Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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XII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Job 38, 1. 8-11; 2Cor. 5, 14-17; Mc. 4, 35-41

«Maestro, ¿No te importa que nos hundamos? Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: - ¡Cállate, enmudece!»

«Quisiera aprender yo a descansar en las manos de Dios. Sin miedo. Sin querer controlarlo todo. En sus atrios. Como un niño. Con paz. Un gorrión en la casa de Dios»

Hace unos días entró un gorrión en el santuario. Lo hizo con mucha facilidad. Por alguna ventana abierta, tal vez por la puerta. Pero luego, al querer salir, no encontró la salida. Después de horas de intentos fallidos, de chocar contra las ventanas, de piar pidiendo ayuda a otros gorriones que lo oían desde fuera, vio que no era capaz de salir. Todos los que estábamos rezando en el santuario, sufríamos con el pobre gorrión. Sabíamos lo que estaba haciendo mal el pajarito. Subía demasiado alto, porque temía a los hombres y entonces no daba con la parte que estaba abierta de la ventana. El pobre gorrión no hallaba la salida. Nosotros sí que sabíamos la forma de salir. Pero el pajarito no pedía ayuda y no podíamos ayudarle. No nos entendíamos. No podíamos acercarnos. Es verdad lo que leía el otro día: «Cuando estás enganchado, todo el mundo te dice lo que tienes que hacer, pero nadie te dice cómo tienes que hacerlo»[1]. El gorrión estaba indefenso y cansado. Pasaron las horas y por la noche, al apagar las luces del santuario, el gorrión vio la luz fuera, y encontró la salida. En la oscuridad de la noche pudo alcanzar la libertad. Nosotros somos como ese gorrión. A veces nos metemos en líos con facilidad. Poco a poco, por alguna ventana abierta. Nos creamos dependencias, adicciones, nos complicamos la vida. Y luego, al intentar salir solos, no lo logramos. Algunos que ven nuestra desolación y tristeza intentan mostrarnos la ventana abierta. Nosotros no pedimos ayuda. No sabemos pedir. ¡Cuánto nos cuesta reconocer que somos necesitados! ¡Qué difícil gritar al otro que nos muestre el camino de salida! Vivimos en nuestro problema, agobiados, sin paz, obcecados, perdidos. Pero no pedimos ayuda. Nos da miedo que conozcan cómo somos de verdad. Nos da miedo mostrar la herida, la debilidad, la impotencia. Nos escondemos detrás de nuestra fuerza. Huimos de los que pueden juzgarnos por nuestra debilidad. Por eso, tantas veces, aunque nos griten, no escuchamos. Y seguimos golpeando paredes y ventanas cerradas buscando una salida. Piamos, eso sí, con algo de amargura. Nos quejamos de nuestra mala suerte. ¡Cuánto cuesta aconsejar al que está cerca, sufriendo! Nos cuesta la reacción. Nos da miedo decirle la verdad sobre su vida a aquel que no la ve. A mí mismo me da miedo decírselo a los más cercanos. Es falso respeto. Esperamos a que él se dé cuenta. Y muchas veces no se entera. Dejamos que siga enredado en sus problemas. Y no le ayudamos. Vivimos en un mundo muy individualista. Cada uno busca la salida sin pedir ayuda. Cada uno se salva a sí mismo. No queremos ser salvadores. Pero sí responsables de aquellas personas que se nos confían. Muchas veces peco por omisión. Callo. No actúo. Y me contento pensando que no puedo hacer nada. ¿Dónde me están pidiendo ayuda hoy? ¿A quién puedo ayudar a encontrar la ventana de salida?

