecen siempre nuevos. Me gustan las personas que no se complican con las cosas de la vida. No temen el hambre ni el desahucio. Ni el dolor, ni la enfermedad, ni la pérdida, ni el fracaso. Aquellos que saben romper su agenda cuando es necesario. Que entran y salen con paz en el alma allí donde se encuentran. Me gustan las personas que aman sin esperar ser amadas. Sonríen sin buscar sonrisas. Sueñan sin pretender ser soñadas. Las que dan sin buscar recompensa, sin esperar nada a cambio. Las que besan tu mano sin querer nunca que tú beses la suya. Me gustan esos hombres de la vida cuyo nombre olvidamos. No serán recordados en los libros de historia. Ni tendrán en el cementerio el mejor mausoleo. Me gustan esos hombres que se visten de sol cada mañana y en la noche, temblorosos, dan gracias al cielo por tanta vida acumulada. Me gustan las personas de corazón sencillo, mirada noble, luz en el alma. Hacen de la vida una fiesta, del fracaso un camino, de la soledad y el dolor un motivo de esperanza. Ríen de buena gana con las bromas sencillas. Lloran si hay que llorar y callan si no hay que hablar. Me gustan esos hombres que lo han leído todo, pero no por ello te hacen ver cuánto saben. Me gustan las personas que con sus manos crean, al crear se asombran, al asombrarse ríen. Me gustan porque quieren escuchar tus historias. Y te piden que les cuentes algo. Aunque ellos tengan ya mil historias guardadas en el alma. Necesitan tus pasos en su vida y tus manos en sus manos. Me gusta la sencillez de la vida sencilla. Donde no hay planes grandes. Porque todo, hasta lo más pequeño, es tremendamente inmenso. Me gusta la vida sencilla de las personas sencillas. Aparentemente nacen, viven y mueren. No sueñan con esquelas donde ser recordadas. No escriben una memoria de todo lo que hicieron. No se llenan páginas con todos sus títulos y logros. En la sección de amor llenaron tantos libros. Allí, paso a paso, amaron, fueron amados, en silencio, sin dar explicaciones. Me gustan los sencillos que absorben todo en la vida, sin creerse mejores. Sin tener pretensiones. Sin quejas, sin darse nunca importancia. Siempre escuchan, siempre aprenden. Y yo que me complico tanto con la vida. Y exijo. Y me quejo. Y espero. Y me imagino. Y quiero enseñar. Y me cuesta aprender. Y cuando no coinciden mis sueños con la vida, comienzan mis desvelos, mis quejas y molestias. Yo sé que los sencillos son aquellos que todo lo comprenden. Tal vez nunca han sabido los grandes misterios de este mundo. Pero saben vivir, que es lo que importa al final de la vida. Y amar y servir. Y darlo todo, con pasión, sin guardar nada. Todo lo demás, al fin y al cabo, sólo es papel mojado. Pasa, se lo lleva el río. Y al llegar al mar apenas distinguimos sus aguas de esas aguas que acogen tanta vida. Y se confunde todo. Y todo encuentra al fin, al caer de la tarde, su último sentido. Me gustan, es verdad, las personas sencillas.

