XVI Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Jeremías. 23, 1-6; Efesios 1,3-14; Marcos. 6, 30-34
«Vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas»
«Tengo que escribir mis fuentes de mi alegría en un lugar visible, para no olvidarlas. ¿Cuál es mi propia lista? Si las olvido pierdo lo más importante, pierdo el sentido de mi vida»
Creo que hay momentos en la vida en los que tenemos que detenernos a tomar aire, mirar nuestra historia, lo que hemos vivido y volver a las fuentes que nos dan vida. Hoy Jesús nos dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». Es un padre que vela y cuida a los suyos. Las vacaciones son unos días para irnos con los que queremos lejos de la orilla, a un sitio apartado. Para mirar de lejos la orilla, con perspectiva. Para dejar de ir de un lado a otro y vivir el momento. Un tiempo para estar con los míos, con Jesús. Jesús, también me mira cuando estoy cansado, y se conmueve. Quiere llevarme a un sitio tranquilo, para que recobre fuerzas, para que descanse con Él. Para estar conmigo. Las vacaciones son una oportunidad para detenernos y mirar cómo estamos viviendo. Hacer vacaciones no es sinónimo de perder el tiempo o de no hacer nada. Hacer vacaciones es una oportunidad para detener nuestro ritmo frenético y agradecer a Dios por lo vivido este curso. Un tiempo para cambiar de actividad. Para hacer aquellas cosas que me cuesta más hacer durante el año. Un tiempo para ir con Dios, no para dejarlo anclado en la rutina del curso. Un tiempo para dar gracias a la vida y a Dios por ella. ¡Cuánto nos cuesta agradecer! Decía el Papa Francisco hace poco en Ecuador a los sacerdotes y religiosos: «Tiene que ir por el camino de la gratuidad, volver todos los días Señor, hoy hice esto, me salió bien esto, tuve esta dificultad, todo esto pero todo viene de vos. Todo es gratis. Esa gratuidad, somos objeto de gratuidad de Dios. Si olvidamos esto lentamente nos vamos haciendo importantes». Nos detenemos para pensar en los regalos que hemos recibido a lo largo de este año. Miramos la riqueza de nuestra vida y nos damos cuenta del regalo que vivimos continuamente. No nos merecemos el amor, ni la salud, ni que nos salgan bien ciertas cosas. No nos merecemos la vida. Es un don. También queremos acoger los momentos difíciles con paz. Dios me habla en momentos de cruz. No nos gusta el dolor, ni sufrir. Seguro que al recordar salen a la luz momentos difíciles, cruces, caídas. Decía el P. Kentenich: «Cuando Dios quiere que alguien sea enteramente suyo, lo conduce por el camino de la cruz, por el camino del Calvario. Esto no es posible sin desprecios, deshonras, sin sequedades interiores»[1]. La cruz y el dolor nos transforman. Nos hacen más de Dios. Por eso agradecemos también por el dolor. La cruz no sólo se tiñe de enfermedad, de muerte. Muchas veces puede ser cruz en nuestra vida el trabajo que realizamos, o la educación de alguno de nuestros hijos, o la vida matrimonial en este momento concreto, o el estudio que nos cuesta, o no tener un trabajo estable. O también puedo cargar la cruz de mi carácter que me hace sufrir, o mi pecado reincidente que me recuerda que estoy hecho de barro. La cruz me duele, me pesa, me cansa. Queremos agradecer por esa cruz que Dios permite en mi vida. Él no me quita la cruz, aunque se lo pido. Pero me da la fuerza para sonreír en medio de la tormenta, para callar cuando me faltan las fuerzas. Decía el P. Kentenich: «El dolor y el mal sólo pueden ser fuente de alegría si logramos descubrir también en el mal un bien»[2]. El dolor puede ser también fuente de alegría. Para ello tenemos que ver la ventana cuando se cierra una puerta. El jardín verde en medio del desierto. Ver la luz en la oscuridad de la noche. Sacar bien del mal es todo un arte. Jesús lo practicó cada día. Y me enseña a mí a vivir agradecido. Por eso queremos entregar nuestra gratitud a Dios al final del curso. Gratitud al comenzar las vacaciones. Porque no es un derecho tener vacaciones. Agradecemos la oportunidad de tener unos días para descansar, para desconectar de nuestra rutina. Agradecemos por nuestra vida con un corazón de niño. Agradecemos por todo lo que Dios nos ha regalado. A veces nos parece evidente tenerlo y no lo es. A veces nos quejamos de la vida. Cuando uno deja de vivir como un regalo la vida, se vuelve importante y exigente. ¡Cuánto nos quejamos por el clima! Si hace malo porque hace malo. Si hace calor porque hace calor. Nos quejamos de las personas que nos cuestan. De la comida. De la salud. Vivimos con la queja en los labios. Me da pena encontrarme con personas que en lugar de una sonrisa como saludo te lanzan una queja llena de amargura. Siempre todo puede ser mejor, es evidente. Pero no podemos vivir quejándonos de lo que no es como nos gustaría. La queja nos envenena y envenena al que la escucha. El corazón pobre ve todo como un don. No se cree importante. No espera más de lo que recibe. No vive dejándose llevar por la crítica y el juicio. Agradece con el alma llena de paz. Ojalá tuviéramos más agradecimientos que quejas en el alma.
