Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Cambiar tanto cambio

Cambiar tanto cambio

por Duc in altum!

 No somos estáticos, sino dinámicos. Gracias a esa tendencia evolutiva, nacieron las diferentes lenguas, se pasó del mito al logos, aumentaron los descubrimientos, creció la convicción acerca del papel científico de la observación, fueron revalorados los Derechos Humanos, etcétera. El cambio es algo natural, pues forma parte de nuestra condición humana. La Iglesia, como obra de Cristo en medio del mundo, no está exenta. Recordemos la máxima latina que dice: “ecclesia semper reformanda” (la Iglesia está siempre en estado de reforma); sin embargo, como nos enseña San Ignacio de Loyola en sus ejercicios, el discernimiento ocupa un lugar clave, porque el significado del cambio depende de la intención y de la orientación práctica que se le dé, ya que no es un valor en sí mismo, toda vez que una persona puede pasar de una actitud positiva a otra negativa. Cambia, pero no para bien, sino en detrimento de los demás. De ahí que la evolución esté subordinada a la moral establecida por el Derecho Natural. Fuera de dicho orden, aparece el caos disfrazado de verdad y/o progreso.

 A veces, ante situaciones difíciles a nivel social, político, económico o religioso, puede llegar a idolatrarse el cambio, haciendo que los proyectos fracasen por no darles el tiempo que requieren. Cambiar por cambiar, resta significatividad, además de caer en el absurdo de echar a perder lo que en verdad está funcionando. Evidentemente, hay realidades que no deben seguir igual, porque violan la dignidad de la persona humana, pero precisamente para poder construir una mejora, se impone la necesidad de perseverar en ciertas opciones, porque andar de un extremo a otro, además de reflejar inseguridad, puede destruir procesos que, al menos en potencia, están en condiciones de incidir de un modo constructivo, verdaderamente justo y profético.

 No hay que abusar de los cambios, porque el ser humano requiere de pasos o etapas para poder alcanzar la madurez. A nivel gubernamental, un problema es la falta de continuidad con ciertas obras rentables que, al cabo de un tiempo, se quedan cortas de presupuesto hasta derrumbarse. Dicho de un modo más sencillo, vale la pena abogar por conservar lo bueno y cambiar lo malo; sin embargo, ¿cómo valorar qué es lo que debe continuar? Una vez más, aparece el discernimiento a la luz del Evangelio.

 A nivel Iglesia, hay que saber renovar la forma pero conservando el fondo. Si la esencia se cambia, todo muere, porque el Espíritu Santo queda obstaculizado por el mal uso de la libertad humana, ya que él la respeta profundamente. Querer cambiar hasta el más mínimo detalle; especialmente, cuando no existen las mejores intenciones, puede tratarse de una agenda personal más que de una impronta de la fe. El cambio es bueno, necesario, pero no siempre es la respuesta. ¿Por qué? Sin duda, debido a la falta de discernimiento. Una decisión visceral; es decir, fuera de la oración y del sentido común, termina estancando, afectando los avances. Entonces, querer mejorar la realidad, supone dejar de buscar el cambio por el cambio. Idolatrar la novedad, es tan contraproducente como añorar las mal llamadas “glorias del pasado”. ¿Qué todo siga igual? Nada de eso, pero sí entender que los procesos no deben frustrarse. Hace falta visión y, en algunos casos, paciencia histórica que no se confunda con la pasividad.

 La genialidad del Concilio Vaticano II es que encontró el punto medio entre conservar y renovar. Esto es, la “hermenéutica de la continuidad”, en palabras de los últimos cuatro Papas. Obviamente, hay una verdad inmutable, dogmática, pero lejos de verla como algo extraño o negativo, es la garantía de avanzar en fidelidad. Por lo tanto, mientras se respete la verdad revelada por Dios y sus modos más adecuados de expresión, el cambio no será idolatría, sino inspiración del Espíritu Santo a través de la realidad concreta.
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