A veces no vemos la realidad tal y como es. Me toca conocer a muchas personas que no tienen autocrítica, ni tampoco una percepción sana de la realidad. Los demás son siempre los culpables. Ellos nunca. Los otros son los responsables de su estado. Lo hacen todo mal. Les tienen envidia. Ellos, por su parte, lo hacen todo bien. A veces le echamos la culpa de nuestra suerte al mundo, a la vida, a los otros. Alguien es responsable, yo nunca. Una persona me decía: «Cuando alguien se queja continuamente de lo mal que hacen las cosas los demás, tal vez el que las hace mal sea él mismo». Muchas veces es así. Es difícil que todos estén contra mí. Es raro que todos estén equivocados. Cuando empiezo a pensar así tengo que hacérmelo ver. En la película «Come, reza, ama» decía la protagonista: «Cuando das un paso para ayudarte a ti mismo, das un paso para ayudar a todo el mundo». Es cierto. La ayuda a los otros comienza conmigo mismo. Yo necesito ayuda. Siempre. Nadie se salva solo. Nadie puede vivir solo. Necesito que me quieran. Necesito que me acompañen en el dolor. Necesito ser escuchado. Necesito ser comprendido. Necesito que perdonen mis caídas. Necesito que toleren mi carácter, mis manías, mis deseos. ¡Necesitamos tantas cosas! Pero muchas veces nos encerramos porque hemos tenido malas experiencias al pedir ayuda. O no hemos experimentado la aceptación ni el perdón. Y pensamos que solos podemos mejorar. A veces hay personas que viven peleadas con el mundo porque creen con firmeza que son los demás los que les tienen envidia. No es fácil pedir ayuda cuando uno piensa que todo está bien en su vida. Es casi imposible. Además, nunca está todo bien en mi vida. A veces sí, hay cosas que funcionan. Pero muchas otras no. Siempre necesito que me aconsejen, que me muestren el camino. Y mientras tanto, el gorrión continúa golpeando las paredes y las ventanas. Pienso en mí. Pienso en tantos que viven golpeando las pareces. Me da pena ver su indefensión y su impotencia. Escucho a personas que viven como el gorrión. Pero no escuchan cuando les dicen algo. Es verdad que no todo el que oye escucha. Y no todo lo que recibimos lo comprendemos en ese momento. Tal vez sí más tarde. Hace falta humildad para pedir ayuda y todavía más aún para aceptarla. Hace falta mucha humildad para reconocer que no todo en mí está en orden, que no siempre tengo paz, que hay temas no resueltos, cabos sueltos. Necesitamos acoger la ayuda que nos dan. El otro día leía: «Las respuestas curan, ayudan. Hacerte preguntas equivale a sentirte vivo. La vida genera muchas preguntas. Nacemos con carencias, muchas y variadas»[2]. Nos pueden ayudar si pedimos ayuda. Podemos ayudar si comprendemos que nos piden ayuda. Nos ayudan cuando recibimos lo que nos dicen con humildad. Aceptamos el reto de cambiar. Comenzamos.

