Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Despojamiento o vaciamiento interior

por Juan del Carmelo

Esta mañana un amigo, lector de mis glosas me ha dicho, refiriéndose a la glosa sobre la Caridad: ¡Te has pasado!, escribes sobre el último peldaño de la escalera, pero no dices nada de cómo se puede llegar a Él, es decir, como uno logra que el amor de Dios nos abrase y seamos felices en el fuego de ese amor. Veamos. Lleva mucha razón mi amigo, he escrito sobre la Caridad, sobre el amor de nosotros a Dios y de Dios a nosotros en un grado superlativo, como si todos estuviésemos ya, ¡qué más quisiéramos!, en la parte alta de la escalera del amor, que nos lleva al Señor. En mi descargo diré que no es posible meter el agua del océano en un cubo, o meter en unas simples cuartillas, el desarrollo de un tema que es más propio, no de un libro, sino de varios de ellos. Yo en estas glosas solo trato de dar, pequeñas pinceladas para tratar de esbozar, un tremendo y maravilloso cuadro que excede de mis facultades pictóricas, y que nunca podré llegar a pintar. Pues bien, centrándonos en el tema, diré que para llegar ya en esta vida, a lo alto de esa escalera, donde nos espera el Señor, se necesitan pasar por muchos escalones, y sobre uno de ellos es del que quiero hablar. Se trata del despojamiento o vaciamiento interior, que es necesario alcanzar, para poder llenar nuestro corazón con el amor de Dios. Generalmente cuando se trata este tema muchos autores toman como ejemplo didáctico el del vaso lleno de tierra. Es indudable que si llenamos un vaso de tierra y lo ponemos al sol, los rayos solares no pueden penetrar en el interior del vaso. Algo semejante nos pasa a nosotros con el amor de Dios. Somos unos vasos de cristal transparente, pero llenos de deseos y apegos humanos y mientras no vaciemos nuestro vaso, el amor de Dios no podrá penetrar en nuestro corazón. La parábola del joven rico que no quiso desprenderse de sus bienes y seguir a Jesús (Lc 18,21-24), nos enseña que en el amor a Dios existen grados; un grado común y otro heroico. El común consiste en guardar los mandamientos; el heroico consiste en vaciarse de todo, y confiar solamente en el Señor; es lo que Él, nos dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome cada día su cruz y sígame”. (Lc 8,23). La gracia de la privación obra la persona que acepta y desea que este don singular del Espíritu Santo, actúe en él. El Espíritu Santo, antes de descender hasta el hombre, lo despojará de todo; de todo asidero humano; de todo sistema de seguridad material, para que se abra a su poder y a su amor, y se entregue plenamente. El ser humano es un manojo de deseos, y estos deseos interfieren e impiden la actuación del Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios a nosotros. Dios no puede entrar en nosotros si previamente no estamos vacios, porque no le dejamos sitio a Él, en nuestro corazón. El corazón del hombre no encontrará nunca la paz verdadera, si no se despoja de todo lo que no es Dios, para dejar todo el lugar a disposición del Santo amor, a fin de que éste se enseñoree de todo. Nos dice San Juan de la Cruz, que el alma no puede gozar de la unión divina si no se purifica de los afectos a las cosas. Así es necesario que el camino y subida hacia Dios sea un continuo cuidado de acallar y mortificar los apetitos, es decir nuestros deseos. Y con la rapidez que se alcance este objetivo llegará el hombre a Dios. Pero mientras no los destruya jamás llegará, aunque practique muchas virtudes porque le falta conseguirlas con perfección. La cual consiste en tener el alma desnuda y vacía y purificada de todo apetito o deseo. Un solo deseo o apetito, permite Dios que viva donde Él está; es el de guardar la ley de Dios con delicadeza y llevar sobre si la cruz de Cristo. El camino exige desapego. Quien se estaciona ha sellado su renuncia a la vida. Vivir es caminar y caminar es vivir. Si nos agarramos a algo creado, convertimos ese algo para nosotros, en un dios. Y