Me gustan las personas sencillas porque son como niños. Me gustan esos niños con mirada sencilla. Tal vez me gusta el niño que siempre llevo dentro. El niño que se esconde y sale sólo a veces, cuando se siente en casa. Jesús fue niño, amó a los niños, rió como un niño. Me gusta mirar a Jesús como un niño. Tenía corazón de niño. Jesús juega, mira, se deja abrazar y cuidar, aprende. Mira con inocencia. Comienza a caminar de la mano de José y María. Aprende a comer y a asomarse al mundo en un hogar sencillo. Lleno de rutinas sagradas. Aprende a rezar. Llora. Necesita de sus padres para sobrevivir. Obedece. Recibe amor. Creo que la niñez de Jesús fue sobre todo recibir amor. Aparentemente improductiva, demasiados años, pero en su alma echó raíces para siempre ese amor incondicional de José y María que le hablaba de su Padre. No desconfía, no se endurece. Su alma de niño se mantiene hasta la cruz. Se fía siempre. No juzga nunca. Se abandona. Es el niño en los brazos de su padre toda su vida. María guardó la infancia de Jesús en su alma. Una persona rezaba: «Señor, enséñame a ser niño, a disfrutar de la vida, a jugar y reírme con las cosas pequeñas. Enséñame a confiar y a entregarme del todo sin protegerme para no ser dañada. Enséñame a mirar con ojos inocentes, a creer en la vida, en los demás, a no hacer cálculos. A fiarme de ti. A ir de tu mano por el camino. A dejarme abrazar como los niños, a recibir amor y caricias porque los necesito. Enséñame siempre a perder el tiempo con cosas no fundamentales, no serias ni importantes. Enséñame a disfrutar el momento como los niños. Sin temer el futuro. Sin quedarme pensando en lo pasado». Es importante aprender a vivir como niños. Sacar a pasear por la vida el niño que llevamos dentro, sin miedo a que me hagan daño. Necesitamos personas y lugares donde poder ser niños. Sin miedo a los gritos y al rechazo. Reír como niños. Jugar como niños. Hoy un niño lleva sus panes y sus peces. Siempre me he preguntado. ¿No son demasiados panes y peces para sólo un niño? A lo mejor los llevaba para alguien. A lo mejor los discípulos le pidieron lo que tenía y él lo dio todo. No sabemos muy bien cómo ocurrió exactamente. Pero me gusta pensar en los ojos de ese niño que confía en sus panes y en sus peces. Sería suficiente. A veces perdemos la mirada de los niños. Decía el P. Kentenich: « ¿Qué debe hacer el niño? Sólo entregarse desvalido al Padre, sentirse pequeño. ¿Y qué hace el Padre? Cuanto más pequeño me siento tanto más me lleva hacia lo alto. Esto no es falta de actividad propia, esto es entrega plena a Dios. El ascensor de la santidad. Entro en él y va vertiginosamente hacia arriba. Me considero pequeño ante Dios, como vaso vacío: no soy nada, Él es el todo. ¡Qué práctico es esto! ¡Qué pequeño y desvalido soy ante Dios infinito!»[1].El niño confía en su padre. Se abandona. Lo entrega todo. Comprende que no puede hacer nada si su padre no lo sostiene. ¡Qué difícil ser como niños cuando queremos controlarlo todo, tenerlo todo en nuestras manos! El niño aprende a confiar y se suelta de manos. Pone todo en manos de Dios. Así de sencillo. Abandono total. El niño que ríe y también confía. El niño que cree en lo imposible. Ser como niños es la gracia para la vida que queremos seguir pidiendo.

Hoy Jesús, en el monte, después de hablar a su pueblo, decide dar de comer a todos. «Al levantar Jesús los ojos y ver que venía mucha gente, dice a Felipe: ¿Dónde podríamos comprar pan para dar de comer a todos estos? Dijo esto para ver su reacción, pues Él sabía lo que iba a hacer». Levanta la mirada y siente compasión de su pueblo. Sabe que tienen hambre, que viven desorientados como ovejas sin pastor. Hace un milagro innecesario. ¡Cuántos se acercan a Jesús porque quieren ser curados y Jesús ve hondo en su alma su fragilidad, su herida y su pecado, y los sana! Hoy pasa al contrario, se acercan para ser sanados y Jesús se preocupa de algo mucho menos importante. De algo más humano y terrenal. De algo que pasará. No quiere que se vayan sin comer. Lo hace por compasión. Jesús mira a la persona entera, no sólo su enfermedad. Los mira del todo y se preocupa por todo lo suyo. Por el hambre de ese instante. Dios cuida los detalles del momento. A veces los más pequeños. Tiene esa delicadeza. El milagro de los panes y los peces es sólo de un momento. Comen, se sacian, pero al día siguiente volverán a tener hambre. No es un milagro tan eficaz. No importa. Ese momento de compasión, de alegrar a tanta gente, merece la pena. Y quizás, por lo menos en muchos, el recuerdo y el agradecimiento sí duró toda la vida. A veces los momentos más pequeños son los que recordamos siempre. Todos tenemos momentos de infancia que guardamos dentro de forma especial, y no tienen que ver a veces con cosas fundamentales ni decisiones trascendentales. Nos acordamos del olor de un momento, o de cuando aprendimos a montar en bici, o de ese día en el que comimos fuera con nuestros padres. Son momentos sagrados que recordamos con cariño. Un beso, un abrazo, unas pocas palabras. Un encuentro inesperado. Un día cualquiera. Jesús da mucho valor a los momentos. Las palabras. Las miradas. Los gestos. Le importa todo lo que nos ocurre. Le preocupa nuestra hambre y nuestro descanso. Se preocupa hasta de los detalles más pequeños. A veces pensamos que con Dios solo podemos hablar de cosas importantes, trascendentales. Temas graves. Pero a Él le importa todo lo mío. El pan de cada día. Mi hambre, mis necesidades. También mis tonterías, mis pequeñeces, mis alegrías secretas. Hoy, nadie le pide nada. Y Él lo da todo. Mejor dicho, todos le pedían y le suplicaban que los sanase, y Jesús, como siempre, les dio más. Se dio del todo. Les dio el consuelo y el pan. Sus manos bendijeron y sanaron, y bendijeron y partieron el pan. Gratis. Sin que nadie se lo pidiera. Sin ser necesario. Ni tan importante. Sin que nadie lo esperase. ¡Qué secreta alegría tendría al verles comer en abundancia!