Es curioso, siempre utilizamos la imagen del gorrión y la colocamos en las manos del Padre. Un gorrión que busca morada en los atrios de la casa de Dios: «Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido». Esa imagen del salmo 83 nos da alegría. Una imagen idílica, bella. Un gorrión sin miedo, cobijado, seguro en la casa de Dios. Como mi corazón que anhela ese descanso. Una imagen poco común. El gorrión vive normalmente con miedo. Desconfía de las manos de los hombres. Huye del ruido y de los peligros. Por eso intenta volar más alto, para evitar a los hombres. Mi gorrión en el santuario tiene miedo y huye de mí y de todos. Pero no encuentra la salida. Y sólo cuando todo se oscurece, cuando no hay salida posible, en medio de la noche, encuentra la luz. Justo cuando lo han despojado de todo, cuando casi ha perdido la esperanza, cuando ya no posee su libertad, cuando ha perdido su propia vida. En ese mismo instante ve la luz en la noche y escapa. Una persona rezaba: «Quiero amanecer despacio. Quiero sufrir y gritar fuerte. Quiero alegrarme y sufrir, todo ello en un instante. Verlo todo negro y luego verlo todo lleno de luz. Con tus ojos, con los míos. Quiero escribir mi nombre en los árboles del camino. Para nunca andar perdido. Para caminar muy quedo. Quiero vestirme de día, de esperanza, de alegría. Quiero escuchar en la noche el canto de tu esperanza. Descifrar en la tiniebla tu mano sobre la mía». El gorrión perdido encuentra la luz. Como yo tantas veces. Como los hombres en la noche. Pero es verdad que muchos siguen perdidos. No ven la luz. Parece que no se salvan. Es cierto que cuando estamos más desesperados es cuando alzamos la mirada a lo alto. Suplicamos ayuda. Y vemos un rayo último de esperanza. Me gusta este gorrión perdido, desesperado. Me recuerda a mi propia vida cuando huyo de mí mismo en la noche. Muchas veces no pido ayuda. Muchas veces choco con las ventanas cerradas. Muchas veces no ayudo a otros a encontrar la salida. O no me piden ayuda. Y al caer la noche veo una luz, una esperanza y salgo. Desaparece el miedo. Brillan las estrellas. Deja de volar el gorrión chocando con todo. Descansa. Quisiera aprender yo a descansar en las manos de Dios. Sin miedo. Sin querer controlarlo todo. En sus atrios. Como un niño. Con paz. Un gorrión en la casa de Dios. Estoy tan lejos de vivir con esa confianza. Tengo miedo y desconfío como el gorrión del santuario. Y no busco la ayuda de los hombres. Porque me cuesta reconocer mi debilidad, mi necesidad, mis heridas. Como ese gorrión. Aprender a confiar en las manos de Dios. Sin pensar que va a desaparecer de nuevo. Sin creer que mi vida no le importa. Simplemente dormir a su lado, en su regazo, como los niños. Así quisiera confiar siempre.

