Virtudes teologales. La Esperanza
por Juan del Carmelo
En la última glosa nos ocupábamos de la fe, siguiendo el orden establecido, ahora vamos a ocuparnos de la Esperanza que quizás sea en cuanto a su tratamiento y a lo que sobre ella se ha escrito, la cenicienta de las tres. Veamos. Todos sabemos al menos los que creemos, que nuestra vida en la tierra es una preparación para algo mejor que tiene que venir y que se nos ha prometido. Nuestro futuro es siempre mejor que el presente, aunque también entre los creyentes, muchos piensan aquello de que: Más vale pájaro en mano que ciento volando. Pero cuando el nivel de vida espiritual de una persona y sobre todo su fe, se puede decir que es casi una evidencia, esta persona piensa: Si lo que espero es mejor que lo que tengo, que es lo que hago yo aquí. Pues sí, ella hace mucho y hace algo tan importante, como cumplimentar la voluntad de Dios, que a todos nos ama y que siempre desea lo mejor para todos y específicamente para cada una de sus criaturas. Cuando Él nos tiene aquí abajo sus razones tendrá. En hombre nace con una serie de deseos que están marcados en su mente, como una impronta puesta por Dios en cada una de las almas por Él creadas. Y entre estos deseos, destacan dos muy importantes, relacionados con la virtud de la esperanza. Concretamente estos son: el deseo de una plena felicidad y el deseo de ser eternos. Entre ambos hay una notable diferencia, ya que el primero solo se alcanzará por aquellos que acepten el amor a Dios, del segundo podemos decir que salvados o reprobados somos criaturas creadas para ser eternas, por lo que este deseo, tanto para los que se salven, como para los que renieguen del amor a Dios, todos alcanzaremos la eternidad. Nuestra felicidad, la felicidad a la que aspiramos para ser perfecta ha de ser eterna, cualquier felicidad que obtengamos en esta vida carece de la condición de eternidad y por ello es imperfecta. Dice el refrán: poco dura la alegría en la casa del pobre, y en la del rico podrá durar más tiempo pero nunca será eterna. Escribía el cardenal Ratzinger: “El hombre necesita la eternidad. Cualquier otra esperanza, se queda demasiado corta”. Y es precisamente la felicidad que esperamos, la sustancia o la enjundia de la virtud de la esperanza. Escribía San Pablo: “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo”. (Rom 15,13). Nosotros en la medida que aumenta nuestra fe, aumenta al unísono nuestra esperanza, en obtener esa plena felicidad que nos ha sido prometida por el inmenso Amor de el Señor nos tiene. El Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra esperanza, Él nos alienta nos inspira y nos sostiene. El nos hace ver que si nacemos con el deseo de buscar a Dios, es porque Él nos espera; que si hay fe en el hombre aunque esta sea poca, es porque Él existe; que si sentimos el impulso y el deseo de amar a Dios es porque su Amor nos impulsa; que si hay esperanza es porque hay una realidad que nos espera; que si hay huellas en la playa, es porque alguien antes que nosotros ha pisado en ella. Si hay un deseo de inmortalidad, es que existe la inmortalidad. Si existe un ansia de eterna felicidad perfecta, es porque ella existe. No es concebible ni puede haber un desajuste tan total entre nuestros deseos y su realización. La esperanza cristiana genera en el hombre que la práctica, una tranquilidad de ánimo incomparable, que es como una anticipación de los bienes futuros que todavía no se poseen. Soñar despierto como será lo que arriba nos espera no es difícil y es un buen ejercicio espiritual. Tendremos un goce fundamental y otros accesorios. El fundamental, sabemos que consistirá en la contemplación de la Luz divina, pero como quiera que nuestro nivel de vida espiritual se encuentra muy lejos de esa meta, nos resulta prácticamente imposible imaginarnos la maravilla que eso debe de ser. Así San Pablo escribió: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente del hombre, pudo imaginar, cuales cosas tiene Dios preparadas para los que le aman”. (1Co 2,9). Pero si, no es más fácil jugar imaginativamente con lo que tendremos o en lo que consistirá el cielo accidental, que será la satisfacción de todos esos deseos que ahora nos atormentan o los vemos imposibles de realizar. Esto nos fomentará nuestra esperanza, pero puedo asegurar, que cuando lleguemos arriba el cielo accidental creo que nos importará un bledo. La virtud de la esperanza, le es más fácil de fomentar en su alma al que tiene poco que perder, al que aquí abajo poco posee, por el contrario que al que aquí abajo tiene mucho, el apego a lo que tiene le aleja de la virtud de la Esperanza. Escribe San Juan de la Cruz en su libro Subida al Monte Carmelo: Cuanto más se tiene, menor capacidad y posibilidad de esperar hay. Y por tanto menos esperanza. Los apegos humanos y sobre todo el apego a los bienes materiales, nos atan de tal forma que nos impiden volar hacia Dios. Y es lo mismo que estos sean grande o pequeños, así lo explicaba San Juan de la Cruz, diciendo: El gorrión que está atado no puede volar, y es lo mismo que los sea por una gruesa cadena que por un delgado hilo. Aunque bien es verdad, que es más fácil romper el delgado hilo que la gruesa cadena. Pero de todas formas, no olvidemos que: “Nadie puede servir a dos señores, pues o bien, aborreciendo al uno, amará al otro, o bien, adhiriéndose al uno, menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”. (Mt 6,24). Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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