Hoy en el Evangelio Jesús muestra su compasión por aquellos que tienen hambre. No sé si el desconcierto es más de la gente que come o de los apóstoles a los que pidió que buscasen algo de comer. Jesús siempre rompe esquemas. A Jesús le da igual el orden de prioridades. ¿Qué vería Él al levantar la mirada? La mirada lo cambia todo. Cuando levanto la mirada soy capaz de conmoverme por lo que le sucede delante de mí. Pero, ¡cuántas veces no la levanto! Sigo de largo. Me miro a mí mismo. Miro mi móvil. Mis preocupaciones, mis temas. Jesús miró a los hombres y se conmovió. Vio el hambre y la sed, la soledad y el miedo. Es compasivo. Se acerca. Él necesita que yo también sea compasivo. Muchas veces despierta en mí la compasión el dolor de los hombres, su hambre, su soledad. El ver perdidos a tantos. Tanta angustia, tanto dolor. ¿Qué hago? No se puede ser sacerdote, ni cristiano, ni hombre siquiera, sin esa compasión. Cuando uno no tiene esa compasión en la vida, cuando el dolor del pobre no despierta un amor más hondo, sino sólo desprecio, quiere decir que no hemos sido tocados por Dios en lo más profundo. Debe haber entonces un problema en nuestro corazón. Estaremos demasiado heridos, o demasiado endurecidos por la vida. Si no se despierta la compasión, tal vez quiere decir que todavía no somos como Jesús. Tenemos un corazón de piedra. Puede que hablemos de Dios, grandes discursos y homilías, pero no tengamos dentro su amor, enraizado, hundido en el alma, grabado a fuego. Jesús se conmovía con todos, especialmente con los más débiles. Y se ponía en camino, se acercaba. Curaba, tocaba, bendecía. Hoy se conmueve al ver a tantos hombres con hambre. Otras veces se conmueve con la enfermedad o con el pecado. Siempre se conmueven sus entrañas. ¿Y las mías también se conmueven? A veces me siento frágil e impotente. Quiero tocar el cielo con las manos y atraer a la tierra todo el amor escondido en el corazón de Dios. Me gustaría descargarlo como una lluvia inmensa que llenara tantos pozos vacíos de amor. Me gustaría. Me compadezco. Sufro con el que sufre. Me siento tan impotente para aliviar el dolor de tantas personas que padecen. No alcanza con mi pan. Miro a Jesús. Veo sus manos bendiciendo. Quiero que multiplique mi pan. Que valga mi vida para muchos. Pero también quiere Jesús que tenga compasión de mí mismo. Paciencia con mi debilidad. Quiere que me mire y no me condene. Que observe mi vida con paz y alegría. Que me ría de mis agobios y descanse. Que disfrute de lo que tengo sin amargarme por lo que se me escapa. Quiere que tenga compasión de mí, pero no esa autocompasión que leía el otro día: «Teresa me cuenta que tiene una amiga que se compadece de sí misma, se da pena, se cree una pobrecita y por tanto se trata como a una pobrecita. Emprende su vida cada día dándose pena e invierte en sí misma como una pusilánime. La rentabilidad que recoge es la de una estima baja, pobre y penosa, inseguridad, intranquilidad y pesimismo»[2].Esa compasión no nos hace falta. Es una compasión que nos enferma. Dios no quiere que nos tomemos tan en serio. Quiere que no nos demos mucha importancia. Que nos riamos de nuestros agobios. Decía el P. Kentenich: «No darme importancia por mi trabajo. Tampoco debo darme importancia por mis debilidades. No debo darme importancia por mis miserias, por mis limitaciones. No debo hacer de ello mucho caudal. Debo considerarlo con naturalidad. Cualesquiera que fuesen los pecados que haya cometido en mi vida. No darme importancia»[3].Mirar mi vida con sencillez. Como las personas sencillas. Que no me tome demasiado en serio. Que no me agobie con la pobreza de mi vida. Compasión con los hombres. Compasión conmigo mismo. Que me quiera en mi pobreza y acepte mi pequeñez como camino de vida. Con la sencillez de los niños. Que sonríen con la vida. Que se alegran con lo que tienen.