A veces tendemos a hacernos como Dios en lugar de descansar en Dios, haciéndonos pequeños. No aceptamos los límites que la naturaleza nos impone. Nos cuestan las correcciones de los demás. Juzgamos al que nos juzga. Porque nos molesta equivocarnos y ser imperfectos. No queremos caer. No queremos que el mundo nos condene. Nos importa mucho lo que los demás piensan, cómo nos ven. Por eso tantas veces nos escondemos detrás de una imagen, nos protegemos. Tememos el fracaso y la pérdida de nuestra fama. Cuando nos juzgan, cuando nos condenan, lo vemos todo negativo. Y nos puede pasar lo que leía el otro día: «Me pongo en plan víctima y me quejo a los demás, focalizo mi atención en lo malo, en lo que no sale, en lo que me fastidia. Veo amenazas, me quedo quieto y espero que alguien venga a salvarme, me empobrezco, me voy apagando, transmito pesimismo»[3]. Nos dejamos llevar por nuestros sentimientos y desconfiamos. De Dios y de nosotros. Nos cuesta entonces creer en el poder de Dios, en su cuidado y protección. No queremos ser frágiles y débiles. No queremos ser como un gorrión en las manos de Dios. Decía el Papa Francisco: «Hay que hacerse pequeño para experimentar las caricias de Dios Papá en el corazón de Jesús. Las heridas del pasado deben ser puestas en el corazón de Jesús para que Él las sane». Es la confianza en Dios que nos ama la que nos cura y salva. La confianza es la base del amor. Cuando perdemos la confianza, ¡qué importante es recuperarla pronto! Si desconfiamos no nos queda nada. Confiar en el que nos ama, confiar en Dios que nos quiere y no nos deja nunca. Confiar en que no me va a fallar aquel que me quiere. Creer que no va a caer en el juicio. Saber que siempre se va a alegrar con mi bien. Sin envidias. La confianza en aquel que no me va a fallar nunca es lo que nos sostiene. La confianza de una roca sobre la que se construye la casa. A veces desconfiamos. Pensamos que nos mienten, que nos ocultan algo. Desconfiamos de las razones verdaderas que les mueven a actuar. Desconfiamos cuando nos han fallado. Desconfiamos de su amor y fidelidad. ¡Qué difícil volver a confiar cuando hay una traición de por medio! ¡Qué difícil seguir mirando hacia delante sin dudar de nuevo! Confiar siempre sin interpretar. Sufrimos siempre que interpretamos los actos. ¡Cuánto daño nos hace mirar y juzgar! Interpretamos los silencios y las palabras, las omisiones y las acciones. Es fácil desconfiar de las intenciones de los otros. Pero, para que la roca sea firme, tenemos que tener una confianza a prueba de olas y de miedos. Si no confiamos en los hombres a los que vemos, ¿cómo vamos a confiar en Dios a quien no vemos? La confianza es la base del amor y de la vida. Confío en el amor de los que me quieren. Confío en su fidelidad. Confío en las personas que se me confían. Confío en las promesas que me hacen. Cuando confío puedo descansar en Dios como un gorrión en sus manos. Decía Santa Catalina de Siena: «Tened confianza, encontraréis esta fuente de amor en el costado de Cristo crucificado y quiero que allí busquéis sitio para vosotros». En el costado abierto de Jesús confiamos y descansamos. En su herida cabe mi herida. Allí mis heridas son sanadas. Encuentro la paz para la vida. En su corazón puedo caminar sin depender tanto de la mirada del mundo. Necesitamos confiar para ser dignos de confianza. Decía Khalil Gibran: «Quiero saber si puedes desilusionar a otros por ser sincero contigo mismo, si puedes resistir la acusación de traición y no traicionar a tu propia alma. Quiero saber si puedes ser fiel y por lo tanto confiable». Imagino que es antes la confianza recibida, para ser nosotros confiables. Me gustaría ser roca firme, mar calmado, paz continua. Me gustaría ser el lugar en el que otros descansen. Me gustaría dar seguridad y paz al que busca descanso. Me gustaría no sólo ser gorrión, sino ser las manos que dan paz al gorrión. Me gustaría ser digno de confianza. En mi debilidad, en mi torpeza. No hay nada que dé más paz que el corazón que permanece inamovible en medio de la tormenta. El corazón que no cambia de un día para otro. El que no dice una cosa hoy y otra mañana. Me gusta ese corazón fiel a sí mismo aunque eso traiga complicaciones. Fiel a las decisiones tomadas. Que no se turba en la tormenta y es capaz de dormir en medio de las olas. Decía el P. Kentenich: «La fidelidad es heroica cuando seguimos siendo fieles a pesar de que, hablando humanamente, tendríamos razones suficientes para dejar de serlo. Queremos ser fieles con la razón, el corazón y la voluntad, aún cuando la fidelidad resulte difícil; de otro modo no habría heroísmo en nuestra actitud»[4]. Aspiramos a vivir esta fidelidad heroica. Me conmueve la paz del corazón anclado en lo más hondo del corazón de Dios. Nada lo mueve. Pase lo que pase se queda firme. Me emociona. Quiero un corazón así. Como el de Jesús sobre la tierra. Como el de María inconmovible al pie de la cruz.

