Tiene buena intención, ¿pero habilidad?
Tiene buena intención, ¿pero habilidad?
por Duc in altum!
Todos tenemos un lugar en la Iglesia y, por supuesto, en la sociedad. De eso se trata la inclusión. Por lo tanto, hay que evitar caer en lo que el Papa Francisco ha identificado como la “cultura del descarte”, porque resulta un escándalo que haya personas a las que el sistema les quite la voz y/o el voto; sin embargo, a veces, se malinterpretan las cosas y se da por hecho que para desempeñar ciertas responsabilidades en la Iglesia solo basta la buena intención. Así vemos que hay tareas que no son desempeñadas de la mejor manera, porque falta visión en el ver y juzgar perfiles apropiados. Aunque nadie es perfecto, sí que es posible encontrar personas cuyas habilidades y talentos garanticen un mínimo aceptable de condiciones para desarrollar la parte que les toca. Tomemos en cuenta que está en juego el ejercicio de la misión que, dicho sea de paso, no es poca cosa. Por ejemplo, se abre la posibilidad de tener un programa de televisión católico y, en lugar de buscar a una persona que tenga facilidad de palabra o que haya cursado algún taller de oratoria, se elige a alguien que tiene tiempo libre y quiere hacer algo con sinceridad, pero que no consigue un lenguaje fluido, le tiene miedo a la cámara y termina abrumando con tantas pausas innecesarias. Si quiere colaborar con el staff, está perfecto, pero que sepa ubicarse según sus habilidades. Esto nada tiene que ver con el descarte. Al contrario, se trata de saber orientar a las personas para que identifiquien lo que pueden aportar y que no necesariamente son acciones, porque detrás de un apostolado, están muchos que por salud o edad, contribuyen ofreciendo sus esfuerzos diarios por permanecer con buen sentido del humor, dando ejemplo de lo que significa perseverar en la fe aún en situaciones difíciles.
Volviendo al “hacer”, es indispensable contar con ciertas habilidades. Esto también se nota entre los lectores durante la Misa. No cualquiera vale para la salmodía. Aunque haya buenas intenciones, mínimo hay que distinguir el tono. De otra manera, terminará sin voz y, aunque Dios valora todo, pues lo mejor es que cada uno sepa trabajar en lo que tiene mayor facilidad. Lo mismo sucede cuando en algunas comunidades se pone a dar conferencias a personas que no saben cómo tratar al público. Antes de pedir algo así, hay que formar liderazgos, pues la predicación es un arte e influye en la buena o mala recepción del mensaje, del contenido. Por lo tanto, además de buena intención, hay que estar a la altura de las circunstancias.
Es cierto que la intencionalidad del acto es uno de los aspectos más importantes de la fe; sin embargo, no puede reducirse a un solo punto; sobre todo, cuando hay que responder a un mundo cambiante, con nuevos paradigmas. Por ejemplo, Juan Pablo II, no solo tenía buenas intenciones a la hora de dirigirse a los jóvenes, sino que sabía cómo hablar y moverse en un lugar causando empatía, lo que le ayudó mucho en su ministerio al frente de la cátedra de San Pedro. Es decir, congruencia entre gracia y naturaleza.
Estar de parte de los que sufren, de los que carecen de oportunidades, no significa que la Iglesia rechace el talento, el ingenuo humano. De ahí que lo requiera para algunas tareas específicas. Si bien es cierto que para ser santo no se necesita estudiar, habrá actividades en las que esto sea un aspecto fundamental. Imaginemos un laico que trabaja en un hospital, justo en el área de urgencias, con excelentes intenciones, pero que no tiene idea de cómo atender una hemorragia. Seguro recibirá al paciente con una sonrisa bienintencionada, pero no podrá evitar que se desangre.
Tampoco hay que ser de los que afirman equivocadamente que la habilidad y/o los estudios son sinónimos de vanidad, porque en la historia de la Iglesia hemos tenido católicos muy preparados y, al mismo tiempo, humildes hasta los huesos. Por ejemplo, San Martín de Porres. Era un excelente enfermero y, a la vez, un fraile humilde, sencillo en el trato. La humildad nunca anula las habilidades. Simple y sencillamente, las remite a Dios, quien es el autor de la vida, para que la persona no pierda los pies del suelo, volviéndose prepotente.
Entonces, hay que fortalecer la buena intención, esa dimensión sincera, transparente, que es propia del significado de ser cristianos, pero acrecentando también las capacidades que cada uno tenga.
Volviendo al “hacer”, es indispensable contar con ciertas habilidades. Esto también se nota entre los lectores durante la Misa. No cualquiera vale para la salmodía. Aunque haya buenas intenciones, mínimo hay que distinguir el tono. De otra manera, terminará sin voz y, aunque Dios valora todo, pues lo mejor es que cada uno sepa trabajar en lo que tiene mayor facilidad. Lo mismo sucede cuando en algunas comunidades se pone a dar conferencias a personas que no saben cómo tratar al público. Antes de pedir algo así, hay que formar liderazgos, pues la predicación es un arte e influye en la buena o mala recepción del mensaje, del contenido. Por lo tanto, además de buena intención, hay que estar a la altura de las circunstancias.
Es cierto que la intencionalidad del acto es uno de los aspectos más importantes de la fe; sin embargo, no puede reducirse a un solo punto; sobre todo, cuando hay que responder a un mundo cambiante, con nuevos paradigmas. Por ejemplo, Juan Pablo II, no solo tenía buenas intenciones a la hora de dirigirse a los jóvenes, sino que sabía cómo hablar y moverse en un lugar causando empatía, lo que le ayudó mucho en su ministerio al frente de la cátedra de San Pedro. Es decir, congruencia entre gracia y naturaleza.
Estar de parte de los que sufren, de los que carecen de oportunidades, no significa que la Iglesia rechace el talento, el ingenuo humano. De ahí que lo requiera para algunas tareas específicas. Si bien es cierto que para ser santo no se necesita estudiar, habrá actividades en las que esto sea un aspecto fundamental. Imaginemos un laico que trabaja en un hospital, justo en el área de urgencias, con excelentes intenciones, pero que no tiene idea de cómo atender una hemorragia. Seguro recibirá al paciente con una sonrisa bienintencionada, pero no podrá evitar que se desangre.
Tampoco hay que ser de los que afirman equivocadamente que la habilidad y/o los estudios son sinónimos de vanidad, porque en la historia de la Iglesia hemos tenido católicos muy preparados y, al mismo tiempo, humildes hasta los huesos. Por ejemplo, San Martín de Porres. Era un excelente enfermero y, a la vez, un fraile humilde, sencillo en el trato. La humildad nunca anula las habilidades. Simple y sencillamente, las remite a Dios, quien es el autor de la vida, para que la persona no pierda los pies del suelo, volviéndose prepotente.
Entonces, hay que fortalecer la buena intención, esa dimensión sincera, transparente, que es propia del significado de ser cristianos, pero acrecentando también las capacidades que cada uno tenga.
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