Jesús busca que sus discípulos den de comer a tantos. Quiere que ellos desarrollen esa mirada de misericordia. Quiere que sean compasivos. Pero ellos no tienen nada, sólo unos panes y unos peces. Muchas veces he pensado en esta escena. Jesús buscando a los discípulos para que den de comer a tantos hombres. Son demasiados. Es demasiado poco el pan. Ellos son pobres. No tienen tanto. Me conmueve. Pienso en todos ellos intentando pensar una solución. ¿Por qué no los despedía para que fueran tranquilamente a sus casas y pasaran la noche? Parece exagerado intentar dar de comer a tantos hombres. ¿Con qué fin? Alguno pensaría que el corazón del hombre no es agradecido. Al día siguiente se habrían olvidado. Era innecesario. ¿Para qué tanto esfuerzo? De repente aparece un niño con unos panes y unos peces, y los ofrece. Como si con eso estuviera resuelto el problema. Me gusta la ingenuidad del niño que trae su tesoro pensando que con eso será suficiente. Él no lo sabe en el fondo, pero sí basta. Los discípulos lo verían absurdo. Este Evangelio siempre me conmueve: «Felipe le contestó: - Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco. Entonces intervino otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, diciendo: - Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente?». Jn 6, 5-11. El niño ve más que los discípulos. Jesús ve más que ellos. En la vida me pasa a veces. No veo más allá de mi problema, de mi miedo, del hambre y la sed. No creo. Tal vez a mí, como a los discípulos, me falta esa mirada pura e ingenua de los niños. Me quedo tantas veces en lo práctico. Me desborda la dimensión del problema, el número de personas aquella tarde. Veo el hambre y la sed del mundo y me encuentro desbordado. Me conmueve tanto dolor, tanta hambre. No puedo calmar la sed ni el hambre, sólo tengo unos panes y unos peces. Mi poco tiempo, mi vida breve. ¿Qué puedo hacer yo? Pienso que, tal vez, no hago lo suficiente. Pero luego llego a concluir que nunca será suficiente. Ni con todo el pan del mundo, ni con todo el tiempo del mundo. No bastaría. En ocasiones eso me quita la paz. Me conmovía este año una mujer que lloraba en confesión al ver tanto dolor en el mundo. Sufría, se sentía impotente. Me conmovió su alma grande y sensible. Porque cuando el alma es grande es capaz de sufrir con el que sufre y compadecerse con el que lo pasa mal. Tal vez yo no lloro. Pero me conmueve mi impotencia. Pienso en ese niño que no tenía tampoco suficiente. Pero dio lo que tenía. Pienso en los apóstoles con sus manos vacías desbordados al ver tanta gente. Ni Andrés, ni Felipe, sabían qué hacer. Pedro callaba. Ninguno podía responder a Jesús. Él miraba enternecido a sus hijos. Seguro que en su corazón se conmovía ante la ingenuidad de los apóstoles, ante su inocencia, ante su torpeza. Él era Dios y sí podía multiplicar esos panes y esos peces.