Queremos aprovechar para limpiar el alma por dentro, para limpiar sus fuentes. A veces nos vamos contaminando sin darnos cuenta. Lentamente nos llenamos de hábitos malos, de costumbres que nos quitan la vida. Dejamos de beber de las fuentes verdaderas que dan paz al corazón. El otro día leía: «Todos hacemos cosas mal, nos equivocamos y cometemos errores. Esto no significa que seamos malas personas. Significa que hacemos cosas mal, nos equivocamos y cometemos errores. Si te pones la etiqueta de ‘malo’ es difícil que puedas cambiar. Quizá es que vengas de un mal sitio donde has aprendido modos poco beneficiosos de adaptarte. Quizá has acudido a fuentes que estaban contaminadas y no lo sabías, eran las que había»[3]. La llamada a la santidad no significa hacerlo todo bien. Jesús no nos llama porque seamos perfectos, o simplemente buenos. No. Ha mirado nuestro corazón y ha visto su riqueza, y su dolor, su pobreza y su debilidad, y el deseo de dar la vida por un amor más grande. Y por eso nos ha llamado, porque teníamos un corazón puro dispuesto a crecer, a cambiar, a mejorar. Muchas veces cometemos errores, eso ya lo sabemos. Pero no por ello somos malos. No por ello dejamos de luchar. Sabemos que podemos cambiar, mejorar y avanzar. Podemos beber de fuentes nuevas, de un agua pura que nos purifique. No nos encerramos en las fuentes de siempre. No nos limitamos a lo que ya conocemos. Nos abrimos a la vida. Pero también cuidamos las fuentes que nos dan alegría y vida verdadera. ¿Cuáles son las fuentes en las que descanso, en las que calmo la sed y mi deseo de paz? ¿Frecuento esas fuentes o las descuido? ¿Me detengo en otras fuentes contaminadas que no sacian la sed? Es importante revisar mis fuentes, las que me dan agua que me calma. Las fuentes pueden ser lugares, personas, hábitos. Hay personas que sacan lo mejor de mí. Lugares donde puedo ser yo mismo. Hábitos que me llenan de luz. Hay libros que me ensanchan el alma. Paisajes que hacen que el corazón sueñe con lo más grande. Conversaciones que me llenan de paz. Hay caminos que me conducen hacia fuentes que dan vida. Hacia pastos donde saciar el hambre. Hay cuadros que nos conducen a un mundo maravilloso, como por arte de magia. Hay melodías que nos abren el alma al infinito. Palabras que nos encienden por dentro. Silencios que nos llenan de vida verdadera. Hay paisajes maravillosos que dibujan en el alma un reflejo de lo que debe ser el cielo. Hay fuentes que manan aguas que nos sacian por dentro. Pero a veces, lo reconozco, no frecuento esas fuentes que me dan vida y pierdo el tiempo en lugares y con personas que me secan el corazón y me llenan de oscuridad. Es necesario que nos preguntemos cómo están las fuentes de las que he estado bebiendo durante el curso. Las fuentes que me hacen descansar y me renuevan interiormente. El otro día leía: «Conviene comenzar a abrir los regalos que la vida nos hace para, acto seguido, simplemente disfrutarlos. Todo, cualquier cosa, está ahí para nuestro crecimiento y regocijo. Tanto más deseemos y acumulemos, tanto más nos alejamos de la fuente de la dicha»[4]. El deseo de lo que no tengo, me inquieta, me aleja de mi fuente verdadera. Tengo fuentes de mi alegría que no puedo dejar de visitar, porque cuando las dejo me siento triste y solo. Se apaga la vida. Si las dejo, me vacío por dentro y las cosas no funcionan. Mis sentimientos negativos aumentan. Y los positivos disminuyen. Una persona rezaba: «Corro llevando una cesta con mil sueños. Espero que todo quepa entre mis manos abiertas, heridas, rotas, como la barca que llevo, o me lleva, en la que vivo. Abrazo la luz del viento, esa que me da nostalgia. Recubro hoy de esperanza los cielos algo gastados. Abrazo, espero. No