El sobrino habla de su tío
H. José Antonio Blanco García, S. I.
(Olivenza, Badajoz 23/12/1937 – Alcalá de Henares, 3/05/2015)
José Antonio Blanco García, Pepe para los amigos y para su familia, el tío Pepe para sus sobrinos.
Los primeros recuerdos que guardo de mi tío son de mi infancia. Cuando desde Granada o Sevilla íbamos a casa de mi abuela a Badajoz, si él estaba en la casa, nos sacaba a mis hermanos, a mis primos y a mí a pasear por el parque o por el centro de la ciudad, o nos llevaba al Guadiana para nadar. También me acuerdo que era nuestro proveedor de relojes, simples pero que a los niños que éramos nos hacía ilusión.
Ahora puedo apreciar su disponibilidad para estar con nosotros, los niños de sus hermanos, y llevarnos arriba y abajo. Y lo hacía sin que a nosotros nos pareciera en ningún momento que aquello podía resultarle pesado. También me doy cuenta de su amor por su familia. Su madre, mi abuela, a la que quería con devoción y de la que hablaba dando gracias, aquella mujer de profunda oración y de trabajo infatigable. Estas dos costumbres pienso que las adquirió de ella, o en las que ella fue su primera maestra.
Con él comenzó mi inquietud misionera, o el interés por gentes lejanas y no cristianas. De mi infancia no recuerdo un tiempo anterior a su estancia en África. Él era el tío Pepe, que estaba en las misiones, concretamente en Chad.
Y se hacía palpable en algunas estatuillas de gacelas de bronce que él había traído en alguna de sus vueltas por España, y todo eso alimentó en mí un entusiasmo que no me ha dejado. Después aprendí que no todo era tan romántico. Que vino muy enfermo de Chad, y que allí había sufrido mucho. Por los compañeros que habían estado con él y a los que les pregunté estando ya en la Compañía –mis buenos hermanos de los que tanto he aprendido–, supe de las dificultades que soportaron allí. Dificultades físicas, por las condiciones extremas del país, en la comida, en la bebida, en el alojamiento, en el tratamiento de las enfermedades. Dificultades morales, por la extrema violencia contra las gentes del pueblo, por la tensión a la que tanto él como sus compañeros jesuitas fueron sometidos. Dificultades por el trato no discernido que a veces pudo recibir en el interior de la comunidad. Eran las dificultades de la misión, las dificultades de toda misión pero que en las comunidades pequeñas se pueden exacerbar. Y yo aprendí que alguien podía venir roto de una misión y que eso también es posible en la misión.
Después de volver, los compañeros jesuitas le ayudaron a remontar el vuelo. En Aranjuez recuperó algo de aquella alegría de vivir que le recordaban sus hermanas. Allí nos recibió un verano y nos acompañó a Madrid y a Segovia, una vez más con la familia de su hermana Mercedes, y dando alegría a los niños, como lo hizo con los hijos de sus otras hermanas y de su hermano Estanislao. También en los Ejercicios Espirituales anuales en la casa de la Inmaculada en El Puerto de Santa María, donde con otros compañeros hermanos pasaba los mejores días del año.
Poco antes de entrar en la Compañía, en 1989, contacté con él para decírselo, y fue una alegría compartida. En mis estudios de filosofía, en Madrid, nos vimos con la frecuencia que permitían los estudios y mi juventud despreocupada. Él vivía en Maldonado, trabajando mucho pero muy solo. Su rodilla había empezado a fallarle y sufrió muy en silencio, demasiado quizás. Comenzó la aventura de las prótesis de rodilla, que daban un tiempo de reposo de varios años y vuelta a empezar: dolores y silencio hasta una nueva prótesis. Fueron unos años obscuros y probablemente los fantasmas de África tuvieron bastante que ver. Las dificultades de la misión, de toda misión.
En uno de los momentos más bajos, los compañeros –benditos compañeros– lo llevaron a Alcalá de Henares, y allí comenzó una larga recuperación. Con sus altos y sus bajos, pero en suma fue un tiempo más luminoso, de oración profunda, de querer estar cerca del Señor. Y esto ayudado por los compañeros de la casa y por el personal de la enfermería. Cuando hace unos meses los médicos le amputaron la pierna que tanto le había hecho sufrir en los últimos años, se sintió liberado: –Ya no me duele–, decía.
Y pudo ya estar más tranquilo en su oración. Y siguió pidiendo por nosotros, sus compañeros y su familia
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Jesús Manuel León Blanco sj
Constantine, Argelia, 12.06.2015
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