Eso me emociona siempre. Jesús, cada día, convierte en mis manos el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre. Pero antes sólo son pan y vino. Poco pan. Poco vino. Jesús en su cuerpo y sangre cambia los corazones. Pero necesita que yo ofrezca antes mi pan y mi vino cada día, para que luego su cuerpo calme el hambre de infinito de tantos corazones. Necesita que yo entregue lo que tengo. Yo le ofrezco el pan con humildad. Con ese sentimiento de impotencia: «Jesús, aquí lo tienes. No tengo nada más. Lo que tengo te lo doy». Así con sencillez. Ofrezco sólo lo que tengo y miro como miran los niños, confiando. Doy de lo que tengo. Jesús no piensa primero en el bienestar espiritual, no se pregunta si todo lo que les ha dicho a esos hombres y mujeres antes ha calado su corazón. Quiere saciar su necesidad material. Luego podrá reconducir su mirada. Comenta Tomas Merton: «Es bastante fácil decirle al pobre que acepte su pobreza como voluntad de Dios, cuando tú tienes ropas abrigadas, mucha comida, cuidados médicos, un techo sobre tu cabeza y no te preocupa el alquiler. Pero si tú quieres que ellos te crean, trata de compartir algo de su pobreza. ¡Y ve si puedes aceptarla como voluntad de Dios!».No podemos calmar todo el hambre del mundo, todo el dolor, pero podemos compartirlo. Podemos dar lo poco que tenemos. Nuestro pan, nuestros peces. Podemos ofrecer nuestro tiempo. Acariciar la renuncia. Palpar la ausencia. Podemos vivir la sed y el hambre. Tantas veces lo hacemos. Podemos ser solidarios con el que no tiene y no pretender calmar su hambre con una oración o una sonrisa. Decía el Papa Francisco: «No es buen cristiano el que no es justo con las personas que dependen de él, el que no se despoja de lo necesario para él para dar al que lo necesita. ¿Qué puedo hacer por los niños, por los ancianos, que no tienen la posibilidad de ser visitados por un médico? ¿Qué haces por esa gente?». No podemos comprender al que sufre si nunca hemos sufrido. No podemos saber lo que es el hambre si siempre hemos tenido de todo. Nunca podremos empatizar con el que no tiene, si siempre hemos tenido. Nos ponemos en el corazón de esos miles de hombres con hambre y sed. La solidaridad comienza cuando bajo de mis muros que me protegen y aíslan. Cuando siento lo que otros sienten. Cuando deseo loque otros desean. Jesús vivió el hambre y la sed, el dolor por la pérdida, la angustia en la ausencia. Jesús enterró a su padre y supo del dolor de su madre María. Vivió la muerte de cerca y por eso se compadecía del dolor del hombre. No permaneció protegido. No se hizo ajeno al dolor de los hombres. Lo compartió. Así como hoy comparte el pan con ellos. Entrega lo que tiene. Nos pide que entreguemos lo que tenemos. Sólo eso.

El muchacho le entrega a Jesús todo lo que tiene. Sin guardarse nada. ¿Me entrego yo con la misma generosidad? Tantas veces me reservo cosas. Me guardo. Doy con miedo, doy hasta cierto punto. No doy hasta que duele. Temo perderlo todo y me reservo siempre algo por si acaso. Creo que a veces podemos acomodarnos en nuestra vida. Vemos tanto dolor que pensamos: «No puedo calmar a todos, entonces mejor no calmo a ninguno». No lo ofrecemos todo. No ponemos todo en la patena. Somos muy egoístas con nuestro tiempo. Nos reservamos tiempo para nuestro descanso, para nuestro deporte, para nuestros amigos, para nuestra agenda llena de compromisos, para nuestros hobbies. Los hombres con hambre pueden esperar. ¿Cómo es mi forma de darme? ¿Me doy o soy cómodo y egoísta en la entrega? ¿Me cuido demasiado? Decía el P. Kentenich: « ¡Cuánto trabajo y cuánto tengo que afanarme para convertir el mundo! Todo este afán se justifica si es querido por Dios. Pero también es bueno asegurarse de que no se trata de un activismo meramente natural. Cristo no quería nada que no fuese hacer siempre la voluntad del Padre»[4]. A veces también podemos obsesionarnos con las almas y buscamos incansables convertir el mundo entero. Pecamos de exceso de protagonismo. Nos pensamos imprescindibles. Tenemos que dejarnos conducir por Dios, incluso cuando pensemos que nos pide que no hagamos nada. A veces podemos sentir que hacemos pocas cosas y podemos sentirnos culpables por ello. Los apóstoles siguieron a Jesús y estuvieron