XIII Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Sabiduría 15, 13-15; 2, 23-24; 2 Corintios 8,7-9; 13-15; Marcos 5, 21-43
«Jesús, notando que había salido fuerza de Él, se volvió en medio de la gente, preguntando: - ¿Quién me ha tocado el manto?»
«Me gustaría tener tanta fe. Me gustaría ser capaz de vencer los miedos y tocar el manto de Jesús. El de aquellos que llevan a Jesús en su alma. Tocar la vida que se me da. Pedir ayuda»
¡Cuánta importancia tiene en la vida la comunicación! Hoy es necesario aprender a comunicarse. Dar a conocer lo que uno tiene. Las empresas necesitan un community manager que les ayude a anunciar sus productos. Es aquel que promueve la marca en los medios sociales. Para saber lo que uno tiene es necesario darlo a conocer, que los demás sepan. Transmitir lo que tengo y lo que soy. Pero a menudo falla la comunicación. A lo mejor las redes sociales nos han unido. Han hecho que las noticias lleguen con más rapidez a todos. Internet nos une en una red de comunicación. Parece que nos sabemos comunicar muy bien. Colgamos millones de fotos en instagram, videos en youtube. Contamos lo que hacemos y lo que no hacemos. Saben nuestros gustos y aficiones. Mandamos millones de whatsapp contando en qué estamos. Nuestros movimientos pueden ser seguidos por todos. Estamos localizados siempre. Nuestra vida privada se hace pública. Como si todos tuvieran derecho a saber todo lo que hacemos. Nosotros mismos a veces damos a conocer lo que vivimos sin pudor. Como queriendo así estar comunicados con todo el mundo. Pero luego tenemos problemas en nuestras relaciones personales. No sabemos establecer amistades profundas, vínculos duraderos. ¡Cuánta soledad hay en el hombre! Nos cuesta mucho contar a los demás lo que vivimos en el corazón. Estamos en muchas partes a la vez, pero no estamos en ninguna de verdad. No logramos estar allí donde estamos. Cien por cien, sin interferencias. Los medios de comunicación nos sacan de nuestras raíces. El móvil, el ordenador, las personas que tratan de contactarse con nosotros, las noticias que nos permiten vivir la actualidad en el segundo. Nos reímos con los que no están presentes. Contamos nuestra vida a los ausentes. Pero ignoramos a los más cercanos. Todo parece fluir, pero la comunicación personal nos falla. No tenemos vínculos profundos. Nuestras raíces no son tan hondas. Es curioso. Contamos lo que hacemos, pero nos cuesta mucho decir quiénes somos de verdad, en lo más hondo, nuestra identidad verdadera. Nuestros actos dicen quiénes somos. Pero sólo una parte, no el todo. Nos falta ser community manager de nosotros mismos. Aprender a gestionar la información. Contar y escuchar. Es importante aprender a dialogar, a contar lo que nos ocurre, a escuchar lo que le sucede a los otros con paciencia, sin distracciones. Es verdad que todos utilizamos caminos diferentes para decir las cosas importantes. Usamos distintos lenguajes para comunicar la vida y el amor. El amor ha de expresarse. En nuestro idioma, como sabemos. Pero es necesario que el otro nos entienda. La familia es el lugar donde aprendemos a comunicarnos. Familias rotas forman almas rotas. Donde la comunicación ha fallado y falla de forma continua es difícil aprender al arte de la comunicación. Hay personas con las que se rompe el diálogo y es más difícil volver a empezar. Las heridas, los rencores. Nos falta fe. Nos cuesta creer que es posible sanar las heridas. No creemos en la curación de los vínculos rotos. Nos falta fe en el poder sanador de Jesús en nuestra vida. Él puede sanar nuestras rupturas. Puede establecer nuevos puentes, puede hilar de nuevo y atar las almas desunidas. Es posible