quiero dejar de verte cuando el sol pierda su brillo. Déjame soñar con cosas que valgan siempre la pena. El amor, más que la fama. La paz, antes que la guerra. La libertad, que no se somete. La caricia, que reemplaza mil palabras. El descanso, después del largo trabajo. El sueño, cuando conviene guardarlo. Las palabras, que dicen tanto. Los misterios, que no hay que desvelarlos. Las miradas que encierran pozos de vida. Un cáliz roto, para que no guarde todo. Unas manos que se ciernen, sobre la vida que vivo. Una carrera, una pausa, un dejar que el viento sople y golpee mis ventanas. Sí, así despacio. Sin que la vida me canse. Y vuelva hoy cada noche a soñar con el mañana». Pienso que tengo que escribir mis fuentes de mi alegría en un lugar visible, para no olvidarlas. Grabarlas en un muro, donde no se borren. Y volver sobre ellas cuando me olvide. ¿Cuál es mi propia lista? Si las olvido pierdo lo más importante, pierdo el sentido de mi vida.
Pensaba en Jesús y en su descanso, en sus fuentes de vida verdadera. ¿Cuáles eran sus fuentes de alegría? El monte en el que oraba. Las comidas en familia en Nazaret. Ese lago inmenso y su barca. Las comidas con sus discípulos. Algún encuentro con hombres necesitados, heridos, rotos. Las risas en Betania al caer la tarde. El descanso con los suyos al final del día, siempre merecido. Risas y sonrisas. Palabras y silencios. Jesús era hombre. Lleno de vida y de esperanza. Sus cuentos, tardes en las que Jesús contaba cuentos. Escuchar a los que abrían ante Él su alma. La paz del día. Tendría, seguro, sus fuentes muy claras. Y las cuidaría. Siempre que la vida le dejara volver cada día a sus fuentes. Creo que a veces nosotros no las cuidamos tanto. Y nos cansamos más de la cuenta. Y nos llenamos de desilusión y amargura. Llegamos al final de curso saturados. El alma se nos llena de una tristeza honda y densa. Les decía el Papa Francisco a los sacerdotes: «Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, decir: Basta por hoy, Señor, y claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que se renueva. ‘Le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos’ (Is 61,3). Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro recordar que también somos ovejas y también necesitamos del pastor, que nos ayude». A veces no sabemos descansar. Lo hacemos mal y seguimos más cansados. No tenemos nuestras propias fuentes. Nos abruman el cansancio y la tristeza. Y luego la vida nos pasa factura. Como no descansamos no logramos descansar a otros porque estamos demasiado cansados. En el cansancio no nos alegramos con la vida. Surge la queja y el dolor. Necesitamos cultivar la alegría por todo lo que conquistamos. Ya nos lo decía el P. Kentenich: «No olviden cultivar la alegría por cada pequeña victoria que se obtenga. Quien no sienta alegría de ser noble y bueno, echará mano de alegrías que son malas. Si nuestra actividad es creativa no tendremos entonces fuerzas para otras cosas»[5]. Alegría en lo bueno de nuestra vida. Alegría en nuestros pequeños éxitos y logros. Alegría creativa. Aprender a reír y a sonreír. Estar felices con lo que conquistamos, con lo que tenemos, con lo que hemos recibido gratis, con lo que hemos perdido. Y todo con humildad. Sin caer en la vanidad. Alegrándonos de lo que Dios nos regala. Alegría por el camino recorrido y alegría por el camino que nos queda por recorrer. Alegría por la vida que llevamos. Sin pensar tanto en la vida que nos gustaría llevar. Saber que estamos en camino. Poco a poco. Paso a paso. Acoger lo que hay y no dejar nunca de soñar con realizar mi camino de santidad. Siempre podemos llegar más alto. Siempre podemos dar más. Siempre podemos ir más hondo. Son los dos pilares de nuestra