con Él. No hacían mucho. Escuchaban, hablaban, compartían con Él la vida, el camino, el descanso, la comida. No convertían muchas almas con sus palabras. No hacían muchos milagros. No sanaban muchos enfermos. Nosotros nos creemos a veces indispensables para Dios. Podemos llegar a pensar que seríamos más útiles en otra parte, en tierra de misión, no en una sociedad acomodada y burguesa. Corremos el riesgo de caer en el activismo o en el afán de protagonismo. Creemos que cuanto más producimos, más logramos. Nos pensamos indispensables para la conversión del mundo y para cambiar la Iglesia. Nos olvidamos de algo fundamental: Dios recoge el fruto allí donde no ha sembrado. Dios lo puede hacer todo con pocos panes y peces. Por esto tenemos que confiar más. No se trata de hacer mucho, al contrario, la vida consiste en dejarnos hacer. Decía Gustav Mahler: «Yo no compongo, soy compuesto por la música. Yo soy esa canción».Dios quiere componer una canción con mis notas, con mis torpes acordes. Dice una canción: «Tú, Señor, que sabes todo e interpretas melodías. Tú que usas bien mis notas, para componer el día». Soy compuesto por Dios, no compongo yo. Pero se me olvida. Cuanto más produzco más orgulloso me siento. Al final de nuestra vida no vendrá Dios y nos preguntará: ¿Cuántas reuniones has tenido? ¿A cuántos has convertido? ¿Cuántos cursos de formación has hecho? ¿Cuántas personas han encontrado la alegría gracias a tu entrega generosa? No, no será esa su pregunta. Jesús simplemente me mirará y me dirá: ¿Cuánto has amado a los hombres con hambre? ¿Cuánto me has amado a mí en el silencio, en la cruz? ¿Dónde has dejado tu corazón como prenda? ¿Has dado la vida por aquellos que te he confiado? Lo sabemos, pero se nos olvida y caemos en una espiral de hacer muchas cosas para agradar a Dios y sentirnos satisfechos, orgullosos de las melodías que creemos haber compuesto. Si no hacemos nada nos sentimos culpables, si nos exigimos demasiado acaba pasando factura. A veces nos buscamos a nosotros mismos en todo lo que hacemos. No tenemos pureza en nuestra intención. Creemos que haciendo mucho recibiremos mucho y estaremos más felices. Tapamos carencias con ese reconocimiento que tanto nos agrada. Vivir la gratuidad nos cuesta. Dar sin recibir nada nos parece impensable. Pero es el sello de Jesús, y debería ser el nuestro. Entregarnos por entero sin querer cosechar. Dar sin reservarse.

Jesús toma hoy los panes, da gracias al Padre, y los bendice. «Dijo Jesús: - Haced que se recueste la gente. Había en un lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los partió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron». ¡Cuántas veces en su vida haría esto hasta la última cena! Tantas, que en Emaús lo reconocieron por ese gesto. Cada día me toca repetir ese momento. Me impresiona mucho. Lo hago con temor y temblor. Dios me toma. Nunca rechaza mi amor. Nunca me dice que no es bastante lo que le ofrezco. Toma en sus manos mis panes que son sagrados porque Él los toca. Los recibe con inmensa alegría. Mi vida, mi pobreza, mi dolor. Pronuncia sobre mí la acción de gracias, su bendición. Me dice que sí, que mi vida vale la pena. Me agradece lo que doy egoístamente. Me bendice, me ofrece. Agradezco por tantos dones que he recibido en la vida. Se los ofrezco a Dios que me lo ha dado todo. Le devuelvo lo que viene de Él. Porque es suyo. Porque no es mío. Es un intercambio fácil y cómodo. ¡Cuánto nos ha bendecido Dios a cada uno! Bendice nuestra tierra. Nuestra historia. Nuestras raíces. Nuestro camino de vida. Dios ha derramado su amor en nuestra vida. Creo que tenemos que ser más agradecidos, capaces de ver cómo Dios nos lleva en sus manos. ¡Cuántas veces nos quejamos y eso nos entristece! Deseamos otras cosas que no tenemos. El agradecimiento es una de las mayores fuentes de alegría en nuestra vida. A veces gana la queja, nos sentimos víctimas y nuestro corazón se estrecha. Nos sentimos defraudados con la vida. Teníamos expectativas, sueños. Los «yo pensé que, yo creía que, yo esperaba que» nos envenenan el alma. Teníamos planes distintos. Esperábamos que la vida nos iba a dar más alegrías. Soñábamos, confiábamos, esperábamos. Nos hemos acostumbrado al misterio de nuestra vida, y hemos