si tenemos fe y nos ponemos en camino. Aceptamos con humildad nuestros errores. Y volvemos a comenzar. Es posible aprender a comunicarnos de nuevo. De alma a alma. No sólo contar cosas, lo que hacemos, lo que nos ha pasado. Contar lo que amamos, lo que nos mueve por dentro. Contar quiénes somos, en qué estamos. Lo que nos alegra y lo que nos entristece. Así es la vida. Pero para eso tenemos que ponernos en camino y salir de nosotros mismos. Montarnos en la barca de Jesús y cruzar el lago. Ir al encuentro de los otros. Sanar los vínculos heridos. Restablecer los puentes caídos. Vencer los miedos al rechazo, al juicio, a la condena. Sí, nos falta mucha fe. Nos falta valor para salir de nosotros mismos. Para eso tenemos que sanar antes en Dios. Tocar su manto. Dejar que su poder nos cambie. Recorrer esa distancia infinita que une los corazones. Ponerme en camino para poder surcar el mar que me separa del que aparentemente está tan cerca. Antes de que sea tarde. Aprovechar el tiempo. Poner en común nuestros intereses, nuestros miedos, nuestras alegrías, nuestras esperanzas. Si no hay comunicación verdadera en nuestra vida. Si no hay palabras y gestos, silencios y caricias, el amor se enfría. Necesitamos ir a la otra orilla. Salir de nosotros mismos. Acercarnos llenos de respeto y paciencia. Abiertos. Sedientos. Dando y recibiendo.
Hay momentos para contar y momentos para callar. No todos los momentos son buenos para decir lo que nos está pasando. A veces basta el lenguaje no verbal. Suele ser el más importante. ¡Cuántas veces nuestros gestos desdicen nuestras palabras! ¡Cuántas veces bastan los gestos, los silencios, las miradas, las sonrisas, las caricias, los abrazos, las posturas, las muecas, los suspiros, para mostrar a los demás lo que estamos viviendo! A menudo la comunicación más importante es la que no tiene palabras, porque las palabras tantas veces nos confunden. Nos explicamos mal, decimos lo que no queremos decir. Por rabia, porque somos impulsivos. Herimos con palabras. En ciertas ocasiones no somos capaces de contar nada. Estamos bloqueados. Nos pesa el alma. Lo guardamos todo en el corazón y no nos sale plasmar en palabras todo lo que el corazón sufre o siente. No preguntamos. No pedimos. En esos momentos basta una mirada, una caricia, un abrazo. Basta con tocar la vida. ¡Qué difícil consolar con palabras al que sufre! ¡Qué complicado expresar con palabras lo que nos duele! ¡Cuánto nos cuesta pedir ayuda! Cuesta contar las cosas importantes, incluso a veces otras menos importantes. No lo sé. No es tan fácil contar, para ser sinceros. La mujer hemorroísa del Evangelio no pregunta, no pide, simplemente toca el manto de Jesús: «Acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría». Quiso recibir sin dar. Quiso lograr su objetivo sin pedirlo. ¡Cuántas veces antes habría contado su historia sin resultados!: «Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años». Doce años visitando médicos sin frutos. Seguía enferma. No pide, no grita, no pregunta. Simplemente toca su manto. No habla. No comunica su dolor. Se pone en camino, se acerca, toca. Es valiente. Entra en contacto con Jesús sin que Él llegue a verla. Muchas personas no logran contar lo que les pasa y lo hacen con gestos, con sus actitudes. El dolor es tan fuerte que no pueden expresarlo en palabras. Tal vez esta mujer no era capaz de hablar del tema. Estaba cansada. Pero tenía fe. Creía que el poder de Jesús no estaba en sus palabras, sino en su cuerpo, en su manto. En la vida no todo son palabras. Son necesarias, claro. Pero importa sobre todo ese diálogo de corazón a corazón. Un diálogo lleno de silencios. La ternura, las