Jesús se va hoy en la barca con sus discípulos. Y les dice dónde tienen que ir: «Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: Vamos a la otra orilla del lago». Llega el atardecer y Jesús, cansado del día, se va con sus discípulos. Lleva todo el día enseñando desde la barca. Sin medir el tiempo. Mirando su tierra y hablando de ella. Es tarde. Y entonces los invita a ir juntos a la otra orilla. Es el rato de complicidad con sus amigos, en el mar, lejos de las orillas. Jesús descansa con ellos. ¡Cuántas veces, en medio del trabajo, de la vida, necesitamos un momento para estar con las personas que amamos! Esas personas con las que puedo ser yo mismo sencillamente. Me encantaría que Jesús me mirara y me dijera: «Ven conmigo a la otra orilla. Atrévete a salir de tu orilla conocida, a dejar tu forma de hacer las cosas de siempre. Deja tus comodidades. Vence tus miedos». La orilla a la que iban no era Galilea. Era una aventura. Pienso que Jesús quería cuidar a otros más lejanos, pero también alejarse un momento de la tierra y estar con sus amigos, rezar. Me conmueve Jesús tan cansado que se duerme en la barca. Se fía de sus amigos los pescadores. Sabe que llevarán el barco a puerto seguro. ¡Cuánto confía en ellos! Y ellos se fían de Él. Es tarde, les invita Jesús a seguir navegando, y lo hacen. No ponen excusas. No le piden otra cosa. ¡Cuánto les tenía que amar Jesús! ¡Cuánto tenían que amar ellos a Jesús! Jesús descansa con ellos. Se queda dormido. ¡Qué difícil saber muchas veces si Jesús se ha dormido en mi barca o simplemente no está en ella! A veces siento que no está. Sobre todo cuando se desata la tormenta: «De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado en un cojín». Su paz contrasta con la agitación de los discípulos. Su paz contrasta con mi propia agitación en el peligro. Parece que la barca se va a hundir y Él duerme, como si no le importara. Así es en nuestra vida tantas veces. Tenemos miedo de que se hunda lo que hemos construido y nuestra barca no llegue a su destino. Las olas parecen echar a perder todos nuestros sueños. Jesús nos pide seguir un camino y luego parece que nos deja solos. Se duerme. Como si se olvidara de nuestra presencia. Él va a lo suyo. Me conmueve su sueño. Descansa junto a mí. Está en mi barca. Pero no le despiertan las olas que a mí me turban. Tal vez Jesús ve más allá que yo mismo. Hay personas en nuestra vida que conservan la calma cuando nosotros la perdemos. Ven más allá. Están con paz. Ven la salida cuando nosotros pensamos que no hay salida. Como el gorrión en el santuario. Como Jesús en la barca que se hunde. Jesús ve lo que nosotros no vemos. Hay personas así, capaces de ver más que nosotros. Nos dan luz. Nos muestran el horizonte. Nos abren los ojos. ¡Cuánto bien nos hace navegar cerca de esas personas llenas de luz, que dan confianza, que nos permiten ver el sol detrás de tantas nubes! Son optimistas, positivas. Tienen fe. La que a mí me falta a veces.

