Una solución equivocada
El referéndum sobre el matrimonio gay en Irlanda, que ha supuesto una derrota sin paliativos para la familia (más de veinte puntos de diferencia a favor de los gays), ha sido calificado por el secretario de estado del Vaticano, cardenal Parolín, como una "derrota para la humanidad". El segundo hombre en jerarquía dentro de la Iglesia -se supone que en comunión con el Papa- dijo sentirse muy triste por el resultado y concluyó que, como consecuencia, la Iglesia tiene que aumentar su esfuerzo en la evangelización.
Respondía el cardenal Parolín así a las declaraciones del arzobispo de Dublín, hechas nada más saberse el resultado del referéndum, más ambiguas sobre la valoración del mismo. Monseñor Martín había dicho que la Iglesia necesitaba una "cura de realidad" para volver a conectar con los jóvenes, a la vez que pedía "aceptar los derechos de los homosexuales sin cambiar la definición de matrimonio".
¿En qué debe consistir esa "cura de realidad"? ¿Cómo conectar con los jóvenes? ¿Qué derechos de los homosexuales son los que la Iglesia no está admitiendo y debería admitir? El arzobispo de Dublín no contesta a esas preguntas -el cardenal Parolín ha sido mucho más claro, insistiendo en que tras la derrota debemos esforzarnos más en evangelizar-. Los que sí han contestado han sido los participantes en un simposio organizado por las Conferencias Episcopales de Alemania, Francia y Suiza, esta semana, en la Universidad de los jesuitas en Roma, la Gregoriana. El simposio ha sido, deliberadamente, a puerta cerrada, aunque se permitió a un diario italiano de izquierdas estar presente para informar de lo que se decía, sin decir el nombre de quién lo decía.
El tema era, supuestamente, la familia, de cara al Sínodo de los Obispos que se celebrará en octubre. Digo supuestamente porque de lo que menos se habló fue de la familia. Todo se centró en torno a la moral sexual. Resumiendo, lo que la Iglesia ha defendido durante veinte siglos es hoy un lastre pesado que, según los que intervinieron en el simposio, aleja a la gente. Un participante dijo claramente que hay que dejarlo todo a la decisión personal y que lo único que se debe pedir en cuestión de sexo como norma moral es que lo que se haga sea consentido. O se acepta el "todo vale" o la gente se va.
Esta conclusión choca, como es evidente, no sólo con dos mil años de dogma católico, sino con las clarísimas enseñanzas de San Pablo (que son Palabra de Dios), con lo que vivieron los primeros cristianos en una sociedad tan permisiva como la romana y la griega, y con el mismo mensaje de Jesucristo. Por eso, en el simposio de la Gregoriana se planteó la cuestión de la evolución del dogma. Éste tiene que evolucionar, se concluyó, para adaptarse a la historia y a los cambios sociales.
La pregunta es, ¿en el resultado de esa evolución, en esa adaptación, podrá seguir estando reflejada la Iglesia de Cristo? ¿No sería más honesto que los que eso promueven fundaran su propia Iglesia? Si están tan convencidos de que el suyo sería un camino de éxito, que den un paso al frente y que se vayan, dejándonos a nosotros morir por falta de fieles. Sin embargo, sus tesis no son nuevas, ya las están aplicando las Iglesias protestantes y el resultado es patente: la crisis en ellas es más fuerte que en la católica. ¿Por qué, entonces, insistir en algo que la realidad demuestra fracasado? ¿Por qué presentarlo como solución cuando está suponiendo la ruina de los que lo aplican? Es tan absurdo lo que pretenden que sólo hay una explicación: detrás de ello no está ni la búsqueda del bien de la Iglesia ni la del bien de la humanidad, sino el deseo de destruir a ambos. Como decía el cardenal Parolín, la solución es evangelizar más y mejor. La solución no es aceptar como bueno todo lo que el mundo propone, sino explicarle mejor al mundo que lo que realmente le conviene es lo que Cristo enseña.