caricias, los silencios hondos, las miradas profundas, el respeto ante lo sagrado, la intimidad que Dios nos regala. Las manos que tocan, los brazos que abrazan. Sí, el diálogo es mucho más que palabras. Jesús dijo muchas cosas, pero hizo muchas más. Sus discursos se han recogido en los Evangelios. Y también algunas de sus palabras más importantes. Hoy Jesús se comunica sin palabras. Abre su alma y sale de Él una fuerza cuando alguien lo toca con fe. Le dice sin palabras a esta mujer: «No temas, estás curada». Se lo dice casi sin saberlo. Sorprendido pregunta. No sabe a quién ha curado. Le tocan, no le piden con palabras y Él responde sin palabras. Su alma se abre y responde. Me conmueven los silencios de Jesús. Me gusta cuando usa pocas palabras y muchos gestos. Jesús era un gran comunicador. Era un gran orador. Y sabía además establecer una intimidad única con aquellos que llegaban a Él. Hablaba al corazón. Le bastaba con frecuencia sólo una mirada. Tocaba y se dejaba tocar. Hoy tocan su manto. El lenguaje del tacto es fundamental. Pedimos muchas veces tocando. Una caricia, una palmada, un abrazo. Simplemente una mano tocando el manto. O su misma mano tocando a una niña muerta. Una mano alzada para calmar a los que lloran: « ¡Basta, no lloréis más!». Un gesto lleno de fe. Como el de esa mujer herida, valiente, audaz. Tocar al que me da la vida. No temer. La comunicación se produce entonces por el tacto. Me gustan las manos de los enfermos acariciando las piedras mojadas de Lourdes. O la columna de piedra del Pilar hundida por tantas manos llenas de fe que acarician. O el lugar en el que estuvo clavada la cruz en el Calvario. Ese lugar acariciado por mis manos. Nos gusta tocar. A las personas, los lugares sagrados. Queriendo que se nos pegue algo sagrado al alma, en la piel. Deseando ser más de Dios, más del cielo. Que nos cambie el corazón tocando su vida. Tocando, comunicamos mucho.
La piel nos pone en contacto con lo eterno. Se nos pega el amor de Dios. La falta de tacto es limitante. Una madre que no toca a su hijo, no lo abraza, no lo acaricia, va horadando una herida profunda en su alma. La herida del desamor. Decía el P. Kentenich: «Existen personas muy poco receptivas para el amor instintivo. Pienso que, a la larga, no serán fecundas en la educación. Tenemos que romper con el impersonalismo»[1]. La falta de tacto comunica frialdad, distancia, miedo. El abrazo nos ata para siempre y sana el vacío del alma. Tocar acerca, une, ata, salva. No tocar nos aleja, nos enfría. No acoger el amor instintivo de los que nos quieren, a los que queremos, nos hace infecundos. La importancia de la ternura. La infinita ternura de Dios. La ternura limitada nuestra. La comunicación es mucho más que palabras. Comunicamos amor, vida, esperanza. Comunicamos el amor de Dios. A veces hay más comunicación en silencios profundos que en muchas palabras y gestos. Silencios llenos de vida y de ternura, de abrazos y caricias. Además podrá llegar un momento en el que las palabras no sean importantes. Momentos de vejez, de enfermedad, de abandono. Momentos en los que el cuerpo parece aislarnos del mundo y las palabras no nos sacan de nuestro abismo. En esos momentos, con el paso de los años, la piel será el espacio del diálogo más evidente. Las caricias, la proximidad, los besos. No habrá frases con sentido, tampoco nos importa demasiado. A veces queremos explicarlo todo. Queremos conversaciones profundas y densas. Puede llegar un momento en el que a lo mejor nos falten hasta las palabras. No importa. No son tan necesarias. Tal vez súbitamente salen algunas que estaban grabadas en lo más hondo del alma, brotan sin