Lo cierto es que vamos juntos en la misma barca. Jesús y yo. Con frecuencia me da miedo ir solo a la otra orilla. Me da miedo salir de lo que conozco, de mis maneras de hacer las cosas, de las personas que siento que me quieren y con las que no tengo que demostrar nada. Me da miedo la aventura, el futuro, lo nuevo, lo que no conozco. Pero es verdad que si Jesús me dice: «Vamos». Yo le sigo. Quizás si escuchase su voz me costaría menos navegar con olas y dejar mi orilla. La otra orilla puede ser una decisión que tengo que tomar, o volver a empezar cuando he caído. A veces la otra orilla es el corazón del otro cuando nos separa el mar. ¿Qué es para mí la otra orilla? Sólo le pido a Jesús ir a su lado, en su barca. Ojalá lo sintiese más cerca, y supiese que mi barca es la suya, que va conmigo y yo con Él. Porque sin Él, me pierdo, me hundo, o me quedo en mi orilla. Le doy gracias a Dios por esas veces en las que he sentido su llamada en el corazón. En que me miró y vi que me pedía ir con Él, en su barca, en la mía, pero juntos. Muchas veces vuelvo a ese momento para recordar que mi vida tiene sentido, que voy con Él aunque me sienta a veces perdido en medio del mar. En mi vocación que es la suya, en mi tierra que es su tierra, con mis raíces que son las suyas. ¡Cuántas veces hablamos de dejar el timón de nuestra vida en las manos de Dios! Pero, ¡cuánto nos cuesta hacerlo! Hoy Jesús duerme mientras los suyos toman el timón, y confía. Sólo les dice el rumbo. Ellos estarían más tranquilos si Él llevase la barca, y los que durmiesen fueran ellos. Pero Jesús confía, les entrega timón y va con ellos. Me impresiona mucho que Dios me pida a mí que guíe la barca. Me conmueve que Dios necesite mi barca rota para llevarle hacia otros. Que quiera estar conmigo. Me impresiona que confíe en mí. Confía más que yo mismo. Me entrega el timón. No me deja solo, pero a veces duerme al atardecer. Mi barca, mi vida, es para Él. Ojalá, cada tarde, en mi oración, pudiera estar con Jesús en mi barca, mirando esa orilla que persigo durante el día. Ojalá, Él pudiera siempre descansar conmigo. Ojalá pudiera con las personas que quiero tener muchos momentos así, de estar juntos sin nada más. Dejando las cosas urgentes que tengo que hacer. Jesús hacía eso, se llevaba a los suyos al mar o a la montaña para descansar. Seguramente, más que sus palabras, los discípulos guardarían en el corazón esos ratos de intimidad. Le doy gracias a Dios por esas personas con las que puedo descansar, con las que no tengo que estar alerta, ni medir mis palabras. Esas personas que están siempre. Jesús también las tenía, los apóstoles, su Madre, los hermanos de Betania. Esas personas que no te están examinando siempre. Creo que ellos hacen que la vida sea mejor. Ellos me hablan de Dios. Me pregunto si yo soy descanso para otros. Si otros pueden dormir así a mi lado. Sin miedo, sin tensión. Si otros confían en cómo guío yo la barca. Sin querer quitarme el timón porque no se fían. ¿Somos lugar de descanso para otros? ¿Pueden otros descansar a nuestro lado? Jesús descansaba en los suyos. Se fiaba ciegamente.