cuando esto ocurre, tenemos que desprendernos, mejor dicho, tenemos que dejar a Dios que nos desprenda de ese dios pagano que nos domina. La persona tiene que ser despojada de todo sistema de seguridad. Pero cuando somos despojados de lo que tenemos, uno se puede rebelar contra Dios y apartase de ÉL; o por el contrario, se puede adquirir una fe más dinámica y un mayor abandono en Él. A Dios no podemos compatilizarlo con ningún sistema de seguridad humana. Con Dios se vive al día. No se puede amontonar hoy el pan para no correr riesgos de no tenerlo el día de mañana. El Señor no permite a su pueblo vivir en la seguridad. En el Sinaí, cada día el pueblo de Israel, tenía que recogerse solo la ración diaria de maná; el maná no se podía almacenar. Si nos vaciamos hemos de vivir día tras día sin preocuparse del mañana, que también traerá su propio alimento. Si nos entregamos en plenitud al Señor, hay que tener la certeza de que con plenitud el cuidará de nosotros. Si leemos en la Biblia, la vida de Elías veremos que él descubrió, que cuanto más íntimo se hacia su encuentro con Dios, más se desprendía y se desasía de todo lo que le era familiar y seguro. Esta dinámica resulta claramente evidente, en su experiencia del huracán del terremoto y del fuego. Estos son signos de progresivo encuentro con el Señor, que es cada vez más sobrecogedor poderosos y purificante. San Agustín, nos dice que: En verdad, mucho ha abandonado, el que no solo ha dejado todo lo que tenía, sino que se ha despojado, hasta del deseo de tener. No es importante tener o no tener, sino nuestra actitud frente a lo que poseemos. A este respecto San Juan de la Cruz, escribía: “Se dice pobre, aunque efectivamente sea rico, porque su voluntad no la tenía pegada a las riquezas y, por lo tanto, prácticamente era pobre. Pero si por el contrario hubiera sido pobre realmente y no lo fuera con la voluntad, no hubiera sido pobre de verdad, ya que su alma estaba rica y llena de deseos y apetitos de riqueza... Porque la desnudez o vaciamiento no consiste en carecer de las cosas sino en no desearlas”. Aunque hay que reconocer, que le es más fácil vaciarse al que nada tiene que al que tiene mucho. El despojamiento o vaciamiento, para ser efectivo ha de ser doble: en el orden material aceptando la realidad de que nada de lo que poseemos es nuestro, solo somos meros administradores. En el orden espiritual, reconociendo que tampoco son nuestros, ni nos merecemos, las gracias y los dones que continuamente recibimos del que todo lo puede, que es Dios, porque Él es el Todo y nosotros somos la nada. Para alcanzar a Dios en esta vida, no hay otro camino que el del renunciamiento a todo deseo, nuestro vaciamiento interior, esto es así y no hay atajo ni camino diferente. No hay santidad sin renunciamiento, o se toma o se deja, en las cosas de Dios nunca caben medias tintas, ni pasteleos políticos. Nosotros, queremos realmente amar y adorar a Dios, pero también queremos guardar escondidos nuestros más íntimos deseos, no queremos prescindir de ellos, queremos lo imposible, que es compatibilizar estos con el amor a Dios. Nos tratamos de justificar diciéndonos interiormente: ¡Pero si son deseos legítimos! Frente a lo que Dios desea de nosotros no caben escusas. Dios lo quiere todo, porque Él nos lo ha dado todo, y solo a fuerza de asimientos y desasimientos sucesivos será como Dios vaya emergiendo para nosotros. Y esto será lo que nos dará la felicidad ya en esta vida. Para el hombre que está asido a la vida de este mundo, cada momento de ella se le convierte en una dolorosa despedida. Vive cada momento mirando dolorosamente atrás a lo que ha perdido, y temerosamente adelante, sin saber lo que le deparará el futuro, y cuando llegue su final y tenga que abandonar este mundo, su tránsito será inevitablemente más doloroso, cuanto más apegado se encuentre a las miserias que este mundo le ofrece. Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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