necesidad de ser pensadas. Habrá momentos en los que lo único importante será estar cerca, acompañar, cuidar, proteger la vida que se escapa lentamente. Momentos de fidelidad en el amor, como ese momento de María al pie de la cruz. Jesús dijo entonces siete frases. María escuchó siete frases en su corazón de Madre y guardó silencio. Y esa mirada entre María y su hijo se convirtió en el diálogo más hondo y bello de nuestra historia. Un diálogo callado. Una mirada honda, sin palabras. Un abrazo último al ser descolgado. Muchos abrazos de alma a alma en ese camino del Calvario, en el dolor de la cruz. Quisiéramos aprender a dialogar con todo el cuerpo, con toda el alma. Es bueno hablar las cosas que nos importan y afectan cuando toca hacerlo. Pero muchas veces será más importante callar y simplemente estar al lado de aquel a quien amamos. Guardando su vida. Cuidando su alma. Velando su sueño. Pero a la vez es importante decirle a quien amamos cuánto nos importa. Cuando todavía podemos. No dejarlo todo para el día siguiente. Hablar del amor y de la vida. De lo que sentimos, de lo que agradecemos, de lo que nos importa. De la verdad y del misterio del amor que crece hacia dentro del alma. Es verdad también que cuando hablamos somos capaces de ordenar las ideas. Ayuda hablar para comprender y ser comprendidos. Para entender lo que sentimos. Para ponerle nombre al río del alma. Porque no queremos vivir siendo unos desconocidos los unos para los otros. Habitando el mismo espacio del tiempo, de la vida, sin entrar en contacto. Viviendo en paralelo, desperdiciando segundos que son eternos. La comunicación nos acerca. A veces los silencios nos separan. Hablar nos permite saber en qué estamos. Callar nos encierra en nuestro mundo. Salir de mis muros. Dejar mi orilla. Dialogar con palabras o sin ellas.
El encuentro de Jesús con la hemorroísa tuvo pocas palabras. Tuvo más gestos y más silencios. Pero fue hondo, definitivo, eterno: «La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado. Se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: - Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud». Pocas palabras. Una explicación de lo ocurrido. Los motivos explicados torpemente por la mujer avergonzada. Las palabras llenas de paz de Jesús. ¡Cuánta misericordia! La mujer permanece humilde, escondida entre los hombres, oculta a la mirada de todos. ¡Cuánta ternura le daría a Jesús verla temblar ante Él! La humildad siempre desarma a Jesús. Ella sabe que si toca el borde del manto de Jesús se sanará. Se siente indigna de pedirle nada, sólo quiere tocarlo. Sabe, y esto es lo que me conmueve, que se sanará si lo toca. Y Jesús se vuelve por ella. Porque ha sido tocado en su manto y en su corazón. La mira. Aquella a la que nadie mira. Nadie se ha dado cuenta de su presencia. Jesús sí. Deja de ser una más, una mujer escondida. Para Él todos los hombres cuentan. Se admira de su fe. La valora. Y su temblor toca su corazón de padre. Ella no exige. Sólo se acerca y cree. Deja a otros los primeros puestos. No quiere hacer perder tiempo a Jesús. Pero Jesús se para. Se detiene ante ella. La admira y la alaba en público, para que otros la miren. Alaba su fe sencilla, su forma humilde de acercarse a Él. Es verdad que cuando nos exigen nos cuesta más dar, y cuando alguien no nos pide nada es más fácil ser generosos. Jesús tiene ese don de dar más, de regalar más de lo que le piden. La mujer se fue sanada en su corazón. Se fue con la mirada de Jesús que le dijo que le importaba, que ella era especial, que su fe era un tesoro. Cuando nos miran así se sanan las heridas del corazón que sangran. Las heridas que surgen en el alma