¿Por qué tenemos tanto miedo a la vida? El miedo forma parte de nuestra naturaleza, es cierto. Hoy vemos cómo Jesús les pregunta: « ¿Por qué teníais tanto miedo? ¿Aún no tenéis fe?». La fe y el miedo están relacionados. El que tiene más fe, tiene menos miedo. La falta de fe, aumenta el miedo. Miedo al futuro, a lo que no controlamos. Jesús toma mis miedos porque le importan. Le importa todo lo que a mí me pasa. Él, solo Él, puede calmar la tempestad de mi alma. Puede cambiar mi miedo en paz si me entrego, si me abandono a Él. Una persona rezaba: «Deja que no sufra tanto por cosas que no controlo. No permitas que me aleje de ti cada noche. No permitas que me esconda cuando sales a mi encuentro. No dejes que sufra el frío cuando tus brazos me abrazan. No dejes que tenga miedo cuando Tú estás a mi lado. Déjame sembrar mañanas que calmen hoy tantos miedos. Déjame mirar las noches como antesala del cielo. Sin pensar que nada vale tanto como pretendemos. Déjame alzar el vuelo cuando caiga agarrotado. Déjame mirar al hombre cuando sufra y no se encuentre. Déjame soñar bien fuerte cuando no sepa quererte. Déjame abrazar silencios para que no pierdan fuerza. Déjame cantar canciones, caminar algo despacio, frecuentar ventanas amplias, de esas que muestran la vida y llenan de sol el alma. Déjame vivir contigo aunque no note tus manos. Deja que camine siempre más allá de lo que puedo. Que recorra mil caminos. Que sepa llegar bien lejos y cuando la voz se quiebre, deja que canten mis manos. Quiero ahondar hoy en lo hondo del alma que Tú me diste. Deja que vuele en tu vuelo, deja que calme mis ansias. Que no me quiebren la noche, ni la tormenta, ni el fuego. Que no me hunda despacio cuando las sombras no dejen ver la luz de las estrellas». Es un canto a la esperanza. El deseo del corazón que quiere volar tan alto. Una luz en medio de la noche. ¿Por qué tenemos tanto miedo a la vida? Jesús conoce nuestro corazón. Me impresiona que cuando le despiertan en la barca, Jesús solo les pregunta por su corazón. Por su miedo. Lo que cuenta no es la tormenta, sino cómo la vivimos. Lo que cuenta siempre es el cómo. El estilo, la forma, lo que sentimos por dentro. La misma cosa, fácil o difícil, podemos vivirla con amor o pensando en nosotros, con luz y optimismo o sin esperanza. Muchas veces el miedo es muy fuerte porque hemos puesto la confianza en nuestras fuerzas, en nuestros planes. Nos volvemos a Dios de vez en cuando para asegurar que la barca sigue mi rumbo. El otro día leía lo importante que es el optimismo: «El optimismo libera de la necesidad de estar seguro y tenerlo todo controlado, de la rumiación egocéntrica porque se centra en el presente, en lo que puedo hacer yo hoy y ahora, sin miedo al futuro»[5]. Porque lo importante es vivir confiados en las manos de Dios: «Hay que aprender lentamente a abandonarse a la acción de Dios. Se quiere con excesiva ligereza planear la vida. Se desconfía de toda pasividad, por miedo a soltar las riendas. En la edad madura se tiene que soportar la acción de Dios. Y así hay que entregarse paso a paso a la voluntad de Dios y a su providencia. Esto exige la entrega del corazón»[6]. Confiar y entregar el corazón. Entonces, cuando lo logramos, desaparece el miedo. Decía el P. Kentenich: «Debemos estar entregados en las manos de Dios. Mi Dios y mi todo. Debemos conocerlo sólo a Él, sólo su amor, entregarnos en sus manos, de cualquier manera que Él quiera disponer de nosotros. Piensen en la pelota con que podía jugar Dios, según la imagen de Santa Teresita»[7]. Vivir enteramente en las manos de Dios, confiando en tanto amor que nos tiene. Él construye la casa de nuestra vida. Lo hace con delicadeza, con un infinito respeto. ¿Por qué tengo miedo? Él es mi roca. Es la seguridad en mi propia barca. No tengo que temer. Va conmigo.