vida. Agradecer y soñar. Alegrarnos con lo conquistado y mirar más alto, la siguiente cumbre. Detenernos es retroceder. Lo experimentamos en las cosas más importantes de nuestra vida. Si en el amor no crecemos, decrecemos. Si en nuestra vida religiosa no avanzamos, vamos hacia atrás. Por eso es tan importante agradecer por el camino hecho. Y mantener la tensión para seguir avanzando. Hay personas que me comentan con pena: «Es que tengo la fe de los niños». Y yo pienso: «Ya quisieras. Lo que tienes es la inmadurez de un niño. Pero su fe pura y confiada, la has perdido». Los niños tienen mucha fe. Confían en lo que no ven y creen en lo que esperan lograr. Su inmadurez viene dada por su edad. Todavía tienen que madurar mucho en el amor. Cuando como adultos no avanzamos en nuestro camino de fe, no crecemos y no profundizamos, irremisiblemente retrocedemos. Nos parecemos entonces a los niños en nuestra inmadurez ante la vida, en nuestra forma egoísta de amar y dar la vida. No avanzamos, más bien vamos hacia atrás.
Jesús envía a sus apóstoles y los espera. Hoy regresan: «Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado». Han ido por las ciudades llevando esperanza. Un mensaje de amor, del reino que está surgiendo entre los hombres. No fundan nuevas iglesias. Todavía no ha llegado el momento en que por el Espíritu Santo sean enviados hasta los confines de la tierra. Ahora es el tiempo de estar con Jesús, de vivir cerca de Él, de tocarlo y sentirse amados por Él. Él los espera mientras ellos se llenan los pies de polvo y el alma de vida. Pienso que me costaría separarme de Él, aunque saber que me espera al final del día me daría fuerzas. Me alegraría saber que volveré a casa y estará esperándome. ¡Qué ganas tendrían de llegar y contarle todo lo vivido! Jesús se quedó orando por ellos. Me da paz pensar en eso. Jesús me espera. Jesús reza por mí mientras yo voy por los caminos. Jesús está deseando que llegue para escucharme, para ver qué dificultades he tenido, qué conquistas, qué experiencias de amor. Es un Padre que espera a sus hijos. Los reencuentros con las personas que queremos suelen ser en la vida los momentos de mayor alegría. Uno llega contando sin parar. El que se ha quedado escucha con alegría. El que llega y el que espera. Cuando lleguemos al cielo, será un poco así, nos estarán esperando, Jesús y María. Será llegar a casa. El otro día, al despedirse por unas semanas, una mujer le decía a su marido: «Mis lágrimas no son de tristeza por la despedida, sino por la emoción del reencuentro». Sólo de pensar en la alegría de ese momento se emocionaba. Jesús recibe así a los apóstoles, emocionado, con lágrimas. Ellos llegan de nuevo a su hogar, que es donde está Jesús. En el evangelio paralelo de Lucas, el evangelista nos dice que Jesús «se llenó de alegría». Muy evidente debía ser esta alegría para que aparezca en el evangelio. Pocas veces nos dicen que Jesús se alegre. Aunque yo pienso que sonreiría y se reiría mucho con los suyos. Hoy sonreiría al escucharles. Se reirían juntos. Descansarían. Jesús, feliz y orgulloso. Le cuentan lo que han hecho y enseñado. Sus palabras y sus obras. Es bonito vivir algo que sabes que tienes que guardar para luego contarlo. Compartirían la alegría de las personas que pudieron cuidar, los momentos difíciles, sus errores, lo que les salió bien. Asombrados, eso también nos lo cuenta Lucas, de que hasta los demonios se sometían en nombre de Jesús. Asombrados del poder de ir de parte de Jesús, no en su propio nombre. Ellos les imponían las manos a los enfermos de parte de Jesús. Hablaban de su parte. Ahora vuelven. Cuentan todo. Se desahogan. Jesús los escucha. Los recibe. Los cuida. Se conmueve porque los ve cansados.