cuando no nos hacen caso, cuando pensamos que no somos importantes, cuando no nos tienen en cuenta. Las heridas profundas al sentirnos invisibles, indiferentes para otros. Las heridas cuando no nos valoran, cuando somos sólo un número, cuando otros brillan más que nosotros. Y cuando alguien nos mira así, en lo más hondo, ve lo que sentimos por dentro, nos pregunta cómo estamos, se detiene en su camino y nos dice que sin nosotros su vida no sería igual, que nos quiere, que nos necesita, todo se calma. Todo se sana. Eso es lo que hace Dios con nosotros. Nos mira. Sabe lo que nos sucede. Nuestra inquietud, nuestra herida que sangra. Se deja tocar el borde del manto. Se detiene. Nos abraza. Nos sana con su amor personal que nos dice que nos esperaba, que nos quiere como somos, que nos necesita, que le importamos. Decía el Papa Francisco: « ¡Cuántas veces pienso que le tenemos miedo a la ternura de Dios! No dejamos experimentar la ternura de Dios. Y por eso tantas veces somos duros, severos, somos pastores sin ternura. No creemos en un Dios etéreo. Creemos en un Dios que se hizo carne. Nos va a aliviar». La misericordia de Jesús abraza a la mujer herida. Su herida de desamor, de soledad. La herida dejada por el sufrimiento, sana en esas palabras. El amor de Jesús. A veces le tenemos miedo a la ternura de Dios. Por eso nos ponemos rígidos. La mujer no esperaba la misericordia. Tenía miedo. Sentía que había actuado a escondidas. No sabía lo que había ocurrido. Se sentía culpable. Jesús abraza a la mujer. Sana su cuerpo. Sana su alma. Sana su corazón herido. Cesa el flujo de sangre de su cuerpo. Cesa la angustia de doce años de enfermedad, de sufrimiento, de soledad. De intentos fracasados. De médicos con los que había gastado su fortuna. Atrás queda su pasado herido. El abrazo de Jesús abre un camino nuevo. Un diálogo de pocas palabras. Pero hondo. Lleno de gestos. Lleno de esperanza. Una mujer desesperada toca el manto. Me gustaría tener tanta fe. Me gustaría ser capaz de vencer los miedos tantas veces y tocar el manto. El de Jesús. El de aquellos que llevan a Jesús en su alma. Tocar la vida que se me regala. No pasar de largo. No temer. Pedir ayuda. Todos necesitamos ser sanados. ¿De qué quiero que me cure hoy Jesús? ¿Cuál es mi herida? Una persona rezaba: «Quiero avanzar en la senda que tienes para mí marcada. Me equivoco tantas veces. Me pierdo y siempre me encuentras. Me buscas por los caminos cuando no sé dónde verte, ni tocarte, ni quererte. Quiero abrazar con silencios la noche en la que me encuentras. Solo, desatado, herido. Apagado por la muerte que recorre hoy mis venas. Quiero correr y sentarme. Tocar con mis manos rotas. Retenerte en un intento por evitar que te alejes. Quiero mirar con voz queda. Quiero ser lo que no he sido, abrazado por tus manos. Y volver a ser eterno. Quiero acariciar la luna que sueño en mis adentros. Quiero vestirme de vida. Dejar la muerte a mi lado. Teñirme de un sol intenso. Quiero ser. Quiero vivir. Quiero amar. Quiero, sí, lo que Tú quieras». Pero nos falta fe en el poder sanador de Jesús. Necesitamos tocar los lugares santos para ser sanados. Pero a veces no nos acercamos al que nos da la vida, sino al que nos la quita. No tocamos lo que nos salva, sino lo que nos encadena. No somos audaces para la vida. Me gustaría hacer siempre vida lo que dice el estribillo de una canción: «Quiero tocar, Señor, tu manto. Quiero oír tu voz gritar: levántate, a ti te hablo, levántate». Sin miedo, sin tener que pedírselo con palabras. Simplemente acercarme a Él a escondidas y tocar su manto. ¡Cuánta fe! Me gustaría creer en su poder sanador. Todos estamos enfermos, heridos, solos.