Surge la tormenta y aumenta el miedo. ¿Cuál es mi tormenta ahora? ¿Qué es lo que me hace ahora dudar y temblar? Hoy escuchamos: «El Señor habló a Job desde la tormenta». Es así, Dios me habla en mi tormenta. ¿Cuál es esa tormenta en la que me habla Dios? A veces puede ser un posible cambio de trabajo, o de país, llevando a la familia. Puede ser una enfermedad inesperada, o incluso puede tratarse de tormentas interiores que nos hacen dudar de todo. Con frecuencia llegamos al santuario con el corazón en tormenta, con sentimientos de vacío, de angustia, de soledad, de incapacidad. Sentimientos que nos turban: desamor, sed, desaliento, fracaso, duda, confusión, oscuridad. ¡Cuántas veces nos quejamos ante Dios! Entonces la pregunta de los apóstoles es nuestra pregunta: « ¿No te importa lo que me pasa? ¿No te importa si me hundo?». Es tan humana esa pregunta. Nos falta fe y confianza. Necesitamos que nos resuelvan todo en ese momento y no somos capaces de esperar. No podemos ver nada. Nos quejamos. Es bueno conocer nuestras quejas. Es importante ser auténticos delante de Dios. Si tengo miedo, como los apóstoles, le grito, le pido que despierte, que me ayude, que me haga sentir que va conmigo. Los discípulos despiertan a Jesús porque lo necesitan. En realidad no saben qué puede hacer Jesús con la tormenta. Tal vez no le piden un milagro. Sólo quieren que esté despierto, a su lado, calmando su ansiedad: «Lo despertaron y le dijeron: - Maestro, ¿No te importa que nos hundamos? Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: - ¡Cállate, enmudece! Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma». Jesús va conmigo, pero muchas veces veo que duerme. Me cuesta confiar en medio de la tormenta. Todos lo hemos vivido alguna vez. Ellos lo despiertan porque tienen fe. Saben que con Él despierto todo se va a arreglar. Son como los niños que buscan a sus padres cuando tienen miedo y todo se calma cuando ellos llegan. Sigue estando todo oscuro, pero ya no temen. La presencia de sus padres los calma. Como a los discípulos, como a nosotros. Jesús aparece y todo se calma en el corazón. Llega la respuesta: ¿Es que a Dios no le importa mi vida y lo que me suceda? Sí, le importa. Va conmigo. Es verdad que no siempre calma la tormenta, no sana la enfermedad, no me devuelve el trabajo, no resuelve el problema. Pero está junto a mí y eso ya me calma. Su presencia hace que las cosas sean diferentes. Hay personas que son así en nuestra vida. Su presencia nos calma, aunque el problema siga siendo el mismo. Nosotros queremos ser para otros esa presencia que salva, que sana, que quita el miedo. No calmamos la tormenta con nuestra voz. Pero sí calmamos el corazón del que tiene miedo. Es nuestra misión. Calmar tormentas interiores. Acompañar en el miedo. Sostener en la debilidad de la vida cuando todo se tambalea. Tenemos la misma vocación de Jesús de calmar las olas de la vida. Con la paz que Él mismo nos regala. Con su voz en mi voz que tiembla. Jesús me necesita para calmar el mar.

La naturaleza obedece al Señor y surge el asombro en el alma: «Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: - ¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?». Marcos 4, 35-41. ¿Quién es este? ¿Cómo puede hacer esas cosas Dios en mi vida? ¿Quién es Jesús en mi barca? Esa pregunta me gusta. Surge de la sorpresa, del asombro. Como los niños que se asombran con el poder de su padre. Jesús asombra a los suyos, rompe sus esquemas. Jesús hace desaparecer su miedo. Ellos son frágiles y pequeños, como nosotros. Les falta fe y temple, como a nosotros. Pero son capaces de asombrarse, de guardar en su alma esa pregunta que cada uno de ellos tendría toda su vida hasta ese momento en que lo descubriese. ¿Quién es para ti? ¿Quién es Jesús en nuestra vida? Es importante escuchar el Evangelio siempre con esta pregunta en el corazón. ¿Quién es este? Jesús me habla en mi barca. Me grita y yo no lo escucho, no me asombro, no le quiero. Querer o no querer a Jesús es lo que marca mi vida. Me gustan estas palabras de Pablo: «El amor de Cristo nos apremia. El que vive según Cristo es una creatura nueva; para Él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo». El amor que Jesús me tiene. El amor que despierta en mí. ¿Me apremia? ¿Me lleva a dejar mi orilla? ¿Alguna vez he sentido esa llamada de Jesús a ir a la otra orilla? Si no hay amor. Si el amor no me apremia, entonces puedo seguir con mi vida de siempre, sin que me toque su voz, su presencia. Pero si el amor me apremia, entonces me voy con Él en su barca. El amor me apremia, me urge, y lo dejo todo, aunque ese salto de audacia implique riesgo y pueda haber tormentas en el camino. Sólo así la vida merece la pena. Sólo así descubriré mi miedo, mi necesidad, mi fragilidad, y también su mano que me calma, su voz. Sólo viviendo por amor merece todo la pena. Si falta el amor nos convertimos en buenos cumplidores llenos de miedo que se quedan en la orilla. Su amor me apremia.

 



[1] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[2] Albert Espinosa, El mundo amarillo

[3] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[4] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952

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