perdido el asombro. No tenemos la capacidad de sorprendernos siempre de nuevo de ese amor tierno y personal de Dios. Dios nos bendice en lo que somos. Se alegra con tantas cosas que nos ha regalado. Talentos, personas que nos aman, nuestra familia. Pronuncia su bendición sobre nosotros. Dice siempre bien de nosotros. Nos mira con inmensa alegría. Llena con su bendición los rincones más escondidos de nuestro corazón. Somos pobres y débiles. La bendición nos llena. Queremos ser agradecidos por tantos dones que Dios ha puesto en nuestra tierra. Tener una mirada pura que sepa verlo caminando a nuestro lado. Muchas veces experimentamos que lo recibido no lo merecemos. La gratuidad de Dios nos tiene que hacer ser agradecidos y alegres. Agradecer ensancha el corazón y pone a Dios en el centro. Todo lo hemos recibido por amor, todo se lo ofrecemos por amor, y Él hará el milagro increíble de tomar lo que somos y transformarlo en Cristo. También lo que no nos gusta tanto de nosotros. Eso nos llena de alegría. Somos bendecidos. Agradecidos, experimentamos la misericordia de Dios que se conmueve ante nuestra pobreza. Y le ofrecemos esos mismos dones que recibimos gratis. Para que Él los use según quiera. Confío. Como ese muchacho que tenía sólo cinco panes y dos peces. ¿Qué quiero agradecer hoy de forma especial? ¿Cuál ha sido el último regalo de Dios? Agradecer nos hace pobres porque sabemos que nada nos pertenece. Nos hace alegres, capaces de ver la belleza misteriosa oculta tras lo gris. Nos hace libres, porque confiamos en que Dios seguirá cuidándonos y acompañándonos siempre. Nunca nos ha dejado solos. Nunca nos abandonará. Queremos agradecer por nuestra vida, por el amor de Dios en el alma.

Jesús multiplica el pan y los peces. Y nos recuerda que lo importante en esta vida es dar amor. El hambre pasa. El pan se come y pasa. Pero el amor permanece. Es lo único que nos llevamos al cielo cuando morimos. Lo único que se queda pegado en el alma. El amor dado. El amor recibido. Y por eso es tan importante decirles a las personas a las que amamos cuánto las amamos. Decía Albert Einstein: «Lamento profundamente no haberte sabido expresar lo que alberga mi corazón, que ha latido silenciosamente por ti toda mi vida. Tal vez sea demasiado tarde para pedir perdón, pero como el tiempo es relativo, necesito decirte que te quiero».A veces, en el día a día, nos fijamos en muchas cosas. Vamos corriendo solucionando urgencias. Cumplimos con los plazos. Alcanzamos a realizar lo que nos proponemos. Pero nos podemos olvidar de lo gratuito. Dar de comer a cinco mil hombres era innecesario, gratuito. Una demostración de poder excesiva. ¿Era ese el sentido? Creo que no. Jesús quería recordarnos lo importante: el amor, la compasión. Nos recuerda que el amor que no se entrega se pierde. Y el amor que se da se guarda para siempre. Muchas veces no nos decimos cuánto nos queremos. ¿A qué esperamos? ¿Lo haremos el día del funeral? Siempre me impresionó una obra de Miguel Delibes: «Cinco horas con Mario».En ese monólogo delante del cadáver de su marido le recrimina: «Si las palabras no se las dices a alguien no son nada, botarate, como ruidos, a ver, o como garabatos, tú dirás. Pero todo te lo perdono menos que no me leyeras tus versos. Porque una palabra que no se dice a nadie es como salir a la calle dando voces al buen tuntún». Si no les decimos a las personas a las que amamos lo que sentimos, lo que pensamos, ¿para quién queda? Se pierde en el aire. Como los cinco panes y los dos peces. Si esa tarde no hubiera habido milagro, se hubieran ido a casa con hambre. Hubo milagro y hoy recordamos la gratuidad de Dios, ese amor que se fija en los detalles pequeños. Y en esos destalles nos dice cuánto nos quiere. Pero a veces no entregamos amor en detalles, en palabras. Si nos guardamos las palabras que bendicen. Si nos callamos el amor. ¿Cómo estamos amando? ¡Cuántas omisiones en nuestra vida! ¡Cuánto amor perdido en el fondo del alma!



[1]J. Kentenich, Las fuentes de la alegría

[2] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[3]J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

[4] J. Kentenich, Santidad, ¡Ahora!, 153-154                

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