Jesús camina con los suyos. Va a curar a una niña y cura de camino a una mujer enferma. Tal vez se entretiene. Parece que llega demasiado tarde: «Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe sinagoga para decirle: -Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: - No temas; basta que tengas fe». Jesús cura a dos personas. Uno tiene un cargo importante, es el jefe de la sinagoga. La otra es una mujer sencilla que tiene miedo de acercarse, que se siente pequeña y no quiere molestar. Ni siquiera sabemos su nombre. Jesús los cuida a los dos y acoge su petición con la misma delicadeza. Ojalá aprendiese yo de Jesús. La mujer hace que se retrase en llegar a la hija del jefe de la sinagoga. Pero para Jesús no hay diferencias. Él cambia su plan por cualquier hombre. Sólo mira el corazón. Nuestros caminos no son los de Dios. Pensamos como los hombres. La niña de doce años estaba más grave que la mujer con flujos de sangre. Ella podía esperar, la niña no. Llega tarde, la niña ha muerto. Había posibilidades minutos antes. Ahora ya es muy tarde. No hay nada que hacer. No hay esperanza. Mejor no seguir molestando a Jesús. ¡Cuánto nos cuesta aceptar que mis planes no son los de Dios! Ni mis caminos, ni mis deseos. A veces no coinciden y nos rebelamos. Jesús se entretiene. Nos duele. Pensamos que es injusto. Vale más la vida de una niña, que la salud de una mujer. ¿Por qué las cosas no salen como queremos? Sólo nos queda aceptar las cosas de la vida tal y como vienen. Le entregamos a Dios nuestro corazón, nuestra vida. Decía el P. Kentenich: «Hoy, difícilmente podrá dominar la vida y las dificultades quien no haya otorgado el Poder en Blanco. Porque quien no se educa a sí mismo para vivir conforme a la voluntad de Dios, se quiebra»[2]. Aceptar el querer de Dios con paz es un camino, una escuela. Aprender a querer lo que no queremos. Aprender a amar el camino que recorremos aunque no sea el que deseábamos. Aunque el dolor de la muerte nos hunda. En esos momentos le decimos que sí a Dios, le entregamos un poder en blanco sobre nuestra vida, un cheque firmado por mí y en blanco para que ponga lo que quiera. Entonces, ¿para qué molestar más al Maestro? Es lo que dice el corazón. Pero seguimos pidiendo, porque tenemos fe. Dios tiene un plan B cuando falla el A. ¿Cuál es este plan? A veces en la vida, cuando las cosas no resultan como nosotros pensamos, cuando no ocurre lo que deseamos, descartamos un posible plan B. Nos enfadamos con Dios. Dejamos de oír su voz. Nos alejamos. Nos olvidamos de lo esencial. Tal vez no es posible para nosotros, pero sí para Dios. Nos cuesta no caer en la tentación de atar a Dios de manos y pensar que Jesús no pueda tener un plan B mejor que el plan A para mi vida. La niña ha muerto. No hay plan B. Si el primero no ha resultado, no hay otro. Eso pensamos. No hay vida después de la muerte. No hay esperanza cuando el último aliento se ha ido. Pero Jesús nos sorprende. Jesús despierta a la niña dormida: «La cogió de la mano y le dijo: - Talitha qumi. (Que significa: - Contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar». Jesús sana y se admira por la fe de Jairo. Él ha creído en un plan B. Cree en Jesús, no quiere que se hagan las cosas a su manera. Cree en su persona. Jesús se admira por su fe. Jesús entra en la casa de Jairo, le da la mano a la niña y la levanta. Era necesario tocar. Entrar en esa casa. Creer en lo imposible. Levantar a la niña con sus manos.