Jesús nos espera siempre. Esa paciencia de Dios conmigo me conmueve. Me gustan las personas que saben esperar, que tienen una paciencia aparentemente infinita. Yo no la tengo. Ser paciente con el débil, con el que se equivoca, con el que nos hiere no una vez, sino mil veces. Paciente con el que no me da lo que necesito, con el lento, con el que no llega nunca a tiempo. Paciente con el que se aleja y exige, con el que es crítico y mordaz. Paciente con las personas a las que amo, con los que me buscan insistentemente. Paciente con el que siempre quiere más. ¡Qué difícil tener paciencia para educar! Paciencia sin ver resultados. Respetando los tiempos. Esperando cambios que no llegan. Esperar es una actitud que hoy en día no practicamos mucho. Todo va demasiado rápido. Nos cuesta esperar al que llega tarde. Nos cuesta hacer largas colas para conseguir algo. Esperar es un arte. Nos cuesta perder el tiempo sin hacer nada. El tiempo vale oro. Por lo menos el nuestro. Y no queremos perderlo sin sentido. Jesús era un especialista en perder el tiempo. Lo perdía con los hombres. «No les quedaba tiempo ni para comer». Perder el tiempo con el que lo necesita era su actitud fundamental. Yo valoro mucho a las personas que saben perder el tiempo con los que se encuentran en el camino. Con aquellos que irrumpen sin estar antes incluidos en la agenda. Me gusta ese corazón libre de los que saben detenerse ante el que sufre y cuidar al que está en su vida. Es un arte ser pacientes, tener el corazón flexible, saber esperar, aguardar con paz, perder el tiempo por amor. Yo también quiero aprender a cambiar mis planes por amor. A no agarrarme a ellos. Me da miedo perder el tiempo y dejar escapar la vida. Me gusta ese Jesús sin tiempo ni planes. Me gustaría parecerme más a Él, ser más libre. Dejarme tiempo para estar con el que sufre. Yo también busco a Jesús por las orillas, y le doy gracias porque baja de la barca para venir a buscarme. Él lee en mi corazón mi miedo y mi soledad, mi sed y mis preguntas, mi enfermedad y mis sueños. Él se baja de la barca por mí. ¿Yo me bajo de mi barca por el que me necesita? Jesús viene a mi encuentro. Siempre llega. Él me enseña que en la vida lo más importante son las personas. Cuidarlas, llevarlas aparte y dedicarles momentos, bajar de mi barca si alguien me espera. Perder el tiempo con ellos. Cambiar mis planes. Y yo pienso en la eficacia, en los números. Tengo que aprender a mirar el corazón de cada hombre. Hoy Jesús me invita a acercarme al que sufre, a amar hasta el extremo. Para eso necesito aprender de Jesús. Voy en la barca con Él. Me espera cuando llego de mi misión. Le espero yo en mi orilla. Quiero estar con Él. Ese es el sentido de mi vida.
Jesús los espera y acoge como un padre, como un pastor. Jesús es el pastor que reúne a sus ovejas al final del día. Hoy nos dice el profeta: « ¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos!». Jesús no pierde a ninguna de sus ovejas. No le importa tanto la eficacia de su misión. Los números de convertidos, el número de los que han curado. Le importa, como siempre, lo que sucede en el corazón de cada uno. Cómo lo han vivido. Cómo están. Muchas veces, como nosotros, en esos días sin Él, tendrían dudas. No sabrían qué hacer. La pregunta fundamental. La pregunta que se hacía siempre el padre San Alberto Hurtado: « ¿Qué haría Jesús en mi lugar?». Esa pregunta. ¡Cuántas veces nos la hacemos nosotros! ¡Cuántas, más todavía, nos la deberíamos hacer y no la hacemos! Cuando trabajamos, cuando nos divertimos, cuando estamos de vacaciones, con los amigos, ante decisiones importantes: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Probablemente esa pregunta los apóstoles se la hicieron muchas veces en sus días de misión, separados de Jesús. Antes no hacía falta. Estaban con Él. Vivían con Él. No tendrían más que mirarlo, o preguntarle. Muchas veces esa pregunta me ayuda a tomar opciones, a dar un paso, a tratar de una forma determinada a alguien. Hoy los apóstoles vuelven a su hogar. A su fuente. ¡Qué descanso poder beber en la fuente del corazón de Jesús! Ese mismo descanso que sentimos cuando llegamos a casa después de un largo viaje. Saber que nos esperan. El reencuentro con los que queremos es una de las vivencias de cielo que vivimos en la tierra. Por fin llega. Por fin llegué. La espera hace que crezca el anhelo. En el cuento de El Principito, le dice el zorro: «Lo mejor es venir siempre a la misma hora. Si sé que vienes a las cuatro de la