Dios no creó la muerte, creó la vida. No es un Dios de muertos, sino de vivos. Vivimos para siempre: «Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera. Dios creó al hombre para la inmortalidad». Me gusta este texto que habla de esperanza. Me gusta que Dios no haya creado la muerte. Me gusta que la muerte no tenga la última palabra. Y que nos haya creado para la inmortalidad. Porque a veces siento que la muerte me viene impuesta. Y me cuesta perder lo humano, lo caduco, lo que amo, lo que deseo. Como si Dios no quisiera nuestra felicidad aquí en la tierra. Y la del cielo nos parece lejana. ¡Cuántas veces le echamos la culpa a Dios de nuestras desgracias! La enfermedad y la muerte. La separación y la ruptura. El dolor y la angustia. Alfonso Ussía escribía así ante la muerte de una joven: «Mariana. Veinte años, una enfermedad terrible y terminó su paso por la tierra. No entiendo bien esas cosas. Meses atrás estuve hablando a unos niños hospitalizados por culpa del cáncer. Las paredes de su cuarto de jugar en el centro médico herían la vista de colores vivos. Contraste con sus miradas alegres a un paso de cambiar por la tristeza. Mientras les hablaba, yo paseaba por los colores de las paredes porque no tenía fuerza ni valor para enfrentarme a sus ojos. Un auténtico cobarde rodeado de valientes con el horizonte de sus vidas terriblemente nublado. Por desgracia, no hay posible canje de vidas humanas. Quien sobradamente ha vivido y cumplido con su existencia no puede cederle la vida, regalarle el futuro, a quien ha nacido para sufrir y marcharse a los ámbitos del Misterio». No comprendemos la muerte ni la enfermedad. Nos supera el dolor de los hombres, de los niños, de los inocentes. Ese dolor que es ajeno a la vida. Ese dolor que no aceptamos porque nos rompe por dentro. Porque estamos hechos para la inmortalidad. Para la vida eterna. Para el cielo. Y nos cuesta esta vida que se apaga y nos hace sufrir tanto. No entendemos que si Dios quiere nuestro bien tolere el dolor de la muerte. ¡Cuántos niños enfermos! ¡Cuántas vidas que tienen su futuro nublado! Terriblemente nublado. Duele el alma al pensar en tantas vidas cercenadas y sin luz, sin futuro. Hoy Jesús sabe de una niña enferma. Sólo doce años: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre para que se cure y viva». La fe de Jairo es inmensa. Sabe que Dios no creó el dolor. Y suplica la ayuda de Jesús: «Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia». Quiere que la sane. Sabe que Él puede. Es sólo una niña y sufre. Jairo lo habría probado todo, eso seguro. Igual que esa mujer enferma que tocó su manto: «Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor». Dios nos creó caducos y con la semilla de eternidad enterrada en el alma. Para que nunca dudemos que estamos hechos para el cielo. Para que no pensemos que todo acaba con la muerte. Gastamos mucha fuerza en llevar una vida sana. Nos obsesionamos con la salud para no enfermarnos. Y cuando nos debilitamos buscamos que nos salven, que nos curen. Recorremos médicos y lugares. No aceptamos que la enfermedad acabe en la muerte. Hacemos todo lo posible para no enfermar. Y aun así enfermamos. Es difícil. Comemos sano. Hacemos deporte. Vamos al médico. Nos dejamos asesorar. Para durar más. Para no morir. Hacemos curas especiales. Gastamos mucho dinero en conservar la salud. Porque no hay nada más extraño a la vida que la muerte. A nuestro alrededor chocamos con esta muerte, con el dolor, con las heridas. Con nuestro propio dolor, con la enfermedad nuestra y la del mismo mundo, la de la creación. Porque la creación también está enferma. El Papa Francisco cita a Benedicto XVI en la encíclica «Laudato sí» en referencia al mal que provoca la herida que sufren el ambiente natural y social: «A la idea de que no existen verdades indiscutibles que guíen nuestras vidas, por lo cual la libertad humana no tiene límites. El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a nosotros mismos». La sociedad y el hombre están heridos de muerte. Porque no hay límite en el uso de la libertad por parte del hombre. Porque no hay una referencia a un Dios que nos ha soñado eternos. Porque Dios ya no es un límite, ni un camino de vida, ni una forma de pensar y de amar. Porque no hay esperanza fuera de lo humano y caduco. Dios ya no está en juego para el hombre. Todo vale. Hay que vivir el presente sin pensar en el futuro. La muerte parece cercenar toda posibilidad de futuro para el hombre que no cree. Dios deja de tener su lugar en el corazón del hombre y de su mundo. Ese Dios que no ha querido nuestra caducidad, ni nuestra degeneración, es apartado de la vida. Él ha querido que vivamos para siempre pero nosotros nos aferramos a la vida que apenas dura. No creemos en la promesa que hoy escuchamos: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba». Esa imagen del pueblo de Dios en el desierto que recoge el maná para el día nos lleva a pensar en el cielo. Allí no hará falta guardar, almacenar, cuidar, proteger. Creer en el cielo nos lleva a vivir con esperanza. Abrazando la vida que se nos regala. Con dolor y nostalgia de infinito. Con el deseo de que mi vida en la tierra tenga más de cielo que de tierra, de alegría que de dolor, de luz que de sombras. La fe de Jairo nos sostiene. Y la de la mujer que toca el manto. La fe de los que ven lo que otros no ven. La fe que va más allá del dolor de la muerte.
Jairo necesitaba que Jesús tocase y abrazase a su hija. Jesús abrazó el miedo y el dolor, levantó a la niña y la devolvió a la vida. Hoy el evangelio nos habla de tener fe y de tocar y ser tocados. Creer porque toco. Creer porque soy tocado. La fe tiene que ver con tocar y dejarse tocar. Con cercanía. Con el encuentro humano entre el hombre y Cristo. Nos cuesta tocar y que nos toquen. Jesús se dejaba apretujar, tocar, invadir en su intimidad, en su descanso. Él curaba tocando, poniendo las manos o levantando. Abrazaba a los niños. Se dejó tocar la herida del costado por Tomas. ¡Qué lejos estamos los unos de los otros! Nos ponemos barreras. No dejamos que nadie nos invada y vivimos a las afueras de los demás. No nos mostramos vulnerables para que no nos hagan daño. Para protegernos. Dios está de una forma única en ese momento en el que dejamos que alguien amado toque nuestra herida, o cuando tocamos la del otro. Nos reconocemos hombres de barro, necesitados. Y no hay nada que conmueva más a Dios que le mostremos, no nuestras perfecciones, sino nuestras heridas. Hoy, la mujer hemorroísa, no le pide a Jesús que le toque su herida. Piensa que con tocar a Jesús sanará. Así no tenía que molestar. ¡Cuánto sufrimos cuando nos sentimos perdidos y no tomados en cuenta! Dios nos saca. Nos ama con ternura. Dios me mira, sabe lo que hay en mi alma. Sabe lo que me sucede. Le importa todo lo que hay en mi interior aunque no sepa expresarlo. Pero tengo que acercarme y creer que Él puede. Dios nota mi mano que tiembla en medio de la multitud. Se da la vuelta por mí. Para Él soy único. Mi forma de tocarlo hace que sepa que soy yo. Mi mano que tiembla. A veces parece que sólo el que hace ruido es el que consigue algo. Dios mira la delicadeza. Jesús se detiene. Nadie se ha dado cuenta. Solo Él. Él mira mi miedo y mi sed, mi pequeñez. Y me sana. Porque la mujer se creyó sin derecho a tener nada, se lo dieron todo. Porque no exigió nada. Le damos gracias a Dios por ese amor que se deja tocar, ese amor personal que sana las heridas de mi corazón tembloroso.