tarde, comenzaré a estar feliz desde las tres. A medida que se acerque la hora más feliz me sentiré. A las cuatro estaré agitado e inquieto; comenzaré a descubrir el precio de la felicidad. En cambio, si vienes a distintas horas, no sabré nunca en qué momento preparar mi corazón. Los ritos son necesarios». ¿Con quién me voy a reencontrar en este tiempo de vacaciones? Puede ser también con alguien con el que vivo pero está algo lejos en el ajetreo de la vida. ¿A quién espero yo? ¿Quién me espera? ¿Para quién guardo mis vivencias más importantes cada día? ¿Voy a reencontrarme también con Jesús en vacaciones? Siempre me conmueve pensar que Él me espera y está deseando que llegue. Se alegra cuando llego contando todo. Sonríe. Se ríe con mi forma de contarle. La oración tiene mucho de ese momento de reencuentro en que Jesús me espera. Yo llego. Descanso. Por fin en casa. Y le cuento, con palabras o con silencios. Y Él, poco a poco, va haciendo que llegue la paz a mi corazón.
Hoy Jesús siente compasión: «Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas». Marcos. 6, 30-34. Muchos lo buscan. Quieren estar con Él. Tal vez experimentar los milagros en su vida. Palpar la salvación. Y Jesús se compadece. Se preocupa por los suyos. Rompe en seguida su descanso, su oración, por cualquiera. Detiene su camino. Tiene compasión. Y a veces nosotros nos reservamos tanto. Nos cuidamos tanto. Nos protegemos tanto. Decimos: «Hasta aquí. Ahí está el límite. Más no voy a dar». Jesús se dejó invadir, tocar, buscar. Es ese don que tiene de ponerse en el lugar del otro. De salir de sí mismo. De conmoverse interiormente por el dolor de los hombres. Esa compasión me parece imposible pero es mi ideal. Es algo muy propio de Jesús, y debería ser nuestra norma de vida. Mirar a los otros más allá de mí mismo. Hoy Jesús es capaz de mirar a los demás a pesar de que son inoportunos. Le sacan de su descanso y de la intimidad con los apóstoles después de tiempo sin verse. Pero Él sólo se preocupa porque los ve desvalidos, necesitados, pequeños. Y se conmueve hasta lo hondo. Jesús siempre da más. Le duele el dolor del otro. No puede pasar de largo. Lo que le duele al otro le mueve a Él en lo más hondo. Jesús no explica el sentido del dolor, ni da recetas para saber llevarlo. Simplemente se conmueve y se turba. No se acostumbra al sufrimiento. La compasión nos hace más humanos y más de Dios. Jesús es misericordia. Nosotros somos misericordia cuando nos compadecemos ante el dolor del hombre. El Papa Francisco nos invita a perdonar siempre. Nos pide que no nos cansemos de perdonar. Jesús mira el corazón del hombre y se compadece. No mira el grupo al que pertenece. No se queda en la apariencia. Mira con ojos puros. No se fija en el pecado. Decía Santa Catalina de Siena: «Para adquirir la pureza de espíritu es absolutamente indispensable abstenerse de todo juicio acerca del prójimo, así como de comentarios inútiles de sus actos. No debemos juzgar las acciones de las criaturas y sus motivos, aunque viéramos actos que sabemos son pecado en realidad, debemos abstenernos de juzgarlos; antes bien, debemos experimentar una sincera y santa compasión, que ofreceremos a Dios mediante una oración piadosa y humilde». Jesús no juzga, siente compasión. No se fija en el lugar social al que pertenece. No piensa en su pasado. No le interesa si es o no religioso. Mira a cada hombre en lo que es, en su verdad, y se compadece. Mira su belleza y su dolor. Su virtud y su pecado. Mira su agua y su sed. Mira a cada uno, y lo ama como es. Esa mirada sana a la persona. La compasión de Jesús nos sana. Nos hace mejores. La compasión tiene que ver con padecer con el que sufre. Estar al lado del herido. Junto al que lo ha perdido todo. Hay momentos en la vida de los hombres en los que sobran las palabras. El dolor puede crear barreras infranqueables. Jesús se compadece y rompe las barreras que separan. Su amor es más fuerte que el odio y que el miedo. Jesús se compadece de mí. Eso me conmueve. Porque a veces me siento sin pecado. Y me olvido de mi debilidad. En esos momentos Jesús se compadece de mi cerrazón, de la dureza de mi alma. Sabe cómo soy y le apena que no sea capaz de romper las ataduras y comprender que no soy yo el que me salvo, sino Él con su amor el que me saca de mi pobreza, el que me levanta y sostiene. A veces me abruma mi pecado y pobreza. Y Jesús se acerca y tiene compasión de mí. Se compadece de mi pecado, de mi fragilidad. Sabe que no sé bien cómo crecer y caminar.
Hoy Jesús necesita pastores que apacienten. Pastores heridos que acojan, esperen y tengan compasión. No quiere pastores que se apacienten a sí mismos. Busca pastores buenos y no pastores egoístas que dispersen a las ovejas. Dice el profeta: «Pues así dice el Dios de Israel tocante a los pastores que apacientan a mi pueblo: -Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis. Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras. Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas, ni faltará ninguna». Jeremías. 23, 1-6. Un pastor que reine sobre su pueblo. Dios necesita pastores para su pueblo, para su Iglesia. Hoy la Iglesia necesita pastores, sacerdotes que sean pastores en su comunidad. Pero también necesita cristianos que sean pastores en sus ambientes. Hoy el testimonio es el de una vida coherente. ¡Cuánta necesidad hay! Bastaría con dar un vaso de agua al sediento, como nos dice Jesús en el evangelio. A veces muchas personas llegan turbadas tratando de encontrar su lugar en la Iglesia. Han recibido mucho gratis. Están agradecidas a lo que Dios ha hecho con sus vidas. Temen aburguesarse, acomodarse. Se han formado con ahínco y sienten que todavía no han sido enviadas a la misión. Ven muchas ovejas sin pastor, y no saben cómo ayudar. Tengo la sensación en ocasiones de que buscan una misión muy especial, algo que llene su corazón totalmente y les haga sentirse orgullosos con sus vidas. Piensan, rezan, piden consejo. Me consta que buscan un lugar, pero no lo encuentran. Me sorprende que dejan pasar mucho tiempo sin actuar. Permanecen inquietos buscando el cómo y el dónde. Se muestran inseguros. Preguntan. Tal vez temen errar la dirección y no llegar al lugar correcto. Me recuerdan al joven rico que quería la vida eterna pero no quería dejar el peso que encadenaba sus pasos. Piensan en misiones tal vez de renombre. No es lo mismo misionar en mi oficina que dar un mes en Calcuta. La oficina se nos queda pequeña, y la familia, y los amigos. Y por supuesto la Iglesia de mi ciudad. Todo es demasiado pequeño y además sabemos que nadie es profeta en su tierra. Soñando con la gran misión nunca son enviados. Soñando con lo que les dé una vida plena no son pastores con el rebaño que Dios les confía aquí y ahora. No van a misionar durante el día, como los apóstoles. No regresan cada noche a contarle a Jesús lo que les ha pasado. Me da pena que se queden quietos sin hacer nada. Hacen falta pastores que estén dispuestos a dar la vida por los suyos aquí y ahora. Que no tengan la agenda siempre llena. Que no estén siempre ocupados. Pastores que sepan lo que necesitan los suyos y estén disponibles para cuidarlos. Dice el Papa Francisco: «La Iglesia os quiere hombres de fe, maestros de fe, que enseñéis a los fieles a no tener miedo de los muchos Herodes que los afligen con persecuciones, con cruces de todo tipo. Ningún Herodes es capaz de apagar la luz de la esperanza, de la fe y de la caridad de quien cree en Cristo». Pastores que enseñen a vivir confiados, con las manos abiertas, con la vida entregada. Sin miedo a lo que puede ocurrir.